Capítulo primero

El gordito en la estación

—Es hoy cuando regresa Fatty —dijo Bets a Pip—. ¡Cuánto me alegro!

—Es la sexta vez que dices eso durante la última hora —replicó Pip—. ¿Es que no se te ocurre nada más?

—No —dijo Bets—. Estoy tan contenta de pensar que pronto veremos a Fatty —yendo hasta la ventana miró al exterior—. Oh…, Pip, ahí vienen Larry y Daisy. Supongo que también vendrán con nosotros a la estación para esperar a Fatty.

—Pues claro —contestó Pip—. ¡Y apuesto a que el viejo «Buster» aparecerá también! ¡Imagínate a Fatty marchándose sin su perro «Buster»!

Larry y Daisy penetraron en el cuarto de jugar de Pip.

—¡Hola! ¡Hola! —les dijo Larry, arrojando su gorra sobre una silla—. ¿Verdad que es estupendo que vuelva Fatty? Cuando él no está, no suele ocurrir nada.

—Sin él no seríamos los Cinco Pesquisidores —dijo Bets—. ¡Sólo cuatro… y sin nada que descubrir!

Larry, Daisy, Fatty, Pip y Bets se llamaban a sí mismo los Cinco Pesquisidores (y el perro, debido a «Buster»). Y realmente habían demostrado gran pericia descubriendo toda clase de extraños misterios durante diversas vacaciones cuando regresaban del internado. El señor Goon, el policía del pueblo, había hecho también todo lo posible por resolverlos, pero los Cinco Pesquisidores siempre le aventajaron, cosa que le molestaba en gran manera.

—Tal vez surja algún misterio cuando llegue Fatty —dijo Pip—. Es de esa clase de personas a quienes siempre les ocurren cosas. No puede evitarlo.

—¡Mira que no haberlo tenido aquí estas Navidades! —exclamó Daisy—. Me ha resultado muy extraño. Yo le he guardado sus regalos.

—Y yo también —replicó Bets—. Le hice un cuaderno de notas con su nombre completo en la cubierta con unas hermosas letras. Mirad…, aquí está: Federico Algernon Trotteville. ¿Verdad que estará contento?

—No lo creo —repuso Pip—. Lo has manchado todo llevándolo de un lado a otro.

—Yo le compré esto —intervino Daisy, sacando una caja de su bolsillo. Y abriéndola, extrajo de su interior una hermosa barba negra—. Es para ayudarle a disfrazarse.

—Es una barba muy bonita —dijo Pip, acariciándola y colocándosela en la barbilla—. ¿Qué tal estoy?

—Pareces un tonto —repuso Bets al punto—. Pareces un niño con barba…, pero si se la pusiera Fatty, en seguida parecería un hombre mayor. Él sabe cómo arrugar el rostro y encorvar la espalda… y todo eso.

—Sí…, la verdad es que es muy hábil para disfrazarse —comentó Daisy—. ¿Recordáis cómo se disfrazó de Napoleón Bonaparte en la exposición de figuras de cera durante las últimas vacaciones?

Todos se echaron a reír al recordar a Fatty de pie entre las figuras de cera con aire solemne, y tan quieto, que parecía una estatua más.

—El misterio que descubrimos las vacaciones pasadas fue estupendo —dijo Pip—. Espero que estas vacaciones también aparezca alguno. ¿Alguien ha visto últimamente al señor Goon?

—Sí, le vi ayer montado en su bicicleta —le replicó Bets—. Yo estaba atravesando la calle cuando él dobló la esquina. Casi me atropella.

—¿Y qué te dijo? ¿Lárgate? —preguntó Pip con una sonrisa.

El Ahuyentador era el apodo que los niños habían puesto al policía porque siempre que les veía a ellos o a «Buster», el perro de Fatty, les gritaba: ¡Largaos!

—Ha fruncido el ceño de esta manera —dijo Bets, arrugando la frente con aire tan fiero que todos se echaron a reír.

En aquel preciso momento, la señora Hilton, madre de Pip, asomó la cabeza por la puerta.

—¿Es que no vais a la estación a esperar a Federico? —les dijo—. ¡El tren está a punto de llegar!

—¡Cielos! ¡Sí, mirad la hora que es! —exclamó Larry, y todos se pusieron en pie de un salto—. Si no nos damos prisa, va a llegar antes que nosotros.

Pip y Bets cogieron sus sombreros y abrigos y los cuatro bajaron la escalera como una avalancha y produciendo más estrépito que una manada de elefantes. Cerraron la puerta principal de golpe y la señora Hilton les vio correr por la avenida a toda velocidad.

Llegaron a la estación en el momento en que entraba el tren. Bets estaba excitadísima y se apoyaba ora en un pie ora en otro, en espera de ver asomar la cabeza de Fatty por una ventanilla de algún vagón, pero no fue así.

El tren se detuvo. Se abrieron las puertas, y la gente fue bajando al andén con algunas maletas que los mozos se apresuraron a coger, pero no había el menor rastro de Fatty.

—Tal vez haya venido disfrazado para probarnos —dijo Larry, de pronto—. ¡Apuesto a que es eso! Se ha disfrazado y nosotros hemos de procurar descubrirle. De prisa, mirad a ver cuál de los pasajeros es.

—Ese hombre no parece ser, demasiado alto. Ni tampoco ese niño, él no es tan alto. Ni esa niña, porque la conocemos. Ni esas dos mujeres que son amigas de mi madre. Y ahí está la señorita Tembleque. Ella no es. Diantre, ¿quién podrá ser?

De pronto Bets dio un codazo a Larry.

—¡Mira, Larry…, «ahí» está Fatty! Mira, es ese niño gordito que está bajando una maleta del último vagón.

Todos miraron al niño de rostro sonrosado al final del tren.

—¡Sí! ¡Ése es el bueno de Fatty! Aunque no ha utilizado un disfraz tan bueno como el de otras veces…, quiero decir, que esta vez hemos podido descubrirle fácilmente.

—¡Ya sé! Finjamos que «no» le hemos visto —exclamó Daisy, de pronto—. Se disgustará. Le dejaremos que pase por nuestro lado sin decirle palabra. Y una vez fuera de la estación, le llamaremos.

—Sí…, eso haremos —dijo Larry—. Ahí viene. Haced como si no supiésemos que es Fatty.

De manera que el niño gordito avanzó por el andén hacia ellos, llevando su maleta y un impermeable echado al brazo, y ni siquiera le dirigieron una sonrisa. Todos miraban a lo lejos, aunque Bets estaba deseosa de echar a correr y cogerle del brazo fuertemente porque apreciaba mucho a Fatty.

El niño no les hizo el menor caso y siguió adelante mientras sus botas producían un ruido metálico sobre el andén de piedra. Entregó su billete al empleado, y al salir de la estación, dejó la maleta en el suelo y sacando un pañuelo moteado de rojo, se sonó ruidosamente.

—¡Así es como se suena el señor Goon! —susurró Bets, encantada—. ¿Verdad que Fatty es muy inteligente? Ha esperado para que le alcancemos. ¡No le dejemos que se salga con la suya! Andaremos detrás de él y cuando salgamos al camino, le llamaremos.

El niño guardó su pañuelo y cogiendo de nuevo su maleta, reemprendió la marcha. Los cuatro niños le siguieron de cerca. El niño, al oír sus pasos, volvió la cabeza y al verles, frunció el ceño. En lo alto de la colina dejó la maleta en el suelo para descansar el brazo.

Los niños se detuvieron también repentinamente. Cuando el niño recogió su maleta y echó a andar de nuevo, Larry y los otros le siguieron una vez más pegados a sus talones.

El niño volvió a mirar hacia atrás, y encarándose con ellos, les dijo:

—¿Qué pretendéis? ¿Es que os habéis convertido en mi sombra, o algo por el estilo?

Nadie dijo nada. Estaban un tanto sorprendidos. Fatty parecía muy enfadado.

—Largaos —les dijo el niño, volviéndose otra vez para reemprender su camino—. No quiero que me vaya siguiendo todo el día un atajo de niños tontos.

—¡Está mejor que nunca! —susurró Daisy, mientras los cuatro caminaban pegados a los talones del muchacho—. ¡Por un momento ha logrado asustarme!

—Digámosle que le hemos conocido —propuso Pip—. ¡Vamos! ¡Entonces podremos ayudarle finalmente a llevar la maleta!

—¡Eh! ¡Fatty! —gritó Larry.

—¡Fatty! ¡Hemos venido a esperarte! —exclamó Bets, cogiéndole del brazo.

—¡Hola, Fatty! ¿Has pasado unas buenas Navidades? —dijeron Daisy y Pip a un tiempo.

El niño se volvió otra vez, dejando su maleta en el suelo.

—Escuchad, ¿a quién creéis que estáis llamando Fatty? Sois unos mal educados. Si no os largáis en seguida, se lo diré a mi tío. Y es policía, ¿entendéis?

Bets se echó a reír.

—¡Oh, Fatty! Deja de fingir. Sabemos que eres tú. Mira, te he traído una libreta de notas como regalo de Navidad. Yo misma la hice.

El niño lo tomó bastante asombrado y paseó su mirada por los cuatro niños.

—¡Qué significa esto, es lo que quisiera saber! —dijo—. ¡Siguiéndome…, llamándome nombres raros…, estáis todos locos!

—Oh, Fatty, sé tú mismo, «por favor» —suplicó Bets—. La verdad es que es un disfraz estupendo…, pero sinceramente, te hemos descubierto en seguida. En cuanto bajaste del tren, todos dijimos: ¡Ése es Fatty!

—¿No sabéis lo que hago cuando la gente me insulta? —dijo el niño, volviéndose irritado—. ¡Les pego! ¿Alguien quiere pegarse conmigo?

—No seas tonto, Fatty —dijo Larry, con una carcajada—. Esto ya dura demasiado. Vamos a buscar a «Buster», apuesto a que se alegrará mucho de verte. Pensé que iría a esperarte a la estación con tu madre.

Y cogió del brazo al muchacho, que se desasió violentamente.

—Estás chiflado —volvió a decir el niño, cogiendo su maleta y alejándose con gesto altivo, y ante la sorpresa de los demás, eligió un campo equivocado. El que conducía al pueblo y no a la casa de su madre.

Le miraron sorprendidos e intrigados. Una pequeña duda iba tomando forma en sus cerebros. Siguieron al niño a buena distancia, le vieron llegar al pueblo, y allí ante su enorme sorpresa, penetró en el jardincito de la casa donde vivía el señor Goon, el policía.

Al volverse, vio a los cuatro niños en la distancia, y amenazándoles con el puño cerrado, fue a llamar a la puerta. Le abrieron y entró.

—«Tiene» que ser Fatty —dijo Pip—. Así es exactamente como nos hubiera amenazado. Debe estar tramando alguna broma muy complicada. Cielos…, ¿qué estará haciendo en casa del señor Goon?

—Probablemente habrá querido gastarle también una broma al señor Goon —dijo Larry—. De todas formas…, estoy un poco intrigado. Ni siquiera hemos conseguido que nos guiñara un ojo.

Estuvieron vigilando la casa del policía durante un rato y luego emprendieron el regreso. No habían llegado muy lejos cuando oyeron unos alegres ladridos y un perrito negro se abalanzó sobre ellos, lamiéndoles, saltando y ladrando como si se hubiera vuelto loco de repente.

—¡Vaya, si es «Buster»! —exclamó Bets—. ¡Hola, «Buster»! No has visto a Fatty. ¡Qué lástima!

Una señora se acercaba por el camino y los dos niños se quitaron la gorra para saludarla. Era la madre de Fatty, la señora Trotteville, quien sonrió afectuosamente a los cuatro niños.

—Imaginé que no andaríais muy lejos cuando «Buster» salió corriendo de repente a setenta kilómetros por hora —les dijo—. Voy a la estación a esperar a Federico. ¿Venís vosotros también?

—Ya le «hemos visto» —exclamó Larry, sorprendido—. Iba muy bien disfrazado, señora Trotteville, pero le descubrimos en seguida. Ha ido a casa del señor Goon.

—¿A casa del señor Goon? —replicó la señora Trotteville, asombrada—. ¿Pero, para qué? Me telefoneó para decirme que había perdido el tren, pero que cogería el que salía quince minutos después. ¿Entonces es que cogió el primero? Oh, Dios mío, quisiera que no empezase a disfrazarse… y espero que no volváis a complicaros en ningún misterio en cuanto Federico llegue a casa. ¿«Por qué» ha ido a ver al señor Goon? ¿Es que ha ocurrido algo anormal?

Aquello era una idea, y los niños se miraron unos a otros. Entonces oyeron el pitido de un tren.

—Tengo que marcharme —dijo la señora Trotteville—. ¡Si Federico no llega en ese tren, después de telefonearme que había perdido el otro, me enfadaré muchísimo!

Y a la estación se fue seguida de todos los pequeños.