DONDE LA FANFARRIA MORALIZANTE HACE AGUA
—La señorita Nuria no está en casa. Ha ido a visitar a una amiga que se rompió la pierna esquiando —dice Esperanza, haciéndose a un lado para dejarle pasar. Casi al mismo tiempo, la voz de tía Isabel le llama desde el fondo de la galería.
Tía Isabel tiene visita. La encontrará sentada en el sillón y tomando el té en compañía de una vieja dama muy bien vestida y de apellido Comajuncosa o Gratamamella, un trabalenguas con prestigio y tradición, presidenta de algo así como las Damas Azules o la Pía Unión. Vivía cerca de la parroquia y solía vérsela en compañía de un golfillo del Guinardó domesticado en el Centro, que siempre llevaba una armónica en el bolsillo y al que ella a veces decía, después de presentarlo a alguien como ejemplo de regeneración:
—Nen, macu, toca El sitiu de Saragossa.
Y el chaval soplaba como un desaforado, llevando el compás con un pie enloquecido, aporreando el suelo con la flamante bota de Cáritas. Pensando en él de una manera fugaz y fraternal, al inclinarse ahora ante tía Isabel para ser besado en ambas mejillas, Paco Bodegas improvisa una sucia excusa, que no se vea que le ha traído el deseo de encontrar a Nuria sola en casa:
—Vengo por unos libros que le presté a Montse, tía. Tengo que devolverlos, no son míos.
Las señoras le contemplan con simpatía, pero en toda la casa, incluso en esta bondadosa y tenaz sonrisa de la invitada, hay una tensión, una impaciencia. Siéntate, hijo. Tía Isabel está muy contenta de verle y quiere que se quede a cenar. Siéntate. De los libros no sabe nada, Montse aún no ha regresado del Centro, puede que hoy se retrase. Siéntate ya, pasmarote, palurdo. «Es mi sobrino, sólo lleva seis meses con nosotros», informa tía Isabel a la complacida sonrisa. Tanto gusto, el gusto es mío, vaya, así que Montse puede que se retrase, y ahora la presidenta cambia una mirada con tía Isabel, una mirada investida de píos poderes y preocupaciones que sin duda afectan a la prima Montse, pues sí, puede que se retrase, hijo, hoy tiene una reunión importante, ya sabes más o menos lo que ocurre… «Pues no, tía, no sé nada». La presidenta invitada parpadea, los ojos fijos en él, risueña a pesar de la dolorosa misión que la ha traído aquí: ¿No sabe usted que su prima lleva un mes sin acercarse por el Centro? No, señora. Pues, sí, es lo que le estaba diciendo ahora a Isabel —las palabras salen ahora atropelladas, pero persiste la sonrisa—, tu hija tiene que comprender que… Tía Isabel, con un gesto de impaciencia, se vuelve hacia su sobrino: «Si quieres subir y mirar tú mismo, ya sabes, en la librería del salón, junto a su cuarto, allí suele poner los libros». La presidenta invitada hubiese preferido seguir informando al joven sobre el caso, es evidente. De cualquier forma, él desea librarse cuanto antes de esta sonrisa alucinada, y saluda y sube al primer piso. El salón del primer piso tiene un pequeño balcón asomado al jardín, sostenido por las dos columnas del porche, justo frente al surtidor. Anochece. De codos en la veranda, Paco siente hervir en su interior una variedad desconocida de lenguaje escatológico —esa caprichosa de Nuria lleva una semana sin llamarle ni dar señales de vida, es la segunda vez que lo hace— mientras contempla la calle, más allá del jardín; una farola de gas, entre las deshojadas ramas de una acacia, pedorrea burlonamente. Pero eso no es todo: como si la nueva perspectiva que le ofrece el balcón sobre las islas le revelara repentinamente la fragilidad del sistema defensivo de la vieja fortaleza claramuntiana (especialmente vulnerable por el lado de las hijas), sus nervios se relajan y siente de pronto la insólita necesidad de liberar una carcajada —algo de raíz cascabelera, algo que siempre esperó dormido allá en su entraña más cordobesa y salerosa y que desde ese día le exigirá modificar su comportamiento en esta casa…
Como siempre, en lo último que repara es en Montse: está en la calle y diríase con frío o a punto de desfallecer, el hombro apoyado en la verja, la mano en la frente, la cabeza gacha. Ante ella, hablándole al oído, el que hace meses parece su tímido pretendiente, Salvador Vilella. Montse nunca ha tenido novio y desde hace años está seriamente amenazada por el terrible azote de las Hijas de María, la soltería, un cáncer que, como el de verdad, no parece tener remedio. Discretísimo el asedio que ese honesto y pulcro joven dedica a Montse, tío Luis le aprecia, la familia abriga ciertas esperanzas… Pero esta noche no parece festejarla, sino reñirla; y repentinamente, dejando la verja abierta y a Vilella con la palabra en la boca, ella echa a correr por el jardín hacia la casa, rodea el surtidor apretándose las sienes con las manos, y sólo cuando llega al porche y levanta ligeramente el rostro hacia el farolillo que cuelga sobre la puerta, Paco puede ver que llora.
En seguida oye fuertes voces abajo en la galería, un portazo; un sollozo y pasos subiendo precipitadamente la escalera. Sin verle a él, Montse entra en su habitación, de donde sale casi en el acto con un estupor en la mirada. Desde el balcón, Paco la ve caminar hacia él por el pasillo, mirándole sin verle.
—Ah, ¿estás aquí? ¿Me esperabas? —Y abre su gran bolso de tranviario para esconder en él un pañuelito rosa convertido en una bola esponjosa. Sus ojos están húmedos, enrojecidos. Muy nerviosa, aparentando ese aire de reflexión que precede a menudo sus reacciones más chocantes, se acerca a la estantería y contempla los libros detenidamente, de espaldas a su primo.
—Oye, Paco —dice haciendo un esfuerzo—. Préstame otro libro…
—¿Por qué lloras, prima?
—¿Quién, yo?
—Tú, sí. ¿Qué ha ocurrido?
—Nada.
—A lo mejor te puedo ayudar en algo…
Siempre de espaldas a él, Montse menea la cabeza. Sonriendo, Paco añade:
—¿De qué te hablaba Vilella? ¿Acaso ha querido propasarse contigo, ese carca?
Lo ha dicho sólo para provocar alguna reacción favorable a la confidencia. Pero los ojos de su prima, al volverse con rapidez, le miran con una mezcla de estupor y de tristeza.
Y la inteligente fórmula que emplea para decirle que en vez de inventar groserías mejor haría ocupándose de Nuria, no puede ser más inteligente; así le hace saber, de paso, que ya está enterada de lo que hay entre su hermana y él a espaldas de la familia:
—Salva no pretende nada de mí. ¿Te enteras? Lo que pasa es que Nuria no le hace caso, y él se pregunta por qué, no sabe nada de lo vuestro…
—Pero… ¿ése no andaba detrás de ti?
—Qué retrasado vives, hijo. —Luego añade—: ¿Qué buscaba mamá en mi cuarto?
—No lo sé.
Paco se sienta en el diván con aire pensativo. Ella vuelve a dedicar su atención a los libros:
—Ahora quisiera una novela moderna…
—¿Puedo saber para quién es, esta vez? Debo recordarte que me has saqueado y que aún no me has devuelto ningún libro. Me consta, y lo sé por tu hermana, que todos han ido a parar a las manos de tus presidiarios y enfermos del alma, cuya formación cultural parece preocuparte mucho…
Tanta ironía injustificada la hace volverse nuevamente y ahora mira a su primo con fijeza y deseando saber, considerando no la mano que golpea, sino el resentimiento, el desdén o la soledad que mueve arbitrariamente esa mano: exactamente como a él le gustaría ser mirado por Nuria cuando se siente solo y deprimido.
—Perdona, Montse. ¿Por qué no me cuentas qué te pasa?
—Por favor, no bromees, estoy muy harta.
—En serio, ¿no crees que deberías hallar otro medio para conseguir libros? Éste me sale muy caro. ¿Qué haces con las limosnitas que te damos en la fábrica?
—Por favor…
Repentinamente, las fuerzas abandonan ese cuerpo severamente vestido —blusa color violeta abrochada hasta el cuello, jersey azul, larguísima falda plisada, a cuadros rojos y verdes, muy holgada—. Clon los brazos cruzados pasea nerviosamente ante su primo, luego se sienta en un extremo del diván, abrazada a su vientre como si le doliera o tuviera frío. Pone una cara tan triste que él lamenta de veras no haber nacido mudo. Montse abstraída: ni siquiera dice «procura comprender» o algo así, sino que permanece callada mirando el suelo, y luego vuelve hacia él su frente vencida, tersa, de una hermosura lumínica difícil de precisar. Según los cánones actuales, es fea; el pelo negro partido en dos sobre la frente, peinado hacia atrás y recogido en un moño, es como un melancólico casco que oculta las orejas y le da una forma triangular a la frente de nácar, una extraña vida antigua y romántica. Tiene en el rostro esa gravidez de las tuberculosas, esa palpitación serena bajo la piel transparente de la frente y de los pómulos, una armonía de expresión basada no tanto en la conformidad de los rasgos como en el color, en cierta luz de la piel que trasciende desde quién sabe qué rincón abrasado y amable del alma.
Ahora mira a su primo como si no le viera, y, con esa ignorancia desafectada que tiene de su físico, deja una mano yerta sobre el pecho izquierdo, rozando distraídamente la tela con la uña. Diríase que trata a sus pechos de una manera torpísima, o que los lleva sin saberlo: te roza con ellos al pasar, se los chafa sin darse cuenta, se los toca y al parecer los siente como si fuesen molestas protuberancias cuya utilidad no acabara de entender: no tiene aún conciencia de su cuerpo.
—Sí, me temo que sí. —Respuesta que no tiene que ver con la pregunta de su primo, más bien sigue el hilo de sus propios pensamientos—. Me temo que habrá que dejarlo correr.
—¿Quién dice tal cosa? ¿La junta de rescate social?
No parece desconcertada, sino todo lo contrario: hace decididos gestos de afirmación con la cabeza, mirando el vacío con unos ojos húmedos por su misma inmovilidad.
—Todo el mundo.
—¿Y por eso has llorado? Vamos, vamos. Si te quitan a este preso encontrarás otro, no temas, el terreno está bien abonado. Qué más da uno que otro.
Nada contesta a eso. Se encoge de hombros. Él insiste:
—¿Qué dice Salvador Vilella?
—Lo mismo que todos. Pero de él no lo esperaba. Se preguntan si después de tanto tiempo no me dejo llevar por… por… —Mira bruscamente a su primo con un fulgor en los ojos, que se funde casi en el acto—. ¿Qué se imaginan de mí? Paco, todo eso me parece tan vergonzoso… que no quiero ni pensarlo.
—Pues ya puedes ir pensándolo. Porque eso es lo que creen todos. Abre bien los ojos, prima.
—¿Y tú? ¿Tú también lo crees?
Está realmente desconcertada. Y viéndola así, Paco cambia de tono y trata de sonreír, conciliador, aunque es muy probable que sólo consiga enseñar los dientes:
—¡Bah! No te preocupes demasiado por lo que pueden pensar de ti. Son unos salvajes. Tú haz lo que te dicte tu conciencia. ¿Sigues viendo a ese chico?
Afirma con la cabeza sobre el pecho. Él le pregunta por qué está preso el tipo, y ella le dice que todos por lo mismo, por «delitos comunes», y que no sabe nada más, que ella nunca les pregunta eso, qué puede importar. Y que la única persona que le conoce es una muchacha que a veces ella encuentra en la cola de los paquetes de la Modelo; no pide nunca visita, sólo trae comida, y apenas habla, es una chica muy rara, parece que vive en el Monte Carmelo; ella le dijo que fue por robar motocicletas y desvalijar coches.
—¿Es joven? —pregunta Paco.
—¿Quién?
—Él.
—Veintiún años.
Observa la delicada transparencia, el latir de las arterias bajo la piel de las sienes. Cálmate, prima, no pienso nada malo. Pero lo que dice es: ¿Qué opina tu madre de esta loca aventura?, y ella no parece oírle. Paco deja pasar un rato y luego pregunta:
—¿Cuándo sale?
—Pronto. En el verano. —Montse habla ahora como para sí misma—. Y no tienen a donde ir, o mejor dicho, yo preferiría que no lo tuvieran… Pero dejarles ahora sería peor que no haberles ofrecido ayuda y compañía desde un principio.
—Parece que has dejado de ir a la parroquia.
—Eso no es verdad.
—O que vas menos que antes. ¿Por qué? ¿Empiezan a caerte gordas tus amigas, o temes que te expulsen si sigues…?
—No, hombre, no es tan mala gente —le corta con una sonrisa. Luego parece reflexionar, de pronto se levanta suspirando—. Es que todos se creen en la obligación de darme consejos, de prevenirme contra… no sé. Por favor, no te rías.
—No me río. ¿Y los libros? Son para él, claro.
Su sonrisa se ensancha, es casi luminosa:
—Figúrate, no hacen más que leer y estudiar. Les gusta mucho, tienen pocas distracciones allí.
Hasta ahora Paco no advierte que habla de él en plural: con toda evidencia, si Montse siente ya por su presidiario algo más que un noble deseo de regenerarle, lo ignora; en todo caso, es un sentimiento que no parece haberse formulado aún. Dejando de lado la conveniencia o inconveniencia de frenar sus generosos impulsos, tal vez las suposiciones de tía Isabel eran acertadas. Recuerda Paco, además, que hace poco Nuria le expuso su temor de que el preso hiciera llorar a su hermana sin motivo (para Nuria, el llanto sin motivo era síntoma de enamoramiento) y cómo una noche que oyó ruidos en su cuarto y se asomó, la vio boca abajo en la cama, abrazada a la almohada y sollozando.
Esperanza viene a anunciar la cena. Bajando las escaleras detrás de su prima, los ojos fijos en su nuca, Paco se pregunta si no debería advertirla que, de todos modos, aunque nadie duda de sus buenas intenciones, quizá la Junta parroquial y la misma familia están en mejores condiciones que ella para juzgar las consecuencias que podría acarrear su conducta… Pero algo se lo impide, algo parecido al pudor o al respeto: acaso ya presiente que Montse no es tan simple ni está tan desarmada ante la vida como todos creen, y que sus defensas, aunque débiles y escasas de momento, ya están empezando a vérselas con esa materia convencional y falaz que ha de ponerla a prueba.
La cena está dispuesta y tío Luis, sentado a la mesa, mirando un vaso a contraluz. También Nuria, que se muestra alegre y acalorada; lleva un grueso jersey blanco muy ceñido, de cuello altísimo y doblado, casi masculino, como de guardameta, a Paco le recuerda los que llevaba Ricardo Zamora en unos cromos que aún alcanzó de niño…
—¿Verdad, tío Luis? —añade el perro asalariado—. Usted lo recordará, era de su tiempo.
Tío Luis sonríe: «Ah, sí, ya lo creo». Paco insiste: «¿Has notado, tío Luis, que los cronistas deportivos finos les llaman cancerberos?». Supone, este perro asalariado, que su presencia postergará la tormenta. Pero se equivoca: en cierto momento, cuando Nuria está contando de qué manera más tonta su amiga se ha roto la pierna esquiando en La Molina, tío Luis vuelve la cabeza a un lado y pregunta en voz baja —parece que hable con su propio hombro— a Montse, que está a su derecha: «¿Qué ha pasado en la reunión de hoy?». Su voz es casi afectuosa. Montse dice: «Nada», y él: «Esta broma ya está durando demasiado, ¿no crees?». Come muy tieso en su silla, sin levantar los ojos del plato. Tía Isabel, adivinando tal vez, por pura intuición femenina, la grave naturaleza del mal que crece en el corazón de su hija (todavía no ha dicho lo que ha encontrado en la habitación de Montse: cartas del preso), guarda silencio y vigila las puntuales entradas y salidas de la doncella en el comedor. Por el contrario, tío Luis, que siempre ha sabido controlar admirablemente una luz astuta que a menudo asoma en sus ojitos de acero, se extiende en largas, amables y sabias consideraciones sobre la cuestión: Montse debería suspender sus funciones en la congregación durante una temporada y ocuparse más de su trabajo, que por cierto no es nada pesado, en las oficinas de la empresa. «Vienes cuando quieres, haces lo que se te antoja —le riñe su padre, y agrega—: ¿Quién decidió que ahora vengas sólo las mañanas, y cuando te parece?». Al contrario que él, Montse habla mirándole a los ojos: «Si por la tarde apenas hay nada que hacer, papá. Las cosas del Seguro y del Sindicato hay que tramitarlas por la mañana». Tío Luis la reprende con dulzura, divaga y filosofa acerca del aprovechamiento del tiempo, de la primacía de la obligación sobre la devoción, tía Isabel asiente imperceptiblemente con la cabeza, todo muy discreto, la escena es un ejemplo de armonía familiar, de confianza en las virtudes del diálogo; llega a ser algo adormecedor, hasta que, de pronto, uno advierte que entre las palabras de tío Luis tintinea la fanfarria de siempre: la intransigencia, la martingala y la cuquería, disfrazadas de paternalismo. También el invisible presidiario, el chulesco y poderoso cerebro que desde la sombra manejaba los hilos de la trama, se ha colocado de pronto en la conversación, está ahí sentado a la mesa, vigilante e impenetrable, y tío Luis se interesa por él, por su vida y milagros. «Se está aprovechando, ¿es que no lo ves? Y seguirá haciéndolo cuando salga de la cárcel. Conozco a estos desgraciados, hija. A pesar de tus buenos deseos, el mundo siempre estará lleno de pillos, por no decir algo peor…». Parece haber meditado y escogido las palabras cuidadosamente, van dirigidas a una niña: que esto puede acabar en un disgusto para ella, dice, que Dios dijo hermanos pero no primos, que ayer habló con Salvador Vilella y que el chico, y todo el mundo en la parroquia, está muy preocupado y confundido, que le contaron lo del dinero, cierta cantidad que ella había sacado de los fondos de la congregación para destinarla enteramente a su protegido aprovechándose de su condición de recaudadora, sin someterlo a la aprobación de la junta. «¿Por qué lo has hecho? Eso es mucho dinero para un solo beneficiario». «No es para él —dice Montse, y mirando a su madre añade—: Es para su madre, que está sola y es muy vieja… Un caso urgente, ya lo he explicado en la reunión». Tío Luis cambia una mirada con su mujer, luego le pregunta a Montse si de verdad cree que él, desde allí dentro, le envía ese dinero a su madre. Montse afirma: no sólo eso, sino que el chico también le envía casi todo lo que gana, en la cárcel se trabaja, aprendió el oficio de electricista y además hace maletas… Tío Luis la interrumpe: «¿Dónde vive su madre?». «En un pueblo, no sé… Pero todo eso qué importa, papá, yo creo que lo importante…». «Mira, Montse, que tú te empeñes…». «Papá, ¿me dejas hablar?» con dulce energía corta ella, y prosigue ahora con una voz que obliga a todos a mirarla; mientras expone casi con exaltación su punto de vista respecto a cómo hay que interpretar el verdadero cristianismo social, Paco, sirviéndose más vino con gesto cautelar y breve, se reafirma en su sospecha de que Montse tiene ya de algún modo conciencia —aunque sólo sea una conciencia filial— de la repugnante materia o barro que ha de salpicarla; habla atropelladamente, sus dotes polémicas se revelan pobrísimas, por no decir nulas, y particularmente patéticas: convencida de que debe haber una explicación, un lenguaje que fue expresamente acuñado para expresar lo que desea, y que de tan simple ha sido olvidado, tantea a ciegas las palabras, orientándose a duras penas, debatiéndose apresada por fuerzas adversas que inesperadamente, incomprensiblemente le quitan sentido a todo lo que dice; lucha desesperadamente al encuentro de aquellas normas y principios que le han enseñado desde niña, aquellas fórmulas claras, estables, convincentes e irreversibles de ayer, y que hoy; al parecer, todos cuantos están en esta mesa han olvidado: ignora Montse que la palabra viva, como todo lo vivo, traiciona, y más aún en materia de religión, y se debate en una trampa; aunque teóricamente indestructibles, sus opiniones (habla de ayuda moral y no sólo material, de ser más consecuentes, más responsables) son una y otra vez rebatidas fácilmente por tío Luis, que ya está alzando un poco la voz, impaciente: «¡Una cosa es ser bueno, hija, y otra muy distinta ser tonto! ¿Adónde quieres ir a parar, se puede saber? Hay que ser realistas, caray. Vilella me decía ayer una cosa que está muy bien, hablando de ti, de vosotras (una mirada a tía Isabel): que de tanto bien como queréis hacer, a veces ya no sabéis dónde está el mal». Salva, astuto dirigente, harás carrera —piensa el perro asalariado Paco J. Bodegas, prudentemente inclinado, casi volcado sobre su plato, sin mirar a nadie—. Se habla del mal y entonces naturalmente interviene tía Isabel. Pero tanto ella como su marido, pese a estar llenos de buena voluntad, carecen totalmente del verdadero sentido del mal, cosa nada extraña, por paradójico que parezca, en esta clase de ricatólicos. Los Claramunt siempre han tenido una idea mítica del mal y una rara habilidad para actualizar esa idea: como en ciertos curas afables, su blanda percepción se tuerce y termina allí donde el verdadero mal tiene instaladas sus poderosas raíces.
Paco se decide a intervenir un par de veces en tono apaciguador pero totalmente carente de la seriedad que requiere el tema, con lo cual hace el juego a tío Luis (¿te das cuenta ahora?), hasta que oye de repente la voz aguda y reposada de tía Isabel hablando de las cartas. Ahora Montse, observada por todos, mira severamente a su madre: «Así que has registrado mi habitación. ¡Mamá, por Dios!», y no parece avergonzada ni nada, solamente sorprendida, desorientada nuevamente. Con dulce afecto ahora, tía Isabel murmura llorosa: «Es por tu bien, hija». Sólo cuando tío Luis, que parece que lo de las cartas es más de lo que esperaba, la llama en voz baja tonta y burra, los ojos de Montse se humedecen otra vez. Todo eso ya no es más que confusión y negligencia. En la voz de tío Luis asoma una crueldad inusitada que él mismo ignora por culpa de su propio convencimiento afable, autosuficiente, algo que se acopla a la perfección con la luz astuta de sus ojos acerados. Porque no interroga a su hija con violencia: aquella voz que atruena en las paredes de su despacho, aquí, en medio de la familia, es tina musiquilla suave, tenaz, preñada de retórica, algo tremendamente ridículo que preside a un vasto y patético auditorio de borregos —incluido tú, Bodegas—. Pero cuando la cosa se pone seria, cuando al fin tío Luis deja de ocultar su irritación, ya sus parrafadas moralizantes han hecho aguas por todas partes, y esto le sulfura, porque de algún modo lo nota y se halla impotente por evitarlo. Afortunadamente, Montse ya no quiere saber ni oír nada más: se levanta de la mesa sin tocar el postre, apenas ha probado bocado. Algo la transfigura en este momento, bajo los insultos de su padre, algo tan duradero y firme como la roca, tan insensible como la roca, un riguroso y sencillo sentido de la entrega o de la espera que en ella, por su misma naturaleza, acaso en el pasado habría movido montañas: la fe. Montse mira al frente con resolución mientras se levanta de la mesa y· retira la silla, mira la nada con cierta avidez, con aquella misma sed de horizontes que de chico tú habías visto en sus ojos cuando se levantaba del banco en el templo y caminaba, manos cruzadas sobre el pecho, cabeza erguida, hacia el altar para comulgar.
Tía Isabel se dispone a pedirle a su hija que se siente, pero tío Luis, con un leve gesto de la mano, la contiene. Montse se retira a su habitación sin dar las buenas noches. Y ya sin ella se prolonga la sobremesa, tío Luis se muestra contrariado y preguntón, habla dirigiéndose preferentemente a su sobrino, solicitando su asentimiento, dando evidentes maestras de estar saturado de tratar con las mujeres. Nuria, pensativa, expresa varias veces su intención de subir a hablar con su hermana, pero no acaba de decidirse. Resulta una de esas conversaciones, habituales en las sobremesas de la torre, que iban a la par con la misma pesadez rumiante de las digestiones que imponían por esa época las virtudes culinarias de la pobre Esperanza. Tenían esa cualidad volátil de las conversaciones que están fuera de la realidad de la vida: comiendo en la torre y oyendo hablar a los Claramunt, siempre tuviste la impresión —¡tan agradable a veces!— de que, en alguna parte, muy lejos, el mundo seguía dando vueltas y vosotros allí dentro os habíais parado Dios sabe en qué nube de púrpura, arropados por tía Isabel, aconsejados por tío Luis.
En cuanto a lo que te había traído allí: Nuria te acompañó hasta la verja de la calle, donde, ocultos los dos en la sombra, renovados ardores bajo su grueso jersey de guardameta fundieron en tus manos las quejas y reproches que tenías preparados.