Una mala noche para el señor Goon
El señor Goon subió trabajosamente la Colina de la Navidad mientras soplaba un viento frío. No cesaba de vigilar atentamente la aparición de cualquier luz misteriosa o ruidos, y su deseo ferviente era que vacas, gallinas y gatos no comenzaron a mugir, cloquear y maullar de pronto como la otra vez.
No oyó nada. La noche era apacible y una luna pequeña brillaba en el cielo. No surgió ninguna luz misteriosa, ni hubo ruidos de ninguna clase, excepto el crujir de la escarcha bajo sus grandes pies.
El viejo molino se elevó ante él, recortándose ligeramente su silueta en la oscuridad gracias a la luz de la luna. El señor Goon fue avanzando con cautela. Si el botín estaba allí, era probable que también estuviesen los ladrones. Asió su cachiporra, recordando al hombre que le había atacado la otra noche, y una vez más, se enorgulleció al pensar cómo le hizo emprender la huida.
En el viejo molino todo estaba tranquilo. Una rata cruzó corriendo por delante de él, y el policía vio dos ojos brillantes en la oscuridad. Una lechuza se movió en lo alto y luego desplegó sus alas silenciosas casi rozando el rostro del señor Goon, que se sobresaltó.
Tras permanecer inmóvil durante algún tiempo para asegurarse de que allí no había nadie, el señor Goon se atrevió a encender su potente linterna, que iluminó un lugar desierto y ruinoso, con agujeros en las paredes y el tejado, y montones de escombros en el suelo. En el suelo también había agujeros y el señor Goon decidió moverse con precaución para que sus pies no pisaran una tabla rota.
Su linterna iluminó lo que parecía un montón de sacos viejos. ¡Era posible que el botín estuviera escondido debajo! El señor Goon comenzó a rebuscar apartándolos a un lado. Nubes de polvo le rodearon y un olor desagradable invadió el lugar.
—¡Atchíss! —el señor Goon estornudó ruidosamente, y su estornudo resonó por todo el viejo molino y sin duda alguna, hubiera alarmado a cualquier ladrón en un kilómetro a la redonda.
El señor Goon comenzó a buscar a continuación en un montón de cajas viejas. Deshizo un nido de ratones y puso furiosas a varias ratas. Una le arañó la mano y el policía le arrojó su linterna. La linterna no dio en la rata, sino en la pared que había detrás… y eso fue el fin de la linterna. Se encendió una vez más antes de apagarse definitivamente. Ni con sacudidas ni manipulaciones, consiguió que volviera a encenderse.
—¡Rota! —exclamó el señor Goon, furioso, arrojando la linterna contra la pared—. ¡Maldita rata! Ahora no puedo ver nada.
Llevaba cerillas en el bolsillo y sacándolas, encendió una. Vio algunos sacos en otro rincón. La cerilla se apagó y el policía continuó avanzando en dirección a los sacos, pero su pie se introdujo en un agujero del suelo de madera, y tuvo que luchar un buen rato para lograr sacarlo.
Por aquel entonces el señor Goon sentía tanto calor, que pensó en quitarse el abrigo. Llegó ante los sacos y comenzó a palparlos. ¿Alguna maleta llena de joyas? ¿Alguna caja de caudales? Sus dedos tocaron algo duro y el corazón le dio un vuelco. ¡Ah…, aquello parecía un joyero!
Sacó la caja de entre los sacos, y abriéndola en la oscuridad, introdujo en ella sus dedos. Un objeto agudo le pinchó, haciéndole prender una cerilla para ver el contenido de la caja.
Estaba llena de clavos y tachuelas oxidadas, y el señor Goon se desanimó. ¡Sólo una caja de clavos! Se chupó el pulgar y el dedo que le sangraba.
El señor Goon estuvo trabajando intensamente durante la hora siguiente. Revisó todos los montones de sacos y periódicos sucios y polvorientos. Examinó todas las cajas por viejas y rotas que estuvieran, y metió la mano en todos los agujeros de la pared, estorbando a varias familias de ratones, pero sin encontrar nada. Fue una noche decepcionante.
Se detuvo para enjugarse el rostro acalorado, dejándolo lleno de tizones negros. Su uniforme estaba cubierto de fino polvo de molino, y frunció el ceño en la oscuridad.
—Aquí no está el botín. No hay el menor rastro. Si ese niño Federico le ha estado tomando el pelo a Ern, yo le…, yo le…, yo le…
Pero antes de que el señor Goon decidiera exactamente lo que iba a hacer a Fatty, sonó un chillido terrible precisamente encima de su cabeza.
El corazón del señor Goon dejó de latir, y se le pusieron los pelos de punta. Tragó saliva y permaneció completamente inmóvil. ¿Qué podía ser aquel ruido espantoso? ¿Era alguien que chillaba de dolor o de miedo?
Algo muy suave rozó la mejilla del señor Goon mientras otro chillido terrible sonaba junto a su oído. Aquello era demasiado para el señor Goon, y dando media vuelta, salió del molino a todo correr, tambaleándose, tropezando y casi cayéndose cuando sus pies tropezaban con los escombros que habían por todas partes.
La lechuza que había chillado, le vio salir y estaba dudando entre salir tras él y lanzar otro chillido junto a su cabeza, cuando sus ojos vieron un ratón que se movía en el suelo y descendió silenciosamente para atraparlo.
El señor Goon no tenía idea de que aquel sonido espantoso fuera producido por la lechuza que vivía en el viejo molino, y su mente se vio asaltada por toda clase de alocados pensamientos mientras bajaba la colina, pero no se le ocurrió que pudiera ser la inofensiva lechuza escondida entre las vigas de la ruinosa techumbre.
El corazón le latía con fuerza y pequeñas gotas de sudor resbalaron por su rostro. El señor Goon tomó la firme determinación de no volver jamás de noche a la Colina de la Navidad en busca de botines. ¡Era preferible dejar que fuese Ern, cien veces mejor!
Al llegar al pie de la Colina, se serenó un poco. Se había torcido el tobillo derecho, y cojeaba. Al pensar en Ern, que estaría seguro en su cálido lecho, le envidió.
Regresó a su casa lentamente y pensando en el «poema» grosero del cuaderno de Ern, y en todas las pistas y otras notas que había leído. Se maravillaba de que Fatty hubiera permitido a Ern que fuera en busca del botín…, si es que «lo» había. ¡Ese niño Federico Trotteville siempre estaba enterado de todo!
El señor Goon, una vez en su casa, subió la escalera y encendió la luz de su habitación. Al verse, se horrorizó. ¡Qué aspecto el suyo! Estaba hecho un asco. Su rostro aparecía cubierto de tizones, y su uniforme lanzaba nubes de polvo cuando lo sacudió. ¡Qué noche!
El señor Goon se lavó la cara y las manos, y quitándose el sucio uniforme, lo dejó en el rellano de la escalera porque olía a polvo del viejo molino. Ern lo encontró allí a la mañana siguiente, quedando sumamente asombrado.
El señor Goon se acostó agotado y a los pocos minutos, ya roncaba. Ern también dormía soñando que estaba recitando por radio su verso al señor Goon. ¡Repato! Imaginaros a Ern Goon en la B. B. C.
Por la mañana, Ern estaba ceñudo recordando su mano dolorida, y también porque sabía que su tío había ido en busca del botín. ¿Lo habría encontrado? ¿Y se lo diría?
El señor Goon bajó a desayunar. Estaba muy cansado, y además, a la brillante luz de la mañana, no podía por menos de pensar que tal vez había sido un tonto al salir corriendo hacia la Colina de la Navidad a media noche. Lo del botín en el viejo molino no le resultaba tan verosímil como le pareciera la noche antes.
Cuando bajó su tío, Ern estaba tomando su plato de potaje, y ambos se miraron ceñudos, y Ern no se ofreció para llenar el plato de su tío.
—Trae mi potaje y procura no verterlo —le dijo el señor Goon. Ern se levantó manteniendo rígida su mano derecha como si no le fuera posible utilizarla. El señor Goon al verle, lanzó un gruñido.
—Si te duele la mano, es porque lo mereces, niño ingrato y desagradecido.
—No sé por qué tengo que estarte agradecido —murmuró Ern—. Siempre me estás pegando y avergonzando. Para ti no sé hacer nada a derechas. ¡Te estaría bien que me escapase!
—¡Bah! —exclamó el señor Goon y comenzó a comer su potaje más ruidosamente que el propio Ern.
—Mira que encerrarme en mi dormitorio para que no pudiera realizar mi cometido —prosiguió Ern, dolido—. Y «tú» fuiste en busca del botín, de manera que no pretendas negarlo. Ha sido una mala jugada. Espera a que les cuente a los otros lo que has hecho.
—¡Si abres la boca para decir algo, te demostraré de lo que realmente «soy capaz» con mi vara! —replicó el señor Goon—. Espera y verás.
Ern respiró con fuerza.
—¡Me escaparé! ¡Me tiraré al mar! ¡Eso hará que te arrepientas de corazón por haberme tratado con tanta crueldad!
—¡Bah! —volvió a exclamar el señor Goon, mientras cortaba una rebanada de pan—. ¡Marcharte! ¡Tontadas y bobadas! Un niño como tú, tiene menos valor que un ratón. ¡Mira que querer escaparse!
El desayuno terminó en silencio.
—Ahora recoge los platos y ve a lavarlos —dijo el señor Goon, al finalizar—. Yo tengo que salir y no volveré hasta mediodía. Saca ese bote de pintura verde del cobertizo y pinta la cerca. No vayas a ver de ninguna manera a esos niños, ¿entiendes?
Ern nada dijo, limitándose a mirarle ceñudo, y el señor Goon, que había bajado a desayunar con su batín, ahora se puso el impermeable y salió al jardín para cepillar su uniforme. La señora Murray, que vivía en la casa vecina, quedó asombrada al ver las enormes nubes de polvo que de él salían.
—¿Ha estado escondido toda la noche dentro de un barril de polvo para espiar a los ladrones? —le preguntó, asomando la cabeza por encima de la cerca.
El señor Goon hubiera querido decir «bah», pero aquella clase de exclamación no iba muy bien con la señora Murray, y por eso se contentó con volverle la espalda y continuar cepillando.
Ern recogió los platos sucios del desayuno y los llevó a la fregadera para lavarlos reflexionando sobre sus errores. Su tío era severo, antipático y cruel. Ern había esperado pasarlo estupendamente con el señor Goon y su intención era ayudarle en sus «casos»… y todo lo que ocurrió fue que siempre estaba molestando a su tío. Era una cosa que no tenía fin.
«Y en cuanto él salga de casa, me iré a la de Pip —pensó Ern—. Los Pesquisidores dijeron que estarían allí. Les contaré lo de anoche y que mi tío me pegó con la vara. Y les enseñaré ese maravilloso poema. Se sorprenderán al saber que puedo hacer cosas semejantes mientras duermo. Espero que Fatty no se enfade por no haber ido a buscar el botín».
Al fin el señor Goon se fue en su bicicleta, y Ern salió por la puerta posterior para dirigirse a casa de Pip. Llevaba consigo su cuaderno de versos, y al volver a leer el poema, se maravilló.
«¡Realmente soy un genio! —pensó con orgullo—. Es un poema maravilloso, aunque resulte “grosero”».