Capítulo X

Ern y el señor Goon

Ern lo había pasado estupendamente en la Colina de la Navidad, recolectando pistas. La tarde era espléndida y caminaba despacio cuesta arriba, con los ojos fijos en el suelo. Se sentía importante, y los principios de una «posía» iban tomando forma en su mente cuando miraba el sol, que iba tornándose rojo hacia el oeste.

«Pobre sol agonizante que te vas a descansar —pensó Ern, sintiéndose excitado y complacido. Aquél era un buen verso, ya lo creo, bonísimo».

Ern jamás había compuesto una «posía» alegre. Todas eran tristes, muy tristes, y hacía que Ern se sintiera también deliciosamente triste.

Siguió avanzando con la vista en el suelo, pensando en el sol agonizante, cuando de pronto vio un pedazo de ropa y lo cogió. Nadie podría decir de qué color había sido. Ern lo examinó. ¿Era una pista? Reflexionó. Hubiera querido ser como Fatty, capaz de decir de una sola ojeada qué cosas eran indicios y cuáles no.

Lo guardó en el bolsillo de su abrigo. Fatty lo sabría. Volvió a fijar la vista en el suelo. ¡Ajó! ¿Qué era lo que había en la cuneta? ¡Un botón! ¡Sí, y todavía con un pedazo de ropa pegado a él! Seguro que aquello era una pista. Ern examinó el fondo de la cuneta observando la presencia de varias ramas rotas y el lugar donde el suelo helado había sido pisoteado.

«¡Aquí ha estado alguien! —pensó Ern, excitado—. Y este botón ha sido arrancado de una chaqueta. Ésta es una pista gorda, una pista verdaderamente sustanciosa».

También la guardó en su bolsillo. Ahora estaba excitadísimo. ¡Dos pistas nada menos!

Encontró el cordón del zapato rojo, y la colilla de habano, que olfateó con aire de entendido. «¡Ah! ¡Buen cigarro! Quienquiera que hubiese estado allí tenía dinero abundante. Voy progresando. Veo a un hombre con un abrigo castaño con botones también del mismo color, fumando un buen habano, y con cordones rojos en los zapatos. No sé qué pensar de ese trozo de ropa. Eso no encaja».

Cogió del suelo un paquete de cigarrillos vacíos. Había contenido «Players».

—¡Vaya! ¡También fuma cigarrillos! —exclamó Ern, sintiéndose cada vez más inteligente. También aquello fue a parar a su bolsillo. ¡Cómo progresaba! ¿Quién iba a imaginar que hubiesen tantas pistas por allí? No era de extrañar que los detectives saliesen a buscarlas después de un robo.

A continuación recogió una lata rota. Al parecer, había contenido betún, pero estaba ya tan vieja y oxidada, que era difícil asegurar lo que fue. De todas formas también la guardó en su bolsillo.

Luego encontró el pedazo de papel que arrojara Pip. Y lo recogió.

«¡Repato! ¡Ahora sí que esto se pone caliente! Éste es el número de teléfono de alguien… y además de Peterswood. ¡Caliente, caliente! Qué lástima que Fatty no haya venido conmigo…, ¡lo hubiéramos pasado muy bien recogiendo pistas!».

A continuación dio con el pañuelo viejo de Daisy bordado con una «K» en una esquina, y le pareció una pista de primera.

«¡K! —pensó—. K de Kenneth. K de Katie. O tal vez sea la inicial del apellido. ¡Cualquiera sabe!».

También fue a parar a su bolsillo.

Después sólo encontró dos cosas más que le parecieron dignas de su atención. Una fue una cerilla usada, y la otra el extremo de un lápiz, que tenía grabadas las iniciales E.H.

Con el bolsillo repleto de pistas interesantes, Ern volvió a bajar la colina. Estaba oscureciendo. Le hubiera gustado quedarse un rato más para buscar otras pistas, pero ya no veía lo suficiente. De todas formas estaba convencido de haberlo hecho muy bien.

Cuando llegó a casa, su tío había salido. Ern merendó, y luego sacando su cuaderno de notas, lo abrió por la página encabezada con la palabra «Pistas».

P I S T A S
1. Un trozo de ropa.
2. Botón castaño con un pedazo de tela.
3. Cordón de zapato roto, color rojo.
4. Colilla de un buen habano.
5. Paquete de cigarrillos vacío («Players»).
6. Una caja de lata muy oxidada.
7. Pedazo de papel con un número de teléfono.
8. Pañuelo raído con una «K» en una esquina.
9. Cerilla usada.
10. Lápiz muy corto con las iniciales E.H.

—Hay que ver —exclamó Ern, satisfecho—. ¡Diez pistas nada menos! No ha sido mal trabajo. Seré un buen detective. ¡Repato! ¡Aquí llega mi tío!

Pudo oír cómo el señor Goon penetraba en el pequeño recibidor y su tos familiar. Ern se apresuró a guardar las pistas en su bolsillo, y estaba acabando de ocultar su cuaderno de notas cuando entró su tío. Ern tenía un aspecto tal de culpabilidad, que el señor Goon entró en sospechas en seguida. ¿Qué habría estado haciendo ahora aquel arrapiezo?

—Hola, tío —dijo Ern.

—¿Qué estás haciendo sentado ante una mesa vacía sin hacer nada? —preguntó el señor Goon.

—No hago nada —repuso Ern, y el policía lanzó un gruñido.

—Eso ya lo veo. ¿Qué has estado haciendo esta tarde?

—He ido a dar un paseo —dijo Ern.

—¿Por dónde? —quiso saber Goon—. ¿Fuiste con esos cinco chicos?

—No. Solo —replicó Ern—. Hacía una tarde muy hermosa.

Ern no acostumbraba a pasear solo, de manera que el señor Goon volvió a mirarle con recelo. ¿Qué estaba tramando el pequeño? ¿Qué era lo que sabía?

—¿A dónde fuiste?

—Subí a la Colina de la Navidad —explicó Ern—. Se estaba muy bien allí… Ya sabes, tío, la vista que hay.

El señor Goon tomó asiento en su butaca con aire ceremonioso mirando a Ern con toda seriedad.

—Ahora, escúchame bien, hijo mío —le dijo—. Tú estás tramando algo con esos niños tan impertinentes. Oh, sí, no trates de negarlo. Bien, tú y yo debemos trabajar juntos, Somos tío y sobrino, ¿no? En interés de la Ley debemos comunicarnos uno al otro los acontecimientos.

—¿Qué acontecimientos? —le preguntó Ern alarmado, preguntándose cuánto sabría su tío. Comenzaba a asustarse. Se llevó la mano al bolsillo para asegurarse de que las pistas seguían allí. No debía decirle nada a su tío. Eso debía guardarlo para Fatty y los otros.

—Sabes muy bien lo que son acontecimientos —dijo el señor Goon comenzando a quitarse las botas—. ¡Subir a la Colina de la Navidad! ¿No me hablaste de las luces que se ven allí?

—Sí —repuso Ern—. Pero eso es todo lo que te dije, tío. ¿A qué otros acontecimientos te refieres?

El señor Goon empezó a perder la paciencia. Se puso en pie y avanzó hacia Ern sin que el niño tuviera oportunidad de levantarse de la silla y retroceder.

—Me vas a hacer perder los estribos, Ern —dijo el señor Goon—. Lo presiento. Y ya sabes lo que ocurrió la última vez, ¿no te acuerdas?

—Sí, tío. Pero, por favor, no vuelvas a pegarme —suplicó Ern.

—Tengo un bastón por algún sitio —exclamó el señor Goon de pronto, comenzando a revolver en un armario ante el terror de Ern, que comenzó a llorar. Sentíase terriblemente avergonzado de sí mismo, porque sabía muy bien que ni siquiera la pequeña Bets era capaz de delatar a sus amigos, y él sabía que acabaría haciéndolo. ¡Era un cobarde! ¡Pobre Ern!

Cuando vio a su tío con la vara en la mano, comenzó a sollozar todavía con más fuerza.

—Vamos, basta de ruido —dijo el señor Goon—. Aún no te duele nada, ¿verdad? Sé buen chico, trabaja conmigo y todo irá bien. ¿Comprendes? Y ahora dime lo que te ha dicho ese niño Federico.

Ern sucumbió. No tenía ni un ápice de valor. Sabía que era débil, pero al parecer no conseguía evitarlo.

—Dijo que habían dos bandas —sollozó Ern—. Una de secuestradores y otra de ladrones.

El señor Goon miró a Ern con sorpresa. ¡Aquello sí que era una noticia!

—¡Continúa! —le dijo—. ¡Secuestradores y ladrones! ¿Y qué más?

—Y que brillaban luces en la Colina de la Navidad —prosiguió Ern—. Bueno, eso no lo sé, tío. Yo no he visto ninguna luz allí.

¡Pero el señor Goon sí las había visto! Por lo menos aquella parte del cuento era cierta…, lo de las luces, porque él mismo las había visto la noche antes…, de manera que tal vez también fuese cierto la otra. ¡Secuestradores y ladrones! ¿«Cómo» llegaba a enterarse de esas cosas un niño como Federico? Estuvo pensando unos instantes en Fatty y en una serie de cosas que le gustaría hacerle.

Era necesario asegurarse de que Ern se lo contaría todo en el futuro, y el señor Goon decidió que lo mejor era no asustarle más. ¡Debía ganar su amistad! Aquélla era la línea a seguir.

Así que, ante la inmensa sorpresa de Ern, el señor Goon le dio pronto unas palmaditas en la espalda mientras le entregaba un gran pañuelo para que se secase los ojos. Ern le miró con extrañeza y recelo. ¿Qué se propondría ahora su tío?

—Has hecho muy bien en contarme todo lo que sabes —le dijo el policía, con voz amable—. Ahora tú y yo podemos trabajar juntos, y pronto aclararemos este misterio… y recibiremos un sinfín de alabanzas del inspector Jenks. Tú ya lo conoces, ¿verdad? Dijo que le parecías un chico muy inteligente y que podrías ayudarme mucho.

Aquello no era cierto. El inspector Jenks apenas había mirado a Ern, y de haberlo hecho, seguro que no hubiese dicho semejante cosa de él. El pobre Ern no tenía un aspecto muy brillante en público, sino más bien apocado y estúpido.

Ern vio con alivio que su tío se mostraba afectuoso al fin, y le estuvo observando mientras guardaba la vara. ¡Repato! ¡De buena se había librado! Pero de todas maneras Ern estaba avergonzado por haber descubierto todo lo que Fatty le contara. Ahora su tío resolvería el misterio deteniendo a los culpables, y Fatty y los otros Pesquisidores no podrían divertirse.

—¿Hay algo más que puedes decirme, Ern? —le preguntó el señor Goon, calzándose sus enormes zapatillas.

—No, tío —repuso Ern, deseando no tener el bolsillo lleno de pistas. ¡Se alegró de no tener que secarse los ojos con su propio pañuelo, pues al sacarlo, es probable que hubiese arrastrado consigo un montón de pistas!

—¿Para qué subiste esta tarde a la Colina de la Navidad? —le preguntó el señor Goon, mientras encendía su pipa.

—Ya te lo dije. Para dar un paseo —replicó Ern, volviendo a fruncir el ceño. ¿Cuándo acabaría su tío de interrogarle?

El señor Goon dudaba entre seguir o no, examinando a su sobrino. Mejor era dejarlo. No quería que el niño se pusiera terco. Aquella noche, cuando estuviera durmiendo tranquilamente en su cama, cogería el cuaderno de notas de Ern para ver si había escrito algo. El señor Goon se dispuso a leer el periódico. Ern exhaló un suspiro de alivio, preguntándose si podría escabullirse para ir a ver a los otros. Eran casi las seis…, pero Ern sentía la «necesidad» de hablar a Fatty de las pistas.

—¿Puedo salir un rato, tío? —le preguntó con timidez—. Es sólo para ir a charlar un rato con los otros. Puede que tengan alguna novedad que comunicarme.

—Está bien —replicó el señor Goon, volviendo su rostro para mirarle con simpatía—. Puedes ir. Y sácales todo lo que puedas y luego me cuentas las últimas noticias. ¿Entendido?

Ern no perdió tiempo. Se puso el abrigo, cogió la gorra y la bufanda y salió corriendo de la casa. Se dirigió a casa de Pip, pues recordaba haber oído decir a Fatty que aquella tarde no merendaría en casa.

Tuvo la suerte de encontrar a todos los Pesquisidores reunidos en el cuarto de jugar de Pip, y la señora Hilton acababa de decirse si querían jugar a algún juego para el que tuviesen que correr por la habitación, que hicieran el favor de quitarse los zapatos. Fatty, acababa de llegar; su madre le había dejado allí de regreso, pues de paso se detuvo a charlar un rato con la señora Hilton.

—¡Vaya! —exclamó Ern, entrando de improviso—. ¡Tengo diez pistas para vosotros! ¿Qué os parece en un solo día de trabajo? ¡Las he traído todas!

—¡Repato! —exclamó Fatty—. ¡Es sorprendente! ¡Parece imposible! ¡Una maravilla! ¡Enséñanoslas en seguida, Ern!