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UNA GRIETA EN LA TORRE

Sentía la envoltura de la noche cubriendo el chalet. Y en alguna parte, en algún momento de aquel tiempo sin orillas, volvía a oír la tímida voz de la criadita Esperanza invitándome a pasar desde la puerta de la torre, en un atardecer caluroso, y se lo estaba contando a mi prima, le decía con qué claridad me veía de nuevo en medio del salón de los Claramunt, recién llegado del sur, solo, esperanzado y efervescente, con las antenas desplegadas para captar los menores ruidos de la casa: de nuevo hundo las manos en aquellos sobados bolsillos que el sudor y la pobreza redujo a telarañas en mi viejo «príncipe de Gales» cruzado y contemplo el gran retrato del patriarca fundador y sus fábricas colgando sobre el hogar. (El abuelo y sus veinte chimeneas de fondo, siete más de las que nunca llegó a tener, precisó Nuria. Porque era un vanidoso). Pero vamos a lo que importa: ¿Qué sabía yo de la desgracia que ya se abatía sobre Montse y aquel hogar cuando llegué? Nada. (Y yo bien poco, ésa es la verdad. No le daba importancia. Y mira). Y fíjate: ya entonces, al reanudar mis trémulos contactos con la familia, en este verano de 1959, lo único que experimento es ciertamente una afectación provinciana. (Ni siquiera eso, querido: cuando estaba de buen humor, papá solía decir que tú no provenías de provincias, sino de comarcas). De comarcas. Me falta seguridad. Llevo dos semanas trabajando en la fábrica de la calle Escorial y por fin esta tarde tío Luis me manda llamar a su despacho para preguntarme si estoy contento con el trabajo —sección de stocks y organización de almacenes— y para invitarme a cenar en su casa. Hasta entonces sólo había visto a tu hermana, tú estabas en Sitges cuando llegué de Málaga.

El primer día apenas la reconocí: aquella imagen gris de una niña que yo guardaba en la memoria, una colegiala soñando al borde del estanque de peces rojos, en un día lluvioso, con su capa azul agitada por el viento, no acudió a la cita de los recuerdos cabales, ésos que podrían arrojar alguna luz sobre la naturaleza de nuestros sueños.

Ella solía aparecer con frecuencia en el almacén, alegremente delegada por su junta de postulación y mostrando una desmedida tendencia a la salutación efusiva y jovial. Curioso: en su ausencia, uno tendía a imaginarla según cierto cliché que una y otra vez desmentía su presencia: no era una de esas devotas señoritas con mantilla y devocionario, de agria sonrisa y misteriosos círculos morados en torno a los ojos. (Eso apareció más tarde, cuando ya lloraba por las noches y yo la oía desde mi cuarto, afirmó Nuria). Eso apareció más tarde. En la fábrica solía vender números de rifas benéficas y hablaba de un centro de orientación espiritual para oficinistas con razonables consejos que yo no aprovechaba, y no por falta de energía moral o por convicciones contrarias a la religión —entonces yo sólo era un feliz indiferente—, sino porque me inspiraba una sutil desconfianza: con los consejos de Montse me ocurría lo mismo que con los consejos de algunos buenos amigos de nivel económico superior al mío: reconozco que están cargados de razón, pero no me sirven de nada. Montse opinaba que vivir en una casa de huéspedes debía de ser muy triste, así que desde el primer momento decidió que lo que me convenía era un apartamento, ella misma se brindó a encontrar uno baratito y a ser posible no demasiado lejos de la fábrica. Simpática y parlanchina, de reflejos muy rápidos y más lista de lo que suponían sus compañeros en la oficina, no sabía estarse quieta ni un minuto. Con una sonrisa limpia asaltaba por los pasillos a todo el personal de administración, zalamera y terca en sus triviales pretensiones, una curiosa mezcla de niña mimada y de viejecita cascarrabias, hasta que conseguía hacerse con unos duros para sus niños pobres del Guinardó y del Carmelo. Muchos procuraban evitarla, a menudo de forma grosera; cierto que su nerviosa locuacidad y su alegría podían llegar a ser mareantes, pero aquello que más le criticaban, la pesada obsequiosidad con que se acercaba a la gente y la envolvía, no era sino el justo excedente vital con que a menudo se veía obligada a suplir la mal disimulada indiferencia, la pereza verbal y la sequedad de corazón de los que la tratábamos: con ella nadie hacía el menor esfuerzo por ser agradable, y ni siquiera éramos capaces de disimularlo. Aparentemente siempre ocupada, sin tiempo ni ganas de pensar en sí misma, era una esencia volátil, asexuada, sin deseos ni complejos. Y lo que primero llamaba la atención era su voz: hermosa voz de constipada crónica que escondía un eco húmedo, una doblez afectuosa.

Así que en este atardecer lánguido, cuando llego para la cena con dos horas de anticipación, veo el jardín durmiendo tranquilo después de los rigores del sol y me entretengo recorriendo con los ojos de la imaginación la perfumada geografía de las islas del recuerdo: caminando por los senderillos de grava, bajo los arcos de boj, recupero el surtidor de esbelta copa forrada de musgo, y el sauce y el eucalipto, cuyas hojas largas y estrechas cubren el suelo. Para entrar en la torre de tus padres había que hacer toda esa serie de operaciones que predisponen a las almas simples a la sumisión y al respeto: introducir la mano entre las lanzas de la verja del jardín y abrir por dentro levantando el pestillo, volver a cerrar, luego rodear el surtidor, apartar con la mano una rama baja del sauce, subir los cuatro escalones del porche y finalmente tirar de la campanilla, ni muy fuerte ni muy suave. (Complejos tuyos, observó Nuria. Inseguridad. La propia ambición de prosperar junto a nosotros, que entonces te devoraba; lo mismo que hizo que tardaras tanto en decidirte a besarme. Igual que Salva). Igual que Salva. Y entonces me doy a conocer, un sobrino de los señores, y Esperanza me hace pasar al salón y dice que la señora aún no ha llegado, pero que no puede tardar. Esperanza: una galleguita de mejillas arreboladas que tía Isabel rescató de la Casa de Familia de la calle Verdi. (Compró en la Casa de Familia, como hizo con las demás criadas, y la convirtió en una joya del hogar y la casó). Que compró. Una chica que desprende siempre un vago olor a cera virgen, como esos muebles del salón, henos aquí de nuevo en esta paz y armonía —aunque el puño de la camisa, qué facha, te viene grande, me dije, el pobre «príncipe de Gales» ya no da más de sí, esconde esa manga, sólo te mira el viejo pionero diplomado en la Escuela de Tarrasa desde su cuadro, remoto Claramunt, progresista y algodonero, vigorosa figura que se yergue vertical y enlutada sobre un fondo gris de humeantes chimeneas.

Vibra una antena, una puerta se abre y se cierra y la alegre voz femenina entonando en el pasillo: «Esperanza, Esperanza», precisamente con un ritmo que es la premoción de aquél que había de triunfar años después, durante alguno de tus viajes a París, recuerda, y casi al mismo tiempo, al volverme hacia la puerta del salón, una nieve soleada y deslumbrante me ciega: una pierna levantada al aire, hacia atrás, el cuerpo hacia delante y el brazo extendido con la raqueta en la mano como si pretendiera devolver una sorprendente dejada junto a la invisible red. (En realidad, aclaró Nuria, tu inesperada presencia en el salón me sorprendió al asomarme, sólo quería tirar la raqueta sobre el diván). Una jugadora de tenis, una preciosa muñeca vestida de blanco me observa con aire divertido, balanceándose sobre un pie. No tendrías más de dieciocho años, aún te veo, llevas una cinta roja elástica en el pelo, lacio y partido en dos y de hermoso color castaño, y zapatillas de tenis, falda y blusa blancas y un leve jersey echado sobre los hombros. Las piernas y los brazos muy tostados…

—¡Pero si es Francesc! —corriendo hacia mí, que me balanceo como un monigote ante tu tentativa de besarme la mejilla—. Ja no hem coneixes? ¡La Nuria…!

—Ah, claro… La verdad, no te habría conocido —y la consiguiente aclaración: he olvidado casi por completo el catalán.

—¡Qué sorpresa! No te quedes ahí tan parado, hombre, ven a sentarte y me llevas al diván y me haces sentar, luego retrocedes unos pasos, me observas complacida y en cierto modo maravillada (Eras realmente como un niño crecido, pueblerino, pero sumamente atractivo), la cabeza ladeada y las manos detrás, considerando mi aspecto. Tampoco yo me canso de mirarte, tienes en las mejillas los mismo hoyuelos de Conchi. Preguntas si deseo tomar algo. «Bueno… Pues vino». «¿Vino a estas horas, antes de cenar?», dices nerviosa y acalorada, juntando los hermosos muslos, y te veo correr hasta el pasillo y llamar a gritos a Esperanza para regresar enseguida y sentarte a mi lado —un perfume de animalito sudoroso se expande por mi cuerpo— y preguntarme qué tal me va el trabajo, por qué no he venido a verte hasta hoy, dónde vivo y cuántos años tengo ahora. Te explico que de momento vivo en una pensión de la avenida República Argentina, un viejo caserón, pero con una patrona simpática, aunque estaba buscando un apartamento no demasiado caro, y que ahora tengo veinte años, siempre dos más que tú. Que gano cuatro mil y pico mensuales, pero que la cosa mejorará, según me ha prometido tío Luis, no me puedo quejar. Quieres saber cómo gasta su dinero en Barcelona un chico tímido como yo, y yo románticamente puntualizo, corrijo: un chico raro como yo se lo gasta todo en libros, especialmente de cine, discos y bebidas. (Funesta herencia del cordobés, diría mamá, ¿recuerdas?). Funesta herencia. Y entrando despacio, con un alegre tintineo, Esperanza deja la bandeja sobre la mesita frente a nosotros, una botella de clarete y una copa, no paras de hablar mientras me sirves:

—Has cambiado mucho, pero sigues siendo guapo. No me había fijado que tienes los ojos del mismo color que tía Conchita, azul celeste.

—¿Ah, sí?

—Por cierto, ¿qué sabes de ella?

Con esas mechas largas y lacias, la expresión modosita, los calcetines blancos, conservas todavía aquel aire alicaído de alumna del Colegio de las Esclavas.

—Con un doble de luces, creo…

—¿Un doble de qué? ¿De luces? ¡Qué gracioso, qué nombre más bonito! ¿Qué significa?

—Son los que se prestan para las pruebas de iluminación en el cine, ésos que suplen a los actores antes de rodar…

—Ah. ¿Y qué sabes de ella?

—Niña, eres muy curiosa —y entonces te contemplo largamente, recostado en el diván, qué bonita estás, templo la voz, ¿me hago el interesante?, ya verán si de comarcas, ya verán. Tú te impacientas.

—Venga, cuenta, que ya no me asustan esos líos.

—Parece que desapareció el mismo día que yo tomé el tren para venir aquí, hace quince días… Lo he sabido ahora, me escribió Germán. —Arrugas el entrecejo, yo preciso—: Germán es su marido.

—Ah.

—Tu padre ha recibido una carta de Conchi, pero…

—¿Por qué la llamas Conchi? Es tu madre.

—Siempre la he llamado así.

—¿Te quedas a cenar?

—Eso parece. ¿Y Montse?

—Cualquiera sabe por dónde anda… Ya verás lo que te espera. Sé por qué te ha invitado mamá.

—Porque soy un buen chico, y porque estoy solo en una ciudad llena de peligros. —Muy brillante respuesta que arrastra tu risa fresca, ya verán si de comarcas, ya verán—. Bueno, ¿qué es lo que me espera?

—El interrogatorio —sueltas guturalmente, simulando espanto. (Nunca hubiese bromeado sobre ello de haber sabido lo que iba a pasar, dijo Nuria. Y quién podía imaginarlo)—. Mamá quiere interrogarte.

—¿Interrogarme? ¿Por qué?

—Ah. Misterio. —Y te levantas de un salto—. Ya te contaré. Ahora voy a ducharme y a vestirme para la cena.

Desapareces dejándome la raqueta y tu inquietante perfume. Y corrijo mi postura en el diván, me subo el puño de la camisa, otra vez solo y con todas las vibrantes, supersensibles antenas desplegadas y registrando remotos parásitos, una voz, pasos, un teléfono que suena en alguna parte de la casa, nadie acude a él. (Era el teléfono de mamá, en su despacho, que ella siempre cerraba con llave. Sólo ella utilizaba aquella línea. Sólo ella). Me sirvo un poco más de vino, es un clarete muy convincente. Contrariamente a lo que opinará tía Isabel, el gusto por los buenos vinos me lo había inculcado y educado Conchi, una Claramunt, y no era herencia nefasta del cordobés…

Otro portazo y ahora sí, es tía Isabel que aparece desgranando una discreta letanía de quejas por el calor y el mucho tránsito. Su rostro refleja una gran preocupación. (¿De verdad Montse no te había contado nada? ¿No sabías que mamá ya vivía el drama? ¿No deseas tú también justificarte, retrasar la evidencia?; No deseo disculparme. Cariñosamente tía Isabel me besa en ambas mejillas y me pregunta cómo estoy, cómo he crecido tanto. Ya ves, tieta —de pie, rígido, con las horrendas bolsas en las rodillas del «príncipe de Gales» estrechito, raído, jodidito, ¿qué otra cosa podía preocuparme?—. Tía Isabel me propone pasar a su despacho; al salir del salón dirige una vaga y desdeñosa mirada a la copa de vino: «Llévate eso, si quieres», dice, y es evidente que no me deja opción: la sigo pues sin tocar el vino, voy tras ella recto como una tabla, sigo su lento y voluminoso cuerpo severamente vestido de malva a lo largo del pasillo invadido ya por la brisa que llega de la galería abierta al fondo, mirándome furtivamente en los espejos colgados detrás de las grandes plantas de hojas esmaltadas. El despacho, que yo no conocía, tiene muy poco que ver con el resto pie la casa, tiene algo de quirófano: muebles asépticos, metálicos, relucientes. Pero las dos —ventanas que dan al jardín, o mejor dicho, lo que se ve a través de ellas (El muro cubierto de buganvilla, donde me besaste la primera vez) me recuerda que éste fue vuestro cuarto de jugar y donde hacías los deberes del colegio, así que digo: «Este cuarto era de las niñas», y en este momento, como cuando uno da en el blanco en tina feria, premio para el caballero, suena un timbre estridente, el teléfono de la mesa escritorio casi oculto bajo carpetas y correspondencia. Veo las alas desplegadas de aquel ángel de bronce: y secantes repujados, y una copia del Cristo de Lepanto. Tía Isabel descuelga y yo me pongo a mirar las paredes. No tardaría en saber que éste es su teléfono, su línea particular directamente conectada con lejanas y afanosas damas de la junta de Orientación para Matrimonios jóvenes o de la Comisión para la Lucha contra la Prostitución, Rehabilitación de Inválidos, asistencia a asilos de ancianos, orfanatos y cárceles, etcétera. A través de este hilo, los agentes transmiten a su presidenta consignas y partes de una guerra que no tiene fin: veo al enfermo crónico que precisa ingresar en un centro de recuperación gratuito, a la joven madre que solicita un volante para obtener una ayuda continua de leche en polvo para su hijo de meses, veo a la anciana inválida que recibe la silla de ruedas. Admirable labor. Pese a la frialdad mecánica de este sistema de control telefónico, que podría hacer pensar en la centralilla de un hotel, cada llamada transmite un grito de auxilio nacido quién sabe dónde, un llanto sin consuelo, la voz de un niño de suburbio que tiene hambre o la de una mujer desesperada que tiene el marido parado; y tía Isabel empuña el auricular, se sienta, coge el lápiz, toma nota con rapidez, comprueba existencias, aprueba, transmite o deniega, siempre según sus Posibilidades y los poderes otorgados a su condición de multipresidenta. Sin alterarse, estoica, diríase que indiferente, como si tuviera conciencia de que su labor no ha de acabar nunca porque el dolor y la injusticia de los hombres tampoco ha de acabar nunca, mientras habla acaricia el hilo del teléfono: es el cordón umbilical que la une al mundo y a sus dolientes palpitaciones de cada día, a su desplegado ejército de salvación, a sus innumerables obras, hijas del entusiasmo y del esfuerzo. Esfuerzo que no se limita, como en su hija Montse, a las parroquias de la diócesis y archidiócesis: Cáritas opera en el vasto campo nacional. A veces se ve obligada a viajar, y una vez fue a Roma como miembro de la Unión Mundial de Organizaciones Femeninas Católicas. (Donde, según dijo al volver, con voz todavía alterada, acudieron también representantes del «tercer mundo». Pobre mamá). Pobre. Pero en invierno, aquejada por el reuma, clavada en esta mesa con su mantón de lana morada y sus guantes negros, largos, de reflejos metálicos, con algo de tenaz y siniestro investigador encerrado en su laboratorio, su bondadosa figura agobiada de problemas, su quehacer desinteresado me llegó a llenar de una tristeza indefinible. Ese día el teléfono le basta para controlar y dirigir su vasto y palpitante mundo de necesitados. Y desde aquí organiza, solicita y obtiene, prepara conferencias y fiestas de beneficencia y mesas petitorias, inaugura y clausura, orienta, aconseja, promociona.

—Siéntate, hijo.

Tía Isabel ya ha colgado.

—Estoy bien, tía, gracias… Este cuarto era de las niñas. Una tierna mirada de asentimiento. Me consta la amplitud y el calor de su ala, dispuesta siempre a cobijar ateridos y sucios polluelos como yo; pero es inútil; ante ella me sentiré siempre desvalido, verdaderamente huérfano, mucho más que ante el resto de la familia. (Durante bastante tiempo, recordó Nuria, cada vez que venías a casa parecías no saber qué hacer con tus manas, las guardabas en los bolsillos como si fuesen alimañas peligrosas). Como alimañas, sí. Y dejando sin respuesta mi nostálgica observación, tía Isabel se inclina sobre la mesa y ordena un poco los papeles.

—Por cierto, hijo, ¿has visto a Montse últimamente?

—Sí, nos vemos a menudo.

—¿Qué sabes de ese chico, el preso? ¿Te ha hablado de él?

Será la primera noticia, el primer oscuro conocimiento de la existencia del presidiario. Su nombre y sus misteriosos poderes no me serían revelados hasta unos días después.

—Pues no, no me ha dicho nada. ¿Por qué, tía? ¿Ocurre algo?

Tía Isabel levanta la cabeza y me mira en silencio, considerando mi posible capacidad de disimulo y de encubrimiento. Pero cree en mi inocencia, me absuelve: «Por nada. —Y suspirando añade—: Dios quiera que me equivoque». Tía Isabel tiene un noble rostro de barbilla redondeada y pujante, vehemente, una barbilla decididamente alejada de las extravagancias de la juventud pero no severa, y ese mimetismo contagioso de la fuerte personalidad. Es amable y cordial, una figura de acogedor y equilibrado volumen con algo de matrona decimonónica, algo que siempre me ha recordado no sé qué vieja alegoría de lápida o diploma (colgado en el despacho de papá, en la fábrica de la calle Escorial) representando la Poesía y la Verdad, o Correos y Comunicaciones.

Nuevamente se aplica en ordenar la mesa mientras se interesa por mis cosas, si estoy a gusto en el almacén, en la pensión que me buscó, si no me siento demasiado solo en Barcelona, qué proyectos tengo para el futuro… «No hace falta que te diga que ésta es tu casa, ven cuando quieras. A tu edad y viniendo de un pueblo, mala cosa», y sonríe meneando la cabeza. Yo estoy ya temiendo que me sugiera algún remedio infalible para la orientación de mi alma; efectivamente, por ahí se andará (Que te acerques algún día por el Centro parroquial, que atiendas a los buenos consejos de Montse, seguro), pero ausente, al dictado, como si hablara en sueños: comprendo que es una fórmula coloquial como otra cualquiera, una especie de deformación profesional, en su caso evangelizadora (Sí, dijo Nuria, algo para entrar suavemente en materia y poder soltar enseguida, sin estridencias, aquella pregunta que te estaba destinada ya antes de venir):

—Y a propósito de Montse. Dime la verdad, Francesc, pero la verdad. ¿Alguna vez te ha pedido mi hija que la acompañes a la cárcel Modelo?

Hoy este perro asalariado juraría que sacó precipitadamente las manos de los bolsillos y que se las llevó al nudo de la corbata, como temiendo no estar presentable. No, tía, yo «nunca he hecho eso con Montse». (Y además, ni siquiera sabías dónde estaba la cárcel Modelo. No podías saberlo todavía). No podía. Primera vez que oigo hablar de este preso, tía. Ella parece convencida, de momento no se habla más del asunto. Aunque bastante intrigado, prefiero no preguntar nada.

¿Fue esa noche cuando vi discutir por vez primera a tío Luis y a tu hermana? No, esta noche Montse no llegó a sentarse a la mesa. «¿Dónde está tu hermana?», pregunta tu padre. Y su sombra, lo único que yo veré de ella, cruza el vestíbulo cuando comemos los postres (Pero su ausencia presidió la mesa, dijo Nuria, ¿no recuerdas qué tensión, qué aburrimiento?). Presidió la mesa. Pero pasó corriendo frente al comedor y subió las escaleras para encerrarse en su habitación, no saludó a nadie (Iba llorando, aunque no lo supe hasta que tú te fuiste: Salva la había acompañado hasta el jardín, venían del Centro, donde la habían regañado por su comportamiento y la junta le había advertido por vez primera que si seguía visitando al preso y entregándole dinero la relevarían, nombrando una sustituta). Llorando, sí. Recuerdo de esta cena una furtiva mirada que me lanzaste por encima del frutero, como anunciándome la tormenta familiar que se avecinaba (Y que estallaría a tus espaldas), y también recuerdo que tía Isabel, sin la más leve alteración de la voz, cuando Montse hubo pasado siguió hablando de aquella planta del salón cuya repentina caída de hojas resultaba inexplicable…

Pero cuando al irme cruzo el jardín en tu compañía ya he olvidado el extraño comportamiento de Montse, ni siquiera pienso en ella (No es verdad, dijo Nuria, precisamente hablábamos de ella). Hablábamos de ella, tal vez sí, pero era un pretexto, y veo como si fuera ayer nuestras manos encontrándose al abrir la verja: ocurre que esa noche me interesa infinitamente menos saber qué le ocurre a tu hermana que prolongar esta trémula proximidad tuya, este doloroso deseo de ti, y calibrar la pasividad casi descarada de tu mano bajo la mía. Así que, pensando exclusivamente en volver a verte lo antes posible, y a solas, no dudo en apoyarme en Montse: el enigma del presidiario parece un magnífico pretexto para conseguir una cita contigo (¿Pero no veías que yo lo estaba deseando, no lo veías?). No lo veía. «Me tiene preocupado, tu hermana —te dije—. Siempre pienso que le puede ocurrir algo malo, es tan… ingenua. Tienes que contarme lo que pasa», y otras miserias por el estilo, eso te dije. Tú me miras a los ojos, acercándote más, me miras con ese glorioso descaro tuyo que los años no han doblegado, con aquellos movimientos gráciles y abruptos a la vez, unos andares de muchacha habituada a cruzar pistas de tenis. Y algo muy jubiloso, repentinamente divertido y emocionante, como volver a jugar al escondite contigo bajo la sombra luminosa de las lilas, se desprenderá del roce de tus muslos en la falda violeta. «Podemos vernos en La Salud, si quieres», dices, y todavía mi timidez: «Bueno, llámame a la pensión…». Y antes de irme escribo precipitadamente en una hoja mal arrancada de la agenda, con mano temblorosa, neurótica, una garra asomando grotescamente bajo el acartonado puño camisero, el número del teléfono de la pensión.

Sí. Y aquel mismo fin de semana me llamaste, y fuimos al cine como dos fugitivos. Recuerdo que me hablaste de ir un día a la playa, y que esa idea a mí no me gustaba nada, ignoro aún por qué; quizá no interesaba a mis fines, quizá me reservaba escenarios más íntimos y musicales para conquistarte. Hablamos de películas, te dije que el cine me gustaba mucho; y de mi triste vida en la pensión, de mis solitarias partidas de billar en el café de enfrente, de mis lecturas. Y al regresar a tu casa, en el jardín, te besé. Y escapé corriendo. Y no, no recuerdo que habláramos de ella (¡Pero sí!, protestó Nuria. Te dije cómo se había complicado todo, y lo desgraciada que Montse se sentía y que había que hacer algo por ella). No, fue otro día, en tu Club. Allí me hiciste ver el problema, y no es que yo lo deseara realmente, pero una vez empezada la burda imitación de interés con la pregunta «¿qué le ocurre a tu hermana exactamente?», ahora por fin la memoria retendría los hechos, una historia que me pareció vulgar y hasta risible, supongo que debido a mi mezquino concepto de la beatería de Montse. Así supe que desde hacía poco más de un año tu hermana visitaba a un joven preso en la cárcel Modelo, un delincuente; que no había, en principio, nada de particular en estas visitas, pues ella lo venía haciendo desde hacía años, igual que sus compañeras del Centro; a veces se trataba de enfermos en hospitales, o de familias en barrios pobres. Les entregaban paquetes de comida, tabaco, ropa, libros y un poco de compañía, una pizca de ayuda moral. Según tú, que parecías muy enterada aunque ya no frecuentaras el Centro parroquial, Montse siempre había planteado problemas semejantes a causa de su generosidad y su inconsciencia, empeñada en hacer demasiado bien a quienes, a veces, no lo merecían (Éstas son palabras de mamá, no mías, protestó Nuria. Y cargadas de razón). Tía Isabel cargada de razón, está bien. Pero fuiste tú la que insistió en que el problema, esta vez, era distinto; que todo parecía indicar que el preso en cuestión ejercía sobre Montse alguna influencia extraña y peligrosa, puesto que, a pesar de haber sido ya relevada por otra compañera del grupo (Fue mamá la que impuso esta medida a la junta de la parroquia), ella seguía visitándole por su cuenta y riesgo. Nunca había llegado tan lejos: no solamente iba a verle con mucha frecuencia, sino que estaba empeñada en buscarle empleo y alojamiento cuando saliera. Eso me dijiste; y que le entregaba ciertas cantidades de dinero, y, lo que parecía más grave aún, estaba dispuesta a colocarle en la fábrica… En fin, que los deseos de Montse por regenerar a este preso se salían de lo normal, de la justa medida que pedía la prudencia y el decoro (Palabras de mamá, protestó Nuria). Palabras de quien sea, eran las únicas que se oían en tu casa. Incluso me dijiste que tu madre sospechaba ya la verdad, es decir, que Montse sufría una especie de espejismo amoroso —no importa quién lo dijera, tiene su gracia—, un devaneo, más propio de una chiquilla alocada que de una joven de sólida formación moral y religiosa (Porque ella, mamá, admitía que en Montse se daban precisamente las dos cosas: generosa, sacrificada, era una buena hija, incapaz de engañar a nadie, pero también un poco corta de entendederas, simple, algo tontita, vaya). Simple, sí. Y que siempre lo había sido, desde niña, y que por eso no sabía nada de la vida ni de los peligros del mundo. Eso dijiste que decía tía Isabel. Por otra parte, el chismorreo en los medios parroquiales empezaba a ser sonado. Supe también que Montse no quería ceder, y que sufría al no comprender por qué le prohibían visitar al preso y llevarle libros y comida; y que tío Luis, en fin, ya había intervenido enérgicamente…

Fue en el Club de tenis, en efecto: te veo como entonces, sentada en el alto taburete, en la barra del snack al aire libre y mirando las desiertas pistas de tenis, que lucían una hermosa tierra mojada. Ya no llovía, pero mi gabardina aún estaba empapada y te reíste mucho cuando la sacudí porque el cuello, que estaba descosido, casi se me quedó en las manos. Cerca merodeaba aquel grupo de amigos tuyos que bebían tónica y que me intimidaban y me aburrían. Me consta que lo único que tú y yo teníamos en la cabeza era: un sitio donde besarnos. Al acompañarte a casa, las acacias de la avenida Virgen de Montserrat todavía goteaban lluvia sobre mi gabardina, con aquellas inconsolables y tenebrosas solapas alzadas. Caminabas triste a mi lado, yo aún no sabía por qué, pero sí sabía que no era por tu hermana.

«Has conservado siempre muy agudo lo que podríamos llamar el oído musical de la familia, una rara habilidad para acoplar la voz a muchos y variados acordes o para improvisar hipócritas dúos confidenciales en espera de la ocasión propicia para lanzar el do de pecho seguido del aria sosegadora. Y de ello supiste sacar partido con Nuria: moralizando como un bellaco de provincias que eres, modulando tu hermosa voz de joven diácono ante su adicto auditorio femenino y pueril, vendiendo falsos paraísos de felicidad e insinuando miserablemente otros placeres escondidos en la manga, en sucesivos encuentros le sacas a la prima los motivos de aquella violenta tristeza cuya causa no es Montse y que un par o tres de veces la lanzaría a Castelldefels, o a donde fuese, utilizando de tapadera a sus amigas y a ti: un fugaz amorío de colegiala está dando los últimos coletazos en su corazón virginal de alumna de las Esclavas. Se trata, en efecto, de un joven tenista en cuyos brazos Nuria ha estado a punto de cometer un serio disparate. Le olvidará, tú la ayudas gentilmente a superar la crisis con tu husmeante proximidad y tus sibilinos consejos, pero durante algún tiempo aún cree estar enamorada —¡oh, nunca has vivido una experiencia tan emocionante y excitante!—, lo cual te obliga a remontar la voz hasta insospechadas cimas falsamente moralizantes, astutamente seductoras. Exactamente el mismo solapado consuelo que Salvador Vilella, por estas fechas, le ofrecía a Montse, hoy ya lo sabemos. Tu mejor arma, es curioso, fue la soledad y la pobreza».

—Me enamoré de ti la primera vez que viniste al Club —dijo Nuria, haciendo una pelota con la almohada y abrazándose a ella— con aquella vieja gabardina calada de lluvia.

—Tu primer amor, el tenista, se parecía mucho al preso. ¿Recuerdas? Moreno, de ojos negros, un guapo tenebroso.

Nuria suspiró con fastidio:

—Lo estábamos pasando tan bien antes de hablar de eso —tuvo la gentileza de decir—. ¿Por, qué quieres estropearlo?

Con la mitad del cuerpo fuera de la cama, yo seguía enfrascado en una lucha a muerte con el vaso, la botella y el cubo del hielo, que estaba vacío.

—Hay más en la nevera-dijo Nuria.

—Deja, iré yo.

Salté de la cama y abandoné aquel nido de luz, penetré aliviado en la penumbra, y, orientándome como un ciego, desnudo, di con el pasillo y luego con la cocina, donde me sorprendí de pronto dispuesto a hacer muchas cosas. Pensaba vagamente en la posibilidad de freír furtivamente un par de huevos y comérmelos allí mismo, de prisa, como un ladrón. Había una luz cruda, despiadada, y el frigorífico zumbaba rencorosamente. También me habría gustado ocuparme distraídamente en vaciar y limpiar ceniceros, como hacía en mi apartamento de París cuando me sentía con el cerebro a punto de parir, Pero me llevó tanto tiempo y esfuerzo extraer los cubitos de hielo de sus compartimientos de plástico, incluso después de someterlos a la presión del chorro del grifo, que desistí de masticar alimentos en soledad para aclarar ideas, y regresé con el hielo, alado y desnudo, junto a ella.

Ahora su piel olía a coñac mezclado con leche, como aquellas tazas humeantes que Conchi me traía a la cama cuando estaba resfriado. Me serví el cuarto whisky y después del primer trago lo dejé en las cercanías para tomarme una medomina.

—No puedo evitarlo —le dije—, tengo la sensación culpable de haberme pasado la vida arrancándote de los brazos de los demás.

—Y así fue.

Así que tuviste incluso esa suerte: ya los primeros besos tienen sabor de adulterio. Es un largo y lluvioso invierno, a ella le gusta comprar manzanas en las tiendas que os salen al paso y comerlas por la calle, pasear despacio y hacerse esperar; lleva un blanco impermeable de cinturón muy ceñido y capucha, tú la gabardina marrón o el pobre paraguas pueblerino de tosca lona negra. Se trata de que no te sientas tan solo en la ciudad y de ayudarte a encontrar un alojamiento barato; así por lo menos le consta a la familia. Pero tú ya estás tejiendo los dorados hilos de otra historia: bajo la advocación de las lilas del jardín reanudas con la prima el viejo juego, tú con la sonrisa medio destruida por el largo destierro, por el tiempo perdido y la urgencia de recuperarlo, ella con una disposición decididamente más limpia, más generosa, y os hacéis novios en secreto, por decirlo de algún modo, porque temes a la familia y porque algo (¿el comportamiento de Montse?) te dice que no es el momento, te aconseja prudencia y esperar. Nuria, sin embargo, no tarda en ser más atrevida: te llama por teléfono a la pensión y a la fábrica, incluso a veces va a esperarte a la salida del trabajo, y en el Club, donde insiste en llevarte, se cuelga alegremente de tu brazo. Tienes miedo, no puedes soportar la idea de perderla por una negligencia, sabes que un desliz, una torpeza cualquiera del sentimiento posesivo que te devora podría trocar esta relación en una farsa divertida, pero de tiempo limitado.

—Lo mejor sería marcharnos mañana mismo en el primer avión, sin avisar a nadie.

Su brazo rodeó mi pecho, la oí respirar acompasadamente.

—Intenta dormir —le dije— y deja que yo decida. ¿Quieres una medomina? A mí esta noche no me hace efecto.

—Debemos decidir ahora, Paco.

—Sí, no sé…

Nunca te sentiste completamente contemporáneo del presente: eso que llaman el futuro mejor, ésa tan traída y llevada dignidad del hombre, siempre avanza enmascarada. Recuerda la vida que hacías en la pensión, tus relaciones con el barrio, los vecinos, la patrona, los pensionistas: te arropabas en una excitante y vaga clandestinidad que en los días grises del invierno, cuando ibas con la moral en los talones y devorado por la migraña, tenía sabor de grato consuelo y de esperanza, un calor, un roce constante de solapas subidas, el paso apresurado y la mirada al frente, sin saludar: vivías el futuro más que el presente, y hasta te complacía el equívoco que provocabas en torno: este joven no parece de los nuestros, se diría que vive aquí provisionalmente, que éste no es su barrio, que se irá de un momento a otro. Y mientras, ¿qué es del autor, del verdadero amor? ¿Sabrías reconocerlo en medio del inmenso descampado del erotismo patrio con toda su prodigiosa y sórdida inventiva, camuflado en tus ganas de medrar? Qué fácil extraviarse en el sentimiento de culpa que nos inculcaron de niños, desde la época casi lactante de la paja colectiva y estudiantil, frustrada por la precocidad, hasta las horas muertas en los snacks frente a la crueldad pectoral de camareras agitando cubiletes de dados, pasando por el estratégico acoplamiento en abarrotados vagones del metro o en la plataforma de los tranvías, por la tierna e infinita variedad de movimientos de que es capaz, el codo en la penumbra plateada de un cine, hurgando en sombras peligrosas junto a la desconocida madura de la sesión de tarde de domingo que hace crujir su bolsa de caramelos y su corazón solitario, para llegar exhausto y sin decisión a los subrepticios magreos de playa y piscina, de oscuras boîtes como sobacos, al roce de rodillas bajo la bien servida mesa de los tíos, orientándose uno en medio de sombras horrorosas, siempre con ahínco y sobresaltos. Como si hubiesen excluido al amor en todo eso, como si no tuviera riada que ver. Como si fuera posible evocar sin amor aquella verja en la entrada del Club y la cegadora luz de unos faros de automóvil, ciertos portales oscuros del barrio, escaleras, rellanos, inhóspitos y estériles templos del amor donde tenían lugar los más extraños y precipitados ritos, desde el mecánico jubileo de manos liberando y aplacando ardores sin nombre, hasta interminables y dulces frotamientos de finas sedas marca Claramunt, afanosos y vergonzantes pañuelos que luego serían arrojados a las tinieblas de la noche.

Confiésalo sin rubor: así empezó tu educación erótica y sentimental.