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DETRÁS DE LA FACHADA

El verano pasado, el viejo chalet de tía Isabel fue condenado al derribo. Cercado por rugientes excavadoras y piquetas, aquel jardín que el desnivel de la calle siempre le mostró en un prestigioso equilibrio sobre la avenida Virgen de Montserrat, al ser ésta ampliada quedó repentinamente como un balcón vetusto y fantasmal colgado en el vacío, derramando un pasado de aromas pútridos y anticuados ornamentos florales, soltando tierra y residuos de agua sucia por las heridas de sus flancos. Grandes montones de tierra rojiza se acumulaban alrededor de la señorial torre, que aún no había sido tocada: seguía en pie su arrogante silueta, su apariencia feliz y ejemplar. Pero dentro, en una de sus vacías estancias de altísimo techo, sólo quedaba una gran cama revuelta, una raqueta de tenis agujereada y libros apilados en el suelo. Fachada, he aquí lo único que les quedaba a los Claramunt.

Era un caluroso sábado del mes de julio. Mientras al otro lado de la pared las excavadoras se afanaban escarbando la tierra con un zumbido rencoroso, gimiendo en los repechos, nosotros, dos voces susurrantes extraviadas en el tiempo, dos evocaciones dispares que pugnaban inútilmente por confluir en la misma conformidad, yacíamos en la cama bajo la penumbra fosforescente donde flotaban ligeras gasas rosadas, persistente desazón de polvo que se filtraba por las ventanas y que nos cubría —no podía dejar de pensarlo— como una mortaja que alguien (una adolescente prostituida por la miseria y el abandono, dijo una voz, por su propia inclinación al mal, dijo la otra; una muchacha de malignos ojos de ceniza y vestida con una corta bata blanca, que nos observaba en cuclillas desde el borde de un campo de baloncesto) había empezado a tejer para nuestros cuerpos diez años atrás. Se me ocurrió de pronto, al pensar en este borroso personaje que Nuria evocaba a mi lado con voz resentida, si no habría regresado después de ocho años de ausencia para caer nuevamente en una ratonera. Y rodando como un tronco sobre la cama alcancé la tibia espalda de mi prima, procurando sin conseguirlo atraer su atención sobre los libros apilados en el suelo, que señalé con el dedo como si acusara la presencia de alguna alimaña: torcidos pilares de volúmenes, tenebrosas materias esquinadas, una confusa armazón de títulos metálicos, tintineantes, vernáculos: «Encícliques, homilies, discursos i al·locucions. Instruccions i decrets dels organismes postconciliars i de les Sagrades Congregacions. Selecció de pastorals de bisbes nacionals i estrangers. Documents i declaracions d’entitats i de personalitats significades dins l’Església». Una finísima capa de polvo los cubría.

La habitación era amplia, inhóspita, de paredes desnudas, de agazapadas resonancias. Sensación de intemperie inminente. Había sido el salón, pero durante la mudanza ella hizo meter la vieja cama de la abuela, lo único que pensaba quedarse. En el centro del techo pendía un cable eléctrico, un triste nervio retorcido que alimentó una lámpara refulgente. En el suelo, en medio de un sembrado de colillas, una botella de whisky y dos vasos, cerca de la ancha cama, enorme, altísima, parecía un altar, con celestial cabecera de ángeles trompeteros y viejos aromas nupciales, colcha escarlata derramando generosamente sus pliegues a ambos lados y sábanas de cegadora nieve. Ni un mueble quedaba, ni una silla, ni un cuadro. Jamás hubo nada mío en la torre de mis tíos, pero ahora tenía la sensación de que la mudanza se me había llevado algo muy personal: todavía hoy —me dijo la voz, rescatándome por un momento de aquel mar de ceniza de las pupilas de la muchacha fijas en mí—, pegando el oído a estas paredes, a su hermético silencio, podrías quizá percibir el rumor vernáculo y nasal, el bilingüe murmullo claramuntiano que acompañó al escándalo. Todavía me gusta imaginar que cuando empecé a intimar con la prima Nuria yo era un perro asalariado de sensibles orejas. Y que cuando ella se vio obligada, según ciertos estatutos de clase no por invisibles menos vigentes, a definirse en el matrimonio si de verdad quería definirse como mujer (no como cualquier mujer, sino como mujer de su clase, que es en la única clase donde ella podía realizarse con verdadera emoción y sentido), yo había ya aprendido a hallar la relación entre ciertas emociones y ciertos intereses: para ello me bastó un año de trabajar y amar junto a los Claramunt. Luego había de dejarlo todo y me iría a engrosar las melancólicas y tenebrosas filas de emigrantes españoles que barren los suelos de Europa. Persiste en mí, desde entonces, una entrañable y maligna condición de pariente pobre que sólo lamenta no haber sabido en su día comprender a la prima Montse, hermana de Nuria, criatura desvalida y mórbida destinada a vivir con todas sus consecuencias uno de los mitos más sarcásticos que pudrieron el mundo. Con veinte años, madurando sueños de dicha y de fortuna a la sombra de la rama familiar más florida, me divertía burlándome de Montse y de su inefable concepto de la vida, que ella expresaba a través de una complicada y feliz maraña de obras de apostolado. En una familia católica cuya proyección futura reposa tradicionalmente en los hijos varones, una conducta como la mía había de despertar apreciaciones abstractas que tienen cierto interés como ejemplo de estrategia moral en función de una clase: no fui acusado de ser la causa indirecta de la desgracia de Montse, secundando y alentando sus insensatos amores con un presidiario, sino —según una triple definición de mi tío que todavía hoy me sobrecoge— de provinciano ambicioso, de resentido y de desagradecido. Sólo después del desastre, al renunciar a mi empleo para exiliarme, tío Luis, haciendo un esfuerzo mental tan sobrehumano que casi le costó una apoplejía, consiguió llamarme amoral y asocial.

Sin embargo, hoy puedo afirmar sin miedo a equivocarme que todo lo que hay de asocial en mí se debe a que vivo en una sociedad asocial: lo poco que hubo de solidario y civilizado en mi primera juventud se lo debo por entero al trato con los cuerpos desnudos y a cuanto hay en ellos de hospitalario, a un poco de alcohol y a cierta natural y obsesiva predisposición a lamentar no sé qué tiempo perdido o no sé qué bello sueño desvanecido.

—… y fue ella, aquella mosquita muerta 1concluyó también la otra voz, a mi lado.

—Sabes que no.

Salté de la cama y distraídamente me acerqué a la ventana, deslizándome como en sueños entre jirones de polvo, ondulantes praderas rojas que flotaban inmóviles a la altura de mi pecho. Al otro lado de la ventana, las grandes bocas melladas de acero hurgaban en las cálidas entrañas del jardín.

—Poco te va a durar el refugio —dije—. ¿Qué harán en el solar?

—Pisos, supongo —respondió Nuria sin interés—. No sé, Salva se ocupa de eso, él y su inmobiliaria. Compró el solar vecino y ya están de obras.

A la derecha se levantaba una clínica, ya casi terminada. El pequeño chalet quedaría aprisionado entre dos bloques, acurrucado y sombrío.

—Estas torres, sin jardín, no tienen sentido, ¿no crees? —dijo ella—. ¿Te imaginas nuestro porche, tan cursilón, abocado a la acera e indefenso, a un palmo de los coches?

—No me parece tan mal.

—Además, nadie ha vivido aquí desde que murió papá. Y a mí nunca me gustó… —Hizo una pausa para luego añadir, pero con su otra voz, aquélla que seguía sosteniendo otro diálogo conmigo—: A quien le gustaba era a Montse.

Guardé silencio esta vez, y escruté el jardín y la calle por las rendijas de la persiana: más allá de la brigada de obreros, a lo largo de todo el flanco de la avenida, ruinas.

—A veces vengo a pasar la noche —añadió Nuria—, cuando quiero estar sola.

Pero la segunda voz no cesaba: antiguas y memorables defensas ya han caído, sí, y ahora se ofrecen a los ojos de automovilistas y peatones las dulces intimidades de vuestro ocio floral. Cuánta conversación muerta tras las verjas y las tapias derribadas. Sorprende la ordenada, geométrica ilusión de paraíso que anidó un día aquí, en estos jardines disimulados a escasos metros del peligroso asfalto. Palmeras, cenadores, glorietas, surtidores e íntimos senderos, todo aquello que ayer mismo todavía los muros prudentemente altos y las verjas con su enroscada exaltación de enredadera o jazmín ocultaban al paseante, y que la piqueta y la excavadora se apresuran a dejar al desnudo. En algún umbroso y fragante rincón de esta isla, hoy yerma, desventrada y maloliente, nació el tierno equívoco, la llama feliz que abrasó a mi prima. Avanza riendo la monstruosa boca mellada de la excavadora, como si lo supiera, devorando un pasado de perfumes untuosos y pútridos, signos olvidados, gestos y palabras cuyo uso ya nadie es capaz de explicar. La arteria ciudadana se ensancha orgullosamente, su caudal rodado y veloz fluye ahora confiado en doble dirección y no tardará en devorar las márgenes contemplativas y silenciosas donde anidaron pájaros y rumor de aguas cristalinas. Árboles abatidos, arrancados de raíz, tierra removida, parterres de flores pisoteados, quebrantados esqueletos de galerías y cenadores a lo largo de la calle. Sólo a ciertas palmeras particularmente majestuosas se les reservará quién sabe qué improvisada y nueva función urbanística junto al asfalto. Pero lo que más me choca es esto: donde tía Isabel y sus amigas parroquiales tomaban ayer el té sentadas en sillones de mimbre, rememorando sabias esencias y solemnidades de estolas, encajes y capas pluviales, mañana pasarán raudos automóviles.

—No reconocerías a mamá —oí que decía Nuria—. ¿Quieres otro trago? Se pasa los días sentada en su sillón, mirando el mar. Toma, es un caldo, aquí no tengo hielo.

—Bueno. —Me aparté de la ventana, cogí la raqueta de tenis y la examiné—. ¿Qué hora tenemos?

—Temprano. La conferencia es a las siete y media, nos quedan más de dos horas.

Bebía su whisky caliente a pequeños sorbos, arrugando el ceño, los párpados pesados, sin levantar la cabeza de la almohada. Todavía probamos un rato más con la voz que teníamos más a mano, la que nos tranquilizaba:

—¿Te acuerdas —dijo ella— de aquella verbena en el club de tenis, hace años?

—Fue tu brillante puesta de largo —dije blandiendo la raqueta, naturalmente sin estilo—. Tu noche triunfal.

—Tú también te divertiste.

—¿Yo?

Sentado rígidamente al borde de la pista iluminada, frío y anodino, sin pasado y sin futuro, embutido en un smoking de alquiler, Paco J. Bodegas observa con una falsa indiferencia a las jóvenes y ardientes parejas que evolucionan bajo la cegadora luz de los focos… Y finalmente, por una asociación de ideas, fue esa voz la que se impuso:

—No es eso —dije—. Pensaba otra vez, es curioso, en aquella muchacha del barrio del Carmelo que convenció a tu hermana…

Nuria apoyó el codo en la almohada y me miró fijamente antes de beber un trago. Luego habló en un tono excesivamente banal:

—Aquel mal bicho, querrás decir.

—Pobrecilla, si apenas hablaba.

—Sólo recuerdo sus ojos. Una cosa abyecta. Toda aquella gran complicación la trajo ella, siempre lo dije.

—Hablas como tu madre. —Me eché a reír—. Una vez le oí decir: esta criatura ha sido el instrumento del diablo.

Palabra.

—De eso no sé. Pero todo empezó por su culpa…

O así lo acordó en su día la convención familiar, el sobrenatural patrocinio que los Claramunt dispensan todavía a la memoria de Montse basándose en un remoto testimonio de Nuria, en su conciencia nebulosa, herida y pésimamente dotada para el análisis.