A Ern le ocurren cosas
En el cuarto de jugar de Pip, no había nadie más que Bets. Estaba resfriada y no la dejaron salir; los otros habían ido a hacer un recado para la madre de Pip.
—¡Hola! —le dijo Bets—. ¿Qué tal fue anoche, Ern? ¿Encontraste el botín? —se rio un poco al preguntárselo. ¡Pobre Ern! ¿Habría ido en busca del botín él solo? ¡Qué tonto era!
Ern se sentó para contarle todo lo ocurrido la noche anterior. Bets se puso seria al oír cómo el señor Goon había pegado al pobre Ern. Examinó su mano y casi se pone a llorar. Bets tenía un corazón muy tierno y no podía soportar el que nadie sufriese.
—¡Oh, Ern, pobre Ern! ¿Te duele mucho? ¿Quieres que te ponga algo en la mano para que se te cure? ¡Qué odioso es el señor Goon! —le dijo y Ern sintió una viva satisfacción al hallar tanta simpatía y pensó que Bets era la niña más buena que había conocido jamás.
—Eres muy amable —le dijo a Bets—. Me gustaría que fueses mi hermana, y apuesto a que a Sid y a Perce les gustaría también.
Bets sentíase muy culpable al pensar en todas las bromas que los Pesquisidores le habían gastado a Ern. Ahora hubiera deseado no haberlo hecho. ¡Sobre todo lo del verso! Era el verso escrito con la propia letra de Ern por Fatty, lo que hizo que el señor Goon pegara a Ern. ¡Oh, Dios mío! Aquello era terrible. Tendría que confesar la verdad a Ern y también al señor Goon. A Fatty no iba a gustarle…, pero no podían continuar engañando a Ern de aquella manera.
Ern abrió el cuaderno de versos.
—¿Sabes una cosa, Bets? —le dijo—. No recuerdo haber escrito este poema. ¿Es extraño, verdad? Pero es un poema maravilloso y me siento orgulloso de él. ¡Valía la pena dejarse pegar! Bets, ¿tú crees que es posible que yo sea un genio, aunque pequeño, si es que he escrito un verso como éste sin saberlo? Debo haberlo hecho en sueños.
Bets no sabía qué contestar y miró el rostro serio de Ern. Éste comenzó a leer el verso con voz solemne, y Bets se puso a reír. No podía evitarlo.
—¿No te parece un poema maravilloso, Bets? —dijo Ern, esperanzado—. La verdad es que no creía que pudiera escribir nada semejante. Me hace sentir nuevas esperanzas.
—No me extraña que tu tío se pusiera furioso —dijo Bets—. Pobre Ern, espero que tu mano se cure pronto. ¿Y ahora no te gustaría ir a reunirte con los demás? Han ido a la granja Maylins por encargo de mi madre. Si vas ahora, les encontrarás de regreso.
—Bueno —replicó Ern, poniéndose en pie y guardando su precioso cuaderno de versos en el bolsillo interior de su chaqueta—. ¿Tú crees que Fatty se enfadará por no haber ido a buscar al botín? —le preguntó, preocupado.
—Oh, no. En absoluto —le aseguró Bets.
Ern sonrió y poniéndose la gorra, comenzó a bajar la escalera. Vio a la señora Hilton que cruzaba el recibidor y se apresuró a quitarse la gorra de nuevo. Esperó a que se hubiese marchado y entonces salió de la casa.
Se dispuso a atravesar el pueblo sin cesar de vigilar por si aparecía su tío, y luego subió el camino solitario que llevaba a la granja Maylins. Era un camino largo y serpenteante con muy pocas casas. Ern seguía adelante con la cabeza inclinada, murmurando la primera línea de un nuevo poema que estaba preparando.
—El pobre ratoncillo se hallaba solo…
Un automóvil se acercaba por el camino. Sentado ante el volante iba un hombre, y otro en la parte posterior. Ern se apartó a un lado para dejarle paso.
Siguió unos metros más allá y luego se detuvo. El hombre sentado en la parte posterior se había inclinado para decir unas palabras al chófer. Luego el chófer abrió la ventanilla y llamó a Ern.
—¡Eh, muchacho! ¿Tú sabes por dónde se va a la oficina de correos?
—Sí —contestó Ern—. Está un poco más abajo. Tuerza a la izquierda, suba la colina, y verá un…
—Sube y enséñanos dónde está, sé buen chico —le dijo el chófer—. Así nos ahorras tiempo. Ya hemos perdido dos o tres veces el camino. Si nos ayudas, te daremos media corona.
Y al mostrarle la moneda, los ojos de Ern brillaron. Sólo tenía tres peniques a la semana para sus gastos, y media corona le parecía una riqueza inmensa. Rápidamente tomó asiento al lado del conductor. El hombre sentado en la parte de atrás tenía el rostro oculto tras un periódico.
El automóvil volvió a emprender la marcha…, pero en vez de dirigirse a la oficina de correos, pasó de largo, giró a la izquierda y luego a la derecha, y salió a toda velocidad en dirección a Marlow.
Ern estaba asombrado.
—¡Es aquí! ¡Por allí no! —dijo—. ¿A dónde van ustedes?
—Ya lo verás —replicó el hombre de la parte de atrás en un tono desagradable que hizo que un estremecimiento recorriera la espina dorsal de Ern—. Vamos a demostrarte lo que hacemos con los niños entrometidos.
Ern, alarmado, miró a los dos hombres.
—¿Qué quiere decir? ¿En qué me he entrometido? No lo entiendo.
—Pronto lo entenderás —dijo el hombre sentado detrás—. Siempre andas metiendo la nariz en esto y en aquello, ¿no es cierto, Federico Trotteville? El otro día cuando fuiste a mi garaje, te creíste muy listo, ¿verdad?
Ern no entendía ni una palabra de lo que decía el hombre malcarado desde la parte de atrás, y sintió mucho miedo.
—No soy Federico —dijo—, sino Ern Goon, y mi tío es el policía de Peterswood.
—No gastes saliva contándonos mentiras —le dijo el chófer—. ¡Ni haciéndote el inocente! Desde luego, «tienes» cara de tonto…, pero no vas a convencernos de que lo seas. Te conocemos bien.
Ern no insistió. Con tantos misterios, poemas groseros, castigos, un tío furioso, y ahora dos hombres que le raptaban, ya no sabía qué pensar.
¡Secuestradores! Al pensarlo, Ern se estremeció. Fatty dijo que había dos bandas…, una de raptores y otra de ladrones. ¡Ahora él estaba con los raptores! Era un pensamiento descorazonador.
Ignoraba por qué aquellos hombres le tomaban por Fatty. Pero naturalmente, ellos vieron a Fatty disfrazado como Ern el día que fue en su bicicleta al garaje Holland, y al ver al verdadero Ern en el camino, no tuvieron la menor duda de que se trataba de Fatty, el mismo niño que fue visto en el garaje con su perro.
Ern fue llevado a un garaje situado a varios kilómetros de Marlow, propiedad del señor Holland. Le llevaron a un cobertizo, y luego le obligaron a subir por una escalerilla que daba a una pequeña habitación.
—Si gritas, te zurraremos —le dijo el señor Holland—. Pasarás aquí todo el día y si te estás quieto, tendrás comida y bebida. Si no, no. Esta noche vamos a llevarte a otro sitio donde puedas estar tranquilo y sólo hasta que decidamos lo que hacemos contigo. Ya es hora de que los niños estúpidos como tú, dejen de meter las narices en los asuntos de los demás.
Ern estaba completamente acobardado. Se sentó sobre un montón de paja que había en la pequeña habitación, y estuvo temblando hasta que los hombres hubieron salido cerrando la puerta con llave y cerrojo. Buscó una ventana, pero no la había. La única luz penetraba por una pequeña claraboya del techo.
Ern comenzó a llorar. No era ningún héroe el pobre, y las cosas estaban ocurriendo con demasiada rapidez para él. Permaneció allí sentado toda la mañana, sintiéndose miserable y asustado.
A la una y media, cuando Ern había comenzado a creer que iban a dejarle morir de hambre, la puerta fue abierta y descorrido el cerrojo. Asomó una mano con una rebanada de pan, un bote de carne en conserva y una jarra de agua. Nada más. Pero Ern estaba tan hambriento que se comió todo el pan, la carne en conserva y se bebió hasta la última gota de agua.
No le dieron de merendar. A las cuatro y media, cuando era ya casi de noche, la puerta volvió a abrirse y entraron los hombres.
—Sal —le dijo uno de ellos—. Nos vamos.
—¿A dónde? —tartamudeó Ern, con miedo.
No hubo respuesta y fue empujado hasta la escalerilla para descender al cobertizo, y de allí al automóvil. Los dos hombres se sentaron delante, y el coche arrancó a gran velocidad.
Ern estaba desesperado. ¿Cómo podría avisar a los otros? Estaba seguro de que Fatty en su lugar sería capaz de encontrar algún medio de decir a los Pesquisidores que algo terrible le había ocurrido.
Buscó en sus bolsillos. Las pistas seguían allí…, la serie completa. ¿Y si las fuera arrojando por la ventanilla una por una? «Cabía» la posibilidad de que uno de los Pesquisidores las recogiera. En el acto, reconocerían cualquiera de aquellas pistas.
Era una esperanza muy remota, sobre todo considerando que Ern no tenía idea de a dónde se dirigía el coche. Tal vez estuviera a kilómetros y kilómetros de Peterswood. Se asomó a la ventanilla para ver si reconocía algo en la oscuridad.
No, allí no había nada que pudiera indicarle dónde estaba. Pero…, aguardad un poco… ¿No era aquello la oficina de correos de Peterswood? ¡Sí que lo era! ¡Estaban atravesando Peterswood! Ern se preguntó si podría abrir la ventanilla lo suficiente, para ir arrojando sus pruebas una por una. Lo intentó, pero en el acto, uno de los hombres, volviéndose, le dijo:
—¡No te atrevas a bajar la ventanilla! ¡Si te has creído que vas a gritar, estás muy equivocado!
—No pienso gritar —protestó Ern. Y entonces se le ocurrió una idea ingeniosa—. Estoy mareado, ¿entiende? Necesito aire. Déjeme abrir la ventanilla unos centímetros. Si no, voy a mancharles todo el coche.
El hombre lanzó una exclamación de impaciencia, echándose hacia atrás, bajó el cristal unos centímetros. Ern hizo un ruido horrible como si estuviera a punto de vomitar. Se consideraba muy inteligente. El hombre abrió la ventanilla un poco más.
—¡Si te atreves a vomitar en el coche, te tiraré de las orejas! —le amenazó.
Ern repitió el ruido y al mismo tiempo lanzó por la ventanilla el botón sujeto al pedazo de ropa. Luego tiró la colilla de cigarro habano. Le siguieron el lápiz con las iniciales H. B. y el jirón de tela.
De cuando en cuando Ern producía un ruido horrible y el hombre volvía la cabeza con ansiedad. ¡Ya estaban casi llegando! Aquel niño maldito. El señor Holland estaba decidido a darle una buena azotaina si le estropeaba el coche.
Allá fue otra de las pistas…, el pañuelo con la «K» bordada. Luego el cordón de zapato roto… y el paquete de cigarrillos vacío. Después el pedacito de papel con el número de teléfono revoloteó en la carretera, y por último la caja de lata oxidada. Todo el lote completo.
Ern se inclinó en el asiento con satisfacción. ¡Ajá! Las pistas que encontrara en la Colina de la Navidad iban a ser pistas de primera con respecto a sus andanzas para los Pesquisidores. Ern estaba seguro de que las personas tan inteligentes como los Cinco Pesquisidores sabrían encontrar las pistas y descifrarlas correctamente.
El hombre se volvió.
—¿Te encuentras mejor? —le dijo.
—Ahora ya estoy muy bien —replicó Ern, sonriendo para sí en la oscuridad. ¡«Era» inteligente! Le sorprendía pensar lo listo que era. El hombre volvió a cerrar la ventanilla. El automóvil iba subiendo lentamente por un camino estrecho. Llevaba los faros apagados. Sólo llevaba encendidas las luces de situación.
Encendieron los faros al doblar un recodo. El automóvil aminoró la marcha. Ern trató de averiguar el porqué, pero en vano. Se oyó abrir una puerta de hierro y el coche avanzó de nuevo. Recorrió un trecho sin baches y al fin se detuvo. ¡Entonces ante el terror y alarma de Ern, el automóvil descendió repentinamente como si estuviera en un ascensor! Ern se agarró a donde pudo, conteniendo el aliento.
—Hemos llegado —dijo la voz del señor Holland—. Baja del coche, Federico Trotteville. Éste es el lugar por el que preguntabas…, ¡pero pronto desearás no haber oído hablar de él en tu vida! ¡Bien venido a Harry’s Folly!