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PACO, HIJO NATURAL

Presintiendo la inminente suciedad de la aurora y decidido a postergarla, llevé conmigo al dormitorio que se me había asignado aquellos ingredientes nocturnos que habían de preparar campo de pluma a las desbocadas memorias y que llegarían a constituir, además de mi prima, la única realidad viva y circundante: medomina, whisky, cubitos de hielo y cigarrillos. No conseguí dar con la llave de la luz. Ya descalzo, balanceándome sobre un pie, me desnudé hundiéndome en baldosas teñidas de luna y tremendamente divertidas, una exaltada profusión de rosados rabanitos unidos por las hojas: el piso del cuarto de baño; del cual salí estupefacto y tiernamente resignado con mi destino de huerfanito para ver enseguida, junto a la ventana, apoyada en el lomo de los libros del estante, una vieja fotografía enmarcada: en la torre de la avenida Virgen de Montserrat, de pie bajo el sauce del jardín y con la cara y las ropas de verano salpicadas de lunares, monedas de sol que dejaba filtrar el ramaje, tío Luis y tía Isabel posan dulcemente las manos en los hombros de dos niñas —Montse y Nuria con el uniforme del colegio— y sonríen con benévola desconfianza, hoy como ayer, al tenebroso primo Paco que acecha con codicia.

Dormí un rato, quizá horas, con la lámpara de la mesilla encendida. Cuando desperté, sudando, el hielo se había fundido en el vaso y los grillos cantaban en el jardín. La brisa nocturna movía los visillos de la ventana y en alguna parte de la casa zumbaba remotamente un frigorífico. No sé qué hora sería cuando ella abrió la puerta silenciosamente y se deslizó en mi cama. Llevaba un pijama y su piel olía a jazmín. Temblaba y lloraba. Acogí con preocupación y tristeza su conciso cuerpo de niña: nunca sería fuerte esta Claramunt descocada y precoz, nunca sería animosa y decidida como su hermana. Creo que en este momento empecé a vislumbrar, más allá de mi habitual y complejo estado anímico de aquellos días —evocador, inquisitivo, locuaz hasta la insensatez y la náusea—, más allá de mis recuerdos de Montse en la esbelta torre de los mitos, incluso más allá de su violenta historia de amor y de muerte, aquella fase decisiva de mi vida que me esperaba allí y que era preciso apurar de una vez.

—¿Cuándo os hicieron esa foto, prima?

Nuria se acurrucó a mi lado, me abrazó:

—Ya no me acuerdo, amor.

Debió de ser en 1947: encantadoras niñas, respetuosas, modositas, con el uniforme del Colegio de las Esclavas, todavía no os conozco y ya vuestro apellido es una brisa perfumada cuando alguien os nombra en casa: las Claramunt.

Esta familia se compone de gente respetable y creyente, fabricantes de tejidos de seda, establecida desde hace tres generaciones en la ex villa de Gracia. Aunque hayan ganado mucho dinero y hoy desplieguen brillante vida social, los Claramunt forman en cierto modo un Orfeó, una modesta, fraternal y graciense masa coral, y lo prueba el hecho de que, cuando discuten entre sí por cuestiones de dinero, es como si cantaran: hay siempre una sutil armonía que despunta cautelosamente bajo el conjunto de voces, unos acordes profundos y cadenciosos cuyo secreto pertenece por entero a la mejor tradición coral y mercantil catalana, y que conduce misteriosamente todos los registros (no por motivos de parentesco o de lazos de sangre, sino más bien por esa expansión emotiva que deriva de recíprocos sentimientos de poder) hacia una nota aguda, sabia, trémula y fervorosa que al diluirse en el aire deja paso a un silencio lleno de resonancias acariciadoras y vagas promesas de prosperidad.

Es cuando todos están de acuerdo.

Yo nací al margen de esta armonía casi litúrgica: en abril de 1939, recién liberada Barcelona de las hordas rojas, mi madre, Conchita Claramunt, contraviniendo todas las voces armoniosamente dispuestas, se fugó con un guapo alférez de origen cordobés, oscuro actor de cine sin dinero ni porvenir, y este hijo del pecado nació en Madrid. Por aquel entonces, tío Luis ya ocupaba la gerencia de la empresa. Otro hermano de Conchi, que yo no llegué a conocer (tenía ideas republicanas y emigró), se solidarizó con ella y los dos pidieron se les liquidara su participación en la empresa. Fue un gesto simbólico más que nada, porque ante la crisis determinada por la guerra, el coro claramuntiano cerró filas con inquebrantable solidaridad familiar y postergó aquella liquidación. Creo que Conchi volvió a ocuparse de ello en 1944, y algo sacó, pero con un fuerte descuento en la valoración de las acciones de la empresa, convertida ya en sociedad anónima. Tío Luis siguió al frente del cotarro administrativo, pero aquella hermosa idea suya compartida por todos los Claramunt (y que en tía Isabel y las pías cuñadas-contraltos florecía en místicos acordes de buena conciencia) que pretendía haber podido perpetuar la empresa dentro de la casa, como una tradición familiar dedicada al bien común (todos estaban plenamente convencidos de ello a pesar de hallarse con la mierda hasta el cuello) se vino abajo por exigencias de la moderna economía. Con todo, el maravilloso Virolai montserratino, en ciertas solemnes festividades, seguía expandiéndose gloriosamente por toda la casa y el jardín.

Cuando yo tenía cinco años, Conchi quedó viuda —por cierto, la muerte de papá debió de ajustarse bastante a la maligna idea que los Claramunt se habían hecho de él: murió vestido de bandolero andaluz y disparando contra los terratenientes, quemando pólvora con un trabuco frente a una cámara de los años cuarenta—. Un ataque cardíaco. Mamá, que le admiraba como actor, recordaría años después lo mucho que lloró ese día viendo cómo le despegaban las patillas postizas y le quitaban el trabuco de las manos, esta vez para siempre —fue preciso un fuerte tirón—. Pero entonces ella ya estaba muy ligada a un activo productor, un tipo maduro y canoso y con una vaga suciedad en la cara o en el pelo, nunca supe exactamente dónde, quizá en su alta frente bronceada, era de distinguida familia barcelonesa ida a menos, y yo recuerdo el viaje en tren, cuando vinimos a vivir aquí, y, tiempo después, la fulgurante y divertida —al menos para mí, y quiero suponer que para Conchi también— metamorfosis del dinámico y galante productor: ahora era un simpático cameraman que usaba visera verde y chalecos floreados, que me regaló un cine Nick y me llevaba a los estudios Orphea de Montjuich, hoy desaparecidos (aún recuerdo los platós, las imposibles paredes sin techo, los arcos voltaicos y los focos, aquellos silencios seguidos de una explosión de voces y órdenes desesperadas). Creo que fue entonces cuando empecé a tener conciencia de la profesión de Conchi: script. Ignoro cómo una Claramunt pudo llegar a tan inquietante grado de emancipación ni cómo pudo iniciarse en profesión tan misteriosa y desligada de la tradición familiar; supongo que aprendió el oficio a la vera del cordobés, acompañándole en sus desplazamientos, quizá por ayudar en los ingresos de la casa. Fue, según luego he sabido, una profesional competente y muy estimada en los medios. Pero, si bien era constante en su trabajo, en su corazón no: un apasionado y disparatado director de origen franco-argentino que se hacía llamar Roberto Desnoyers sustituyó muy pronto al rutilante cameraman de chalecos floreados, con gran desconsuelo por mi parte. Paso por alto ciertas imágenes color sepia que me hundían en el estupor, y que hoy me hacen sonreír. A Conchi la veía siempre regresando de algún viaje (sólo puedo recordar sus regresos) y nuestro pisito en lo alto de la calle Balmes siempre estaba lleno de extraños, gesticulantes y locuaces personajes. Fue un largo y confuso tiempo sin colegio y con tardes de cine de barrio en compañía de una vieja sirvienta que se apiadó de mí; yo tenía entonces mi corazón repartido entre Paulette Godard y Madeleine Carol —con ligera ventaja para Paulette—. También me gustaba una dama alta, de ojos claros y dulces hoyuelos en las mejillas, Kay Francis, pero sólo porque se parecía a Conchi como una gota de agua a otra, y porque se comportaba con los hombres como yo hubiese querido que se comportara Conchi…

Hacia 1947, Conchi inició varios intentos de reconciliación con la familia, sin duda pensando en mí: una vida como la que ella llevaba no le permitía ocuparse de su hijo. Supo entonces que el abuelo había muerto y que tío Luis, después de capear la crisis de la posguerra, manejaba la batuta orfeónica y textil con no poca fortuna, gracias sobre todo a las medias de nilón, cuya fabricación fue de los primeros en iniciar en el país. Aquel acercamiento de Conchi y la familia, más o menos arrepentido y mutuo, finalmente se tradujo para mí en una especie de tutela de tío Luis. Fui internado en un colegio de salesianos, en Gracia, y pasaba muchos domingos en la torre en compañía de mis primas. A veces venía de visita una obsequiosa parentela de Sabadell, y en el jardín jugaba con nosotros una primita de trenzas rubias, llena de pecas y de malignidad, que sonriente se acurrucaba bajo las lilas y se empeñaba siempre en que adivináramos el color de sus braguitas —tierno empeño que yo satisfacía con indiferencia y una secreta nostalgia en el corazón: sólo me interesaba el color de las de la prima Nuria—. Un rumor de sedas estrujándome, manos ensortijadas y encajes, un enjambre de tías me besuqueaba y convocaba en torno a mi cabeza rizada, escandalosamente cordobesa, visiones concupiscentes de mamá: «Criatura innocent…». «Macu, sembla un Nen Jesús de Praga». «I la Conxi, na fent, la boixa…». «Ves ell què sap, pobret…». Con todo, aquélla fue la época más feliz de mi vida. Los domingos bogaba entusiasmado y jadeante hacia la isla de mis primas: jardín untado con la miel amarilla de un sol que jamás he vuelto a gozar, con sus bancos de mosaico azul y blanco y su velador de piedra, el estanque y los peces rojos, los setos recortados en forma de bolas y arcos triunfales y los mudos personajillos de terracota, faunos desnarigados y sin pezuñas, dianas sin arcos ni flechas que me sonreían con sus bocas rotas y sus ojos vacíos. Un gran sauce llorón, lilas, mimosas, rosales, hortensias, dispuesto todo en suaves y redondeados montículos de tierra parda, parterres como islotes cuya geométrica disposición formaba un delicioso laberinto de senderillos cubiertos de grava. Y presidiendo aquel archipiélago feliz, la vieja torre con sus dominicales y solemnes resonancias de órgano, el chalet de persianas verdes, airoso y sólido a la vez, con su inclinada techumbre de pizarra que recogía los arreboles del crepúsculo y su esbelta torre en la esquina, rematada por un cucurucho con pararrayos. Yo he tenido desde entonces, lo confieso sin rubor, relaciones sensibleras y casi obscenas con los domingos y demás fiestas de guardar. La vida tenía una extraña cualidad de adviento —perplejidad peligrosa en el niño, tremendamente catastrófica en el adulto, ahora lo sé.

Mis ojos eran la admiración de los Claramunt (reconocían en ese azul pálido la marca de la familia), pero no el pelo, negra pesadilla gitana, y mucho menos mi nombre: Paco Bodegas. Nombre capaz de todas las vilezas. Horrendo nombre y horrendo apellido que no tardaron en ser misericordiosamente catalanizados, primero con timidez (de Paco pasó a Paquitu) y después con decisión, hasta ser brutalmente, radicalmente borrado del léxico familiar. La ceremonia del rebautizo, en la que ofició la poderosa voz de tío Luis, tuvo lugar una tarde soleada mientras yo y mis primas jugábamos en el jardín y la familia estaba reunida en el salón: alto, autoritario, investido de extraños poderes, tío Luis se asomó a la ventana y me llamó en tono atronador: «Francesc! Les nenes no es toquen!». Desde esa tarde, toda la familia, excepto Montse, que siempre dio pruebas de sensatez, me llamó Francesc, y durante mucho tiempo tal nombre se me antojó el justo calificativo que merecía mi flagrante obscenidad, algo que de alguna manera me mostraba al mundo con la tierna porfía de mis manos en la cálida y sedosa entrepierna de mis primas. ¡Ah, comulgante, comulgante! Tiempo después se nos permitió a mis primas y a mí ir a patinar al Club Skating (los altavoces repetían «Muñequita linda — de cabellos de oro — de dientes de perla — labios de rubí»), y yo, un pelele sobre patines, un espantapájaros sentimental henchido de algo que me parecía amor, cortaba el viento musical y jadeaba ansioso, con la lengua fuera, tras las trémulas nalgas de la prima Nuria… Recuerdo con emoción un olor a lilas en el jardín, un patético empeño por prolongar ciertos juegos misteriosos y laboriosos a la incierta luz del crepúsculo o en la penumbra del recibidor, bajo las grandes hojas esmaltadas de una planta o al pie del tapiz donde unos ángeles soplaban desaforadamente (sus carrillos hinchados me admiraban por su realismo: oía el fffuuuuu…) una nube de púrpura que sostenía a la Virgen; o bajo un objeto decorativo de marfil en forma de rombo, colgado junto a la puerta y que decía: Déu vos guard, en letras de plata sostenidas con cierta fatiga o desengaño (a mí me parecía) por un niño con los brazos en alto. Pero luego, toda la semana en el colegio, era en mis manos aquella pervivencia fría de la empuñadura de latón de ciertas puertas prohibidas, y con aullidos de pariente pobre todavía hoy evoco la habitación de mis primas en la torre, sus camas policromadas, cierto sentimiento de exclusión que había de crecer y devorarme… Y las meriendas de chocolate que nos preparaba la abuela, los cigarrillos Bubi que yo le robaba a mi tío, las lociones de masaje Floïd, que tanto nos gustaban a Montse y a mí, y cierta excitante conversación con Nuria sobre Rebeca, la película-terrible-pecadomortal (años después, al verla de reprise, ¡qué decepción!), y los domingos con aplec de sardanas en el Parque Güell. Era la época en que los golfos del Guinardó hacían guerras de piedras en la plaza Sanllehy, y los xavas y trinxas incontrolados y sin colegio se colgaban en los enganches de los tranvías del disco 24; era cuando ellas llevaban bonitos monederos de plexiglás rojo, amarillo o verde, y boinas azules; eran días de «¿Comang se la pela-vu?; con las dos manos y mejor que tú»; era tiempo de adviento.

Me expulsaron del colegio por hacer dibujos pornográficos (durante las clases de religión, si mal no recuerdo: fue la primera aparición de aquello que tía Isabel llamaría «l’herència del trabucaire») y la pobre Conchi, que ya andaba muy alicaída y con serios problemas económicos, me defendió enfrentándose con la familia. Discutió violentamente con tía Isabel, se insultaron, y el resultado fue que ya nunca más volví a la bonita torre de la avenida Virgen de Montserrat. Mi estancia en las islas había durado exactamente tres años. Me quedaría para siempre, en alguna honda zona de la memoria, un rumor de grava pisada semejante al de lejanas olas abatiéndose una sobre otra en la rompiente de una playa-jardín que era —o me parecía— como una consternación.

Me llevé también cierta imagen invernal de la primita Montse en el jardín: con su capa azul de colegiala agitada por el viento, en un día gris y frío, la niña está sentada al borde del estanque y contempla con sus ojos muy atentos los turbios peces rojos, soñando quizá con un mundo de luz.

Conchi se casó con un fotógrafo de provincias que había probado suerte en el cine (fotofija: así tenía que acabar la llama ardiente de Conchi) y que la convenció para que lo dejara todo y nos fuésemos a vivir con él a su pueblo, San Pedro de Alcántara, Málaga. Allí el fotógrafo tenía a su anciana madre y una tiendecita con clientela, y me puse a trabajar con él —bodas, banquetes, primeras comuniones y bautizos—. Aprendí los secretos del revelado y del retocado; pasaron los años y me refugié en el ojo de la cámara y en la biblioteca de Germán (sorpresa que no entusiasmó a Conchi: el fotofija resultó ser hombre leído y culto), donde aclaré no pocas zonas íntimas e hice un descubrimiento importante: aquella cualidad adventual de la vida no había sido un espejismo de la niñez de pariente pobre, sino una premonición de mi actual exilio en provincias y de esta espera que seguía proponiéndome empuñar los remos: verdaderamente como si se tratara del verde archipiélago soñado, como soleadas islas emergiendo entre las brumas grises de la infancia, desde mi destierro andaluz veía constantemente el jardín y la torre de mis primas en la lejana capital del seny… Pero acabemos con esta evocación de Conchi, tan poco edificante. En efecto, no volvía veros hasta el verano de 1959. Con veinte años, convertido en un provinciano introvertido, resentido y acharnegado, llevaba ya mucho tiempo rumiando la manera de irme a trabajar a Barcelona, cuando Conchi, en un postrer y patético esfuerzo, reanudó sus coqueteos con la familia mediante algunos viajes (la recuerdo muy bien en esa época: una sorprendente mujer de cuarenta años, que no se maquillaba, angulosa y cálida, con el hermoso pelo recogido en dos dorados panecillos detrás de las orejas) y después de meses y meses consiguió que tío Luis me proporcionara un empleo burocrático en una de las fábricas de la familia. Y un día, Conchi me depositó en un tren de la estación de Málaga con mi traje cruzado «príncipe de Gales», me dio sabios consejos acerca de los Claramunt, me besó llorando y me despidió como si yo fuera a combatir en una Cruzada. Hecho lo cual, la loca de vuestra tía desapareció de mi vida, de la del fotógrafo y de la de todos repentinamente —engullida, esta vez, por la peligrosa proximidad del Torremolinos nocturno y un antiguo conocido peliculero, un vulgar «doble de luces», una lustrosa rata de plató.

Desde entonces, los Claramunt jamás la han nombrado delante de mí.