EL DIRIGENTE
Parece que trabajó de manera entusiasta y desinteresada en varias parroquias antes de llegar a la vuestra, formando a la juventud, y que entonces se le conocía simplemente por Salva (Vadó, precisó Nuria, Vadó Vilella), Vadó. Y que fue en el hábil manejo del prestigio moral que se adquiere en estos desconocidos dominios del mundo diocesano —que otorga poderes que solemos subestimar o despreciar— donde en silencio, durante años, afiló las garras que un día caerían sobre las piadosas señoritas Claramunt.
El tipo constituye un ejemplo interesante de arribismo en la especialidad que podría llamarse diocesana. Un muchacho despierto y servicial creciendo —así me gusta verle— entre cirios chisporroteantes y genuflexiones, entre siseos y murmullos de rectoría que traían favores, méritos y recomendaciones. Un auténtico hijo de la parroquia (pero no sólo de la nuestra, dijo Nuria. Fue un poco hijo de todas). Un poco de todas, en efecto, porque desde muy niño acompañó a su tío en sus rumbosas correrías por iglesias y capillas, llevando una carpeta llena de partituras (Nunca ha querido hablar de aquel tío, un viejo y zarzuelero tenor catalán que se especializó en bodas de rito montserratino, adornándolas con cancioncillas de «mel i mató»). No ha querido volver a hablar de él, pero a su lado aprendió desde jovencito a introducirse en esos repliegues de nuestra benefactora y limosnera burguesía, esas blandas cavidades de la caridad. Y años después, cuando apareció en el Centro convertido en un activo dirigente de A. C. y trabó amistad con Montse, traía ya una gran experiencia del quehacer parroquial en materia de organización juvenil. Sabemos que entonces el Centro, pese a los esfuerzos del buen cura, no era más que un caserón triste y desolado: apenas media docena de desarrapados jovenzuelos del Guinardó y del Carmelo, que no había quien sujetara ni educara. Las pocas señoritas catequistas —tu hermana entre ellas— se dedicaban más bien al culto. El joven Vadó traía ideas nuevas y se ganó enseguida a la juventud del barrio, los muchachos le seguían (Se atrajo a los chicos sin poner en ellos cariño, dijo Nuria. Nunca los quiso como Montse). Nunca. Pero con ellos desplegó una gran actividad, sus dotes no tardaron en manifestarse y el Centro inició una época fecunda; entre la feligresía rica empezaron a salir benefactores (La primera vez que le vi hablaba con papá, una mañana de domingo al salir de misa; le veo como si fuera ayer: tenía la mano puesta en el hombro de un niño, un golfo del Guinardó, y le decía a papá que se había formado un equipo de fútbol y que faltaban botas y camisetas y otro balón, el equipo completo). Sí. Y también organizó el Centro Excursionista y el Aspirantado, el equipo femenino de baloncesto (que elevó a primera categoría diocesana, recordó Nuria) y campeonatos de ping-pong y de ajedrez. Y con el tiempo asumió el mando del Cuadro Escénico, que todos los años representó en el teatrito Els Pastorets y hasta se atrevió con El divino impaciente, y se puso al frente de la juventud de A. C. Luego empezó a redactar articulitos para la Hoja Dominical, y más tarde lo hizo para la revista Perseverancia y otras editadas en el obispado. Por aquel entonces ya solía vérsele con un feligrés muy conocido y estimado en los medios, parece que dueño de una agencia de publicidad (Creo, dijo Nuria, que era una Sociedad Inmobiliaria). Eso, una Inmobiliaria a la que tío Luis había aportado unos terrenos que poseía en Vallgorguina, operación realizada a despecho de los sabios consejos del joven Vadó (Salva. Entonces ya era el gran Salva), Salva; que con visión financiera que no había de pasarle por alto a tu padre, estuvo aconsejándole que no vendiera (Hasta llegó a proponerle levantar allí una especie de Casal de la juventud o algo así, y explotarlo conjuntamente, confiando que él podría conseguir unos créditos…). Sí. Y tío Luis prefirió vender, pero el tiempo vino a dar la razón al precoz especulador, pues aquellos terrenos pronto valieron el doble. Y desde entonces tu padre le tenía en gran estima. Pero él aún seguiría varios años en aquella agencia de publicidad donde trabajaba como ejecutivo y redactor y bocetista, un poco de todo, aquella agencia que desde hacía tiempo mal llevaba algunos trabajos para las medias Claramunt (No sé, dijo Nuria, si ya trabajaba en eso cuando conoció a papá, o si fue después). No sé. Lo que sí sabemos es que un buen día, después de mucho tiempo, todo el mundo supo —tu hermana no se enteró a tiempo que ya trabajaba en la empresa Claramunt como director de publicidad, porque se pasó al lado de tu padre llevándose la cuenta de las medias de aquella agencia (Robándola, aclaró Nuria. La robó de aquella agencia ofreciéndose a llevarla él en mejores condiciones para papá. Eso hizo). La robó.
Él tenía ya entonces esa simpatía cuadriculada, tenaz, deportiva, y la contagiosa facilidad de palabra que hoy halaga más vastos e influyentes auditorios. Pese a su gran actividad, disponía siempre de tiempo para ocuparse de la salud del cuerpo. Ferviente amante de la naturaleza, del excursionismo y la escalada con riesgo, que practicaba con sus muchachos (Siempre, dijo Nuria. Aún lo hacía incluso cuando empezó a salir con Montse y ya en casa se hablaba de noviazgo), iba un poco encogido, como si siempre llevara la mochila. Con su rostro enjuto, curtido por el aire y el sol, y aquella gran cabeza cuadrada de cabellos cortos y brillantes como de rocío, su aspecto habitual era el de alguien que acaba de salir de una ducha fría alegremente reconciliado con el vigor de su cuerpo.
Así es como le recuerdo la primera vez que me habló del problema de Montse; yo llevaba ya varios meses trabajando en el almacén y solía verle acompañando a tu hermana, pero apenas le conocía. Ese día, un domingo por la mañana, le encontré casualmente en un bar de la plaza Sanllehy: imagínate un tipo joven y bien vestido repartiendo vasos de gaseosa a una docena de alborotados y sudorosos muchachos: eran sus pupilos, el equipo de baloncesto, los minyons de muntanya. Rodeado de aquellas fieras andrajosas, él bebía cerveza en la barra mientras revisaba unos papeles de una cartera. Y va y me dice, después de saludarme efusivamente:
—Parles català?
—No.
—Però l’entens.
—Mal.
—Però una mica sí.
—Mal.
—Però lo suficient, vamos…
—Pues no, chico. Lo siento. A ver, espera: setze jutges mengen fetge…
—No importa, la verdad. Bien mirado, las cosas como sean, no estás obligado.
—Espero que no, bien mirado.
—Ya lo aprenderás, hombre.
—Con la ayuda de Dios.
—Claro. Montse Claramunt, tu prima, me ha dicho que de niño habías vivido aquí y que lo hablabas bastante bien.
—Lo olvidé. Pero lo estoy aprendiendo, quiero aprenderlo, sí, aprenderlo. Con la ayuda de Dios.
—Claro —dice él, ya un poco mosca—. ¿Y qué tal el trabajo? Tú estás en los almacenes, ¿no?
—Sí. ¿Magatzems se dice? Oye, y qué feas son mis primas, ¿te has fijado? Sobre todo Nuria, parece un chicotot. ¿Tú no la encuentras fea?
—Lletja, se dice. —Y sonríe, esforzado paladín de la humillada y mal llamada lengua vernácula—. Pues no, francamente. Es tan alegre y simpática…
—Bona noia, sí.
—Supongo —cambiando el tono de voz— que estás enterado de lo de Montse.
—Sí.
—¿Y tú qué opinas, Paco? La cosa es peliaguda. ¿Qué crees que debería hacerse?
—Nada.
Se queda un rato pensativo, el dirigente, mirando la espuma de su cerveza. Luego va y dice:
—Es futut, parlant malament.
Le invité a otra cerveza, pero se empeñó en pagar él. Alrededor, los chicos no dejan de alborotar y él les llama al orden una y otra vez.
—Futut quiere decir jodido, ¿no? —que le digo.
—¡No, alto, tú! ¡Que eres animal! Es mucho menos fuerte, hombre. No es que se pueda decir, y menos delante de señoras, pero vamos, un día es un día… Y volviendo a lo de Montse: qué raro, ¿no? Una chica tan seria. Está como… atontada, deslumbrada.
—Los católicos soléis hablar de deslumbramientos y misterios.
—¿Qué tiene que ver? Puede sufrir un gran desengaño.
—El desengaño es la mejor escuela de la vida. Lo dijo el hermano Eusebio, mi profesor de latín.
—Tú fuiste a los Salesianos, ¿no?
—Yo, sí, ¿y tú?
—¿Algo de tapas?
—Nunca como antes de beber.
Je, je, je, esto tiene gracia. Ya me ha dicho Nuria que eres muy de la broma. ¿Vives cerca de aquí?
—En la avenida República Argentina, más arriba de Lesseps. Una pensión de mala muerte. ¿Y tú?
—Aquí, en la calle Cerdeña. Con mis tíos. Un piso nuevo, aunque no sé cuándo terminaré de pagarlo. Mis tíos son muy viejos. Los chicos, comentando las incidencias del partido, se lanzan a una discusión escandalosa. Él les apacigua, «Nois, nois», llenando de vez en cuando sus vasos de gaseosa, repartiéndola equitativamente. Luego me explica que está esperando a Montse para ir juntos a una reunión en el Centro.
—El asunto es delicado —añade con el ceño arrugado.
—¿Sabes qué pienso? Que está encoñada.
—¿Cómo? ¿Enamorada de ése, quieres decir? No creo. Que Montse es demasiado buena, eso sí. Sus padres están pasando un gran disgusto.
—¿Quién es él? ¿Se conocían?
—No. Parece que vivía por aquí, un muchacho de la parroquia, pero incontrolado. Un golfo, un caso perdido.
¡Ah! Mira estos salvajes rociándose de gaseosa, me dije; debió de ser como ellos: siempre rondando los billares del barrio, los quioscos de tebeos, las churrerías, los futbolines y los vestíbulos de los cines. Pero creció en el mundo de la delincuencia y con el tiempo acabaría en la cárcel, ahora Montse se lo había encontrado y quería redimirlo. Por cierto que el grupo de Visitadores se componía de jóvenes obreros de casa pobre y señoritas más o menos ociosas de casa rica: la parroquia estuvo siempre incondicionalmente abierta a todos los vientos y criaturas del Señor, de modo que entre la feligresía de este barrio, vieja zona residencial devorada por la expansión de Gracia y por la foránea invasión de la posguerra que nutrió de charnegos el Guinardó y el Carmelo, ciertas piadosas catequistas casaderas y de buena familia podrían ser presa fácil de unas pocas sombras masculinas en genuflexión que frecuentan la parroquia desde la niñez y que viven en repliegues del distrito que nadie conoce: son los regenerados, jóvenes de origen oscuro y aparentemente inofensivos, devotos, perseverantes, dispuestos siempre a confraternizar. Ingresaron en la parroquia de jovencitos, fueron los primeros rescatados con esfuerzo del peligro de la calle y las tabernas, del billar, de las cartas y de los bailes populares, atraídos no exactamente por el himno de la Campaña de Navidad («Som germans tots, rics i pobres, fora lluites i rencosr»), sino por el balón de fútbol que les regaló el buen párroco para que jugaran en el solar junto a la iglesia. Domesticados, convertidos primero en monaguillos y cantores del coro, en entusiastas excursionistas y después en aspirantes de A. C., al crecer ingresaban en los cuadros de mando y en la dirección de catequesis y alternaban con las atareadas preceptoras de la sección femenina, unidos a ellas por ese noble quehacer apostólico que borra fronteras sociales. Por su parte, las señoritas catequistas de buena familia, maravillosamente dotadas para la abstracción, educadas en el concepto según el cual el mundo de hoy ya no está dividido en clases (vieja definición blasfema —decían y siguen diciendo— y de una rencorosa falsedad), con el tiempo y a fuerza de cantar el himno han llegado a olvidar que algunos de sus compañeros de apostolado y de excursión en autocar son aquellas mismas sombras inquietantes del barrio que un día se presentaron en el Centro con la muda petición de que se les dejara jugar al ping-pong a cambio de aprender el catecismo.
Y Salva Vilella, entonces destacado jocista y técnico publicitario, ¿qué era sino una de estas sombras redimidas? (Pero quién se acordaba de eso, dijo Nuria). Sí: viéndole allí distribuyendo gaseosa a sus chicos —pero viéndole desde hoy, desde esa elevada perspectiva que ofrece el chalet de Pedralbes—, asombra la brillante carrera que iba a hacer en poco menos de nueve años.
—Oye, qué interesante —recuerdo que le dije— debe de ser la vida de una parroquia por dentro.
Él volvió al tema de Montse y su relación con el preso: estaba preocupado porque en la reunión, dentro de un rato, Montse tendría que oír otra vez algunas cosas que no le gustarían. Dijo que él mismo se sentía obligado a hablarle claro, por su bien. Yo le dije que bueno, pero que no estaba de acuerdo, y él me respondió que no comprendía mi manera de pensar, pero que la aceptaba por respeto a las ideas contrarias, algo así me dijo; y pidiéndome permiso para hacerme una pregunta, va y me dice si no me importaría, puesto que yo parecía tan liberal, si no me importaría tener, por ejemplo, y que no me enfadara por la pregunta, tener una hermana que fuese una cualquiera. Pero ésa es la clásica y turbia pregunta para la que siempre tengo la misma, rápida y entusiasta respuesta:
—No. No me importaría.