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HAGAMOS EL AMOR, HAGAMOS LA GUERRA

Había cesado el ruido de las excavadoras y se oían las voces de los obreros despidiéndose entre sí. Desde hacía mucho rato el sol caliente se colaba entre las rendijas de las persianas; eran listones de luz horizontales que encendían el polvo, cada vez más, hasta que de pronto, como por efecto de una chispa, toda la habitación fue un gran incendio rosado y fosforescente.

—Pues no —dijo Nuria meneando la cabeza—. No ocurrió exactamente como dices. Primero que tú mal podías conocer la parroquia, todavía no vivías en Barcelona. Y luego, siempre que hablas de mi hermana te dicta la mala conciencia, se te cambia hasta la voz. —Se sentó en la cama, pensativa, abrazada a sus rodillas y con el vaso en la mano—. Sería tranquilizador, lo comprendo, pero no puedes darle la vuelta al pasado como si fuese un calcetín. Lo que pasa es que tú ves las cosas a tu modo.

—Por supuesto.

—Pues es un curioso modo de ver las cosas, Paco. Lo que no viste lo suples con la imaginación. No juegas limpio.

—¿Y si te digo que mi imaginación me merece más crédito que la piadosa versión de tu familia?

—¿Incluida yo?

—Incluida tú, bonita.

Se abalanzó sobre mí riendo. Era el miedo: notaba mis desesperados esfuerzos por transformar el repugnante pasado, por modificarlo de algún modo, por convertirlo en una experiencia distinta a aquélla que inevitablemente seguiría siendo si nos resignábamos. Tal vez por ello, más tarde, insistió en que debíamos ir a la conferencia que daba su marido aquella noche. «Verás qué divertido», dijo, saltando de la cama, y empezó a vestirse con la misma urgencia que ponía al rehuir mis preguntas.

—¿Cómo pueden dos hermanas —dije— educadas en los mismos sagrados preceptos, ser tan distintas?

—Hablemos de otra cosa, ¿quieres?

—Vale. Pásame los cigarrillos.

—No comprendo tu interés, después de tanto tiempo…

—Vale, vale. Hablemos de otra cosa. Los cigarrillos…

Mientras ella se vestía me entretuve curioseando los libros apilados en el suelo. Había una carpeta llena de recortes de periódico, algunos artículos firmados por Salvador Vilella con párrafos subrayados en lápiz rojo. La lectura de estos párrafos, de lenguaje esotérico y estilo suntuoso, me confirmó una vez más la existencia de aquellas alas y aquellas garras que ya habían adquirido las ansias expansionistas de Salva.

Desde el coche, al irnos, miré por última vez el jardín: era como el casco de un barco varado, muerto, recostado sobre la calle e invadido por la arena. Aprovechando que Nuria conducía con los cinco sentidos aferrados al volante (había bebido bastante), revisé mi delicada situación presente. ¿Qué me había traído a esta ciudad después de tan larga ausencia? Una desganada mezcla de razones profesionales y sentimentales: gestionar unos permisos de rodaje para la productora francesa donde trabajo y ver a Nuria para calibrar de cerca su decisión, tantas veces postergada, de irse a vivir conmigo a París. Entonces, ¿por qué al llegar dejé pasar cuatro días sin ponerme en contacto con ella? Creo que mi temor se debía no tanto a las consecuencias que mi decisión pudiera acarrearme en el futuro como este nuevo enfrentamiento con el pasado que Nuria y su ambiente me proponían aquí. Y esto lo supe desde el primer momento, desde que subí al avión en Orly, casualmente detrás de un hermoso ejemplar de canónigo viajero, elegante, solemne, preconciliar, arrogantemente envuelto en su negra capa satinada y muy sensible al prestigio de la piedra pastoral: el recuerdo de aquel verano del año sesenta me esperaba agazapado para clavarme una vez más la doble zarpa del análisis y el reproche.

Nada más llegar al aeropuerto del Prat y verme reflejado en el cristal de un escaparate, me envolvió una familiar oleada de calor, de vasta y grosera combustión física, la inmensa olla donde se cuece en público cierto loado incivismo chulesco, una acumulación de desplantes, de verbalismo vulgar y adocenamiento expresivo, como si de golpe el tiempo vivido en París y el tierno y laborioso cambio que se había operado en mí (me gusta suponerlo: más reposado y gentil, más desapasionado, más cívico) se esfumara entre viejos y conocidos vapores nacionales. En medio de una quebradiza profusión de toritos negros de trapo, manolas y Quijotes para turistas, el cristal del escaparate me devolvió, al pasar, la imagen borrosa de un hombre de 27 años, alto, de ojos azules fatigados y hombros encogidos, deslizándose no muy borracho todavía pero torvamente y con la misma zancada larga, sibilina, intrigante y palaciega (zancada de subalterno) que tantas veces, años atrás, reflejaron los grandes y severos espejos de la torre de la avenida Virgen de Montserrat.

El sentido práctico, tan apreciado por los Claramunt (y que yo no he heredado, como tantas otras cosas), hubiese querido que al llegar me alojara en casa de alguno de mis tíos y que utilizara para mis gestiones la influencia de Salvador Vilella, que ahora ocupaba un cargo importante en la Diputación. Pero eso habría sido tanto como hurgar en viejas heridas. El papeleo, el laberinto de audiencias y consultas en el Ayuntamiento y en la Diputación, en cuyos salones queríamos rodar varias escenas, me ocupó los primeros días, alternando estas gestiones con la localización de exteriores en Montjuich. Rumiaba la forma de conectar con Nuria sin que el resto de la familia se enterara, pero sin mucha convicción: en realidad, lo que me apetecía era esperar a reunirnos en París a mediados de septiembre, tal como habíamos quedado, y decidir allí. Pero al tercer día, sábado, a eso de las once de la mañana, cuando yacía en la cama del hotel hojeando el periódico (no me quedaba ya nada que hacer, excepto esperar los permisos de rodaje), recibí inesperadamente una llamada telefónica de Salvador Vilella. Fue muy desagradable reconocer su voz, y más aún oír lo que dijo: después de darme la bienvenida y reñirme cariñosamente por no avisar de mi llegada, me invitaba a almorzar con él en su casa.

—Tengo un montón de cosas que hacer esta tarde —decía su voz en un embudo remoto, sordo— y por la noche salgo hacia Madrid, pero tenemos tiempo de charlar… Nuria está en Sitges con la niña y la abuela…

Carraspeó. Yo no tenía ningún interés en verle y tartajeé una disculpa: regresaba a París mañana mismo y aún me quedaban varias cosas que hacer. Pero él ya estaba enterado (¿cómo me habría localizado, si no?) de mis gestiones en la Diputación y del tiempo que me retendrían en Barcelona: «No me vengas con excusas, Paquito, sé que no tendrás resueltos tus asuntos hasta el lunes. Decidido: pasarás el fin de semana con nosotros. Dentro de media hora vengo a recogerte al hotel». Le dije que no, que realmente no podía, que tenía otros planes, pero él insistió hasta encontrar la turbia solución: dijo que habían surgido ciertas dificultades en los trámites de los permisos de rodaje. «No creo que tenga importancia —dijo—. Me ocuparé personalmente, pero necesito que me des unos datos sobre esta película… Francesa, ¿no?». Afilé los dientes: «No es inmoral, reverendo». Oí su risa: «No me refiero a eso, hombre. Quieren saber si se respetará el patrimonio artístico. La última vez que dimos entrada a gente del cine, dejaron el mobiliario perdido. Sois unos salvajes». «Está bien, como quieras —dije, ya cansado—. Pero no hace falta que vengas, dime dónde vives…».

En el bar del hotel bebí un poco para entonarme y una hora después, en Pedralbes, bajaba del taxi frente a la casa del matrimonio Vilella: un chalet sorprendente bajo el sol, con fachadas en zigzag, bloques sobrepuestos y blancos, como terrones de azúcar en medio del verde césped. Hacía mucho calor. Salva me esperaba en lo alto del porche enfundado en un albornoz azul y calzado con zapatillas de baño. La curiosidad me dominaba. Me había procurado algo que provocara, ya de entrada, aquel espíritu de indulgencia plenaria que él gustaba siempre de hacer gala: un escandaloso Play Boy doblado bajo el brazo y con la belleza mensual a doble plana bien visible. Resultó una gansada totalmente ineficaz y, lo que es peor, de otra época: mi sarcástico reloj de cuco se había parado en el año sesenta. Me esperaban no pocas sorpresas al respecto, pero todavía hoy me gusta imaginar que mi llegada al hogar de Vilella tuvo algo de clamorosa subida al ring: toda la luz de todos los focos coincidía sobre mí y todos los pronósticos estaban a mi favor —mías eran la bolsa y la hermosa rubia—. Es más: cierto vengativo refinamiento oriental se había ya mezclado con el whisky al subir los escalones del porche y al tenderle la mano a Vilella: me habría gustado algo así como verme de pronto vestido de maléfico mandarín chino, convertido en siniestro y sonriente Fu-Manchú rodeado de fieles dakois que al conjuro de mis palmadas se abalanzaran sobre los incautos que osaran cruzarse en mi camino y poder decir a modo de saludo aquello de: Mi querido Salvador Smith, volvemos a encontrarnos en circunstancias poco favorables para usted.

—De puro milagro me he enterado que estabas en Barcelona —dijo Salva palmeándome la espalda—. Hombre, podías avisar, ni que fueses un extraño.

Traía en la cara cierta contrariedad y su voz carecía de aquel tono entusiasta que mostró al invitarme por teléfono. Yo no tardaría en saber por qué: Nuria estaba en casa, se había presentado inesperadamente.

—Tenéis una bonita torre —dije.

—Lo bueno es el sitio.

Había cambiado bastante: parecía un hombre de cuarenta años, aunque no podía tener más de treinta y tres, ahora usaba gafas de montura metálica y había engordado. Pero conservaba en el rostro moreno, de facciones duras, aquella sana disposición al excursionismo y a la escalada matutina que tanto amó y promocionó, una sonrisa blanca y fresca de vencedor de picos inaccesibles y helados y algo como un rocío en su pelo a cepillo; se distinguía aún en su complexión atlética, qué empezaba a desmoronarse, una serena cualidad mitad vegetal mitad mineral que cuanto más se esforzaba por mostrarse humana —consejero y guía de juventud, catequista ferviente que fue— más cruel resultaba.

Tras él, en lo alto del porche, apareció la joven malmaridada: blusa de alto cuello estremecido y pantalones negros, muy tostada por el sol, el pelo cortado como un chico y lleno de reflejos rojizos y dorados. Muy seria, los brazos en jarras, las piernas abiertas, firmes los pies desnudos en el último escalón, parecía un pirata adolescente y adorable contemplando la tempestad (que se avecinaba, no me cabía la menor duda) desde la proa de su velero.

—Hola, prima. ¿No estabas en Sitges?

—Acabo de llegar. ¿Qué tal?

Y mientras Salva observaba con verdadero terror la maniobra del taxi, que al hacer marcha atrás para dar la vuelta metió la rueda trasera en un macizo de violetas, yo escalaba, respetuoso y encorvado, hacia la mejilla ladeada de mi prima para estampar en ella un fraterno y ruidoso beso.

—¿Qué se propone? —deslicé al oído de Nuria.

Sobre el ruido del taxi alejándose, la voz contrariada de Salvador: «Macu, home, macu!», chasqueando la lengua al dirigirse a ver de cerca el estropicio. «Perdona un momento, Paco», dijo. Ella se había colgado de mi brazo y tiraba de mí.

—No esperaba verte hasta el mes que viene —dijo con su voz pastosa, baja, mientras pasábamos a una galería lateral, encarada a la ciudad. Nos sentamos en sillones de mimbre, ante una mesita con bebidas. El luminoso mediodía, el azul abismado del cielo, la altura y el silencio, acaso la elegancia felina y aventurera de mi prima, puso una música de baile de debutantes en mi pobre corazón de Claramunt bastardo. A unos veinte metros, en medio del césped, junto a dos hamacas y no lejos de la casilla del hermoso dálmata, varios farolillos colgados en las ramas de un tilo alumbraban todavía, con una luz neurótica, el espectro de una reunión nocturna. A lo lejos, en la carretera, una larga caravana de coches abandonaba la ciudad.

—Un sitio espléndido, sí señor —observé, mientras Nuria, recogida en su sillón, me miraba fijamente, como un gato. Evoqué fugazmente nuestro primer encuentro en París, lloviendo: un gatito mojado y tiritando con su impermeable amarillo en la puerta de mi apartamento, inmóvil, sin decidirse a entrar, en su dulce axila un libro primerizo de la Sagan y en sus ojos una llamada de auxilio: harta de sinsabores y bagatelas en un chalet de Pedralbes, ha llegado por fin, se ha desnudado, se ha confesado, se ha ofrecido…

—No te esperaba —repitió—. ¿Cuándo llegaste?

—El trabajo…

—¿Qué quieres beber?

—Lo que tengas más a mano. No pareces alegrarte mucho de verme.

Nuria sonrió enigmáticamente:

—Pues llegas muy a tiempo, de veras. Creo que iba a cometer un disparate. —Se inclinó sobre el cubo del hielo, solícita, y agarró un puñado de cubitos. Yo meditaba acerca de la peligrosa combinación de ensueños que siempre flotaba en torno a sus párpados vencidos, en el juego lento de sus manos y en su voz monótona, un anhelante flujo o latido de secretas arterias solicitando dulces conexiones—. No vengo de Sitges, como cree Salva —aclaró. Estaba en el Club.

Vigorosos tenistas de prietos flancos y muñeca vendada se dirigen lentamente a la ducha, esbeltos bajo el sol limón, raqueta al hombro, toalla al cuello, brazo dorado rodeando la frágil cintura de Nuria. Tenemos que hablar de este passing shot, Nuri, te veré en la piscina, te espero. Tersos muslos mojados de infantil nadadora mariposista…

—Parece que él no te esperaba —le dije.

—¿Quién? ¿Salva?

—Sí.

—Quería hablarte a solas, supongo. Pedirte consejo. —Volvió a sonreír, ahora despectivamente—. El matrimonio se le va de las manos, por fin se ha dado cuenta. Pero no te inquietes, creo que no piensa en ti.

—No estoy de acuerdo.

—Entonces, ¿cómo has aceptado su invitación?

—Ya conoces mi debilidad por las situaciones extremas. En este sentido, veo que el país no ha cambiado nada, sigue siendo una pura insensatez. Bon, laissons tomber. Comment ça va, ta vie sexuelle?

Me lanzó una triste mirada de reproche al ofrecerme el vaso, y volvió a ovillarse en su sillón y a observarme detenidamente.

—Tenemos mucho de que hablar.

Segundo viaje a París, otoño, distracciones para la joven malmaridada: comprarás por fin ese disco de Boris Vian, ese libro de Marcuse, y caminarás, corazón triste, impermeable al tiempo, por bulevares grises, aceras resbaladizas, bajo la llovizna, hacia horizontes urbanos color de rata. Petite souris, je t’attendais. Impermeable a la cursilería idiomática.

Entonces Salvador se reunió con nosotros, disculpándose, recordándome su mucho quehacer y el poco tiempo de que disponía: a las cuatro debía estar en Sabadell, regresar a las siete para pronunciar una conferencia, y a las once en el aeropuerto para salir hacia Madrid.

—No te importa que adelantemos un poco el almuerzo, ¿verdad? —Bebió un sorbo de su vaso, sin sentarse, paseando como enjaulado: evidentemente estaba contrariado por la presencia de Nuria y deseaba una nueva oportunidad para hablarme a solas—. Pero haremos una cosa: esta noche te vienes a la conferencia y luego cenamos juntos. ¿De acuerdo? Caray, has envejecido, pareces muy cansado. Tienes que contarme tu vida en París.

—Ciudad de pecado —entoné, y él se rió con su gruesa risa de vaca mansa, ecuménica. En este momento Nuria se levantó: «Perdonad un momento», y entró en la casa. Enseguida la oímos hablar por teléfono a través de la ventana que daba al salón, lo hizo sin tomar precauciones (ni por su marido ni por mí) y sin el menor recato: preguntó por alguien, un nombre que me sonaba, vagamente relacionado con el tenis: Gilbert o Puigvert, y al no encontrarle pidió se le pasara el recado de que no asistiría a su fiesta de esta noche, que se ausentaba de Barcelona por algún tiempo y que no volviera a llamarla… Mientras, Salvador paseaba ante mí con el vaso en la mano y los ojos insistentemente fijos en los míos, buscando con urgencia (yo rehuía esa mirada de cornudo, pero me daba cuenta) una especie de mutuo entendimiento o de complicidad, como si con ello quisiera decirme: ¿lo ves, lo ves cómo nos traiciona? Pero nada dijo. Ella regresó enseguida y se habló del tiempo, del calor. Al segundo whisky Salva había ido a vestirse para comer y mi prima me hablaba de la familia:

—La niña la tengo en Sitges, con tía Eulalia y los chicos de Pilar. Mamá también está allí. Nunca te perdonará que no vinieras cuando murió papá.

—Tío Luis se fue derechito al cielo, no me necesitaba.

—Déjate de bromas, por favor.

Al decir esto se levantó bruscamente, y entonces me di cuenta de lo nerviosa que estaba. Sus manos temblaban mientras intentaba preparar otro whisky, no sé para quién. Dejó todo y se volvió de espaldas violentamente, abrazándose los hombros.

—Tranquilízate —le dije—. ¿Sabe que vas a dejarle o no?

—Lo teme desde hace tiempo, que es peor.

—Díselo.

—No puedo.

La memoria lo es todo para mí. Tanto recuerdas, tanto vales. Memoria y fuego renovados, el reencuentro en el destierro: cinco días en un apartamento, Rivoli-Pont Neuf; las olorosas cercanías de Les Halles. Curiosa coincidencia: también aquí, mientras ama valerosamente una Claramunt, mientras su orgasmo destruye y reconstruye fugazmente la realidad, venciendo por un breve instante al desdén y a la muerte, cargan y descargan cajas de frutas y verduras a escasos metros, en la calle. Muy de mañana, cuando ya dejó de vibrar en las viejas paredes empapeladas la luz intermitente de los anuncios, dos monjitas parlanchinas regatean en la acera el precio de las manzanas que se llevarán al asilo en su furgoneta…

—¿Quieres que le hable yo? —le pregunté.

—De ningún modo —respondió rápido—. No. Dame un poco más de tiempo. Cuando regrese de Madrid, el lunes.

Paseó en torno a mí, con los brazos cruzados y los ojos bajos. Sus hombros se estremecieron, y, repentinamente, su aire juvenil e intrépido, que yo adoraba, se esfumó. No pensaba encontrarla tan desquiciada. Por un momento creí que iba a echarse a llorar y me alarmé cuando la oí murmurar «no puedo más», dándomela espalda, «te juro que no puedo más…».

Se encamina lentamente hacia la ventana, desnuda, y se vuelve para mirarme. Tras ella y los empañados cristales, sobre la oscura fachada de la Samaritaine, llueve. Me dice: me gustaría quedarme a vivir contigo. En cierto modo yo no le respondí hasta su siguiente viaje, un año después: pero ahora tienes un hijo. Es una niña, contestó con una sonrisa triste, ausente.

La doncella anunció que el almuerzo estaba servido y Nuria recompuso su expresión.

La idea de almorzar juntos, idea que debido a las circunstancias había que calificar de disparate, terminó siendo el mal trago que temía. Y no por lo que se habló en la mesa, sino por lo que se calló. Salva se mostró simpático a su manera, prodigó atenciones y se interesó por mi trabajo. ¿Qué tal te entiendes con esos franceses? Bien, me debrullo, son tratables, carecen de mala uva. ¿En qué consistía exactamente mi trabajo? ¿Estaba detrás de las cámaras o delante, con los famosos y las famosas? Detrás, yo siempre detrás. Y con el tonillo familiar de las catequesis para jóvenes, él: mejor para ti, créeme, mucho mejor. Y yo: te equivocas, ni delante ni detrás se está moralmente a salvo, si te refieres a eso. Me refiero a que es una postura más inteligente, aclaró él, yo no entiendo de cine. Y me miró con un punto de sarcasmo en los ojos. Le expliqué que soy ayudante de dirección, aunque lo que me había traído ahora a Barcelona era algo que más bien correspondía al equipo de producción; me delegaban a mí por ser español, pensaban que me desenvolvería mejor que ellos. Por cierto —añadí—, me temo que les voy a defraudar. ¿Qué dificultades son ésas que me has dicho? Si crees que te vamos a estropear los tapices…

—No te preocupes —cortó él—, déjalo de mi cuenta. El lunes tendrás los permisos en regla. Hablemos de ti, hombre, no nos veíamos desde hace años, desde lo de la pobre Montse…

Nuria, que presidía la mesa (una mesa larga, interminable, en uno de cuyos extremos nos habíamos refugiado los tres), no me ayudaba, comía en silencio y con los ojos bajos. Se había sentado con un vaso de whisky, y ahora su marido, mientras me dirigía una distraída mirada y una pregunta («¿Y cómo te metiste en eso del cine, Paco?») utilizándola para distraer mi atención y al mismo tiempo para atenuar la grosería que estaba cometiendo, alcanzó el vaso de Nuria y lo apartó, dejándolo fuera de su alcance.

—Removí viejas amistades de Conchi —dije.

Entonces mi prima hizo algo increíble con la mayor naturalidad: se levantó, alcanzó de nuevo el vaso y, allí mismo, de pie junto a su marido (que parecía tener dificultades con el filete o con el cuchillo) se bebió lenta y concienzudamente hasta la última gota de whisky. Y volvió a sentarse sin decir palabra, siempre con los ojos bajos. Salva examinaba con aire de desaprobación el filo de su cuchillo, cuando, como si el comportamiento de Nuria hubiese sido la señal esperada, empezó conmigo el intercambio de ironías:

—No deja de ser medianamente asombroso y hasta admirable —entonó gregorianamente el reverendo Vilella con clergyman, riendo— que un andaluz triunfe en París en tan poco tiempo y nada menos que en el cine, algo tan extraño a la naturaleza de nuestras pasiones o virtudes.

—No menos extraño —entonó el reverendo Bodegas, con sotana pero una cuarta más alto— que el hecho de que el catequista oscuramente parroquial y suburbano que fuiste tú ocupe hoy, y en menos tiempo, un cargo en la Diputación y se codee con el cardenal Acquaviva. Debe de ser una prueba del desarrollo del país. En mí no es tan raro, hay antecedentes en la familia: ya sabes que Conchi fue script.

Cuando dejó de reír, Vilella confesó que apenas iba al cine, que no tenía tiempo. Era evidente que la conversación le interesaba cada vez menos: la presencia de Nuria le impedía plantear lo que deseaba, aquello por lo que sin duda me había invitado. Nuria bebía mucho vino y no disimulaba su aburrimiento y su malestar. Yo temía que a base de indirectas la comida degenerase en una especie de merendola llena de indiscreciones, locuacidad y broma gruesa. Así tuve conciencia, por segunda vez, de hallarme en mi país: la banalidad, ese tónico maravilloso, nos aterraba a los tres.

—Enseguida encontré trabajo —expliqué—. Primero me ayudó un director medio francés medio argentino que fue amigo de Conchi, pero luego conocí a una script muy relacionada y eso me abrió las puertas…

—Ésta nunca ha sabido contarme lo que haces —dijo él señalando a Nuria—. Cuando vuelve de sus viajes no hay quien le saque una palabra. ¿Qué tal se porta por allá?

Pude oír un suspiro de mi prima. Mientras, la doncella revoloteaba en torno a nosotros con una perfecta expresión de desprecio o repugnancia, como si algo oliera mal en la mesa.

—Oh, ya puedes figurarte —dije—. Recorre tiendas, compra libros y trapitos… Un día fue a verme trabajar en Boulogne. Se divirtió mucho. ¿Verdad, prima?

—Sí. Fue muy divertido.

—¿Y qué clase de películas haces? —dijo Salva.

—Me avergüenza decirlo. Porquerías francesas, cine inmoral, ya sabes: chicas en combinación y con liguero, camisones cortos y transparentes, mucha cama, etcétera. Vosotros no podéis verlo todavía.

La doncella, al retirar mi plato, me rozó la nariz.

—No creas —dijo Salva europeamente—, ahora pasan cada una… Hace poco pude ver Viridiana en una sesión especial con coloquio organizado por sacerdotes. Las cosas han cambiado mucho por aquí, y cambiarán mucho más, ya lo verás. ¿No has probado esta mostaza? Es francesa.

Y europeando sobre la mesa, su mano posibilista y vernácula alcanzó la transpirenaica y democrática moutarde.

—¿Viridiana has dicho? —exclamé—. Insensatos. ¿Adónde queréis ir a parar?

—Venga ya, Paquito —amonestó zumbón—, que te atribuyes funciones demoníacas que nunca has ejercido. Ya he visto que te exhibes con el Play Boy, por ejemplo. ¿A quién pretendes asustar?

Se echó a reír de buena gana. No se había apagado el eco de su risa cuando, al mirar casualmente el velador, cerca de la ventana, vi, junto con otras revistas (entre las que destacaban Serra d’Or y Cuadernos para el Diálogo) varios ejemplares del Play Boy. Tal vez era cosa de Nuria y ni siquiera contaba con su aprobación, pero para el caso es lo mismo: me miraba con sus ojos sonriendo amodorrados tras las gafas, mientras masticaba la comida despacio, calibrando satisfecho mi sorpresa y mi eterno provincianismo: touché. Paquito, dépassé por el ex catequista.

Seguidamente habló de cómo le absorbían ya los asuntos de la fábrica y su trabajo en la Diputación (un cargo confusamente cultural), además de la sagrada causa pro-lengua vernácula escarnecida, con sustanciosos y misteriosos intereses editoriales d’Aportació Catalana, y, sobre todo, de aquella actividad que más le enorgullecía: la de conferenciante. Refiriéndose al ciclo de conferencias cuyo tema general: «Las actividades económicas y la Iglesia en el mundo moderno», o algo así, fue propuesto por él, se extendió largamente sobre la última disertación que había hecho, «Ateísmo y economía marxista: su historicidad y su superación», o algo así. Muy poco preparada, confesó, le había faltado tiempo para documentarse, pero…

—Por cierto, me salió ajustada a la línea del Concilio… Oye, tienes que venir esta noche. Luego cenaremos juntos, antes de irme al aeropuerto. Unos cuantos periodistas y amigos me han preparado algo, no es una cena-homenaje, no te asustes, aunque nos darán de comer, supongo. ¿Qué planes tienes para esta tarde?

Nuria intervino repentinamente:

—Dice que le gustaría hacer una visita a la torre.

—Pues has llegado a tiempo —dijo Vilella. Y mirando a Nuria—: A propósito, esta vez no te olvides de traerme los libros.

—Bueno.

—Oye, ¿cuál es la línea del Concilio? —pregunté con retraso.

Salvador Vilella pareció asombrarse de mi lentitud mental. Luego sonrió, sin que de momento se dignara contestar.

—Ya sabes, el diálogo, la convivencia, el aggiornamento —murmuró sin ganas—. Pásamela fruta, ¿quieres?

—Cruel ironía la del destino —dije—. Recuerdo que a Montse la llamabais borrega y tonta por situarse hace ocho años en esa línea que ahora, precisamente, los nuevos vientos ecuménicos os recomiendan.

—La pobre Montse sufrió una prueba para la que no estaba preparada —dijo gravemente—. Las cosas a su tiempo, Paco.

Le pasé la fruta y le hice el favor de cambiar de tema.