TÍA ISABEL EN SU NUBE DE PÚRPURA
—Mamá envejeció de pronto —dijo Nuria.
—Eso le ocurre a casi todo el mundo.
—No. Es que ella adivinó lo que iba a pasar desde el principio.
Dándome la espalda, lenta y cabizbaja, camina hacia la ventana, se para, se vuelve y me mira. Tras ella y los empañados cristales, sobre la alta fachada gris de la Samaritaine, llueve intermitentemente. Pantalón y chaqueta de pana ceniza, bufanda, trenzas y cigarrillos Gitanes —pero no consigue camuflar a la señora de Pedralbes—. Sus hermosos ojos están llenos de aburridos paseos junto al Sena, de horas esperándome en la terraza-invernadero del Petit Cluny, de llovizna y otoño extranjero…
—Cuando empezaste a trabajar para papá —añadió—, Montse ya llevaba un año visitando al preso. Así que no pretendas ser más papista que el Papa.
—Lejos de mí tan siniestra pretensión,
—¿Nunca te cansas de hablar tanto?
Sus reproches, cada vez más débiles, eran una pieza más del complicado engranaje de recuerdos que yo había puesto en marcha.
—¿Se veían varias veces por semana?
—No sé. Pero mucho.
Con gestos de autómata, mirando el vacío con obstinación, Noria se ladeó hacia mi tesa de trabajo, palpó la cajetilla, la cogió y la puso a mi alcance. En el supuesto de que hubiese varias ventanas en la habitación (la memoria me falla para todo aquello que no estaba al alcance de mis manos), alguna estaría abierta y dando a Rivoli-Pont Neuf los claxons de los coches, en un embotellamiento, le dedicaron una briosa serenata mientras deshacía sus trenzas. Me escuchaba con la cabeza gacha, el perfil enfurruñado, luego se arrodilló sobre la butaca y atusó sus cabellos mirándose en algún espejo invisible y remoto para mí, y seguidamente se inclinó y tendió la mano hacia los discos sobre la alfombra. Agité el vaso vacío ante sus ojos, el hielo tintineó alegremente en el cristal, y ella sonrió. Saltó ágilmente y corrió, descalza, hacia unas enojosas sombras que hoy me gusta creer que ocultaban el mar. Con ella en París o en Pedralbes, pero siempre el mar: años atrás había soñado con llevar a Nuria a cierto hipotético hotelito de Castelldefels, y si entonces hubiese tenido el valor de hacerlo, hoy este mar fantasmal no estaría aún arañando las patas de mi solitario lecho parisino. De todos modos, dondequiera que nos hallásemos, sus brazos rodeaban mi cuello y el recuerdo de Montse persistía. A ellos, pues, me remito: antes de que Nuria regresara de las sombras con otra botella y más hielo, ya tenía yo preparadas dos o tres preguntas más, una de ellas referente a tía Isabel.
—Se pasa las horas —me explicó— sentada en su mecedora frente al mar, en la terraza de Sitges. ¿Más hielo?
—Vale. ¿Y qué dice, qué piensa?
—Nada. No sé. Reza y recuerda.
Ensimismada, varada en Sitges, contempla este confuso mar de la memoria, este brumoso horizonte que un día fue su tierra de misión y en el que ahora rememora viejas singladuras con aquella enseña de la Caridad en lo alto del mástil. ¿Dónde están los signos de los tiempos? ¡Ay!, tía Isabel: un navío todavía majestuoso y admirable, engalanado como el día de su feliz botadura en una humilde parroquia, cuando partió al frente de devotas congregaciones con vocación caritativa, pero ya qué roído por dentro, qué descalabrada armazón de crujidos y misterio, con tantos reveses, tantos rumbos equivocados. ¿Lo ha comprendido, al fin, en su retiro? ¿Sabe que se equivocó? ¿Amó su corazón de madre con el debido amor? Pienso en ella como en una venerable conciencia en constante autoexamen frente a las olas que van y vienen: oír esa voz del tiempo, oírla relatar su candorosa versión desde esta mecedora, adormilada sobre una escandalosa calle de Sitges donde triunfa un violento verano de jóvenes cuerpos…
—Sí, me gustaría hablar con ella.
—¿Por qué no vas a verla? —dijo Nuria—. Le harías un gran bien.
—¿Crees que se alegraría?
—Claro, pobre mamá.
—Eso del bien y del mal, en tu familia, sigue siendo un misterio para mí. Pero la vejez sí que me sobrecoge. Recuerdo una conversación que tuve con ella a propósito de un mendigo; yo era todavía un niño…
Recuerdo, tía, a un viejo vagabundo que vi una vez en la plaza Calvo Sotelo; tenía la sucia cara aplastada contra el cristal de un escaparate de lujo estallante de luz y lloraba a moco tendido, como hipnotizado, en silencio, sin consuelo.
… omnipotente y eterno sol cuyos benignos rayos se derraman por el ancho mundo sobre todos por igual, purificando corazones y labios como el carbón encendido aplicado a la boca del profeta, iluminando a los que están sentados en las tinieblas y sufren del terrible mal de la memoria, y que ya se oculta en el ocaso mitigando con sus últimos destellos la dolorida y vieja espalda de la mar, tendida de bruces en la arena. Muere el día alabando a la creación en su mismo insondable y majestuoso misterio, una vez más, siempre, por una eternidad de siglos y de siglos que se prolongará más allá de esta rubia bahía de lágrimas y de zumos sexuales, más allá de cierto crudo invierno: Hija, abrígate, Dios te bendiga. Allí hace frío y las turbias olas lamen los pies de las humildes barracas que también merecen el nombre de hogar, verdaderamente, pues en no pocas de ellas, dentro de su innoble apariencia, reinan la armonía familiar y la resignación cristiana que todo lo ilumina y lo transforma; de tal modo que bien puede decirse que la conformidad es providencial virtud que premia a los necesitados con toda suerte de goces y venturas. Las lucecitas del puerto se encienden y ya apareció la primera estrella, la dulce y radiante Venus. Como un suave bálsamo de incalculables beneficios y efectos milagrosos cae el manto gris de la noche sobre las humildes techumbres que la arrogante ciudad desprecia, y sobre la playa desierta, donde una y otra vez cabecea impotente y con estrépito el ciego y sordo afán de las olas, y aún más lejos, sobre el puerto y sobre Montjuich. Y también aquí, sobre ti, impúdica Sitges, cae la noche…
La venerable anciana meciéndose en la terraza, frente al mar, evoca luego la piadosa Montseápolis suburbana en retrospectiva, buscando dónde, en qué momento cometió el error. Prudente la madre que alcanza a conocer bien a su hija. Con inseguro paso ahora se hace la ilusión de seguirla más allá del horizonte, del límite del recuerdo, un día de invierno que la llevó en el coche y la dejó con su amiga en aquella región de sombras grises bajo estrellas, dos fantasmas de juvenil y graciosa silueta adentrándose en el atardecer: de pie sobre la sucia arena y a la vista de las primeras casitas, Montse cambia saludables impresiones con su compañera María Cinta, la simpática asistenta social del Hogar de Casa Antúnez, muchacha moderna y animosa si las hay, un corazón todo generosidad. Se despiden y luego Montse penetra con paso vivo en el arrabal, caminando confiada y feliz entre montones de escombros y graciosos churumbeles ateridos de frío que saltan y bailan alborozados en torno a ella. Sorprendentemente limpios y educaditos, algunos, y hasta francamente guapos. Ni la inclemencia del tiempo, ni lo inhóspito del lugar ni las mofas junto con alguna que otra grosería de los hombres apostados en las puertas de las diminutas tabernas, amén de otras muchas dificultades e incomodidades, como por ejemplo las impertinencias a menudo bochornosas de algunos jovenzuelos incontrolados, la detendrán en su camino. Sus amiguitos los niños, que acuden desde todas partes a saludarla, la conocen por buena. Así pues, aquí el bien es fuente de conocimiento. Por encima de los toscos tapabocas tejidos por sus animosas madres, que aunque sujetas a las miserias de este mundo luchan contra la adversidad admirablemente, asoman ojillos inocentes y algunos, por cierto, de gran belleza, que también en el fango nacen flores. Gozosas vecinas cebadas de rollizos brazos la saludan cariñosamente, sanos y fuertes y alegres corazones de madre con agobios y trabajos sin fin, crisol de las inmarcesibles virtudes que adornan a nuestras mujeres, con ella se comunican fácilmente. De los pequeños portales tapados con sacos y arpilleras sale la alegre música estridente de las radios, y gritos, niños, risas, entretenidas discusiones y palmas y notas de guitarra, que también la diversión es un don de Dios. Rodeada por la chiquillería que la adora, no es por decirlo, Montse sigue avanzando por las estrechas callecitas regadas con esmero y decencia, entre casitas encaladas primorosamente, parece un pueblo de juguete, y placitas donde se cocina la cena en fogones de carbón, bajo las estrellas, hasta que se para en la barraquita al final de la calle. Aparta la tela de saco y entra diciendo:
—¡Hola! —desenvuelta y simpática.
Los dos primitos, Miguelín y Rafaela, que superando la momentánea pobreza se quieren y se ayudan y se portan como dos angelitos, cuando la ven entrar se levantan. Miguelín estaba sentado en el suelo, junto al armario, y Rafaela en el catre, cubierto con la manta nueva que Montse les trajo la semana pasada. Sus ojitos negros brillan de alegría.
—¿No está mamá? —pregunta Montse.
—Buenas noches, señorita —dicen los dos a la vez—. Mamá ha ido al dispensario a ver a la señorita Cinta, el abuelo se ha caído en la calle.
—¿Qué dices, criatura? ¿Se ha hecho daño?
—Nada. El codo —dice Rafaela. Graciosamente parpadea la inocente criatura, un poco coqueta, y baja los ojos hasta sus flacos y negros muslos, que la falda corta deja al desnudo. Montse suspira y se deja caer en una silla.
—¡Uff! Qué cansada estoy-exclama. Las sombras se han adueñado de la casita, pequeña pero limpia y ordenada y en cierto modo provista de todo, si hasta tiene radio y una pequeña nevera. Montse mira al bebé en la cunita, junto a Rafaela, la cunita que consiguió a través de Cáritas hace un mes.
—Traigo el boleto para el rey de la casa —anuncia con sana y expansiva alegría, y los dos primitos saltan palmeando de contento. La abuela está en la puerta trasera mirando un bonito mar al anochecer, le gusta, no hace otra cosa desde que vino del pueblo, tan viejecita, la pobre. Rumor de olas fuera, y dentro bonita cerámica andaluza, un botijo, calor de hogar sencillo y honesto. Muchacha hacendosa, Rafaela se ocupa de la casa (acaba de cambiarle los pañales al bebé y ahora está pegando en el espejo pañuelos recién lavados, cuando los despegue estarán secos y planchaditos: solución ingeniosa y encantadora cuando no se tiene plancha) porque mamá va a fregar suelos en casas buenas de señores que pagan lo que es, justo y un poquito más, y papá y el abuelo venden pipas y regaliz con el carrito, ya vendrán tiempos mejores.
—¡Ah! —exclama Montse fijándose en Miguelín que, sentado en el suelo, tiene sujeta una pierna a la pata del armario con la cadena y el candado de la bicicleta de papá—. ¡Ah, ya veo que sigues siendo malo, y que mamá aún no puede dejarte suelto cuando va al trabajo, la pobre…! ¿Volviste a escaparte, Miguelín, niño malo?
—Sí, señorita, es muy malo —dice seriamente Rafaela, y el tunante de su primo baja los ojos avergonzado. Riendo, Montse levanta al chiquitín en brazos, bien envuelto en pañales limpios, y le hace carantoñas, que son muy de su agrado, a juzgar por su pícara sonrisa. Es un sol de crío y a Montse la llena de gozo tenerle en brazos. Rafaela se levanta del humilde catre de sus padres y se acerca a la señorita sonriendo. Su actitud respetuosa y de buena observancia denota la excelente disposición de la chica. Bonita y limpia en verdad a pesar de ser de familia numerosa, con sus grandes y salerosos ojos de gitana y sus labios de cereza. Una deliciosa muchacha en la flor de la belleza, trece añitos. Aunque algo mayor que ella, Miguelín no es tan expansivo y permanece quieto en el suelo, con aires ya de hombrecito, hosco y pensativo, un mecánico de gran porvenir, sin duda ya con problemas de ésos que tienen los hombres y, que en él resultan graciosos. Familia de borrachines (no sería justo hablar de alcohólicos) pero en la que reina la armonía. Rafaela es dependienta de una droguería y por la noche va a clases en el Hogar Social.
—¿Trae el boleto para la leche en polvo, señorita?
—Sí. Aquí está, toma —dice Montse, que sigue meciendo al chiquitín. Y de pronto, ¡zas!, el tunante que hace una de las suyas—. ¡Eh, usted, marranito! ¿Qué ha hecho el marranito? ¿Eh? ¿Qué ha hecho?
—Démelo, señorita —dice. Rafaela servicial. Y vuelve a cambiarle los pañales.
—Te ayudaré —se ofrece Montse. Y el olorcito es motivo de risa y solaz y santo esparcimiento. Y entre las dos tienden al bebé en el catre. Daba gozo verlas inclinadas sobre el rey de la casa, aquel terrible dictador de negros bucles y sonrisa picarona. Crecerá y saltará de júbilo porque le ha sido concedida la gloria de los espacios abiertos y sanos, el reino infantil de las laderas de Montjuich o del Monte Carmelo o de la Montaña Pelada. Montse se lava las manos en la jofaina del rincón y luego se sienta ante Rafaela y se interesa por su trabajo de dependienta. Rafaela tiene un arañazo en el muslo izquierdo. Explica animada que está muy contenta con el trabajo y que cada día estudia más. Cumplida su misión, Montse se despide.
—Y tú, Miguelín, a ver si te portas bien y le pediré a mamá que vuelva a dejarte salir a la calle.
Alegres como unas castañuelas, los angelitos se despiden de la señorita con un beso. Rafaela la acompaña hasta la calle y al volver se sienta en el catre mirando a su primo malo con una graciosa severidad de personita mayor. Los dos están solitos en la casa. Miguelín con su sonrisa de tunante mira a Rafaela, y ella, sentadita muy correctamente en el catre, le observa ahora con una luz risueña en los ojos, los brazos cruzados sobre el pecho. Miguelín le hace señas con los ojos, se decide, empieza a dar fuertes tirones a la cadena que le ata al armario por la pierna, luego con un clavo torcido intenta abrir el candado, pero no lo consigue y vuelve a tirar de la cadena. Rafaela observa sus esfuerzos sin moverse, el pecho agitado, los ojitos brillantes. Miguelín desiste con tristeza, el pesado armario no se mueve, y él se sienta otra vez en el suelo suspirando. Ahora su primita tiene los ojos bajos, sentadita en el catre como una estatua. Enseguida reanuda él el intento: quiere sin duda acercar el armario hasta el catre y sentarse así junto a su primita y su hermanito, jugar con ellos, sentirse menos solo. Sus desesperados esfuerzos, sin embargo, no consiguen mover el armario, y entonces Rafaela se levanta bruscamente y empuja el catre con las dos manos, apretando los dientes, y avanza poco a poco hacia Miguelín, que ha cobrado nuevos bríos al ver la simpática ayuda de su primita, y se van aproximando, crujen y chirrían el catre y el armario, Miguelín tira desesperadamente de la cadena y ella empuja, los dos en cuclillas empujan, qué hermoso espectáculo de avenencia y buena voluntad, ya casi están juntos, ya la longitud de la cadena permite que Miguelín se tumbe en el catre, también Rafaelita se tumba de espaldas levantándose las faldas y ya su primito monta sobre ella con un pie atado a la cadena, suspiran y se agitan como tontitos, la humilde camita cruje por todos lados y en su cunita el rey de la casa mueve sus manitas y protesta exigiendo mimos y carantoñas, el muy sinvergüenza.
Entonces quienquiera que seas, buen hombre, no llores más y despega la frente del escaparate, toma unas monedas y vete a cenar. El viejo vagabundo acepta el dinero que le dan, se aleja refunfuñando, entra en una taberna y pide vino. Que con él vive y reina.
El sol ya se ha ocultado. En su mecedora de la terraza encarada a la playa de Sitges, tía Isabel llamó a la sirvienta agitando la campanilla y luego esperó. Hacía fresco. Meditando aún, cerró los ojos con extrema unción.