EL GOLÁN
Esa noche, tendido junto a ella, escuchó su respiración y pensó en Jeff.
Tendría que encontrar otra casa, no podía llevar a Tamar a la enorme casa colonial holandesa de Westchester. Ésa era la casa de Della. Aunque allí vivía él, y no Della, ésta había elegido los muebles, las cortinas. La mesa de plata estaba diseñada por ella. Incluso los criados eran de ella.
Una casa más pequeña sería agradable.
También podían viajar.
Estuvo dando vueltas, sin poder dormir. En el techo oscuro se vio flotando con ella por el río Amarillo en un junco, caminando por la Gran Muralla, aprendiendo cosas de una cultura antigua que era desconocida para los dos, no para uno solo.
—¿Te gustaría ir a China? —le preguntó a la mañana siguiente.
—Por supuesto. —Tenía los ojos cansados y vidriosos, pero no de pasión; ella tampoco había dormido bien.
—Lo digo en serio. Te llevaré si tú me llevas hoy a un sitio fresco.
Se dirigieron al norte. El calor los acompañó durante todo el camino. El Golán era bonito pero oscuro. Pasaron junto a dos campamentos del ejército. De vez en cuando encontraban algún vehículo, por lo general militar.
Cuando llegaron a un terreno más alto, empezó a refrescar. A medio camino del Golán, él detuvo el coche en un terreno de cuestas empinadas y comieron lo que ella había preparado. Todo estaba muy silencioso, excepto por el canto de los pájaros, y parecía imposible que aquel lugar hubiera conocido algo distinto a la paz. Pero antes de terminar los bocadillos, oyeron un disparo.
—Esta carretera se considera segura —dijo ella preocupada, pero no hizo ningún movimiento para recoger sus cosas, de modo que él tampoco se movió. Siguieron sentados y terminaron de comer.
Entonces apareció ante ellos un hombre armado con una escopeta. Sobre la tosca camisa llevaba dos cinturones entrecruzados a los que había atado varias perdices muertas, y tenía una banda de pájaros más pequeños colgados de la cintura. Harry reconoció los tordos y las alondras.
—Es un druso —comentó ella. Lo llamó en árabe, y le preguntó si quería algo para refrescarse. El cazador rechazo cortésmente el ofrecimiento y se alejó.
Pronto oyeron otro disparo.
—No me gusta que maten a los pájaros —protestó ella.
—No.
—¿Sabes lo que son las codornices?
—Sí. —Harry sonrió—. Nosotros tenemos codornices.
—Todos los meses de agosto vuelan grandes bandadas de codornices desde Europa hasta el Sinaí. Siempre lo han hecho; aparece descrito en la Biblia. Cruzan todo el Mediterráneo. Es un vuelo largo para aves de ese tamaño. Cuando por fin llegan a la orilla, están exhaustas. En el-Arish, los árabes extienden redes para cogerlas. Después las matan y las venden. Las codornices luchan duramente para sobrevivir al cruce del mar, pero no pueden librarse del hombre.
—Algún día no quedarán pájaros para coger.
—Eso ya ha ocurrido con algunas especies. En Sinaí solía haber montones de íbices… la cabra montés, ¿sabes? Ahora casi han desaparecido, junto con las gacelas y los antílopes, a causa de la caza. Pero en el Negev, donde están protegidos por la ley israelí, los rebaños están creciendo.
—¿Cómo sabes tanto de fauna?
—Ze’ev caza —dijo ella. Lo miró con expresión impasible.
Su desgracia siempre había sido sentirse atraído por las mujeres sinceras.
A lo lejos apareció el monte Hermon, como un punto blanco en el cielo. El punto fue creciendo hasta que por fin estuvieron lo suficientemente cerca para ver que el macizo tenía una serie de picos, y que sólo uno aún seguía cubierto de nieve.
—Vayamos a ése, el que está nevado.
—No podemos. Está en Siria —apuntó ella.
Al pie de la montaña había campos sembrados y huertos, y varias aldeas de drusos y alawíes. Ella le indicó a Harry que siguiera colina arriba, hasta un moshav shitufi, o núcleo rural, llamado Neve Ativ.
—La gente viene a esquiar aquí en invierno —le informó ella.
En el mes de agosto, el lugar se encontraba casi desierto; estaban solos en el restaurante, donde tomaron café y contemplaron la ladera de la montaña sembrada de rocas. Hacía calor, pero por la ventana abierta entraba una brisa fresca.
—Pasemos aquí la noche —sugirió él.
—De acuerdo.
El hombre que les había servido el café estaba sentado ante una mesa, reparando las sujeciones de unos esquís. Harry le alquiló una habitación y cogió la llave, pero dijo que la verían más tarde.
—Primero iremos a caminar.
—¿Adónde? —preguntó ella cuando salieron.
—Subamos. Quiero encontrar nieve.
—Estamos en pleno verano.
—Los israelíes no saben nada de la nieve. Si piensas en la nieve, la encuentras.
Subieron por debajo del telesquí. Las rocas habían sido retiradas de la ladera en la que se practicaba el esquí, y la caminata resultó fácil. Cuando llegaron a la parte superior de la zona de esquí, el suelo se volvió más duro.
Cuanto más ascendían, más fuerte soplaba el viento. No había árboles. En distintos puntos, diminutos montones de tierra albergaban una planta o una flor; el resto era la roca pelada, los huesos de la montaña y la carne arrancada. Un rato después llegaron a un camino mejor, y la caminata resultó más ligera.
Dos soldados se acercaron en un jeep a toda velocidad.
—L’ahn atem holcheen? ¿Adónde van? —preguntó el que iba sentado junto al conductor.
—A la cima —respondió Harry.
—No es posible, señor. Esta es una zona de seguridad militar. Está prohibido el paso a los civiles.
—¿Hay nieve ahí arriba?
—Sólo en las oquedades, donde el sol no puede fundirla.
—¿Hay algún socavón cerca de aquí, donde se nos permita pasar?
—En aquella dirección.
—Todah.
El soldado miró a su compañero y sonrió. Los dos se quedaron mirando al loco norteamericano que se alejaba con la chica.
—¿Qué es lo que no quieren que veamos? —le preguntó Harry a ella.
—Supongo que el equipo electrónico de vigilancia, pero también nos están protegiendo. Líbano y Siria tienen tropas en esta montaña. Los musulmanes y los cristianos están luchando a pocos kilómetros de aquí.
Llegaron a una oquedad. No había nieve, pero cerca de la base húmeda crecía una única flor azul. Harry trepó y la cogió para ella.
Tamar apenas la miró.
—No voy a abandonar Israel.
Emprendieron el camino de regreso a Neve Ativ.
—Creo que Estados Unidos te encantaría.
—¿Sabes cómo llamamos a los israelíes que se marchan? Yordim. La palabra significa aquellos que comienzan un declive espiritual. Eso es lo que representaría para mí.
—No tendríamos que vivir en Nueva York. Podríamos viajar durante un tiempo y hacer planes. Podríamos ir a China, como te dije esta mañana.
—¿Lo dijiste? —Lo miró fijamente, desconcertada.
Él le habló del Palacio del Museo de Pekín, de las colecciones de gemas imperiales.
—Podrías estudiar el arte chino y escribir sobre el tema.
Ella sacudió la cabeza.
—Tú no me conoces, no quiero escribir nada. Hemos sido como dos chiquillos que se enamoran por primera vez. No nos hemos molestado en pensar si podemos vivir juntos.
Buscó la victoria en el fracaso.
—¿Estás realmente enamorada de mí?
Ella no respondió. El viento empezaba a soplar otra vez y sacudía sus ropas. Él la rodeó con sus brazos.
—Claro que te amo —dijo ella con voz temblorosa. Se aferró a él—. ¡Te amo, Harry! —Él percibió una terrible alegría en la voz de ella, y una especie de sorpresa.
Como no podían subir por la montaña, bajaron en coche hasta una población llamada Majdal Shams. Se detuvieron en una granja cuyo propietario era el anciano más guapo que Harry había visto jamás, un druso de ojos azules, nariz recta y rostro cincelado. Tenía una abundante cabellera blanca que cubría con un fez rojo, y un bigote con forma de manillar.
Había un huerto con dos tipos de manzanas, unas rojas y otras amarillas, un viñedo y algunos pistacheros. Las manzanas eran raras, más redondas y más blandas que las Macoun, las MacIntosh y las Deliciosas que crecían en la casa de Westchester. Probó una y le pareció que era de muy buena calidad. Era el principio de la temporada, demasiado pronto para que hubiera manzanas excelentes.
—¿Éstas como se llaman?
—Hmer.
—¿Y éstas?
—Sfer.
Tamar sonrío.
—Hmer significa rojo —dijo serenamente—. Y sfer…
—¿Amarillo?
—Sí.
En el almacén de las manzanas se veía clavado un círculo de hojalata en el que había pintada una manzana de excepcional belleza, como si de un modelo de Modigliani se tratara, extremadamente larga y estrecha, de color amarillo mantequilla con un arrebol carmesí.
—Turkiyyi —dijo el granjero.
Los condujo hasta la parte de atrás del huerto, donde había tres manzanos turcos cargados; aún faltaba un mes para que la fruta madurara, pero ya se notaba claramente su forma alargada. Harry arrancó una, dura como una porcelana verde. Compró un cesto de las otras, las Hmer y las sfer y un buen racimo de uvas, de las que el druso sólo cultivaba blancas.
Subieron la montaña con el cesto hasta llegar a Neve Ativ. La habitación de la posada resultó ser limpia pero sin adornos, y las paredes y el suelo aún olían débilmente a madera nueva. Harry puso la manzana turca de color verde y la piedra roja de Levi en el alféizar de la ventana; formaban una agradable composición. Se tendieron en la cama y disfrutaron de la naturaleza muerta.
—¿Podrías vivir aquí? —preguntó Tamar.
—No lo sé.
Ella levantó su pequeño pie izquierdo, y él puso su pie derecho debajo.
—¿Qué estás haciendo?
—Te sirvo de sustento.
—Puedo sustentarme sola.
Ella apartó el pie, pero él lo siguió con el suyo.
—Me proporciona placer servirte de sustento. —La punta de su pie se anticipó, acariciándole apenas la planta—. Podríamos vivir seis meses aquí y seis meses allí.
—Para eso hace falta mucho dinero. ¿Tienes más de lo que necesitas?
—Sí. ¿Te molesta?
—Muy poco. Disfrutaría gastando dinero. Sólo que…
—¿Qué?
—Siempre compras demasiado de todo —dijo ella con perspicacia—. Demasiado vino, demasiado queso, demasiadas uvas, demasiadas manzanas.
—No son demasiadas manzanas. —Se levantó y llevó el cesto a la cama. Le abrió las piernas y empezó a colocar manzanas a su alrededor, contorneando su cuerpo con Hmer y sfer.
Puso las uvas blancas sobre su pelo oscuro, como un adorno.
—Tienen la misma forma que tus pechos y tu takhat. Me gustaría tener algunas peras, son las más eróticas. ¿Existe alguna palabra hebrea que designe a alguien que tiene una indigestión de peras?
—Le llamamos pri, una fruta —respondió ella. Su risa estalló junto a la boca de él. Lo besó apasionadamente, y él protegió las uvas.
Ambos se pusieron serios y se concentraron. Ella lo acarició con ternura, como si buscara a tientas alguna herida. Los músculos de sus muslos empezaron a tensarse, sus pezones adoptaron la apariencia del Hermon, y sus ojos se convirtieron en una estrecha abertura.
—Akhshav —dijo ella, pero la palabra hebrea pasó inadvertida y él prosiguió su tarea.
Ella lo cogió con fuerza.
—Dejemos que mi amado entre en el jardín.
No estaba mal; una parte de él logró pensar con admiración: juego sexual bíblico.
—Subiré a la palmera —dijo, y sus ojos quedaron fijos en los ojos cálidos del rostro moreno.
Ambos vacilaron y quedaron inmóviles. Luego, una a una, las manzanas fueron cayendo de la cama. Toc. Toc. Toc-toc. Toc. Y rodaron, formando un dibujo espontáneo en el suelo.
Más tarde se ofrecieron uvas mutuamente, y él cogió una manzana roja y ella una amarilla. La habitación olía a Tamar, a fruta y a madera nueva de pino.
—Tengo que quedarme aquí, en este país —dijo ella.
—¿Israel fracasará sin ti?
—Podría ser.
—Tendrás que explicármelo. Estoy perdiendo el sentido del humor.
—Israel puede ser como esas codornices que llegan a la playa de el-Arish. El esfuerzo puede agotarlo, dejarlo indefenso.
—Por lo que he visto, Israel no está indefenso —comentó él en tono áspero.
—Las malas viviendas y los harapos pueden hacer lo que las balas no logran, Harry. Es más la gente que huye que la que viene.
Empezaba a oscurecer. Él se incorporó y encendió la lámpara, y ella se levantó y bajó la persiana. Se puso el albornoz y regresó junto a Harry. Él había sudado mientras hacían el amor, pero ya se había enfriado. Le abrió el albornoz y se apretó contra ella, pero no había tela suficiente para cubrir a los dos.
Notó en el cuello de Tamar un débil latido en el que antes no había reparado.
—Vive aquí conmigo —dijo ella. Se miraron fijamente—. No digas nada, piénsalo simplemente —añadió Tamar—. La vida sería muy dura en Israel —aclaró—. Si vives aquí, en Estados Unidos algunos te llamarán opresor.
—Eso me importa un bledo.
—Es algo difícil de soportar. El mundo entero sabía que los primeros pobladores eran héroes porque ellos también lo sabían. Eso les daba coraje para luchar, incluso a los ancianos y a los niños. El padre de Ze’ev, que era huérfano, vino aquí cuando tenía doce años, y a esa edad ya luchaba.
—¿Por qué estás siempre hablando de Ze’ev?
—No hablo siempre de él.
—Hazme un favor, ¿quieres? No me interesa hablar de Ze’ev Kagan. Ni de sus aficiones, ni de sus esperanzas y ambiciones políticas, ni de su padre.
—Hazme un favor tú a mí. Vete a la porra. O vete a Nueva York. —Cerró los ojos, y guardaron silencio.
Ella le calentaba la parte delantera del cuerpo; el albornoz sólo le cubría un costado y tenía carne de gallina en la espalda.
—Voy a ducharme —dijo él por fin. De los dos grifos del cuarto de baño salía agua fría. Se quedó debajo de la ducha, temblando, hasta que el agua se llevó cualquier sensación placentera.
Cuando salió, ella estaba arrodillada en el suelo, recogiendo las manzanas.
—Déjalas donde están.
—Son comida.
Él la ayudó a recogerlas.
—No vamos a desperdiciarlas. —Tardó unos minutos en darse cuenta de que ella estaba llorando.
—Tamar.
Ella lo miró.
—¿Por qué tenías que enredarte conmigo? —dijo en tono amargo.
Durante la noche él se despertó y se sintió sobrecogido por un sentimiento de amor tan intenso que quedó desconcertado. Era distinto a lo que sentía por ella; hacía tiempo que había admitido que la amaba.
Israel.
¿Por qué no?
Aún era joven. Podía llegar a formar parte de esto.
Vio su vida como si se tratara de una diapositiva proyectada en el oscuro techo. Se ganaría la vida de alguna manera en el mercado de diamantes de Ramat Gan. Tal vez consiguieran un trozo de tierra cerca de allí, desde donde él podría ver el monte Hermon y cultivar manzanas turcas.
El latido del cuello de Tamar se acentuó cuando él lo rozó con sus labios, y ella se movió.
—Duerme —le susurró en hebreo.