LA DESORDENADA CONCURRENCIA DE CRITERIOS O EL CONFERENCIANTE ABOFETEADO
—… paradigmática fe en lo social y democrático, síntesis divulgadora, pero no exenta del actual confusionismo eclesiológico, debemos admitirlo, y sin la profundidad deseable. En todo caso se ha de evitar que la estructura jerárquica dé la impresión de un aparato administrativo sin relación interna con los dones carismáticos… Nos conviene, por otra parte, no desperdiciar ninguna ocasión de diálogo…
El conferenciante carraspeó, se ajustó las gafas y bebió un sorbo de agua. Había preparado la conferencia para ser pronunciada en lengua vernácula, pero a última hora, considerando la composición étnica del auditorio, cuya asistencia sobrepasaba en mucho los cálculos previstos, decidió, de acuerdo con la junta, hablar en castellano. El local estaba abarrotado. Al vernos entrar, Vilella miró furtivamente su reloj de bolsillo colocado junto al vaso de agua, en la tarima: las ocho menos cuarto debían de ser. Llegábamos con retraso. El respetuoso silencio del Fórum tenía un aire europeizante. El disertante nos miraba mientras buscábamos acomodo en una de las primeras filas: uno tras otro, la fila entera se levantó al paso de Nuria y ella repartía sonrisas y excusas. Hacía mucho calor. Abundaba la gente joven, estudiosa y pálida, creo: eso dijo Nuria, que aunque había bebido mucho más que yo, me ganaba en lucidez.
Salvador Vilella hablaba de institucionalización y autentificación del país, de democratización y diálogo, de nuevos cauces para nuevas corrientes. Durante un rato me sorprendió aquel brillante despliegue de nobles inquietudes, me admiró francamente su atrevido y público empeño dialogante, tan maduro, tan profesional. Lo más confuso fue cuando condenó la violencia, que, según él, nunca resuelve nada. Ahí perdí el hilo y el interés. Dos expresiones eran machacantes: estructuralismo y posibilismo. Luego me entró un sopor, un aburrimiento y una mala uva difíciles de precisar. Apenas recuerdo nada de la conferencia. Al cotejar sus notas, traduciendo del catalán sobre la marcha, Vilella a veces construía la oración con un curioso rigor gramatical que me divertía y me entretenía: creo que esto es lo mejor que puedo decir en favor suyo.
Poco antes del final ocurrió un pequeño incidente que había de tener ulteriores consecuencias: un alborotador, un muchacho con gafas oscuras y camisa azul bajo una flamante cazadora de piel, interrumpió al orador desde el pasillo central al tiempo que esparcía por la sala un puñado de hojas impresas. El incidente fue rápidamente sofocado por algunos señores, que expulsaron al muchacho. El disertante, lleno de serenidad, dijo entonces que si había alguien que no estuviera conforme con lo que decía, con sumo placer abriría un diálogo para satisfacer y aclarar lo que desearan. Al término de la conferencia, que fue muy aplaudida, Vilella reiteró la invitación, pero nadie hizo uso de la palabra. El presidente de la entidad organizadora cerró el acto con la lectura de varios telegramas de adhesión. Uno de ellos produjo, no sé por qué, una extraña emoción general, una gratísima sensación de peligro inminente, de heroísmo y de clandestinidad: «Reprobamos el odio y la violencia que aplastan los derechos de la persona humana. Firmado: Jec, Jic, Jac, Joc, Jac/F, Jec/F, Joc/F, Hoac y M. S. C. Minyons Escoltes».
Pero lo más enigmático de esta noche, lo que había de confirmarme hasta qué punto el exilio me incapacitaba para comprender a mi país, fue la cena íntima que se le ofreció al disertante, y a la cual llegué tarde, siempre de la mano de mi prima y en un estado bastante lamentable, pues entre la conferencia y la cena estuvimos tomando unos tragos en una terraza de la calle Tuset. En un local de esta misma calle nos esperaban Vilella y sus amigos. Cova del Drac, se llamaba. Nuria me guió por una escalera alfombrada y abajo estaban todos reunidos con porrones de vino y comiendo ya los postres. Vilella presidía las ocho mesitas puestas en hilera. Había periodistas, escritores, grafistas, un cura, críticos literarios y varios especialistas en cuestiones muy concretas de ésas que abundan en la prensa: expertos en cuestiones vaticano-conciliares y en marxismo, en kremlinología y en sociología postecuménica. Todos contrastando respetuosos pareceres y dialogando criterios y concurrentes opiniones. Me cansé de apretar manos. Yo debía de estar ya en un completo estado de disolución mental y física, porque al preguntarle a Nuria quiénes eran allí los críticos literarios se me trabó la lengua y ya no conseguí destrabarla ni aclararme en todo el rato que estuve sentado con ellos. En realidad, me preguntaba qué hacían allí aquellos dignos representantes de nuestra ripiosa cultura actual, qué relación podía haber entre ellos y Salvador Vilella; hasta que me informaron de la reciente aparición de un volumen que recogía lo mejor del conferenciante, y que lo estaban celebrando. Los altavoces amenizaban vernáculamente la cena con distintas muestras de la Nova Cançó. Se hablaba de la cultura, de la ciencia y de la técnica, de la televisión, de la agonía de la novela, de una manifestación de cien curas, del erotismo y de la violencia. Algunos críticos venían de un hotel donde se acababa de conceder un sonado premio literario y todavía llevaban en los labios triturados palillos manchados de café, de charrameca y de ignorancia. Iban llegando amigos de Salva, que él saludaba con su mejor estilo pontificio (elevando las manos como si sopesara una dulce carga invisible, la cabeza ladeada, sonriendo, desnucado), y con gran dificultad empecé, con la ayuda de Nuria, a identificarlos a todos en medio de complicados y cruzadísimos diálogos intelectuales, estéticos, carismáticos y peripatéticos.
—Salvador, saludos y enhorabuena —exclamó pluma galana desde una mesa próxima. Y Vilella, desde sus cerros de logomaquia, entonaba las gracias. No lejos de mí, un crítico comentaba el libro con vehemencia; juraría que dijo:
—… y así la tierra, esencia humana del paisaje, penetración psicológica, complejidad problemática, dignidad espiritual y conflicto dramático se unen aquí en este libro de mi buen amigo al que me atan muchos y entrañables lazos en esta aventura de las letras y el saber, en un tono armónico que parece el fruto meditado de una construcción matemática en la que nada sobra, y, por ende, nada falta. O así me lo parece.
—Públicamente decir quisiera —aclaró otro que bien podía ser el pendonista principal en las procesiones Florales de las Letras—, amigo Vilella, públicamente, lo conmovido que estoy ante tu condición firme de obra bien hincada en lo sardanístico. Como un pino, es vertical y sonriente tu obra. Como mi insobornable barcelonismo. Y ahí va un abrazo sincero, en el que incluyo toda la estimación que debo a tu hombría de bien.
Un distinguido catador de vernácula lengua impresa, también improvisó un extraño elogio que, resumido, me temo que decía más o menos:
—Entre todos los que merecemos el homenaje de esta península y su público reconocimiento, tú eres el primero.
Enhorabuena.
Vilella quería agradecer todo eso, pero no podía.
—Está visiblemente emocionado —observé yo.
—Es un posibilista y un estructuralista de gran porvenir —deslizó en mi enloquecido oído el director de la revista vernácula Estel de Nadal. Y estoy por jurar que añadió—: Verbalmente hablando, el barcelonés del año.
Nada que beber al alcance de mi mano. Así que dije:
—En rigor de perdón, señores: ¿seríame factible ingerir, podríame caber la esperanza de catar o paladear alguna bebida espirituosa o generoso caldo vinícola?
Fui complacido con anís. Mono frente a mono, ahora. Llenos de comprensión, todos me sonreían y asentían con la cabeza. Sin embargo, tras las sonrisas liberales y dialogantes asomaban inmovilismos tomistas. Ausente pero en nuestro afán, un ilustre académico, de pluma amena y señorial, había enviado desde su asesoría borbónica un cable de felicitación a estos mandarines de la catalanidad. Alguien le dijo a Nuria que había adelgazado una barbaridad.
—Lo delgado se hace delicado —opinó el crítico sentado a su derecha—, si se me permite usar un juego de palabras que ofrece la etimología.
Nuria me propuso tomar café en la barra, le dije que no, que yo no me perdía aquello. No lejos de mí, dos críticos chapoteaban rumbosos en la pestilente charca del periodismo:
—El corintelladismo es aumentativo y nefasto, conforme, pero más lo es el raphaelismo televisivo y mariconil. Más manuelaznarismo le hace falta a nuestra prensa.
—¡Ah!, magistral lección, prosa rigurosamente cincelada.
—Nuestro tiempo —juraría que le oí decir al cura articulista— se distingue por una confusa y morbosa exageración del sentimiento de libertad. Si lográramos la sintonía con la verdad paulina, desaparecería una de las causas de la perplejidad que ensombrece el firmamento religioso contemporáneo…
También estaba allí la señora de Buxó, aquella dama fondona y de probado barcelonismo que presidió mi triste niñez desde las portadas del diario La Vanguardia con su mantilla semanasantera y que ahora, en su segunda madurez, seguía siendo matrona sonriente y pechugona, con generoso escote. Le pedía al maestro pendonista una breve definición de cierto librito cuya lectura la había impresionado, titulado Lectura continua para misas de entre semana. Y él la complació de esta guisa:
—Un librito que da calor y esperanza en esta época amenazada de catástrofes apocalípticas. Es de un buen amigo mío.
—Gracias.
—No se me tiene que agradecer nada —me temo que dijo—. Cada uno es como es. Se es fecundo como se es rubio o delgado. Pero seré el último español que deje de dialogar y el último soldado de la cultura que abandone la bandera…
Yo me incliné, pobretón y mísero, ante las ubres forradas de satín negro de la señora de Buxó y, haciendo pucheritos, con mi voz más triste y rastrera, murmuré:
—Nene caldo-teta, caldo-teta nene…
Nuria se llevó a la señora muy oportunamente. Silencio. Porrones en alto, bocas abiertas.
—Ha producido honda y general satisfacción en los medios de Madrid —anunció alguien— el público reconocimiento de nuestros desvelos en pro de la literatura catalana…
A partir de ahí la cosa fue de mal en peor. Nuria me había abandonado para conversar con un joven camarero. En la mesa de Salva todos dialogaban, europeaban. ¡Qué felices eran viviendo el mito de la cultura, qué júbilo sordo, íntimo, cómo se les llenaba la boca de poder, de compadrazgo y reparto de botín! Anuncié mi retirada, pero el crítico literario que estaba a mi lado me retuvo un instante:
—¿Y a usted no le roe el gusanillo, no le tienta la noble aventura de las letras?
—No, señor. Sólo me gustaría hacer una película y después morir: Los tambores de Fu-Manchú en tres jornadas, con José Mojica.
Lo dije expirando ya, sin voz, sin énfasis, puesto en pie y peligrosamente invertebrado, pidiéndole a Nuria auxilio con los ojos. Mi vecino de mesa me despidió riendo y palmeándome los riñones; habíamos estado conversando, yo le había dicho que hay dos clases de tipos que me producen verdadero asco: los llamados artistas y los llamados expertos (expertos en marketing, en apostolado seglar, en marxismo, en catalanidad, expertos en cualquier cosa), y él me respondió que lo verdaderamente ignominioso era no tener obispos catalanes.
—Como somos mayoría, queremos obispos de Almería —le dije con mi mejor acento andaluz, y acto seguido me encontré abocado a una gran taza de café, con Nuria y el camarero instándome a beber.
Breve convalecencia al fresco de la noche en la terraza y enseguida se nos unió Salvador y sus fieles, que ya se despedían. A pesar de sus bulliciosos coágulos de luz, la calle Tuset se me antojó triste. La noche era fragante y cálida. Ocurrió entonces: desde una mesa próxima, desprendiéndose sin brusquedades de un amigo que intentaba retenerle por el brazo, el joven con gafas oscuras que horas antes había provocado aquel incidente en el Fórum avanzó muy decidido hasta Salvador y, ante el pasmo de todos, sin darnos tiempo a reaccionar, levantó la mano y plantificó en la ilustre mejilla del conferenciante una soberbia y sonora bofetada. Vilella, con las gafas balanceándose en su oreja derecha, encajó la afrenta del joven con admirable serenidad y en el mejor estilo dialogante y democrático: no solamente no replicó, sino que, extendiendo el brazo, frenó la tardía reacción de sus amigos, que se disponían a darle su merecido al agresor, el cual fue de todos modos sujetado y reducido. El conferenciante dijo que no presentaría denuncia, que no tenía importancia y que soltaran al chico, que le dejaran ir a su casa. Pidió un café y ahí acabó la cosa.
Se despidieron todos y media hora después el matrimonio Vilella y yo corríamos por la autovía de Castelldefels camino del aeropuerto. Creo que Salva aún tenía esperanzas de poder hablarme a solas. La joven malmaridada, de muy malhumor, conducía con evidentes ganas de matarse y matarnos. Junto a ella, Salva no disimulaba su contrariedad. Le pregunté, hundido en mi asiento posterior, si era por haberme mostrado impertinente y borracho ante sus amigos, y le pedí disculpas. Me dijo que no. Entonces pensé en el tipo de la bofetada:
—¿Le conoces?
—Nunca le había visto.
—¿Crees que es uno de ésos, un puñetero rojo?
—Al contrario. Es ultraderechas.
—Pues, chico, ahora sí que ya no entiendo nada —le dije—. ¿Y por qué le has dejado ir?
No me contestó. Nuria tampoco parecía interesada. Él tenía un ojo en la carretera y otro en las manos de Nuria, en su insensata manera de conducir. Al cabo de un rato, dijo:
—Nada se arregla con bofetadas, Paco.
—Ya —dije—. Debemos condenar la violencia, venga de donde venga. Por cierto, últimamente no hago más que oír esto en todas partes. El caso es que me parece una frase bastante inmoral. ¿A qué violencia os referís, vosotros, los católicos?
Le oí reír por lo bajo, luego chasquear la lengua, aburrido. Pero no respondió. Insistí:
—Haz el favor de dialogar, Salva, sé buen cristiano.
Le di una cariñosa palmada en el cogote, pero no me pude callar: en medio de los gemidos que ahora Nuria le arrancaba al motor, quise saber por qué insistían tanto en acusar de violentos a los pueblos subdesarrollados y oprimidos que intentan rebelarse: ¿acaso no es una forma de violencia, le pregunté, el poder que ejercen sobre ellos las minorías privilegiadas? ¿No es una forma de violencia la ignorancia, el hambre, la miseria, la emigración laboral, los salarios insuficientes, la prostitución organizada, la discriminación intelectual, etc.?, le dije. ¿Por qué nunca llamáis violencia a todo eso, reverendo?
Un bache salvado a noventa por hora me cerró esa bocaza, lanzándome de cabeza al techo. Sonriendo desde sus altas convicciones, Salva me llamó demagogo y simplote, buen chico en el fondo. Al llegar al aeropuerto no permitió que nos apeáramos. Besó a Nuria en la sien. «Pasado mañana estaré de vuelta —dijo al tenderme la mano—. Ya hablaremos». Desde el coche le vimos empujando el cristal de la puerta giratoria. En toda su figura, aquella fresca deportividad que a ratos aún conservaba se había trocado en recelosa rigidez: la impecable camisa le daba el aire de ir con el cuello enyesado.
—Vivimos tiempos de confusión —entoné mientras le veía girar con la puerta—. Nuria gruñó algo y puso el motor en marcha. De regreso a la ciudad, me propuso tomar la última copa en su terraza y hablar seriamente acerca de lo que convenía hacer. Yo me sentía terriblemente cansado y sucio —había caído en uno de esos baches nocturnos del alcohol que ya me son familiares—, pero ella insistió tanto que acepté.
Y poco después, tumbados en las hamacas del jardín, bajo la noche estrellada y calurosa, estábamos hablando de Montse y su presidiario, ahogando en la bebida cierta mala conciencia. Le dije que me había parecido que su marido se moría de ganas de revelarme que ella, Nuria, también tuvo relaciones con el presidiario de nefasta memoria, creyendo sin duda que yo lo ignoraba y que quizá la noticia me afectaría hasta el punto de obligarme a renunciar a ella…
—¡Bah, qué importa! —cortó Nuria bostezando. Decidió que me quedaría a dormir y que mañana mandaría alguien al hotel por mis cosas. A mí las piernas no me tenían, pero había salido del bache y me dominaba cierta excitación mental, deseos de conversar toda la noche. En ese estado de ánimo me retiré a mi cuarto, deseándole a Nuria buenas noches con un tierno beso y un «todo se arreglará, no te preocupes», que en el fondo iba dirigido más a mí mismo que a ella.