EL QUE DEBE SER REGENERADO
También me gusta suponer que a veces debía de ser tan enorme el griterío en aquel locutorio común, que ellos se conformaban con mirarse en silencio todo el rato, mirarse largamente a los ojos a través de la doble reja, sin hablar, igual que hacían algunas jóvenes parejas de casados. Pero eso tuvo que ser mucho después, cuando ella ya llevaba varios meses visitándole.
—Ánimo, ya falta menos —le diría.
—Sí. —Su pelo ha crecido, parece más alto, más hombre, más triste y cansado. Suele hablar bajito y Montse apenas le entiende ¿Y tú cómo estás, Montse?
—Bien. ¿Estaba rico el pastel?
—Muy rico, sí.
—Supongo que lo repartirías con los amigos.
—Claro. Acércate más, no te oigo.
Montse pega la cara a la reja.
—¿Sabes? —dice él sonriendo—. Hay un truco: si te frotas contra la reja es como si pasara la corriente y la voz se oye mejor.
—¿Sí?
—En serio. Verás, prueba.
Ella obedece riéndose, con movimientos suaves y torpes frota la boca, el pecho y el vientre contra la reja. A modo de prueba él le dice, bajito: «Tus ojos ¿son negros o castaños?». En efecto: parece que se oye mejor. No dejan de moverse mientras hablan.
—Debéis de ser una pandilla muy bien avenida, aquí dentro.
—Yo aprovecho el tiempo para estudiar. Hay un viejo muy simpático que me enseña francés. Es entretenido. Su hija tiene una casa de huéspedes cerca del Borne, y él quiere que me vaya a vivir allí cuando salga.
—Pero ¿es que no tienes a dónde ir?
—No quiero volver a casa. —Sus manos resbalan por la reja, retrocede un poco y guarda silencio. Su cabeza queda envuelta en sombras, no se distingue su rostro. Montse aplasta el cuerpo contra la reja, escrutando la penumbra, sumergiéndose en ella para aislarse, como en un confesonario. Él añade—: Ni siquiera me han escrito.
—No seas mal pensado, hombre. Es que tienen mucho trabajo… Además, ya falta menos.
El locutorio parece un gallinero. Montse se sorprende gritando otra vez, quiere asegurarse que él la oye. Una Flores y una Amaya la flanquean berreando, contando querellas familiares a sus presos. En el extremo, al final de la larga fila de mujeres pegadas a la reja, la rubia enlutada se inclina hacia atrás mirándola por encima del hombro, y le dedica una sonrisa, a la que Montse corresponde. Luego interroga al chico con los ojos y él se lo confirma: sí, es ella, la dueña de la pensión, y el preso con quien habla es su padre.
—Me gustaría que os hicierais amigas —añade él—. Es buena gente.
—Bueno. Y qué, ¿sigues con el mismo trabajo, de electricista? Chico, saldrás con el oficio…
—Ahora también hago maletas.
—¿Qué? No te oigo.
—Maletas. Maletas de viaje. Muy buenas.
—Qué bien, ¿no? Oye, en el paquete viene otro libro, a ver si re gusta.
Primer timbrazo, aumenta el vocerío.
—Seguro. Aquí en la biblioteca hay poco bueno. Otra cosa, Montse: ¿recibiste mi carta?
—Ah, sí.
Ella se mira un ojal de la blusa. El timbre, segundo aviso. Lleva un botón desabrochado. Él sonríe, Montse añade:
—¡Qué cartas más largas escribes! ¿No te cansas? Yo no podría. Y además no sé qué poner, ya te habrás dado cuenta. Tonterías…
—Pues la última me gustó mucho. —Él siempre desde sus sombras, ahora muy quieto, los dedos nuevamente engarfiados en la reja—. Otra cosa que quería decirte: ¿por qué no haces amistad con ésa, la de la pensión, ahora al salir…? A ver qué hay de cierto en lo que me dice su padre.
—Si tú quieres —accede ella con desgana—. Pero no te preocupes, hombre, no te dejaremos en la calle. Yo misma puedo buscar algo, una habitación…
Tercer y último aviso. Se despiden hasta dentro de unos días: hay una fiesta entre semana, y ella la aprovechará para otra visita.
Al salir, en el pasillo, la rubia enlutada la está esperando. Sonriente y parlanchina se presenta a Montse, un nombre que ella olvidará pronto, porque no le gusta su manera de decir: «Qué chico tan simpático, ¿verdad?», y además le produce una vaga, desconocida y totalmente nueva depresión al salir de la cárcel, muy distinta a la experimentada siempre, aquel habitual deslumbramiento en los ojos al volver a enfrentarse con la violenta luz del día desorientada y repentinamente vacía.
—Un minuto.
Me liberé de su abrazo, salté de la cama y con paso vacilante me dirigí hacia la librería.
—¿Adónde vas? —murmuró Nuria desde una sombra cálida—. Están aquí, los cigarrillos.
Una oleada fresca, el marco de la ventana tocado por una luz afectuosa, entrañable, familiar. Las puntas de los visillos, que mueve la brisa, recorren mi torso, me hacen cosquillas, me rodean como llamas blancas. Fuera hay un rumor de hojas y ramas chocando entre sí, nos invaden los olores del jardín. Los cigarrillos, los cigarrillos, sí…
—¿Tú crees que se parecían, Nuria? ¿Que hubo entre ellas algo en común?
—Nada. Tía Conchi era muy inteligente, creo; yo apenas la conocí. Tú deberías saberlo, era tu madre.
Tenía ya la foto en las manos. Me quedé un rato allí, de pie junto a la ventana, ceñido, poseído dulcemente por las fragantes y sedosas lenguas. ¿Es un defecto de la foto o es la sonrisa de Conchi ese fulgor desvaído en la boca de Montse? ¿Una premonición del escándalo, de la ignominia que también a ella había de acompañarla en su sórdida aventura…? No, es inútil, nada en común. Pero mi enternecedora colección Conchita, siempre que la repaso, me lleva a esta conclusión: hasta hoy no he conseguido aislar ni una sola imagen donde la prima Montse no esté presente de alguna manera.
—Parece que las mujeres siempre habéis sido más eminentes que los hombres, en la familia —le dije—. ¿Quién hizo la foto, lo recuerdas?
—¿Y para eso te has levantado…? Anda, ven a acostarte.
—¿Qué piensas de ella?
—Vaya. Cualquiera diría que no me conoces.
—Puede que no te conozca lo bastante… Perdona. Quiero decir que, en todo caso, el tiempo no pasa en balde, y también modifica las opiniones. ¿Qué piensas de ella?
—Qué pesado, Paco.
Algo la hizo reír, allá en su sombra, arropada y mimada por las invisibles manos de la dicha. Crujió la cama, y ella, después de un silencio, añadió:
—Aquello ya pasó. Yo siempre estuve de su parte, a pesar de todo… Y era tu madre.
—No te hablo de Conchi. Te hablo de tu hermana.
Dejé la foto de las colegialas Claramunt en su sitio y me volví. Seguía haciendo calor a pesar de lo avanzado de la noche y de la brisa, y el dormitorio resultaba un horno; sólo las baldosas, bajo los pies descalzos, aliviaban un poco los ardores. Había una fosforescencia azul en el jardín. A lo lejos, en la carretera, los faros de un coche hendían la noche. El silencio de mi prima enardecía mi virilidad y me aproximé a ella miserablemente: deseaba preguntarle —una vez más— si al pensar en Montse no le asaltaba como a mí aquel sentido de culpabilidad. Pero por alguna razón me callé, y me acosté de nuevo y dejé vagar largamente la mirada por la habitación en busca de un detalle que me tranquilizara y como antaño, recale en sus ojos, sus grandes ojos castaños, dos pupilas tocadas por tina luz vivísima que me miraban desde el hueco de la almohada con una inmovilidad expectante y animal, acechando en mi rostro aquella señal de impaciencia y de curiosidad que de un momento a otro podía volver a disparar sus nervios o el miedo de sí misma, o su dormida voluntad de razonar, algo que esa noche todavía no alcancé a definir. Y ella, con una lenta, concienzuda y casi maniática recuperación del tiempo perdido en su cuerpo, tiempo muerto, acumulado allí en noches de desamor y acaso oprobio, volvió a enroscar sus brazos en mi cuello y convocó el sueño respirando rítmicamente.
—En el fondo no hemos cambiado tanto —murmuró, y su respiración se hizo anhelante, una risa nerviosa volvió a sacudirla—. Nacía ha cambiado. Y tú el que menos. ¿Sabes qué suele decir Salvador de ti? Que eres un resentido, y que esgrimes tu resentimiento y tu impertinencia para ocultar una ridícula moral provinciana.
—Muy agudo, el líder diocesano.
—¿No te hace gracia?
Le devolví los besos con ensañamiento: no veía el final de esa noche.