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EL CUCHILLO ENTRE LOS DIENTES

Había visitado otros presos anteriormente, pero nunca fue una labor rutinaria. Quizá todavía hoy; no pocas señoritas parroquiales cruzan alegres y braceando el patio de entrada de la cárcel Modelo como ella lo hizo ese día: con la secreta esperanza de ser recreada, renovada.

Lleva los negros cabellos peinados hacia atrás con extraña violencia, diríase con ensañamiento o enojo, y recogidos en un moño. Blusa color beige, falda plisada, zapatos planos y el enorme bolso de larga correa colgado al hombro. Camina decidida entre veinte mujeres apresuradas y vociferantes, flanqueada por dos gitanas que se contonean al airoso ritmo de sus caderas, con claveles en el pelo y la canela de un sol carcelario en la cara. Ha sonado el timbre y corren hacia la puerta de hierro y cristal, una joven pregunta: «¿Es nuestro turno?», y ella se vuelve y asiente, sonríe en medio de su feliz deslumbramiento: se siente arropada, en olor de multitud, y avanza solidaria, anónima y confiada. El grupo de mujeres se abalanza sobre la puerta, algunas llevan niños de la mano, siguen por un pasillo hasta otra puerta, y todavía otro pasillo donde las voces de las gitanas dominan todas las demás. La joven Amaya embarazada sufre un traspié, se apoya en el hombro de Montse, enseña los blancos dientes al sonreír: «¡Huy, que me caigo!», y su puño moreno y flaco emite una música: un diminuto transistor. «Hace mucho tiempo que no la veíamos por aquí, guapa», añade. Montse rodea su cintura con el brazo y avanzan juntas, le dice: «Tampoco a ti se te ve por la parroquia, sólo a tus niños». Remotas voces perdiéndose en las galerías, en la cara un viento caliente, espeso, que recorre los pasillos. Los semblantes se ponen tensos de impaciencia, alguien empieza a correr. Una mujer de cuarenta años, vestida de luto, rubia, con un acusado malhumor en su hermosa cara muy maquillada, se para de espaldas a la pared para ajustarse el zapato y mira a Montse con un aire estúpido en sus ojos claros, helados. «Oiga, esta galería ¿no será la de presos políticos?». «No…», empieza Montse, pero su amiga la gitana interviene con una risa metálica, vibrante: «¡Chorizos y carteristas, vida mía!». Se unen de nuevo al grupo y la gitana añade: «¿Qué dice su papelito, guapa?». «Galería número cuatro», lee la rubia. «Pues aquí es». Entran en el locutorio atropellándose y oyen las llamadas de los hombres como en el interior de un túnel. Con los ojos cegados todavía por la luz exterior, todas se abalanzan a la reja, tras la cual las caras de los presos se confunden con la penumbra. Ellos, sombras inquietas, se desplazan con los brazos en cruz, permutan sus puestos arrastrando el pecho y las manos a lo largo de la reja y gritan nombres de mujer mirando al vacío como ciegos, Rosa, María, Carmela, chiquilla, mujer, aquí, aquí. Los dedos engarfiados en la reja, hombres y mujeres se buscan, se encuentran, se reconocen. Luego, una brusca inmovilidad se apodera de los cuerpos alineados, parece que estén abrevando o confesándose.

La galería tiene a ambos lados doble reja, separadas entre sí por casi dos metros, de manera que queda un amplio pasillo entre los presos y las visitas, un pasillo por el que se pasea el «gorila» arriba y abajo, y cuyos tímpanos deben de ser insensibles: hay que hablar a gritos para hacerse oír, nunca se sabe quién empieza a chillar obligando a los demás a hacer lo mismo.

Montse ha entrado la última, los ojos muy abiertos, la mano en el pecho, y camina a lo largo de la reja. No le conoce, pero cree distinguirle (es el único que no habla con nadie) en un extremo del locutorio, solo, un poco distanciado de la reja, como si temiera ser objeto de una broma pesada al verse aquí, donde jamás ha venido nadie a visitarle. El preso tiene las manos en los bolsillos, una actitud perezosa, desconfiada. Lleva un uniforme muy nuevo, la cabeza rapada. Sonriendo, Montse se acerca a la reja y ocupa su puesto entre las gitanas. Él, a su vez, se aproxima mirándola fijamente. Entonces Montse se acerca más, se agarra a la reja con los dedos y pega en ella la boca. La conversación es en voz alta, prácticamente gritando.

—Soy amiga de alguien que le conoce, de la parroquia… ¿Cómo está? ¿Recibió nuestra carta? No hemos podido venir antes. Primero fuimos a ver a su cuñada, la pobre anda todo el día con los críos, le dan mucha guerra… Pero estuvo muy amable. No ha sido fácil conseguir que nos permitan visitarle, ya sabe que sólo dejan entrar a la familia… Buceo, ¿cómo está? Le hemos traído un paquetito con algo de comer y unos libros… ¡Uf!, qué calor hace, ¿no? No se preocupe si de momento no viene a verle su familia, tienen mucho trabajo, y con los niños figúrese…

Habla sin parar: no busca el diálogo, no lo espera nunca en la primera visita. Él permanece en silencio, en la media luz, pero su actitud es atenta y respetuosa. En medio de su fluido, afectuoso monólogo, ella distingue aquellos ojos que la escrutan con un leve fulgor inmóvil y acuoso. No esperaba que fuese tan joven y tan apagado: con su silencio y su cabeza rapada parece recoger una pálida luz astral en medio de la noche, todo él tiene una cualidad de planeta muerto.

—¿Quién es usted? —dice por fin—. ¿Quién la envía?

—Una persona que le conoce. El otro día…

—No la oigo, hable más alto.

—¡Digo que el otro día vino al Centro una persona que le conoce y le aprecia mucho! Una chica. No quiso decirme su nombre. El paquete de comida es suyo. Nosotras también le hemos puesto unas cositas… ¿Necesita algo especial?

Él guarda silencio, los ojos fijos en ella. Sus manos escalan la reja, suavemente, y quedan a la altura de su rostro.

—¿Por qué hace usted eso?

—¿El qué?

—Eso, venir a verme.

—Es cosa de la parroquia. Tenemos que ayudarnos, hombre. Además —Montse sonríe—, yo aquí me siento como en casa, he venido tantas veces…

—¿Por qué? ¿Es usted de las hijas de María?

Ahora ella se echa a reír, la mano se le va instintivamente hacia el moño. El perfil del guardia se interpone entre ellos por un segundo, pasea arriba y abajo con su ojo de perdiz.

—Bueno, algo así —dice Montse—. Tenemos que ser buenos amigos, ¿eh? Al fin y al cabo somos casi del mismo barrio. Y qué, dime, ¿ya eres buen chico? ¿Tienes destino, trabajas en algo?

El preso inclina la cabeza pelada, aproxima aún más el rostro a la reja, dejándolo entre sus manos colgadas como garfios, y en sus ojos ahora parece asomar una luz interior, distinta, una llama inquisitiva y desconfiada pero no desprovista de ternura.

—No me hable de mi cuñada, sé que nunca vendrá —dice—. Y no esperaba que viniera nadie.

—La esperanza es lo último que hay que perder… Y ahora, a portarse bien y a salir pronto.

El preso mueve la cabeza vagamente. El griterío resuena en el locutorio.

—¿Cómo dice usted que se llama?

—¡¿Qué?! —grita Montse.

—Su nombre…

—Montserrat. Tienes que decirme si te hace falta algo, ropa interior, papel para escribir, algún libro que te interese, lo que sea. Vendremos a verte a menudo, si no te molesta.

—¿Montserrat qué más?

—Claramunt. Ah, también te hemos puesto tabaco. Es negro, pero a veces cae algún paquete de rubio. ¿Qué marca te gusta?

Él reflexiona un momento y luego dice:

—Chester.

—Ah, se me olvidaba. Encontrarás cinco duros en el chocolate. No es mucho, pero es algo.

—Bueno. Y usted…

—Mira, si hemos de ser amigos hablémonos de tú. Y no estés tan serio, hombre, que todo se arreglará. ¿Ves?, creías que nadie se iba a acordar de ti, y mira. Lo que ahora tienes que hacer es portarte bien, así saldrás antes.

—¿Cómo dice?

—Es igual. —Montse se ríe, mira alrededor—. ¡Así no hay manera…!

—Sí, es verdad —admite él. Y por vez primera, mientras la mira fijamente, el joven sonríe con cautela, y es, allá en la sombra, como si tuviera un reluciente cuchillo entre los dientes. Montse se le queda mirando, intentando recordar dónde y cuándo ha visto antes al chico.

—Oye, ¿no nos hemos visto antes?

—No…

—¿Nunca habías ido al Centro a jugar al ping-pong o al baloncesto?

—No.

—Juraría que… A ver, ¿te importa sonreír otra vez?

El preso la complace, despacio: el mismo fulgor, el mismo cuchillo en la boca.

—Pues yo creo que te conozco de algo —añade Montse—. ¿Cuántos años tienes?

—Doscientos…

Montse se ríe con él. Suena el primer timbrazo, el griterío aumenta, él se sobresalta.

—Tranquilo, avisan tres veces —dice ella—. Así me gusta, hay que estar siempre alegres. Pero, en serio, yo te he visto en alguna parte.

—Y yo a usted también.

—Y eso que nos ha tocado un sitio muy oscuro. La próxima vez tendremos más suerte, ya verás. Bueno, ya casi es la hora, éste es el segundo aviso. No te olvides de lo que te he dicho, ¿eh? Piensa en algo que te haga falta, que si podemos, te lo traeré. Estamos para eso. Y ánimo. Vendremos a verte con frecuencia.

—¿Vendrás tú, Montserrat?

—No siempre podré, pero vendrá alguna amiga. Tienes que ser simpático con ella. ¿Me lo prometes?

—Bueno.

Tercer y último timbrazo, gritos de despedida.

—Y ahora, adiós.

Montse se despega de la reja. Al final siempre hay únicamente una larga mirada, imposible hacerse oír. Está contenta: no esperaba que él tuviera tan buena disposición y que le facilitara tanto el trabajo. De pronto, cuando ya se había dado la vuelta, oyó su voz llamándola:

—Oiga, espere. —Repentinamente parece deprimido—. No vale la pena, mire, para qué. Tardaré mucho en salir, ¿sabe?, más de un año…

—Pero ¿qué cosas dices? Eso no me gusta nada, pero nada, ¿eh? Hay que tener esperanzas… Si no —le amenaza afectuosamente con la mano—, no te traeremos cosas.

—¿Cada cuándo vendrás?

—Cada quince días, o menos, no sé… Bueno, hasta pronto, adiós.

—Adiós.

De nuevo entre las mujeres, en la puerta del locutorio, Montse se vuelve: él camina con los demás hacia las sombras del fondo, mirándola todavía por encima del hombro. Su mano se alza un momento.

En el pasillo, la rubia madura y enlutada se atusa distraídamente los cabellos mientras sale despacio, con sus andares provocativos, y le sonríe levemente. Una cálida oleada de sudores a su lado, la joven gitana del transistor: «Le he visto, al tuyo, esta vez; es muy guapo el gachó». Montse entorna los párpados, cerca ya de la salida: prepara los ojos para recibir la violenta luz del exterior, el deslumbramiento de este día.