Capítulo XIV

Buenas pesquisas

Al día siguiente ocurrieron un montón de cosas. En primer lugar, en los periódicos se publicaba la noticia de un robo importante. ¡Ern apenas podía dar crédito a sus ojos al ver los titulares! Fatty estaba en lo cierto. El robo se había realizado. ¡Cáscaras!

El señor Goon quedó asombrado al ver a Ern inclinado sobre el periódico, leyendo los detalles de la primera página, y de la última también, olvidándose por completo de su desayuno.

—¿Qué ocurre? —le dijo—. Dame el periódico. Los niños no deben leer durante las comidas.

Ern se lo entregó mientras la cabeza le daba vueltas. ¡Había ocurrido! Se había cometido el robo. Pronto el botín estaría en el viejo molino… y él lo descubriría. Iba a ser un héroe. Su tío le admiraría muchísimo, lamentando haber dicho tantas cosas desagradables de él. Ern estuvo sumido en un sueño feliz durante todo el desayuno, cosa que llenó de estupefacción a su tío.

El señor Goon también leyó lo del robo…, pero ni por un momento lo relacionó con Ern, o con él mismo. Los robos no le interesaban a menos que hubieran ocurrido en su distrito. Se preguntó por qué estaría tan abstraído su sobrino aquella mañana. ¿Habría encontrado nuevas pistas, o recibido más noticias?

No. Ern le dijo que no. Sentíase culpable al pensar cómo iba a descubrir el botín sin decir nada a su tío…, pero no iba a depender de Fatty. ¡Se iba a comportar como un verdadero Pesquisidor!

Los Pesquisidores estuvieron muy ocupados durante todo aquel día. Pip y Bets habían trazado cuidadosamente sus planes, con la esperanza de no despertar las sospechas de sus padres cuando le preguntasen por los Holland.

—Hablemos de personas que tienen nombres extraños —decidió Pip—. Te recordaré a una que conocíamos y cuyo apellido era Balarroja…, ¿te acuerdas de ella? Entonces tú dirás: «Oh, sí…, ¿y tú te acuerdas de aquella gente que se llamaba Rintintín?», o algo parecido. Y luego seguiremos con nombres de ciudades o países… hasta que lleguemos a Holanda. Le preguntaré a mamá si no conoce a nadie que lleve un nombre parecido.

—Sí, ése será un medio seguro de averiguarlo —respondió Bets, satisfecha, y eso hicieron a la hora del desayuno.

—¿Te acuerdas de aquella amiga tuya… que tenía un nombre tan raro? —dijo Pip—. Balarroja, creo que era.

—Oh, sí —replicó Bets—. «Era» un nombre muy raro. También recuerdo otro nombre muy divertido… Rintintín. ¿No te acuerdas, Pip?

—Sí. Debe ser muy extraño tener que atender por un nombre semejante —comentó Pip.

—Te acostumbrarías a él —dijo su madre sumándose a la conversación sin sospechar nada.

—Algunas personas tienen nombres de países y ciudades —prosiguió Pip—. Existe un compositor llamado Eduardo Alemania, ¿no es cierto?

—Eduardo «Alemany» —le corrigió su padre—. No Alemania. Mucha gente se apellida Inglaterra y yo he conocido a un Irlanda y también a un Escocia.

—¿No conocías a un tal Holland? —le preguntó Bets. ¡Aquello estaba resultando mucho mejor de lo que esperaban!

—Oh, sí —replicó la señora Hilton al punto—. Yo conozco mucho a una señora Holland.

—¿Existe el señor Holland? —quiso saber Pip.

—Sí, creo que sí —repuso la señora Hilton bastante sorprendida—. Pero nunca le he visto. Ahora debe ser un hombre muy viejo porque la señora Holland tiene muchos años.

—¿Y no tienen hijos? —preguntó Pip descartando al punto al viejo señor Holland, porque siendo tan anciano no le pareció probable que estuviera complicado en ningún misterio.

—Pues… sus hijos deben ser ya muy mayores —dijo su madre.

—¿Tenían algún niño? —preguntó Bets—. ¿Algún niño que ahora sea ya un hombre?

La señora Hilton se sorprendió ante estas últimas preguntas.

—¿Por qué ese repentino interés por los Holland? —exclamó—. ¿Qué pretendéis? Siempre que hacéis estas cosas es porque andáis detrás de algo.

Pip suspiró. Las madres son demasiado sagaces… como los perros. «Buster» siempre presentía cuando algo se salía de lo normal, y las madres igual. Las madres y los perros poseen una especie de sexto sentido que les hace leer el pensamiento de los demás y saber cuándo está ocurriendo algo anormal. Propinó un puntapié a Bets por debajo de la mesa para evitar que hiciera más preguntas.

La niña comprendió el significado del puntapié, aunque no le agradó, y se dispuso a cambiar de tema.

—Me gustaría llamarme de otra manera, y no Hilton —dijo—. Ojalá tuviera un nombre más emocionante. Y me gustaría que la gente me llamase Elizabeth y no Bets.

—Oh, «no» —exclamó su padre—. Bets te sienta muy bien. Tú eres la pequeña Bets.

De manera que así se varió de tema y no se dijo nada más de los Holland, pero Pip y Bets estaban bastante alicaídos porque no habían logrado averiguar lo que deseaban saber.

Subieron al cuarto de jugar. Lorna, la doncella, estaba allí quitando el polvo.

—Es una lástima que no hayamos podido averiguar nada más de los Holland —dijo Bets—. ¡Oh, hola, Lorna!

—¿Los Holland? —dijo Lorna—. ¿Qué es lo que queréis saber? No hay mucho que saber. Mi hermana está sirviendo en casa de la anciana señora Holland.

¡Vaya! ¿Quién hubiera pensado que Lorna conocía a los Holland? En menos de medio minuto les dijo lo que deseaban saber.

—La pobre señora Holland está sola desde la muerte de su marido —explicó Lorna—. Tiene dos hijas pero las dos están viviendo en África… y su hijo fue muerto en la otra guerra. De manera que no tiene a nadie que se preocupe por ella.

Pip y Bets pensaron que aquello era muy triste, y también que aquella señora Holland no pertenecía a la familia Holland que Fatty buscaba.

—Quisiera saber cómo les va a Larry y a Daisy —dijo Pip.

¡Les iba muy bien! Habían decidido preguntar al cartero si conocía a algún Holland. Era muy amigo suyo, de manera que aquella mañana se apostaron en la puerta del jardín aguardando su llegada.

—Vaya, ¿no tenéis frío saliendo tan temprano? —les dijo el cartero al acercarse—. ¿Acaso esperáis algo especial?

—Sólo nuestras entradas para el circo —repuso Larry sin mentir—. Ah…, apuesto a que están dentro de este sobre azulado.

Entonces Larry y el cartero sostuvieron una conversación muy interesante sobre los diversos circos que ambos habían visto.

—Bueno, tengo que irme —dijo al fin el cartero disponiéndose a marchar.

Y como si se le acabara de ocurrir en aquel preciso momento, Larry le gritó:

—¡Oh!…, aguarde un minuto… ¿Conoce a alguien que se llame Holland y que viva en Peterswood?

—Holland…, déjame pensar —dijo el cartero rascándose la mejilla—. Sí, hay dos familias. Una vive en Villa Rosemary; y la otra en la Casa de la Colina. ¿Cuál de las dos buscáis?

—Pues la casa en la que viva un hombre —dijo la niña.

—Ah…, entonces no os referís a la anciana señora Holland de Villa Rosemary —replicó el cartero—. Tal vez sean los Holland de la Casa de la Colina. Allí vive un tal señor Holland…, pero he oído decir que ahora está en América. Sí, eso es. Yo llevo muchas postales de América a esa casa para todos los niños. ¡Hay cinco y parecen monitos!

—Gracias —dijo Larry al oír unos golpecitos en los cristales de una ventana de la casa. Era su madre, que los llamaba para que entrasen a desayunar. Larry y Daisy corrieron hacia la casa. Al parecer ninguna de las familias Holland de Peterswood era la que buscaban. ¡Tal vez fuese la de Marlow!

Cuando los otros fueron a buscarle, Fatty estaba ya fuera con su bicicleta.

—Supongo que habrá ido a Marlow —dijo Larry—. Bueno, le esperaremos. Ha dejado la estufa de petróleo en su cobertizo. Le esperaremos allí.

De manera que fueron al cobertizo. «Buster» no estaba allí, se había ido con Fatty, sentado como de costumbre en la cesta de su «bici». Fatty se había marchado en seguida de desayunar antes de que su madre pudiera organizarle algún plan de trabajo. Marlow no estaba muy lejos… apenas a tres kilómetros. El aire era frío, y las mejillas de Fatty iban enrojeciendo más y más.

¡Se había caracterizado exactamente igual que Ern, incluso con su enorme gorra! Ern tenía los dientes salientes, de manera que Fatty se colocó unos postizos de celuloide que causaban un gran efecto cuando sonreía, pero no le hacían parecerse a Ern. Se puso una peluca de cabellos ásperos y mal cuidados, y ésos sí, parecidos a los de Ern, un impermeable viejo y unos pantalones de pana. ¡Cómo le hubiese gustado que le vieran sus amigos!

Ahora «Buster» estaba ya acostumbrado a los repentinos cambios de su amo, y nunca sabía cuándo iba a verle aparecer convertido en una vieja, un anciano encorvado, un botones, o un joven elegante. Pero a «Buster» no le importaba. Fatty siempre olía lo mismo, de manera que su olfato le decía la verdad, aunque sus ojos se engañasen.

El garaje Holland estaba en la carretera que llevaba a la calle Alta. Fatty se dirigió allí, y al distinguirla a distancia desmontó de su bicicleta, y tras dirigir una rápida mirada a su alrededor para convencerse de que nadie le miraba, deshinchó uno de los neumáticos, de forma que la rueda tocase el suelo.

Fatty, adoptando una expresión apesadumbrada, llevó su bicicleta hasta el garaje Holland y la hizo entrar por la gran puerta. Allí habían muchos hombres trabajando en distintos automóviles, y nadie pareció reparar en el recién llegado.

Fatty vio a un niño de su misma edad lavando un coche al fondo del garaje y se dirigió a él.

—Hola, camarada —le dijo—. ¿Hay posibilidad de que me arreglen aquí mi bicicleta? Ha tenido un pinchazo.

—Ahora no —replicó el muchacho—. Por lo general yo arreglo los pinchazos, pero estoy ocupado.

—¡Oh, vamos! Deja ese automóvil y arregla mi «bici» —le dijo Fatty, pero el niño no cesaba de mirar una ventanita que había en la pared y que pertenecía a la oficina. Fatty adivinó que allí debía estar el amo.

—Aún no puedo —dijo el niño en voz baja—. ¡Vaya, ése que va en la cesta es tu perro! ¡Qué bonito es!

—Sí. Es un perro estupendo —repuso Fatty—. ¡Vamos, «Buster», ahora ya puedes bajar!

«Buster» saltó de la cesta y fue corriendo hasta la manguera. Le ladró y el muchacho le mojó, cosa que entusiasmó a «Buster».

—Es un garaje muy grande, ¿verdad? —dijo Fatty apoyándose contra la pared—. Y hay muchos hombres trabajando. Debéis estar muy ocupados.

—Lo estamos —replicó el niño rociando el coche enérgicamente con la manguera—. Mucho más que los demás garajes de la comarca.

—A mí no me importaría trabajar en un garaje —dijo Fatty—. Entiendo algo de coches. ¿Hay posibilidad de encontrar trabajo aquí?

—Tal vez —repuso el muchacho—. Tendrías que preguntárselo al señor Williams… es el capataz. El amo también querrá echarte una mirada.

—¿Quién es el amo? —quiso saber Fatty.

—Pues el señor Holland, naturalmente —fue la respuesta del niño, que seguía con la vista fija en la ventana—. Es el dueño de este garaje y de otro que está a varios kilómetros, pero por lo general está siempre aquí. Yo le llamo el esclavo de los conductores.

—Mala suerte —comentó Fatty con simpatía.

En aquel momento entró otro perro en el garaje y «Buster» salió disparado hacia él. ¡Ignoro si «Buster» pensó que aquél era su garaje particular en aquellos momentos… pero lo cierto es que actuó como si lo fuese! Cogió al otro perro por la parte posterior del cuello e inmediatamente todo el local se llenó de aullidos y ladridos terribles produciendo un gran escándalo.

La ventanilla cercana a donde estaban Fatty y el niño, se abrió en seguida.

—¿De quién es ese perro negro? —preguntó una voz crispada.

—De este niño que está aquí, señor Holland —replicó el niño del garaje, asustado.

—¿Cómo te llamas? —quiso saber el señor Holland.

—Federico Trotteville, de Peterswood —contestó Fatty—. ¿Qué ocurre, señor?

—No quiero peleas de perros en mi garaje —replicó el hombre—. Si vuelvo a verle por aquí denunciaré a tu perro. ¿Para qué has venido? ¡Hace horas que te veo charlando con ese muchacho, haciendo que descuide su trabajo!

—Vine a preguntar si podían arreglar un neumático de mi «bici», que se ha pinchado —dijo Fatty mirando al señor Holland y preguntándose si debía lanzar un disparo a ciegas. Decidió intentarlo.

—Quiero ir hasta un lugar llamado Harry’s Folly, señor. Me han dicho que tiene unas puertas de hierro muy bonitas, y me interesan mucho. ¿Sabe usted por casualidad cuál es el mejor camino para ir a Harry’s Folly? —Fatty se detuvo para tomar aliento, mientras observaba el rostro del señor Holland.

¡No cabía duda de que el señor Holland había oído hablar de Harry’s Folly! Se sobresaltó un tanto cuando Fatty lo mencionó, y luego su rostro adquirió una expresión muy particular. En seguida se rehizo para contestar:

—¡Harry’s Folly! No, nunca lo he oído nombrar. Ahora no podemos arreglar tu bicicleta. Tenemos demasiado trabajo. Márchate y llévate a tu perro.

Fatty le guiñó un ojo al muchacho, que ahora estaba lavando una de las ruedas de automóvil con sumo cuidado, y llamó a «Buster».

—¡Eh, «Buster»! ¡Ven aquí!

«Buster» abandonó la fascinante manguera para correr a los pies de su amo. Fatty sacó lentamente su bicicleta del garaje con expresión satisfecha.

¡Estaba seguro de haber encontrado al verdadero señor Holland! Había observado su ligero sobresalto al oírle mencionar Harry’s Folly. Conocía la casa personalmente… entonces, ¿por qué negarlo?

«Es muy sospechoso», se dijo Fatty dirigiendo su bicicleta a un camino de segundo orden. Hinchó el neumático con la bomba, puso a «Buster» en la cesta y se dispuso a regresar a su casa satisfecho de sí mismo. «Federico Algernon Trotteville, desde luego eres un buen detective», se dijo interiormente.

Cuando el señor Holland volvió a entrar en su despacho del garaje, guardó silencio unos instantes, y luego tomando la guía telefónica buscó el nombre de Trotteville y la dirección. Marcó un número y habló con alguien.

—¿Eres tú, Jack? Escucha… ¿Cómo se llamaba aquel muchacho que aclaró el Misterio del Collar Desaparecido? ¿Un chico listo, recuerdas? Vino en los periódicos. ¿Federico Trotteville? Ah, lo imaginaba. Tal vez te interesa saber que acaba de estar aquí… completo con un perro llamado «Buster»… y ha dicho que quería llegarse en su «bici» hasta un lugar llamado Harry’s Folly. ¿Qué opinas de todo esto?

Evidentemente al otro lado del teléfono tuvieron mucho que opinar, pues el señor Holland estuvo escuchando con suma atención por espacio de varios minutos. Luego habló en voz muy baja y acercándose mucho al aparato.

—Sí. Estoy de acuerdo contigo. A los chicos como ése hay que saber manejarles. ¡Déjamelo a mí!