Ern se mete en un lío
Los Cinco Pesquisidores estaban muy satisfechos de su trabajo de aquella mañana.
—Así tendremos a Ern ocupado —dijo Fatty—. Y estoy casi seguro de que se lo contará todo a Goon…, o tal vez Goon lea el cuaderno de notas de Ern… ¡y así también le daremos trabajo a «él»!
—Es una lástima que el señor Goon interrumpiera nuestra charla de esta mañana —dijo Bets, disponiéndose a marchar—. Lo estábamos pasando muy bien, Fatty, ¿cuál será la primera pista?
—Pues ya se lo dije a Ern esta mañana —dijo Fatty—. ¡Luces misteriosas brillando por las noches en la Colina de la Navidad! Ern tendrá que averiguar qué son.
—¿Irás tú con él? —quiso saber Bets.
—No. Yo estaré lanzando luces —replicó Fatty con una mueca, y los demás le miraron con envidia.
—Ojalá pudiera ir yo también —exclamó Larry—. Es enloquecedor que nos hayan prohibido intervenir en nada durante estas vacaciones.
—Bueno, pero no te han prohibido gastar una broma —dijo Fatty, considerando la cuestión—. Te han prohibido intervenir en ningún misterio o ir a la busca de alguno. No estás buscando ningún misterio, y desde luego, no existe.
Los rostros de los demás se animaron, pero Bets y Daisy no tardaron en sufrir una decepción.
—Las niñas no pueden salir estas noches tan frías —prosiguió Fatty—. Tendremos que buscar alguna otra cosa para ellas. Escuchad…, yo puedo disfrazarme la primera noche que Ern vaya a la caza del misterio… y vosotros dos podréis encargaros de las luces. Dejaré que Ern me descubra acurrucado en una cuneta o algo por el estilo, para que crea realmente que se ha cometido algún robo.
—¡Sí…, eso será estupendo! —exclamó Larry—. ¿Cuándo lo haremos?
—Esta noche no puede ser —repuso Fatty—. Pues tal vez no lográsemos ponernos en contacto con Ern a su debido tiempo. Yo diría que mañana por la noche.
—Qué divertido fue cuando lanzaste todo el verso —dijo Larry, sonriente—. Ern te considera la primera maravilla del mundo. Me pregunto si Sid y Perce son tan fáciles de engañar como se consigue en seguida con Ern. ¿Vas a encontrarte hoy con él?
—Si consigo que mi madre me deje invitaros a todos a merendar, os telefonearé —dijo Fatty—. No veo por qué no puedo comprar un montón de pasteles para que vengáis a merendar al cobertizo. Aquí estamos cómodos y calentitos, y podríamos hacer todo el ruido que quisiéramos.
Pero Fatty no pudo llevar a cabo su plan, pues una tía suya fue a su casa a merendar, y él tuvo que quedarse y mostrarse cortés y educado, pasándole el pan y la mantequilla, mermelada y pasteles, de una manera que Ern hubiera admirado terriblemente.
Ern no lo estaba pasando muy bien con su tío. Trató de volver a su sitio el cuaderno de notas que había cogido, pero el señor Goon siempre estaba ante su vista. ¡Y Ern no quería que su tío le sorprendiese devolviéndolo! ¡Parecía como si estuviese vigilándolo!
No cesó en el intento de entrar en el despacho de su tío que estaba junto a un pequeño cuarto de aseo de la planta baja, pero cada vez que salía al pasillo silbando suavemente como si no tuviera la menor preocupación, su tío le veía.
—¿Qué quieres? —no cesaba de preguntarle—. ¿Por qué estás nervioso? ¿Es que un hombre no puede parpadear cuarenta veces seguidas con tranquilidad sin que tú tengas que aparecer silbando estúpidas tonadillas?
—Lo siento, tío —replicó Ern, sumiso—. Sólo iba a lavarme las manos.
—¿«Otra vez»? —exclamó el señor Goon, incrédulo—. Ya te has lavado dos veces desde después de comer. ¿A qué se debe tanta limpieza? Nunca te había visto lavarte las manos a menos que yo te lo ordenara.
—Las tenía…, bueno…, algo pegajosas —dijo Ern, con voz débil, y volvió a entrar en la cocina, donde su tío estaba sentado en su butaca, con la chaqueta desabrochada, y sus ojos de sapo entrecerrados y somnolientos. ¿Por qué no se dormiría como de costumbre?
Ern se sentó y cogiendo un periódico, hizo como que leía. El señor Goon se daba cuenta de que estaba fingiendo y preguntábase qué sería lo que tramaba. ¡Ern no iba a lavarse las manos! No, lo que quería era entrar en el despacho de su tío. ¿Para qué? El señor Goon reflexionó profundamente sobre la cuestión.
Un pensamiento repentino acudió a su mente. ¡Ajá! Debía ser aquel niño descarado, Federico Trotteville, quien le dijera a Ern que registrase su despacho para ver si había algún misterio. ¡El muy bribón! ¡Bueno, como él pescase a Ern revolviendo en su escritorio, le haría saber lo duras que tenía las manos! Y empezaba a «desear» que Ern realizara el registro. El señor Goon tenía ganas de propinar una buena azotaina a alguien. Su estado de ánimo era debido a haber tenido que huir perseguido por un perro que le mordía los tobillos en presencia de Ern.
Cerró los ojos y se dispuso a emitir algunos ronquidos simulados. Ern se levantó sin hacer ruido, yendo hacia la puerta. Una vez en el recibidor, se detuvo para mirar atrás. El señor Goon seguía roncando con la boca entreabierta. Ern se creyó seguro.
Penetró en el despacho para abrir el cajón del escritorio. Puso el cuaderno de notas dentro del cajón, pero antes de que pudiera cerrarlo, una voz terrible llegó hasta sus oídos.
—¡Oh! ¡De manera que eso es lo que estás haciendo…, revolviendo y curioseando mis papeles particulares! ¡Qué niño más malo! Y eres mi propio sobrino. Eso debería frenarte.
Ern sintió un fuerte bofetón en su mejilla izquierda y se la cubrió con la mano.
—¡Tío! ¡Yo no estaba mirando nada! Te lo juro.
—¿Entonces qué es lo que estabas haciendo? —quiso saber el señor Goon.
Ern permaneció mirando a su tío de hito en hito sin saber qué decir. ¡No podía confesar que había cogido su cuaderno de notas…, ni tampoco que lo estaba devolviendo! El señor Goon volvió a pegar al pobre Ern en la otra mejilla.
—¡La próxima vez te pondré sobre mis rodillas y te daré tu merecido! —le amenazó el señor Goon—. ¿Qué es lo que andas buscando? ¿Es que ese niño rechoncho y descarado te ha dicho que revuelvas mi escritorio para ver en qué caso estoy trabajando? ¿Te dijo que descubrieras mis pistas para dárselas a él?
—No, tío, no —replicó Ern, comenzando a llorar de miedo y dolor—. Yo no haría eso, ni aunque me lo pidiera. De todas maneras, él ya conoce el misterio. Me ha hablado de él.
El señor Goon aguzó el oído al punto. ¿Qué? ¡Fatty andaba tras otro misterio! ¿Cuál podría ser? El señor Goon hubiera saltado de rabia. ¡Qué niño! Era uña verdadera peste, como no la hubo jamás.
—Ahora, escúchame bien —le dijo a Ern, que se había llevado la mano a la oreja derecha, que estaba enrojecida por el bofetón que le había propinado el señor Goon—. ¡Escucha bien! Es tu obligación informarme de todo lo que ese niño te cuente de ese misterio. ¿Entiendes?
Ern luchaba entre su ardiente deseo de serle fiel a Fatty, el niño que tanto admiraba, y su temor a que el señor Goon le propinara efectivamente una buena azotaina si se negaba a decirle lo que Fatty le había confiado.
—Vamos —le dijo su tío—. Dime lo que sabes. Tienes obligación de decir a un agente de policía todo lo que sepas. ¿Cuál es ese maravilloso misterio?
—Oh…, sólo que se ven luces brillando en la Colina de la Navidad —tartamudeó el pobre Ern, frotándose el rostro bañado en lágrimas—. Eso es todo lo que sé, tío, y no creo que Fatty sepa mucho más. Me ha dado un cuaderno de notas…, mira. Puedes ver lo que hay anotado. Apenas casi nada.
El señor Goon frunció el ceño al ver los encabezamientos, y comenzó a trazar un plan. Él siempre podría conseguir que Ern le entregase el cuaderno… y si el niño se negaba a dárselo, bien, entonces, como representante de la Ley, lo conseguiría como fuese…, aunque tuviera que quitárselo a Ern mientras estuviese dormido. Se lo devolvió a su sobrino.
—Tengo la mano muy dura, ¿verdad, Ern? —le dijo el señor Goon—. ¿No querrás volver a probarla, verdad? Bien, entonces cuida de tenerme al corriente de todas las andanzas de esos niños.
—Sí, tío —dijo Ern, sin intención de cumplirlo, y se apartó de su tío—. Hasta ahora no han habido más acontecimientos. Ni hemos planeado nada, tío. Tú viniste a interrumpirnos.
—Buena cosa —dijo el señor Goon—. Ahora puedes sentarte a la mesa de la cocina y hacer algunos deberes de vacaciones. Ya es hora de que desentumezcas tu cerebro. No voy a consentir que te pases todo el día deambulando con esos cinco niños y el perro.
Ern, obediente, fue a la cocina y se sentó ante la mesa con un libro de aritmética. Había tenido muy malas notas el curso anterior, y tenía que estudiar durante el verano. Pero en vez de pensar en las sumas, pensaba en los Pesquisidores, especialmente en Fatty, y el misterio: las luces misteriosas, raptores y ladrones. ¡Repato! Qué emocionante era todo aquello.
Ern estaba preocupado porque ahora su tío no le dejaría salir. Y de no salir, ¿cómo iba a ponerse en contacto con los otros? ¿Y si iban a averiguar la causa de aquellas luces misteriosas sin avisarle? Ern no podría «soportarlo».
Todo aquel día permaneció encerrado en casa. Al acostarse, soñó con tigres, cocodrilos, con Fatty recitando poesías y que raptaban a su tío y cuando despertó a la mañana siguiente comenzó a trazar un plan para poder ponerse en contacto con los demás.
Pero los planes del señor Goon eran muy otros.
—Puedes quitar todos esos archivos de esos estantes —le dijo—. Limpiar el polvo y luego volver a colocarlos bien ordenados.
Ern empleó en la tarea toda la mañana. El señor Goon salió a la calle y Ern esperó que alguno de los Pesquisidores acudiera, pero no fue así. Por la tarde, el señor Goon se dispuso a echar un sueñecito como de costumbre. Vio a Ern muy abatido, cosa que le satisfizo.
«¡No volverá a curiosear mis papeles! —pensó—. ¡Ya sabe lo que le ocurriría si lo hiciera!».
Y el señor Goon se puso a dormir tranquilamente, pero le despertaron unos fuertes golpes en la puerta. Casi se cae de la silla y Ern pareció alarmado.
—¿Quieres que abra, tío? —le preguntó.
El señor Goon no contestó, yendo hacia la puerta mientras se abrochaba el uniforme. Aquella llamada tenía un aire oficial. Tal vez fuese el inspector en persona. La gente no solía aporrear de aquella manera la puerta de un agente de policía. ¡No se hubiera atrevido!
Fuera había una mujer vieja y gorda, envuelta en un chal rojo.
—Vengo a quejarme —comenzó a decir con voz altisonante y temblona—. ¡Las cosas que he tenido que soportar de esa mujer! Es mi vecina, señor, y la mujer más rastrera que he conocido. Arroja sus basuras en mi jardín, y siempre enciende una hoguera cuando el viento sopla en dirección de mi casa, y…
—Espere, espere —le dijo el señor Goon, contrariado—. ¿Cuál es su nombre y dónde…?
—Y ayer mismo me llamó monstruo, ésa es la palabra que empleó, señor. Oh, es una mujer perversa, y yo no lo soporto más. Vaya, la semana pasada su cubo de basura…
El señor Goon comprendió que aquella mujer estaba dispuesta a hablar indefinidamente.
—Presente una demanda por escrito —le dijo—. Esta tarde estoy muy cansado —y le dio con la puerta en las narices.
Volvió a sentarse en su butaca, pero antes de que hubieran transcurrido unos minutos, volvían a llamar a la puerta de tal forma, que era un milagro que no la echase abajo. El señor Goon volvió a saltar de su asiento hecho una furia y llegó a la puerta casi corriendo. Allí estaba otra vez aquella mujer con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Me olvidé de decirle, señor —comenzó—, que cuando tendí mi colada la semana pasada, esa mujer arrojó un cubo de agua sucia sobre mi ropa, y tuve que volver a lavarla, y…
—¿No le he dicho que presente una demanda por escrito? —rugió el señor Goon—. ¡Haga lo que le he dicho, señora! —y nuevamente cerró la puerta con furia, yendo a la cocina echando chispas.
Tan pronto se hubo sentado, volvieron a llamar, y el señor Goon miró a Ern.
—Ve tú —le dijo—. Debe ser esa mujer otra vez. Dile lo que quieras.
Ern obedeció bastante asustado. Al abrir la puerta, cayó sobre él un torrente de palabras.
—Oh, esta vez eres tú, ¿eh? Bueno, dile a tu tío que de qué sirve que presente una demanda por escrito, si no sé leer ni escribir. Pregúntaselo. Anda, ve a preguntárselo.
Y entonces, ante el inmenso asombro de Ern, la mujer de chal rojo le empujó mientras decía en un susurro:
—¡Ern! ¡Toma esto! ¡Y ahora dime que me vaya, de prisa!
Ern tragó saliva. Aquélla era la voz de Fatty sin lugar a dudas. ¿Aquél era Fatty con uno de sus disfraces? ¡Maravilloso! Fatty le guiñó un ojo y Ern encontró su voz.
—¡Largo de aquí! —gritó—. ¡Vaya una manera de molestar a mi tío! ¡Lárguese, le digo!
Y cerró la puerta de golpe. El señor Goon le escuchaba asombrado desde la cocina. Vaya, Ern había sabido librarse de aquella mujer mucho más pronto que él. Aquel niño debía tener cierto talento a pesar de todo.
Ern se apresuró a leer la nota que Fatty había puesto en su mano.
«Esta noche. Observa las luces de la Colina de la Navidad. Escóndete en la cuneta junto al molino. A las doce. Mañana infórmanos».
Ern guardó la nota en su bolsillo tan emocionado que no es posible expresarlo con palabras. ¡Estaba empezando! ¡Iba a intervenir en un misterio! ¡Y no le diría ni una palabra a su tío! ¡Aquel Fatty! Mira que haber tenido la desfachatez de vestirse de aquella manera y aporrear la puerta de su tío. Ern entró en la cocina muy reanimado.
—¿De manera que te libraste de esa mujer? —le dijo su tío—. Bueno, espero que no vuelva a llamar.
Y así fue, la vieja se dirigió a la casa de Fatty, se quitó el disfraz en el cobertizo… y allí estaba otra vez Fatty, arrancándose la peluca de mujer y borrando las arrugas que pintara en su rostro. Sonrió.
—¡Qué bien he engañado a Goon! ¡Palabra que el rostro de Ern era todo un poema cuando comprendió que era yo y no una mujer!