19

LA FUNDICIÓN DE CAÑONES

Cada vez que Isaac Hadas Vitallo iba al palacio ducal daba su nombre completo, y cada vez oía que lo anunciaban como el joyero judío de la aldea de Treviso. Los olores del lugar y de la piedra húmeda, y los hedores corporales imperfectamente ocultos por perfumes demasiado fuertes y polvos toscos lo invadían y le revolvían el estómago.

El dux lo escuchó con sonrisa cálida y mirada fría.

—Te aprovechas de nuestra bondad —le dijo, como si estuviera regañando a un niño estúpido—. Gracias a nuestro amor, no estás obligado a llevar el gorro amarillo. A ti y a tu familia se os permite vivir en una casa bonita, como si fuerais cristianos, en lugar de hacerlo en el Gietto. Pero esto no es suficiente. Tienes que seguir incordiándome con los judíos muertos.

—Las procesiones fúnebres son atacadas entre el Gietto y nuestro cementerio en el Lido, Excelencia —protestó Isaac—. Ni si quiera podemos enterrar a nuestros muertos al amparo de la noche, ya que según la ley las tres puertas del Gietto se cierran con llave al anochecer y no se abren hasta que suenan las campanas de la mañana en el campanario de San Marco. Necesitamos la protección de nuestros soldados.

—Eso es sencillo —comentó el dux—. Ponte en contacto conmigo cada vez que muera uno de los tuyos.

—No querríamos molestaros tan a menudo —repuso Isaac.

Ambos sabían que semejante acuerdo supondría un cuantioso soborno cada vez que muriera un judío.

—Sería mejor que simplemente dierais la orden de que se nos proporcione un guardia para cada funeral. ¿No creéis, Excelencia?

—Hmmm. —El dux lo observó—. Me han dicho que quien lleva un anillo de jacinto en el dedo no puede ser víctima de la plaga ni de las fiebres. ¿Sabes algo de esto, joyero?

Isaac reprimió un suspiro de alivio.

—Eso he oído decir. Sé dónde conseguir un bonito jacinto. Con él os haré un anillo.

—Si lo deseas… —dijo el dux en tono despreocupado—. De cualquier manera, tal vez no tengas que preocuparte más por los funerales en el Lido. La condotta expira a finales del año.

La condotta, o «conducta», era el contrato gracias al cual a los judíos se les permitía vivir en Venecia. Durante varios siglos había sido renovado periódicamente, por lo general después de cierta reticencia por parte de las autoridades y del consecuente pago de sobornos.

—Excelencia, ¿no habrá problemas con respecto a la condotta?

—La iglesia ha beatificado a Simón de Trento.

Isaac quedó petrificado.

—Se han producido milagros en la tumba. Los sordos, los ciegos y los paralíticos han sido curados, la vida ha sido devuelta a los muertos. Ahora, el niño es san Simón.

Más de cien años antes, un apasionado predicador antisemita había pronunciado el sermón de cuaresma en Trento, en la frontera alemana al norte de Venecia. El sacerdote había dicho a los campesinos que los judíos que vivían entre ellos practicaban el asesinato como parte de sus rituales, y les habían advertido que vigilaran a sus hijos porque se acercaba la Pascua.

El Jueves Santo había desaparecido un niño de veintiocho meses llamado Simón. Las casas fueron registradas pero no hubo rastros del niño hasta el lunes de Pascua, cuando algunos judíos aterrorizados descubrieron su pequeño cuerpo flotando en el río. Hombres, mujeres y niños fueron torturados hasta que algunos de ellos aceptaron a gritos que el niño había sido asesinado para que su sangre pudiera ser utilizada durante la Pascua. Los líderes de la comunidad judía fueron arrastrados hasta la pila de la iglesia local, bautizados y luego cruelmente asesinados, y una ola de terror asoló Europa. Más de cinco años después del incidente, en Portobuffole, una población cercana a la cuna de Isaac, tres judíos fueron acusados de cometer un asesinato como parte de sus rituales, y murieron en la hoguera.

—Debes de comprender al senado —razonó el dux—. Aunque no se hiciera esta beatificación, hay muchas personas piadosas para las que la sola presencia de judíos supone una afrenta.

Mientras atravesaba el Fondamenta della Pescaria, el viejo mercado de pescado lindante con el río Canareggio, Isaac contempló el perfil desigual del barrio amurallado y pensó que la gente tendría que luchar para seguir viviendo como prisioneros. Era una isla pequeña e insalubre rodeada de canales. En otros tiempos había sido el emplazamiento pantanoso de Gietto Nuovo, «la nueva fundición del cañón», que le dio su nombre. Cuando se decidió que los judíos se quedaran allí, los propietarios de la isla levantaron a toda prisa unas construcciones desvencijadas. Hacía tiempo que habían sido privados del derecho a la propiedad; los alquileres en el Gietto eran el treinta por ciento más elevados de los que los cristianos pagaban por viviendas mejores en cualquier otro sitio. El barrio era demasiado pequeño y pronto se había extendido a una zona adyacente, Gietto Vecchio, «la fundición vieja», y luego no había quedado sitio salvo hacia arriba. Las casas que originalmente eran de madera se hicieron más altas, se levantó un piso desvencijado tras otro hasta que se convirtieron en trampas sin salida de incendios, que se estremecían y balanceaban cuando soplaba el viento. Las estrechas y sinuosas calles daban a callejones en los que había media docena de fuentes públicas, la única provisión de bebida para casi mil doscientas personas.

Isaac avanzó por el pequeño puente de la entrada del Gietto y saludó al guardián con una inclinación de cabeza. Había cuatro guardianes, todos cristianos. Se encargaban de que ningún habitante saliera por la noche, de que todos usaran el gorro amarillo que constituía la señal de calumnia de los judíos, de que los hombres no tuvieran nada que ver con las mujeres cristianas, y de que se ciñeran a los tipos de interés aceptados si prestaban dinero.

Entró en la sinagoga y se sentó en la antesala mientras el macera salía a toda prisa para llevar a cabo su tarea. Cuando los líderes de la comunidad entraron en la shul y se sentaron, algunos de ellos miraron a Isaac con resentimiento; él y el médico del dux eran los únicos judíos de Venecia que estaban autorizados a vivir fuera de la Fundición del Cañón. Pero él tenía la conciencia limpia. A pesar de sus privilegios, siempre había trabajado para ellos. Se inclinó hacia delante y los miró.

—Tenemos problemas graves —anunció.

El monte se inclinaba caprichosamente, percibiendo la sensación de alivio de Isaac, que regresaba a Treviso. Sus tierras se encontraban en el otro extremo de la ciudad, que tenía la costumbre de rodear. Eran tierras pobres de piedra caliza, parte de la llanura adriática que se extendía desde la costa hasta los Alpes Venecianos de color púrpura, que se alzaban a lo lejos. La lluvia penetraba en el suelo gredoso y se escurría hacia el mar de modo que durante el verano Isaac y su familia tenían que regar constantemente. Le alquilaban la tierra al dux, que había tenido la certeza de que allí nadie podría cultivar nada.

Elijah estaba en la viña, arando. Cultivaban durante todo el invierno, que era benigno, e intentaban convencer a la tierra de que retuviera parte de la humedad. Al llegar la primavera, las vides echaban zarcillos verdes y absorbían la fortaleza mineral de la tierra débil, llena de caparazones de antiguos moluscos de tierra, de huesos de animales, trozos de metal romano y conchas quitinosas de innumerables generaciones de insectos. De alguna manera, cuando llegara el otoño habría abundantes racimos de uvas enormes y misteriosas, casi negras y con un fino y quebradizo brillo azul, rebosantes de zumos dulces y almizcleños: la única sangre, pensó, que necesitaban o querían para celebrar la Pascua.

Elijah saludó a su padre con la mano y tiró de las riendas de los bueyes. No solía sonreír e Isaac lamentó devolver la tristeza a su rostro contándole los acontecimientos del día.

—No me importa —dijo Elijah, sorprendiéndolo—. Quiero ir adonde podamos poseer tierras.

—No existe tal lugar. Para nosotros las cosas son mejores aquí de lo que serían en cualquier otro sitio. Aquí soy el joyero del dux.

—Tienes algo de dinero, ¿verdad?

—¿Entonces?

—Debe de existir algún estado. Algún país.

—No. Y aunque existiera, ¿qué me dices de los demás, los que están en el Gietto? La mayoría de ellos no tienen nada, o muy poco.

Pero el muchacho no iba a conformarse.

—Podríamos ir al este.

—Ya he estado allí. Ahora, con los turcos, la vida es un infierno.

—Más al este.

Isaac frunció el ceño. Seguir la ruta de Marco Polo había sido un sueño pueril de Elijah, pero ahora su hijo era casi un hombre.

—Los Polo llegaron a Cathay hace trescientos años, no ayer —dijo bruscamente—. Los occidentales que se arriesgan a ir allí son condenados a muerte, sean cristianos o judíos. Tendrás que conformarte con lo que tenemos. —Cambió de tema—: ¿Nos queda algún jacinto?

Elijah apartó la mirada.

—No lo sé.

—Pues deberías saberlo —puntualizó—. Arar la tierra es un placer, un embellecimiento. Las piedras preciosas son nuestro oficio. Necesito un jacinto para el dux. Mira si tenemos alguno y dímelo enseguida.

Mientras cabalgaba hasta la casa delante de los bueyes, se arrepintió de haber hablado tan duramente. Deseaba poder estrechar a su hijo contra su pecho, expresarle su amor. Las cosas nunca habían sido fáciles para Elijah. Poco después de que él naciera, Isaac había abandonado Venecia para emprender su primer viaje largo para comprar diamantes. Había recorrido el Levante —Constantinopla, Damasco, El Cairo, Jerusalén— y había regresado con algunas de las gemas más hermosas que jamás había visto, joyas que le habían permitido librarse de esa especie de cárcel que era la Fundición del Cañón. Pero para conseguirlas había tenido que estar alejado del hogar durante más de cuatro años. Cuando regresó, su joven esposa era una mujer, una desconocida, y su hijo pasó varias semanas chillando cada vez que él se acercaba. Después había hecho otros dos viajes, pero no se había ausentado más de dieciocho meses cada vez. Luego habían llegado otros tres hijos y dos hijas: Fioretta, Falcone, Meshullam, Leone y la pequeña Haya-Rachel, todos bastante seguidos, de modo que compartían mutuamente sus cosas. De todos sus hijos, Elijah, el primogénito, era el único que no tenía compañía. Elijah solo tenía los dos bueyes y aquella débil tierra alquilada, y sus sueños delirantes.

¿Tan delirantes eran esos sueños?

En mitad de la noche, Isaac se enfrentó al hecho de que estuviera o no de acuerdo con el deseo de su hijo de marcharse, los judíos habían recibido órdenes de abandonar el lugar.

Se levantó en silencio, para no despertar a su mujer. No había luna, y a pesar de la hora no se habría arriesgado a que alguien viera al judío de Treviso cavando la tierra cerca del corral. Lo que había enterrado allí era exactamente una pequeña bolsa de vejiga de carnero; en su interior estaba la enorme piedra amarilla que había comprado en su tercer viaje. La piedra representaba las ganancias acumuladas de generaciones de comerciantes de diamantes llamados Vitallo. Era una fortuna más modesta que las acumuladas por otras personas acaudaladas, incluso por un buen número de judíos, aunque representaba riquezas mayores de las que cualquiera de sus antepasados había imaginado. Lo había comprado a bajo precio, en un país y un año en los que había estado disponible a un precio mucho menor de su valor real. Sin embargo, había tenido que utilizar casi todo su capital de reserva. Poseerlo le daba la posibilidad, en caso necesario, de coger su fortuna y huir. También podía quedarse sin nada debido a un simple robo, y de vez en cuando comprobaba la bolsa enterrada para asegurarse de que no había sido tocada.

Si tenían que abandonar Venecia, ¿esto le permitiría comprar algún tipo de seguridad?

Después de que los judíos fueran expulsados de España, ochocientos mil de ellos habían salido de aquel país sin tener adónde ir. Algunos alcanzaron la costa de África, donde los árabes secuestraron a sus mujeres, y pensando que se habían tragado las cosas de valor destriparon a los hombres. Otros se fueron a Portugal, donde compraron el derecho a existir con todo lo que poseían, y sus hijos e hijas fueron arrastrados al bautismo ante sus propios ojos. Miles de ellos fueron vendidos como esclavos, y miles se suicidaron. En el puerto de Génova se había negado la entrada a la ciudad a varias flotas que llevaban exiliados muertos de hambre. Ricos o pobres, los judíos habían muerto de hambre en el puerto. Sus cuerpos putrefactos habían causado una plaga que se cobró la vida de veinte mil genoveses.

Isaac se estremeció. Guardó el diamante en la bolsa y volvió a enterrarla, sin dejar de disimular las señales de la cava.

Muchos rezaban frenéticamente. Algunos ayunaban, como si mediante la privación pudieran forzar a Dios a que se apiadara de ellos. Isaac sabía por experiencia que no tenía sentido escuchar a aquellos que se retorcían las manos y perdían el tiempo lamentándose de su destino. Se reunió con algunos hombres sensatos que sabían cuál era el peligro.

—¿Crees que esta vez hablan en serio? —le preguntó el rabino Rafael Nahmia.

Isaac asintió.

—Yo también lo creo —opinó Judah ben David, el médico del dux.

—Lo han dicho en otras ocasiones —comentó el rabino.

—Nunca lo han dicho después de la beatificación de Simón de Trento —puntualizó Isaac—. Nunca lo han dicho en el año de su Señor de mil quinientos ochenta y ocho.

Los bancos eran su mayor esperanza.

Los judíos habían vivido en las ciudades-estado desde los tiempos de los romanos, cuando no habían padecido ninguna restricción. Habían sido granjeros, peones, mercaderes y artesanos, pero mientras surgían los grandes centros italianos de comercio y manufactura, los trabajadores cristianos empezaron a sentirse molestos y temerosos por la competencia que suponían estos enérgicos infieles, y los gremios estaban constituidos como sociedades semirreligiosas. Lenta pero inexorablemente, los judíos fueron obligados a abandonar la competencia y a aceptar trabajos tan sucios y humillantes que nadie más los quería, o tan esotéricos y especializados —como la medicina y el comercio de diamantes— que sus servicios eran ávidamente requeridos.

Mientras esto ocurría, la Iglesia empezó a reconocer que la usura cristiana era un problema espinoso. Aunque el préstamo estaba prohibido como pecado, los mercaderes, príncipes y hombres de la Iglesia caían en él con mucha frecuencia, y los tipos de interés eran opresivos, en ocasiones hasta del sesenta por ciento. Toda la sociedad dependía de los préstamos. Los campesinos pedían dinero prestado cuando había una mala cosecha, la gente de la ciudad cuando surgía una enfermedad, o para celebrar una boda. Al tiempo que condenaba el prestar dinero para obtener beneficio, la Iglesia no estaba dispuesta a prestarlo sin interés, aunque reconocía que los préstamos eran esenciales para la supervivencia de los pobres.

La mayoría de los judíos de la época, desterrados del comercio y con la prohibición de vender mercancías nuevas, vivían en condiciones precarias como comerciantes de segunda mano y traperos. La Iglesia invitó a algunas de las familias judías más antiguas, que en otros tiempos se habían dedicado con éxito al comercio, a que se convirtieran en banqueros prestamistas, arreglo en el que encontraban numerosas ventajas. Los usureros cristianos no arderían en el infierno. Los banqueros judíos eran controlables porque sus libertades civiles eran mínimas. La ciudad recibía un impuesto anual de aquellos a los que se les concedía el privilegio de hacer funcionar los bancos, y la Iglesia obtenía un pago sustancial de los banqueros cada vez que se renovaba la condotta.

Se estableció un nuevo tipo de interés del cuatro por ciento, pero pronto resultó obvio que con los sobornos y pagos necesarios, eso no permitiría que los bancos subsistieran, y el interés se elevó al diez por ciento con garantía y al doce por ciento sin ella, un porcentaje justo de la economía veneciana. Al cabo de pocos años, tanto la gente como la Iglesia habían olvidado el tipo de interés inicial del sesenta por ciento, y se unieron en su odio y desprecio por los usureros judíos. Pronto ejercieron tanta presión que los tipos de interés descendieron gradualmente hasta alcanzar el cinco por ciento, y lo que se había ofrecido a las familias antiguas como un privilegio se convirtió en una carga insoportable. Dado que los tres bancos de Venecia eran la razón por la que los judíos eran tolerados en la ciudad, la gente del Gietto consideró que el mantenimiento de los bancos era un impuesto especial y elevó anualmente cincuenta mil ducados para capitalizar préstamos de tres ducados a los cristianos pobres.

—¿Están dispuestos a arreglárselas sin los bancos? —preguntó el rabino.

—Nos odian a nosotros más de lo que aman nuestros préstamos —reflexionó Isaac.

Cerca de allí, el sonido de las oraciones alcanzó un renovado frenesí.

—Necesitamos un milagro —señaló amargamente el rabino—. Algo que iguale lo que sucedió en la tumba de san Simón de Trento.

Al día siguiente, Isaac fue llamado al palacio ducal.

—¿Excelencia?

—En la colección del Vaticano hay un diamante amarillo. Es una piedra grande y absolutamente inusual. Se llama el Ojo de Alejandro, por el papa Alejandro VI, padre de los Borgia.

Isaac asintió.

—Uno de los grandes diamantes. Lo conozco, por supuesto. Fue tallado por mi antepasado.

—El Vaticano desea que se haga una mitra para el papa Gregorio, en la que se engastará el Ojo de Alejandro. La habilidad de mi joyero es bien conocida —afirmó el dux, orgulloso—. Me han pedido que te asigne a ti esta tarea.

—Es un gran honor Excelencia. Estoy profundamente apenado.

El dux lo miró.

—¿Por qué apenado?

—A los judíos se nos ha ordenado que nos marchemos.

—Tú puedes quedarte y cumplir mi encargo, por supuesto.

—No podría.

—Te quedarás. Es una orden.

—Quedarme cuando los demás se marchan sería una muerte en vida para mí y para mi familia. —Miró al dux a los ojos—. Otras formas de muerte no serían más terribles para nosotros.

El dux se volvió y caminó hasta la ventana, desde donde contempló el mar.

El tiempo pasaba. Isaac esperaba, consciente de que no había sido despachado. Más allá de la cabeza del dux, tocada con el gorro de seda correspondiente a su autoridad, vio infinidad de puntos de luz del sol que danzaban sobre el agua. ¿Cuántos quilates había en el mar? Dios era el perfecto hacedor de facetas. Ningún mortal que tallara diamantes podía hacer algo más que emular modestamente ese diseño.

Finalmente, el dux se volvió.

—Es posible que yo ayude a tus judíos. Algunos miembros del senado lamentarían el cierre de los bancos. Yo puedo ejercer influencia sobre los demás.

—Excelencia, nuestra gratitud…

El noble alzó la mano.

—Entiéndeme bien, Vitallo. Me importa un bledo vuestra gratitud. Exijo un trabajo que me granjee la gratitud del Vaticano por haber proporcionado el artesano. —Movió la mano en un gesto de desdén, indicándole que se retirara.

Isaac fue corriendo al Gietto. Se dirigió a la sinagoga y buscó al rabino Nahmia.

—Tenemos el milagro —anunció en tono exultante.

Para buscar un orfebre, Isaac recurrió a Nápoles. Salamone da Lodi era un judío de gran talento que había trabajado de aprendiz con Benvenuto Cellini durante los últimos años de la vida del maestro. Cellini lo había elegido como gesto de gratitud hacia su propia etapa de aprendiz con Graziadio, que había sido judío, y muchos consideraban que Da Lodi era el sucesor de su maestro. El napolitano era un hombre gordo, un borracho desaliñado que conocía los granos de todas las furcias, pero a Isaac le resultaba más cómodo trabajar con un judío. Juntos elaboraron un diseño basado en la mitra que había sido utilizada en el templo por el Sumo Sacerdote. Se sentían incómodos por la cantidad de oro que necesitarían, pero cuando llegó el momento se les proporcionó el material sin ninguna queja. Para que los costes siguieran siendo reducidos y para que la mitra no resultara muy pesada para el papa Gregorio, Da Lodi fundió el oro y lo convirtió en hebras que tejió formando una corona antes de que los hilos sueltos se enfriaran por completo. El resultado fue una mitra de tal delicadeza y suntuosidad que Isaac quedó maravillado al pensar que Dios trabajaba misteriosamente y había creado esta belleza gracias al miedo de él, a la ambición del dux y a la fealdad de Salamone da Lodi.

La mitra deleitó al dux, que la colocó bajo custodia y ordenó a Isaac que realizara el engaste del diamante en el palacio ducal.

—Yo sólo trabajo en mi taller Excelencia —argumentó Isaac con firmeza. Era una escaramuza que había tenido lugar con anterioridad.

—Entonces tu taller y tu casa deben trasladarse al Gietto.

—Yo no puedo vivir en el Gietto, señor.

—No puedo garantizar la seguridad de tu hogar de Treviso —repuso el dux.

Isaac pensó que exageraba, pero reconoció que la violencia flotaba en el ambiente. Con la llegada de la Semana Santa, el fervor conmocionó a la población. Los sacerdotes del lugar pronunciaban sermones sobre el propósito asesino de aquellos que habían matado a Jesús. Por todas partes se veía gente con medallas y escapularios que mostraban el inocente retrato del martirizado bebé de Trento cuya muerte era llorada como si se hubiera producido el día anterior y no un siglo antes, y los judíos provocaban miradas siniestras cada vez que se aventuraban fuera del Gietto. Surgió la apremiante demanda de que todos los judíos de Venecia debían ser obligados a asistir a los sermones sobre la conversión, lo mismo que en otras ciudades-estado.

El dux publicó una proclama.

Se han adoptado medidas para asegurar que los no cristianos no empañarán la importante solemnidad del año católico. Las puertas del Gietto permanecerán cerradas con llave y custodiadas desde la salida del sol del Jueves Santo hasta la tarde del sábado siguiente, a las nonas. Durante ese tiempo, todas las ventanas del Gietto que dan fuera del mismo serán cerradas herméticamente, y a ningún judío se le permitirá salir durante la época de la Pasión, bajo la aplicación más severa de la ley.

Se apostó una guarnición en las cercanías de la granja de Treviso. Isaac detestaba tener guardias tan cerca, siempre en medio del camino. Una semana antes de que llegaran desenterró la pequeña bolsa que tenía escondida cerca del corral. No quería exponerse a que ningún soldado desenterrara su diamante amarillo mientras removía la tierra en busca de gusanos para pescar truchas en uno de los arroyos próximos.

Un día después de que le fueran entregados la mitra y el diamante llamado Ojo de Alejandro, Isaac llamó a su hijo al taller y cerró la puerta con llave. Sacó los dos diamantes y los puso uno junto a otro en su mesa de trabajo y sonrió al ver la expresión de su hijo.

—¿Dos? —preguntó Elijah.

—Éste es mío. Algún día será tuyo, y de tus hermanos y hermanas.

—¡Cuánta tierra podría comprarse con él! —Elijah tocó el precioso diamante que constituía su herencia—. Son casi iguales.

—Sin embargo uno es mucho más valioso. ¿Cuál?

Isaac había instruido al chico en el conocimiento de las piedras, como en la Gemara, desde muy pequeño. Elijah se sentó en el suelo junto a la silla de su padre y se colocó la lupa de joyero en el ojo.

—El de ellos —dijo, decepcionado—. Salvo por un punto oscuro en el culet, una nube perfecta. Es el mejor que me has enseñado jamás.

—Has aprendido la lección. Y debes aprender más. Todo lo que tengo para enseñarte.

Elijah no respondió.

—A partir de ahora —dijo Isaac suavemente—, trabajarás menos la tierra y estudiarás las gemas. Tendrás poco tiempo para la tierra.

El chico apoyó la cabeza en las rodillas de Isaac, que quedó sorprendido.

—Lo que yo quiero es la tierra —dijo con desesperación, y su voz quedó amortiguada contra el muslo de su padre.

Isaac tocó la cabeza desgreñada de su hijo.

—Debes aprender a usar el peine. —Le acarició el pelo—. Ellos tienen infinidad de personas que trabajan la tierra pero saben muy poco de las gemas. El saber es nuestro único poder Tu única protección. —Levantó el rostro de Elijah y le mostró el diamante del Vaticano—. Este fue tallado por tu pariente, Julius Vidal. Un maestro.

—¿Dónde vive?

—Murió hace mucho tiempo. Tres generaciones antes de que yo naciera. —Le contó que Vidal había huido de Gante después de que el terror de la Inquisición llegara allí, y que se había trasladado a Venecia y encontrado refugio en el Gietto—. Le enseñó el arte de tallar los diamantes a tu tatarabuelo.

—¿Cuál de nuestros parientes es descendiente de él?

—Ninguno. Hubo una plaga en la ciudad. Por alguna razón, sólo se libraron los que vivían en el Gietto. El resentimiento llevó a algunas personas a arrojar cosas por encima de la muralla, montones de ropas infectadas con las pústulas de la plaga. En el atestado Gietto murieron centenares de personas, incluido Vidal, su esposa y sus hijos.

—¡Cabrones!

Rodeó a su hijo con sus brazos y lo sostuvo. Los hombros del chico iban a ser más anchos que los suyos. El rostro húmedo contra su mejilla le produjo una gran impresión.

—¿Por qué no nos dejan en paz? —gritó Elijah.

—Ellos dicen que es porque Jesús ya no vive.

—¡Yo no lo maté!

—Yo tampoco —dijo en tono áspero.

Aquel año, el decimoquinto día del mes de Nisan cayó temprano con relación al calendario cristiano, y la Pascua judía llegó un mes antes que la Semana Santa. El día anterior a la fiesta, la granja estaba escrupulosamente limpia, los platos y los cubiertos de Pesach habían reemplazado a los que se utilizaban el resto del tiempo, y el pan ácimo de la panadería del Gietto había sido guardado en la cocina, cubierto con paños limpios, en espera de la puesta del sol y la seder. Del horno salían los aromas de budines, aves de corral y de un cordero pascual que se asaba con especias y hierbas. Durante todo el día habían estado llegando judíos con toneles y botellas en los que llevarse el fantástico vino de Pascua que los Vitallo habían preparado prensando sus propias uvas el otoño anterior.

Era miércoles de ceniza. Los hombres de la guardia se turnaban para ir a la iglesia de la aldea a recibir la bendición. Isaac y Elijah se afanaban ante el tablero de dibujo mientras las primeras moscas de la temporada anunciaban el calor de la primavera con frenéticos zumbidos. Isaac hacía los bosquejos preliminares, planificando los detalles del engaste. Incrustar el diamante en la mitra no resultaría difícil, pero él estaba trabajando de forma metódica, con sumo cuidado.

Elijah, aburrido, se asomó a la ventana y contempló las verdeantes colinas.

—Si no podamos las viñas ahora, después será demasiado tarde.

—Vete —gruñó Isaac.

El chico hizo una pausa para coger la podadera que guardaba afilada como una navaja y salió corriendo hacia el viñedo.

Un rato más tarde, Isaac lanzó un suspiro y dejó el carboncillo en el tablero. Era un día demasiado hermoso para quedarse dentro de la casa. Afuera, el sol era cálido y la suave brisa arrastraba el olor del mar Trepó por una pequeña colina que había detrás de la granja y desde la que le gustaba contemplar su finca. En el corral, sus hijos más pequeños ayudaban a su madre a vender el vino. Los guardias se paseaban por el lugar probando la cosecha, e Isaac sonrió al ver que su esposa los vigilaba atentamente; Fioretta, su hija mayor mostraba las señales propias del crecimiento.

Había unas nubes blancas y altas, y una sensación de vida que empezaba a despertar en todo lo que él veía. La tierra estaba húmeda, pero se sentó para observar a su hijo que podaba las viñas de la ladera opuesta.

En lo alto de la colina aparecieron dos niños corriendo. Se encaminaban directamente a las viñas.

A continuación apareció un anciano que corría tras ellos. ¿Por qué los perseguía, y por qué llevaba una guadaña si esos meses se dedicaban a la preparación del heno?

Isaac vio a los niños claramente, incluso percibió las manchas de ceniza en sus frentes. Corrían directamente hacia donde estaba su hijo y al parecer intentaron golpearlo. Elijah los sujetó fácilmente, esperando que llegara el anciano.

En lo alto de la colina aparecieron hombres de todas las edades, que corrían a toda prisa.

—¡No! —gritó Isaac.

En el corral, Fioretta dejó caer una botella de vino. Los soldados cogieron sus armas.

Isaac había echado a correr.

Vio que el anciano llegaba a donde se encontraba Elijah. La hoja de la guadaña resplandeció, más brillante que el sol sobre el mar Elijah no hizo amago siquiera de usar su podadera. Cuando la guadaña volvió a destellar su brillo fue del color del rubí, la faceta más terrible de todas.

Elijah fue enterrado el tercer día de la Pascua en el cementerio del Lido. Los guardias los proporcionó el dux, que pasó por la granja pocos días más tarde.

—No será que no te lo advertí, Vitallo.

Isaac lo miró.

—Aunque es de lo más lamentable, por supuesto… El hombre que te cortó el hombro, el que ellos hirieron… Murió, ¿sabes?

Isaac asintió.

El dux se encogió de hombros.

—Un viejo campesino. —Parecía incómodo; estaba acostumbrado a ver cenizas en la frente de los cristianos una vez al año; evidentemente, las cenizas en la cabeza de los judíos envueltas en arpillera parecían un ejemplo de su barbarie.

—¿Esto retrasará las cosas?

—Treinta días, Excelencia.

—¿Tanto tiempo?

—Sí, Excelencia.

—Entonces quiero el trabajo terminado en cuanto pasen esos treinta días, ya me entiendes.

En cuanto el dux abandonó la casa, Isaac se sentó en el suelo y empezó a orar.

La herida del hombro le dolía pero podía mover el brazo. En la mañana del trigésimo día apartó la arpillera y se afeitó la barba. Cerró con llave la puerta de su taller y colocó la mitra en la mesa. Luego permaneció un largo rato con la mano apoyada en la silla vacía, mirando la colina a través de la ventana.

Finalmente cogió la piedra y la engastó en la mitra de Gregorio.

Dos días más tarde fueron desalojados de la casa. No pudieron llevarse todas las cosas que habían acumulado durante el tiempo que vivieron en Treviso. Un caballo tiraba del carro que contenía las pertenencias que se llevaban; mientras lo seguían, pasaron junto a la viña en la que ya estaban trabajando los campesinos del dux.

El nuevo sombrero era el más fino que había podido comprar Tal vez era su imaginación, pero cuando llegaron a la ciudad le pareció que el caballo y el carro, y él, su esposa, Fioretta, Falcone, Meshullam, Leone y la pequeña Haya-Rachel se disolvían en el aire. Lo único que el guardián vio fue el color amarillo del sombrero mientras ellos atravesaban el pequeño puente y la puerta del Gietto.