LAS SEÑORITAS VISITADORAS
Es una muchacha de rostro gatuno y mirada turbia. Un día, repentinamente, surgirá de las sombras del barrio, de su transpiración nocturna y maloliente, de su misma secreción estival y promiscua: igual podría ser del Guinardó que de Casa Baró o del Carmelo, nadie lo sabe, jamás ha sido vista en la parroquia. Ha venido caminando entre rocas y maleza, por la colina, desde algún cálido repliegue poblado de barracas, y durante un rato observa a distancia, desde la puerta de la tapia de la calle, la zona de recreo que se abre ante ella, el solar junto a la iglesia donde las aspirantes juegan al baloncesto. Luego entra y se queda muy quietecita y formal, en cuclillas y con la espalda contra la tapia, en la orilla polvorienta del campo de juego. Viste una bata blanca con bolsillos y lleva en las manos, apretándola al pecho con recogimiento o fervor, como si llevara el viático, una vieja caja de zapatos cuidadosamente atada con cordeles.
El balón ha llegado rodando hasta sus pies, perseguido por una excitada y jadeante jugadora de la J. O. C, y ella lo patea facilitando a la jocista su recogida, y empieza: «Por favor, las señoritas…», pero apenas se la entiende, su voz es pura ronquera, malsana. Las aspirantes, en el terreno de juego, reclaman la pelota a su compañera. Ésta se agacha para atarse los cordones de las bambas al tiempo que observa las mechas rubias, enmarañadas y sucias de la desconocida, que ahora se incorpora y pone el pie sobre el balón: «Quiero ver a las señoritas visitadoras». En torno a sus rodillas maduras, descaradas, agresivas, sin edad y sin inocencia, ya no de muchacha, sino de mujerzuela, vuelan inquietos insectos nocturnos agobiados de calor. La inmaculada aspirante Nuria Claramunt recupera la pelota de un tirón. La desconocida sonríe maliciosamente: «¿Te has comido la lengua, beata?». Casi niña y misteriosa, viene de un burgo alegremente apestado y remoto, como un mensajero. Y la señorita aspirante, asustada, aparta los ojos sin responder, se incorpora con el balón en las manos y se aleja corriendo hacia el centro del campo, donde sus compañeras la increpan: «¡Corre, qué esperas, que esto no es un partido de tenis, señoritinga!», y todas la insultan, chillan y se ríen. La entrenadora suplente, con el silbato en la boca, ordena silencio y se reanuda el juego. Es un partido de entrenamiento con vistas al torneo diocesano, un caluroso día de septiembre, al anochecer. Hay dos focos, todavía apagados, en el muro lateral de la iglesia, y los vestuarios, una barraquita pintada de azul, al pie del campanario. Una brisa suave teje y desteje finísimos velos de polvo, alas grises que planean en pos de las jugadoras. Suena el silbato y los chillidos de las aspirantes se elevan en el aire. Escurridizo, el balón de color terroso se confunde con las sombras de la noche perseguido por un ciempiés convulso y vociferante: juveniles y floridos ramos de brazos, manos, trenzas, piernas y faldas entre nubes de polvo. Nuria Claramunt, con la blusa flotando, las piernas abiertas y firmes en tierra, sigue expectante la jugada mordiéndose la lengua: la pelota rebota en la anilla del cesto, una compañera la recoge al bote pronto, ella bate palmas desesperadamente para que se la pase, está en buena posición para el enceste, pero la otra sonríe y le saca la lengua, y se desplaza hacia un terreno menos favorable con perjuicio para su equipo, sólo para fastidiar a la Claramunt. Todas corren tras ella mientras Nuria se relaja, se agacha. «¡Estúpidas!», maldice en voz baja, patalea, completamente sola e impotente bajo la cesta contraria. Luego ellas vuelven, pero evitan pasarle el balón, y en los choques cuerpo a cuerpo ella se lleva siempre la peor parte: las robustas aspirantes del barrio cargan con fuerza, rodilla por, delante, la hacen caer y luego corren que se las pelan. «¡Señoritiiiiinga, señoritiiiiinga!», entona entre dientes una murciana que vive en una barraca de Francisco Alegre, y otra añade, viéndola en el suelo: «Te está bien empleado, por bailarina, por jugar al tenis». Ella se lamenta, «No hay derecho —a la entrenadora suplente—: me tienen rabia sólo porque voy al Club La Salud…». «No digas tonterías, mal pensada. Y levántate, mira cómo llevas la blusa… ¿Qué quería esa chica?». «No sé, no se la entiende. Éstas son todas igual, huelen a sobaco, ¿usted no lo nota?, barraqueras, golfas y analfabetas». «No digas eso, ser pobre no es ningún pecado. Anda, a jugar». «Me borraré del equipo, señorita». Se descuelga un murciélago de lo alto del campanario, luego remonta el vuelo y desaparece por encima de la tapia, hacia la calle. La desconocida espera una pausa en el juego para acercarse a la entrenadora. Las líneas de cal medio borradas y ondulantes, que señalan los límites del campo de juego, no pueden ya precisarse al oscurecer, ni las compañeras tampoco: las blusitas rojas y las faldas pantalón azules, los victoriosos colores del equipo, se sumergen en una niebla gris cada vez más espesa. La señorita entrenadora suplente ordena que una de las aspirantes vaya a encender los focos y la orden es acogida con vivas y aplausos, bien por la señorita, «silencio, niñas, que hay vísperas en la capilla y reunión en el Centro», y entonces la luz rasga la neblina rojiza que transpira el campo y rescata a la desconocida de las sombras: sigue inmóvil al borde del campo, manos cruzadas sobre el paquetito. Nuria Claramunt salta varias veces ante una gorda adversaria que está en poder de la pelota, mueve los brazos abiertos arriba y abajo, no la deja tirar, la gorda lo intenta y pierde el balón, Nuria se hace con él y se desmarca, se aleja, corre hacia el poste, se ríe, salta blandiendo una rodilla tostada que luce una hermosa mancha de mercromina y acompaña el balón con las manos hasta el mismo aro, por encima de las demás jugadoras, y lo introduce limpiamente en la red. Entonces, en vez de retroceder, se acerca a ella con los brazos en jarras: «¿Te gustaría jugar, entrar en el equipo? ¿Cómo te llamas?». Ella observa las evoluciones de las aspirantas en torno al balón. El juego se interrumpe: falta Nuria, el silbato la reclama, todas protestan, esta presumida, la Claramunt, quién va a ser, la distinguida, que ahora le da por ir al Club de Tenis La Salud, sólo porque en su casa son ricos, y sale con que ya no le gusta el básquet y que la borren del equipo, qué se habrá creído… Los ojos de la charneguita chispean: «¿Dónde puedo hablar con las señoritas visitadoras?». «Tienes que dar la vuelta a la iglesia —el brazo de Nuria hace un gesto vago—, por la calle», resopla, el sudor pesa en sus cejas. La otra la mira con desconfianza, y, bajo la luz de los focos, sus pómulos hinchados, rencorosos, emiten un fluido casi sonoro. El silbato reclama la presencia de Nuria en el centro del campo, el juego prosigue. Cada enceste culmina con una jubilosa explosión de chillidos, abrazos y felicitaciones. La entrenadora suplente sigue el juego de cerca con sus torcidas piernas de musculadas pantorrillas, autoritaria, marimacha, ahora interrumpe el partido, reúne a las chicas a su alrededor: «Tú, Carmela, no quieras encestar desde tan lejos, y tú cuidado con hacer pasos, siempre lo mismo, y tú, Nuria, abróchate la blusa y recógete el pelo, que pareces una gitana. Anda —y palmea su mejilla—, que eres la mayor y debes dar ejemplo». «¡Pero si son ellas! ¡Mire esta señal!», y Nuria se levanta la falda, la entrenadora le dice que se comporte y le baja la falda, su mano ha sido tan rápida que ha sobrecogido a la muchacha. Las demás, jadeantes y sudorosas, miran de reojo a la charneguita, su paciencia y su tristeza, aquel aire suyo de haber jugado mucho con chicos: indefensa prisionera de alguna banda de trinxas del barrio, parece haberse dejado hacer algo a cambio de su libertad. Ahora la ven avanzar por el campo. «Mire, señorita, ya viene ésa». Pero se reanuda el partido y ella se para, indecisa, siempre con la caja apretada al pecho. Entonces consiguen lesionar seriamente a Nuria, está sentada en el suelo con el codo ensangrentado y una pierna rígida. «¡Envidiosas tiñosas!», grita la Claramunt. La entrenadora se arrodilla a su lado y le ata un pañuelo al codo. «La pierna es lo que más me duele», gime Nuria. Se forma un corro, hay risitas y burlas. El pecho de la lesionada se agita bajo la blusita mientras la entrenadora suplente le aplica masajes en la pierna. «¡Cómo duele, señorita!». La desconocida aprovecha para acercarse tímidamente, despacio. La Claramunt apoya las manos en el suelo y echa la cabeza hacia atrás, la lacia cabellera suelta («Miradla, la presumida, se creerá que está en la piscina tomando el sol», murmura una aspirante de la Font del Cuento) y gimiendo de dolor, luego se ríe: «Me hace cosquillas, señorita». «¿Dónde te duele, más arriba, aquí…?». La gorda advierte: «Ya está aquí», y todas se vuelven y la ven balanceándose un poco sobre sus blancos zapatos de tacón escandalosamente alto para su edad. Entre comentarios malignos de las chicas, las suaves manos frotan lentamente, concienzudamente, los muslos duros y largos de la pequeña Claramunt, tan bronceada y mimada. Ahora, detrás de la charneguita, el polvillo se abate suavemente en el suelo, exhausto, pero bajo la luz de los focos persiste el vuelo de los insectos que provienen de las charcas del descampado. Plantada ante la entrenadora suplente, parece hipnotizada. Bueno, ¿qué quería, no le habían indicado ya el camino?, ¿por quién preguntaba?, las señoritas visitadoras tenían reunión, pero podía esperar si quería. La entrenadora le indica dónde, sin mirarla, sus ojos y sus manos no se apartan de la piel tostada, la fina pelambre como de melocotón sobre la que aplica masajes y cachetes. Bueno, ¿era sorda, o qué?, dar la vuelta por la calle y al otro lado de la iglesia vería el letrero, Centro Parroquial, en letras azules sobre una puerta, la sala de ping-pong, que preguntara a los chicos, no tengas miedo, aquí no nos comemos a nadie… Nuria gime débilmente. La desconocida aparta los ojos de las rápidas manos y con aire resuelto da media vuelta y se va, siempre abrazada a su caja de zapatos. «¿Qué llevará en esa caja, señorita?». «Dejadla en paz. ¿No veis que no conoce a nadie, pobrecilla? Sois peor que la peste, teníais que acabar haciéndole daño a Nuria…». Indiferentes, sofocadas, abanicándose con las manos o con el escote de la blusa, la siguen con los ojos hasta verla salir a la calle por la pequeña puerta de madera. Pasará frente a la iglesia: voces de viejas elevándose hacia la Virgen misericordiosa. Alcanzará el Centro: peligrosas fieras enjauladas, los desarrapados del barrio jugando en las mesas de ping-pong, una sala estrecha y larga como un túnel con un teatrito al fondo, a telón caído. El griterío es ensordecedor cuando ella entra. Se acerca a la mesa donde juegan dos aspirantes: el vaivén de la blanca pelotita, ca-tic, ca-tac, retiene su atención un rato, parece tonta o muy tímida, allí de pie con la caja de zapatos apretada al pecho. Pero bruscamente, con un gesto como de represalia, retiene por el brazo a un aspirante que pasa junto a ella corriendo: «¿Dónde puedo ver a las señoritas visitadoras?». «Ahí dentro. Suelta», y, cabeza rapada y en ella costras como grandes moscas verdes, brillantes, su dedo tiñoso señala una puerta de cristales ciegos que comunica con una salita. Junto a la puerta hay un largo banco de iglesia donde los aspirantes más pequeños aguardan inútilmente su turno para jugar; los mayores acaparan las mesas durante horas, nunca respetan el turno. Los pequeños no se resignan: chillan, insultan, planean venganzas, se lo dirán al mosén. Acaban peleándose entre sí, esgrimen raquetas forradas de corcho o de goma picada, rojas y azules y verdes. Hay carreras veloces, alaridos, trompazos, revolcones. Uno tropieza con la muchacha al pasar corriendo, otro se le planta delante: «¿Qué buscas tú aquí, chavala? Las mesas son nuestras, hoy nos toca a los chicos, las chavalas al básquet». La intrusa se encoge de hombros y se aparta de la mesa. En el escenario, sobre la concha del apuntador, está sentado un magro y alicaído golfillo del Carmelo que se abanica con una raqueta de roídos bordes; ella le conoce, se le acerca: «Pelaílla, ¿sabes si tardarán mucho?», y señala con la cabeza la puerta de cristales. Él hace un gesto desganado: «¿Las beatas? Cualquiera sabe. Tienen reunión. ¿Qué haces tú por aquí, Jeringa?». Pero ella ya dio media vuelta, observa las paredes: banderines deportivos de Centros y Congregaciones, el periódico mural, carteles anunciando reuniones, excursiones, retiros y ejercicios espirituales, campeonatos de ping-pong y de baloncesto temporada 1957-1958. Se para ante un armario de cristales mohosos y lleno de trofeos, estandartes y pendones. Luego se sienta en el banco de madera, con los pequeños, en el extremo que roza la puerta y a través de la cual, si pega la oreja al cristal esmerilado, a pesar del griterío de los chicos podrá oír una voz afable, susurrante y de anciano llegándole como desde un pozo: «… más que dar, daos a las almas. El lenguaje del corazón, de la bondad, de la comprensión, de la verdadera caridad, os lo entenderán en todas partes. Estudiad las conveniencias y costumbres del lugar donde vayáis destinadas y acomodaos a las mismas. No seáis extrañas a las necesidades del mundo ni del pueblo que os rodea…».
Desde las lámparas que penden sobre las mesas de ping-pong le llega una difusa luz verde que le hace cerrar los ojos. A su lado lloriquea un pequeñín, le han quitado la raqueta. «¿Es el primer día que vienes?», le pregunta un aspirante que ya lleva el pantalón largo. Y otro: «¿Quieres jugar?». Ella menea la cabeza. Su corta bata blanca atrae las miradas de los mayores, que, repentinamente excitados y locuaces, han dejado de acaparar las mesas y se pasean inquietos ante ella, se empujan, ríen, cuchichean. Los pequeños aprovechan la ocasión para invadir las mesas, juegan de prisa, con desespero, lanzando temerosas miradas por encima del hombro. El ritmo del ca-tic ca-tac se quiebra ahora con más frecuencia, las pelotas ruedan bajo el banco y su recuperación se hace laboriosa, provoca peleas, insultos, pequeñas guerras dedicadas a ella: las rodillas redondas y pálidas, esos zapatos de tacón alto, está buena la chavala, ¿quién es?, no sé pero está cachonda… Sigue la mansa voz al otro lado del cristal: «… auténticas atletas de Dios que vieron coronar triunfalmente un maratón espiritual cuando llegó su mayoría de edad con el Decreto de aprobación como Instituto Secular…». Sobre el banco, a su lado, pelean dos niños estrechamente enlazados, inmóviles, agarrotados por una rabia sorda, sin fuerzas y sin aliento, sin gritar, porque aquí han aprendido a pelear sin gritos: de todo lo que ha visto hasta ahora, esto es lo que más sorprende a la chica. Luego se cansan y se separan. Entonces los mayores los golpean con sus raquetas, incitándoles a enzarzarse de nuevo. «Xavas, us farem la vaca», les dicen pero mirándola a ella, y otro aspirante de cabeza rapada añade: «Cataláng cagá, que te han futú y no te han pagá». «… la Institución, diáfana, clara, transparente a pesar de los malintencionados de turno que quisieron en su día negarle el pan y la sal, tuvo la gran virtud de anticiparse incluso a la “Provida Mater Ecclesia” en una labor nueva y originalísima de proselitismo y atracción del pueblo llano y sencillo, pues no olvidemos que las Operarias Parroquiales y las Visitadoras no llevan hábito, visten de seglar y están a las órdenes inmediatas del párroco…». En el Centro aparece ahora un hombre joven que camina a grandes zancadas y con una cartera de mano, sonríe, mira a las fieras sin detenerse, bate palmas: «Nois, nois, que tenemos reunión»; es la suya una mirada que planea impaciente sobre las sucias cabecitas, sobre los nikis agujereados de mangas mordisqueadas, sobre las botas destrozadas, y su voz es gangosa, ritual, gregoriana, cruza la sala en dirección a la puerta de cristales, los aspirantes le acosan: «Señor Vilella, tenemos que decirle una cosa», son los más pequeños. También ella se ha levantado, pero ya él abre la puerta, de dentro sale la voz amable con un chorro de luz macilenta: «Luego, chicos, luego. Ahora no puedo», se disculpa Vilella, y cierra tras él. La puerta, mal cerrada, permite ver a la señorita Montse sentada con las demás: escucha en actitud respetuosa pero quizá aburrida, los brazos cruzados, las rodillas juntas. Alguien cierra del todo y la muchacha vuelve a sentarse con el paquete en la falda, se reanuda el juego en las mesas y el griterío. Un nuevo aspirante se acerca golpeándose el muslo con la raqueta, lleva pantalón corto aunque es el mayor de todos. «¿A quién esperas, a Salva?», y ella, nada. «A las señoritas, idiota, ¿no oíste? —aclara otro que viste camiseta y botas de futbolista. Mirando a la muchacha, añade—: Tú pregunta por la señorita Montse, es ésa que lleva un clavel en el pelo. Es la más simpática y la más buena. ¿Ves esta camiseta del Baria que llevo?, pues ella le sacó a su padre, el señor Claramunt, un equipo completo para nosotros, con botas y medias y balón y todo». «Sí —dice el otro—, pero si no llega a ser por Salva aquí no habría equipo, chaval». «Tú tranquila, tú pregunta por la señorita Montse, no seas tonta, yo sé lo que me digo. ¿Qué llevas ahí, en esa caja? —Ella hace un gesto esquivo protegiendo su caja; el chico insiste—: Pregunta por ella. Las otras son unas beatorras y tienen mal genio». «Y más feas que la madre que las inventó». «No seas malhablado, tú, que se lo digo al mosén». «Chivato, más que chivato. ¡He dicho inventó!». «¡Parió, has dicho!», y el empujón, y la réplica adecuada, y los dos enzarzados rodando por el suelo. La muchacha aparta los ojos de ellos, junta las rodillas, tira del borde de la falda y acomoda el paquete sobre su regazo con las manos correctamente cruzadas encima. Se instala en un nido de astucia y paciencia suburbanas: podéis mataros. Entran dos monaguillos con el roquete por encima de la cabeza, haciendo el payaso, cargan con un banco de madera para llevarlo a la iglesia y se van mirándola por encima del hombro, tropezando y canturreando «Rubia oxigenada, rubia oxigenada…». Con un trotecillo apresurado la pelota de celuloide viene a adorar sus pies perseguida por dos aspirantes que se echan de bruces al suelo, debajo del banco. El más rápido se hace con la pelota, se levanta, sonríe con malicia: «¿Sabes qué dice éste? —Y éste le da un empujón—: Dice que son de color rosa», y los dos escapan corriendo. Y ella ni un parpadeo, nada. «… apostolado entre niños de los parvularios y guarderías, centros para obreros y estudiantes, ancianos, enfermos y presos sin familia, y en chozas de suburbio o ambientes selectos de parroquias urbanas, siempre en estrecha colaboración con la Asistenta Social y la joven Divulgadora, incluso en la universidad si hace falta, estar siempre interesadas por el bien ajeno, sembrando serenidad y paz en los hogares, tan faltos de ellas como vemos en nuestros contactos directos con familias de todas clases…».
El mosaico retumba bajo el trote veloz de la señorita entrenadora suplente, que no quiere perderse el final de la homilía. Empuja la puerta cuando ya otra voz, más recia, ha tomado el relevo y serpentea persuasivamente largos interrogantes: «¿Y cómo deben obrar las Visitadoras en un ambiente hostil? En primer lugar adquiriendo información, noticia clara y genérica de las posibles y distintas necesidades, y resolviendo a continuación aquéllas que están a su alcance. —Es el joven de zancada larga y segura que entró con una cartera de mano, ella reconoce la voz—. ¿Y qué proyección social encierra esta misión? Pues en primer lugar hay que elevar la experiencia, dificultades y características de los problemas con que hay que enfrentarse, a un nivel coordinador, estadístico y de control. Los tiempos exigen planificar, utilicemos las armas del enemigo, y ahora me dirijo muy especialmente, pidiendo perdón por haber llegado tarde, como siempre (risas), a las caras nuevas que hoy veo en la Comisión: ¿cómo captarse a un preso orgulloso de su soledad, amargado?, me preguntaba nuestra compañera Montse el otro día. Pues interesándonos por lo que a él le interesa, por sus preocupaciones, compartiendo sus sufrimientos y logrando serle útil, en una palabra, y termino, procurando ser más humanos». Ruido de sillas desplazándose, conversaciones mezcladas que suben de tono, la puerta se abre. Son quince o veinte señoritas animosas, locuaces, con carpetas y lápices en la mano. El primero en salir es el mosén, a cuya sotana se lanzan de cabeza los aspirantes más pequeños: «¡Mosén, mosén, no nos dejan jugar, los mayores no nos dejan jugar!», y el viejecito, lento, ventrudo, arrastrando ruidosamente los grandes e invisibles zapatones bajo la sotana raída, camina rígido y hasta parece ir sobre ocultas ruedecitas mientras ofrece a uno y otro la dulce sonrisa y el dorso de la mano: «Bueno, bueno, no os peleéis, uno después de otro, las mesas son para todos». «¡Pero ellos no nos dejan, mosén, y nos pegan!». El buen párroco se vuelve y mira severamente a los mayores, su mano se alza como para bendecir pero la expresión de su rostro es inequívoca: «¡Fuera! —y un fulgor terrible se asoma a sus ojos cansados—, ¡fuera de las mesas! ¡Ahora toca a los pequeños! ¡No se os puede dejar solos ni un minuto!». Los pequeños saltan de alegría, de pronto el viejo mosén abate la cabeza gravemente, pensativo; y se dispone a salir del Centro. Ella ya está de pie y corre hacia él, pero los niños le tienen todavía cercado e impiden que llegue hasta su blanca mano. Entonces se vuelve, mira hacia la puerta de cristales y ve salir otra extraña procesión, convulsa, apresurada; son damas de cierta edad y Salva Vilella con dos señores bajitos y calvos que atienden gentilmente su parloteo; hay una alegría contagiosa y suaves emanaciones de bondad que irradian los semblantes de las señoras mientras atienden las enrevesadas peticiones de justicia que claman los niños expulsados de las mesas de ping-pong, llamadas urgentes a su autoridad para que se restablezca el equilibrio, el antiguo orden, el derecho a jugar por riguroso turno. Las señoritas visitadoras, antes de irse, les conceden la razón. Pero pese a su buena voluntad, que no quiere espacios entre niveles altos y niveles bajos, tras ellas queda el desacuerdo de siempre estableciendo secretas corrientes de rencor: los niños aspirantes reniegan de ellas a espaldas suyas, y viendo que todo es inútil, que su petición ha sido considerada pero no atendida, acumulan energías para intentar nuevamente el asalto a las mesas y ganarlas por la fuerza. De momento, mientras mascullan sordas maldiciones contra el enemigo, observan a la tímida desconocida que ahora se acerca a la señorita Montse, que, como es la cajera, siempre se queda un rato haciendo números en la sala de reuniones. Es un local con estanterías de libros y archivos, en el centro una larga mesa y un crucifijo y en la pared un gran retrato del Papa Juan, pendones marianos en un rincón y muchas sillas, ahora vacías, guardando su aire respetuoso, una posición semicircular y auditiva en torno a la mesa. En una de las sillas extremas, la señorita Montse, sola, acodada a la mesa, escribe en una libreta. Lleva el pelo recogido en un moño y se adorna con un clavel rojo. La chica llega hasta ella y se para, la mira en silencio, luego deposita el paquete sobre la mesa. La señorita levanta la cabeza y sonríe:
—Hola, hola, ¿quién es esta chica tan bonita?
Le indica que se acerque más. En la sala de juegos, los aspirantes ven salir a los últimos miembros de la reunión y ya rodean las mesas disponiéndose al asalto.
—¿Eres de la parroquia?
—No, señorita.
Y acto seguido, sin apartar los ojos de la caja de zapatos, de su boca dura y agresiva brotan palabras atropelladas: ¿podría la señorita hacer llegar este paquete a alguien que está en la cárcel y que nadie va a ver, ni ella, porque ella prefiere no volver a verle nunca más…? Ha oído decir que las señoritas de la parroquia también se ocupan de los presos.
—¿Qué hay en el paquete?
—Comida.
—¿Es pariente tuyo? —Ahora la chica mira con desconfianza—. No temas nada, te ayudaremos. ¿Es un pariente?
—No, señorita.
La señorita Montse le dice que se siente, que se tranquilice, se hará lo que se pueda. Ella no quiere sentarse, tiene prisa.
—Tenemos que saber por qué está preso y cómo se llama —dice la señorita, siempre sonriente. La muchacha titubea, la señorita saca una agenda del bolso, la abre. En la sala de juegos aumentan el griterío y la violencia, un niño llora—. Veamos. ¿No tiene familia, dices que nadie ha ido a verle?
—Nadie, señorita.
Montse Claramunt toma nota. Ella se acerca más, mira por encima del hombro de la señorita y responde a sus preguntas en voz baja y de prisa: «Por ladrón, señorita, por eso está allí». El niño llora a lágrima viva, ahora le atiende una aspirante del equipo de baloncesto. Nuria Claramunt entra en la sala de reuniones a la patacoja, sostenida por la entrenadora suplente y una compañera, que la sientan en una silla. «No es nada», dice para tranquilizar a su hermana. La señorita Montse se inclina de nuevo sobre la agenda, mueve el bolígrafo con rapidez.
—¿Cómo se llama?
La interrogada se vuelca sobre su hombro y murmura un nombre en voz baja. Fuera, los aspirantes mayores ya han copado nuevamente todas las mesas, los pequeños protestan, aparece una jocista con el niño que llora:
«Ha sido ese grandullón de Fernando», dice, y la señorita entrenadora ordena que lo traigan a su presencia.
—Iremos a verle, no tengas cuidado. Ahora necesito saber su número de galería y de celda —dice la señorita Montse.
—Eso no lo sé.
El aspirante agresor entra remolón arrugando la nariz, y la entrenadora le reprende severamente.
—¿Cuándo irán a verle, señorita? No le digan que es de parte mía…
—¿Y eso por qué, guapa?
Un cachete, no muy fuerte, pero persiste aquel aire impertinente en la nariz: «La culpa ha sido suya, él ha empezado», y en este momento el agresor cambia una mirada fugaz con la desconocida, un secreto intercambio de fatigas y humillaciones. Mientras, la señorita Montse quiere saber si la muchacha volverá por aquí:
—Supongo que te gustará tener noticias suyas, saber cómo está.
—¿Quién irá a verle? Me gustaría que fuese usted, señorita.
Montse sonríe.
—Vete tranquila, hija.
Pero los ojos de ceniza de la chica permanecen fijos en los suyos durante un rato. Luego asiente con la cabeza, por vez primera la desconocida parece sonreír, y finalmente da una brusca media vuelta y se va. Mientras reprenden al aspirante agresor, el otro, el aspirante agredido, de pie en el umbral observa la escena y sonríe satisfecho. «Con éstos no hay nada que hacer —comenta con desesperanza la señorita entrenadora suplente—, es perder el tiempo».