18

EL COCHE GRIS

En cuanto la soltó, ella se vistió a toda prisa y se fue sin pronunciar una palabra. Él estuvo despierto toda la noche, y por la mañana se sentía terriblemente mal. Era una forma estúpida de prepararse para una negociación importante.

Salió y corrió hasta quedar exhausto. No había ningún terreno blando para correr; en Jerusalén casi todo era pavimento o piedras, y empezó a sentir agujetas. Cuando regresó al hotel se metió en la bañera con agua caliente y luego pidió que le llevaran huevos pasados por agua y tostadas. Antes de meterse en la cama, dejó el aviso de que lo llamaran a las cuatro de la tarde.

Logró dormir hasta entonces; tal vez el esfuerzo había valido la pena. Tuvo que afeitarse con mucho cuidado: tenía una horrible hinchazón morada en la mejilla.

A las cinco y media alguien llamó a la puerta; cuando la abrió, encontró a Tamar.

—Entra.

Ella se sentó en una silla y cogió un libro de su bolso.

—Me alegro de que hayas regresado.

—Prometí que iría contigo.

—No es necesario que lo cumplas.

—No te lo prometí a ti.

Él asintió.

Se concentraron en la lectura.

—¿Has comido?

—No tengo hambre.

—Yo tampoco. De todos modos, creo que sería una buena idea que comiéramos algo.

—Prefiero no comer, gracias.

Bajó solo al comedor. Se obligó a terminar un bocadillo de pollo, como si estuviera llenando un horno.

Luego subió y leyó un poco más. La habitación aún olía levemente a sexo, pero ahora estaban sentados como si se encontraran en una biblioteca pública.

Sólo había una corta caminata desde el hotel hasta el barrio conocido como Yemin-Moshe en honor a Moses Montefiore, el fundador de Nueva Jerusalén. El molino de viento parecía pertenecer a las tierras bajas europeas. Durante la encarnizada contienda librada antes de que alcanzara la categoría de Estado, se utilizaba como puesto de francotiradores. Finalmente los británicos hicieron volar la parte superior, maniobra que los judíos llamaron burlonamente Operación Don Quijote. A partir de entonces, además de parecer simplemente inverosímil, el molino había quedado chato, cosa especialmente extraña.

Se encuentra en medio de una pequeña zona abierta, bordeada por tres calles distintas.

—No dijo en qué calle debía esperar —comentó Harry preocupado.

Se quedaron en Hebron Road. Los coches pasaban de largo. Empezaba a oscurecer, y pronto resultó difícil ver el tránsito con claridad.

Un Peugeot avanzó en dirección a ellos.

—Creo que es azul —señaló ella.

Era gris, pero pasó de largo. Lo mismo hicieron unos cuantos más.

Pocos minutos después de las ocho, surgió un coche de la oscuridad, como si fuera una aparición. Harry supo lo que era cuando vio el tubo de escape en forma de cuerno de carnero, pero le resultó difícil de creer. El coche frenó junto al bordillo. En los asientos delanteros viajaban dos hombres. Descendió uno de ellos, menudo y con bigote.

—¿Señor Hopeman?

—Sí.

El hombre miró a Tamar.

—Señor, nos dijeron que vendría solo.

—Está bien. Ella viene conmigo.

—Sí, señor —respondió el hombre con vacilación. Abrió la puerta trasera. Harry pensó que sería más acertado decir que el exterior era de color perla. Dejó que Tamar pasara primero y luego se instaló en la suave tapicería, una especie de gamuza de color castaño.

La puerta se cerró con un ruido sordo y se alejaron impulsados por el sereno motor del que tanto había oído hablar.

Había un armario refrigerado al alcance de la mano. Contenía agua, pero nada de vino ni licor; tal vez Mehdi era un musulmán practicante. Había fruta y queso, y Harry se arrepintió de haberse esforzado en comer el bocadillo de pollo en el hotel.

Cogió el tubo acústico. A través del cristal que separaba los asientos vio que el hombre que iba sentado junto al conductor se enderezaba y prestaba atención.

—¿Señor?

No parecían árabes.

—¿Cómo se llama? —le preguntó Harry.

—¿Mi nombre? Soy Tresca, señor.

—¿Tresca? ¿Es un nombre griego?

El hombre lo miró fijamente.

—Tal vez es un nombre judío —dijo. Su compañero se echó a reír.

Harry sonrío.

—Tresca. ¿Me equivoco, o este automóvil es un Duesenberg modelo SJ?

La sonrisa del hombre dejó a la vista sus dientes blancos.

—No se equivoca, señor —le aseguró.

Harry pensaba que iban hacia el sur y estuvo completamente seguro al reconocer los sitios por los que pasaban. Era la misma carretera que él había recorrido para visitar la excavación de Leslau, y el mismo camino que habían hecho con el autocar de la excursión.

—Bonito coche —comentó Tamar.

Harry se puso de mal humor. El propietario del coche había conseguido algo que él no había logrado. Eso modificaba toda su actitud con respecto a Mehdi.

Pasaron a pocos kilómetros de Ein Gedi. La carretera dejó de trazar curvas como un río y se volvió completamente recta; a ambos lados se extendía el desierto negro. Sin aminorar la velocidad, atravesaron un par de poblaciones separadas por varios kilómetros de terreno yermo; en ambas vislumbraron fachadas bajas, manchas de luz amarilla y algunas personas, siempre árabes.

En dos ocasiones pasaron junto a camiones del ejército israelí, y una vez junto a un jeep. Los hombres que viajaban en los asientos delanteros no mostraron ningún tipo de reacción. Harry estaba seguro de que tenían todos los papeles en orden.

Mientras se acercaban a otra población, el conductor frenó inesperadamente pero sujetó bien el volante y la disminución de la velocidad fue suave. Tresca abrió la guantera y Harry tuvo una visión momentánea del cañón grueso y negro de un arma.

Un camión de carga se había detenido formando un ángulo a un lado de la carretera, que estaba obstruida por una multitud de hombres que gritaban. Tresca abrió la puerta y bajó.

Regresó y guardó el arma.

—El camión ha matado una cabra. Ahora el camionero y el cabrero discuten el precio.

El conductor hizo sonar el claxon. La multitud se apartó. El maravilloso automóvil pasó junto a la res bañada en sangre y por la ventanilla trasera Harry vio desaparecer la población. Nadie los seguía.

Cuanto más avanzaban, más calor hacia. Llevaban menos de dos horas viajando pero Harry tenía la ropa pegada a la piel. Tamar dormía en el otro extremo del asiento. Observó el rostro de la joven y vio que la noche anterior le había dejado oscuras ojeras.

Exactamente después de que las luces de Eilat aparecieran a lo lejos, el conductor aminoró la marcha. Giró a la izquierda por un camino lleno de baches. El Duesenberg avanzó dando bandazos hasta quedar oculto detrás de unas altas dunas, y luego se detuvo.

Tresca volvió a meter la mano en la guantera y a Harry le empezó a latir el corazón aceleradamente, pero el hombre sólo cogió un destornillador y una matrícula enmohecida escrita en árabe. Bajó del coche y cambió las matrículas. Regresó minutos más tarde, secándose la cara con el pañuelo, y guardó en la guantera la matrícula azul de los territorios ocupados de Israel.

—Bienvenido a Jordania, señor Hopeman —anunció.

La casa de Mehdi se encontraba a veinte minutos de distancia por carreteras en mal estado. La sala tenía aire acondicionado pero estaba escasamente amueblada, para las costumbres occidentales. Escobas de junco y bandejas de cobre se sumaban a las colgaduras de tela de las paredes enlucidas. Había un cuenco con fruta en una mesa baja, cerca de un hervidor de pico largo que se calentaba sobre un brasero de carbón.

Mehdi los estaba esperando, a pesar de la hora. No pareció sorprendido por la presencia de Tamar. Con una sonrisa radiante en el rostro, les sirvió varias tazas pequeñas de café solo y amargo. Les llenó la taza tres veces antes de aceptar sus quejas de que ya tenían suficiente.

—Antes de examinar la piedra querrá descansar, ¿verdad?

Harry estaba impaciente por verla, pero se limitó a decir:

—Oh, sí, si no le importa. Necesito la luz del día.

—Lo sé —repuso Mehdi. Dio unas palmadas.

Tresca los condujo hacia la parte de atrás de la casa, hasta un ala que no tenía aire acondicionado. La habitación de Tamar estaba al lado de la de Harry.

Ella le dio las buenas noches y cerró la puerta.

El cuarto de baño estaba en el pasillo. No había agua caliente para ducharse, pero en realidad el agua fría salía tibia. No era muy correcto usar tanta agua, hasta que se dio cuenta. Mientras se secaba, por la ventana abierta vio las luces de un barco en el mar Rojo.

El colchón no era nuevo ni mucho menos, y tenía un hueco en el centro. Harry se quedó tendido en la oscuridad, desnudo y empapado en sudor, pensando en el diamante amarillo. Estaba casi dormido cuando notó que se abría una puerta.

Alguien atravesó la habitación y se tendió a su lado.

—Qué alegría, Tamar —susurro.

Sintió una repentina felicidad cuando una mano suave le tocó la pierna.

Entrechocaron la nariz. Él percibió un olor picante y peculiar, y sus manos encontraron unos hombros muy delgados y pechos como minúsculas frutas carnosas.

Buscó la lámpara a tientas.

Ella no tenía más de doce años. Comprendió aturdido que se trataba de la hospitalidad de Mehdi.

Acusado por el delgado cuerpo de ella, se levantó de la cama y abrió la puerta. La niña se quedó petrificada, observándolo, y sus ojos pardos le recordaron a alguien.

Saidi? —musito.

—Fuera.

Los ojos de ella se convirtieron en una línea, sus rasgos se disolvieron y empezó a llorar como lo que era: una criatura. Harry vio que tenía miedo de moverse; se acerco a ella, la cogió de la mano y la llevó hasta el pasillo. Con la esperanza de que no fuera castigada o privada de su paga, cerró la puerta y se dejó caer sobre la cama.

Un instante después se levantó y golpeó suavemente la puerta que separaba ambos dormitorios.

Tamar se acercó y abrió una rendija.

—¿Qué ocurre?

—¿Te encuentras bien?

—Por supuesto. Esta es una casa árabe. Nuestro anfitrión nos protegerá con su vida mientras estemos aquí como invitados suyos.

Cuando se cerró la puerta, volvió a acostarse. Enseguida oyó que se abría de nuevo.

—Gracias por preocuparte por mí.

Él le respondió que no tenía por qué dárselas.

Por la mañana lo despertó un gemido rítmico que finalmente identificó como una radio encendida a todo volumen. El calor era insoportable, y la soprano ululaba interminablemente. Sintió una terrible urgencia por encontrar a Mehdi y pedirle que le mostrara el diamante, pero se puso los pantalones cortos y las zapatillas deportivas. Tresca, vestido con chaqueta blanca de algodón, estaba en el comedor, preparando la mesa.

—Pensé que podía ir hasta la playa. ¿Está permitido?

—Por supuesto, señor. —Dejó una bandeja con vasos en la mesa y siguió a Harry hasta afuera.

A lo lejos se veía una barca blanca de pesca incrustada en el agua azul. No había otras señales de vida. Harry caminó hasta un punto en que la arena se volvía compacta y luego empezó a correr. Detrás de él corría Tresca, vestido con su chaqueta blanca.

—Ahora volvamos —le dijo Tresca después de correr unos ochocientos metros.

Harry se entrenaba con un rival imaginario. Consideró brevemente la posibilidad de lanzarle una amable finta a la cabeza, tal vez un pequeño amago.

Tresca ni siquiera estaba agitado. Harry tuvo la sensación de que, si se lo proponía, el otro hombre podía hacerle mucho daño. Se volvió obedientemente y empezó a correr de regreso a la casa.

Media hora más tarde se sirvió un buen desayuno veraniego: verduras cortadas y yogur, khumus y tekhina, pan, queso y té.

—Coman en nombre de Dios —les dijo Mehdi.

Bismillah —repuso Tamar. Se notaba que estaba tensa porque hablaba más de lo habitual. Harry la observó mientras Tresca, que se había refrescado y cambiado la chaqueta, iba a buscar más café para ella.

—Es un criado excelente —comentó.

—Sí, por supuesto.

—No es egipcio.

—Albanés —señaló Mehdi—. Yo tengo antepasados albaneses. Lo mismo que Faruk, ¿sabe?

—¿Y cuándo se hicieron egipcios? —preguntó Tamar.

—A principios del siglo diecinueve. Los mamelucos se alzaron contra el imperio otomano en Egipto, y los turcos enviaron contra ellos tropas de choque albanesas al mando de un joven oficial llamado Mehemet Alí. Él sofocó la rebelión y luego les dio la espalda a los otomanos y se autoproclamó soberano de Egipto.

—¿Usted es descendiente de uno de esos hombres? —preguntó ella.

—Mi bisabuelo fue uno de sus soldados de infantería. Antes de ser derrotados, invadieron Nubia Sennaar y Kordofan, construyeron Khartum, tomaron Siria y, cuando Alí Pasha era un anciano, derrotaron a los turcos de los que en otros tiempos habían recibido órdenes. El hijastro y sucesor de Alí fue Ibrahim, cuyo hijo era Ismail, cuyo hijo fue Ahmed Fuad, cuyo hijo fue Faruk.

Tamar parecía a punto de hacer otra pregunta.

—Creo que tendría que aprovechar la buena luz natural —comentó Harry, como de paso.

Mehdi asintió.

—Tendrán que disculparme.

Bebieron café en un tenso silencio hasta que regresó Mehdi. Llevaba una pequeña caja de madera de olivo. En el interior había un calcetín marrón de hombre. Sujetó el calcetín de lana por la punta y lo sacudió, y de su interior salió rodando uno de los diamantes más grandes que Harry había visto jamás. Incluso bajo la escasa luz del comedor, relumbraba junto a una mantequera. Harry lo cogió procurando que la mano no le temblara.

—Necesitaré una mesa delante de una ventana del lado norte de la casa.

Mehdi asintió.

—Tendrá que ser en mi dormitorio —dijo en tono de disculpa.

—Si no le importa…

—Claro que no. ¿Necesita algo más?

—¿Se podría apagar la radio? —preguntó Harry.

Tendría que haberles pedido que hicieran la cama. La luz del norte entraba por las ventanas de una habitación en la que aún había un camisón de color púrpura entre las sábanas arrugadas.

Pero lo habían dejado solo. Se hundió en una silla y miró fijamente el diamante.

Quedó completamente desarmado. Su faceta de historiador aplastó al experto en diamantes, y se estremeció al pensar en los años y los acontecimientos a los que la piedra había sobrevivido.

Un instante después se acercó a la ventana y vio a Tresca sentado afuera, a la sombra, pelando pepinos. El otro criado, al que llamaban Bardyl, se encontraba detrás de una pared baja de la azotea. Cuando Harry abrió la ventana, Tresca continuó concentrado en su tarea, pero la mano de Bardyl quedó detrás de la pared, fuera del alcance de la vista.

Se sintió satisfecho. Se encontraba más cómodo cuando se tomaban medidas de seguridad.

De su bolsa sacó un bloc de papel muy blanco, un paño de gamuza y un sobre marrón pequeño que contenía un diamante canario de medio quilate y de un color extraordinariamente atractivo. Frotó los dos diamantes con el paño de gamuza y los colocó sobre la hoja blanca de tal modo que la superficie del papel captó suavemente la luz adecuada y la introdujo en las piedras.

El matiz del diamante más pequeño era perfecto. De la bolsa cogió un frasco de yoduro de metileno que había sido diluido con benceno en Nueva York hasta alcanzar exactamente la misma densidad del canario de medio quilate. Puso parte de la solución en un recipiente de cristal y dejó caer el diamante de medio quilate en su interior. Este desapareció ante sus propios ojos. El índice de refracción del líquido era igual que el de la piedra, de modo que en lugar de desviarse, los rayos de luz pasaban en línea recta a través del líquido y de la piedra, haciendo que ésta se volviera invisible.

Cuando metió el Diamante de la Inquisición en el recipiente no desapareció tan completamente como el diamante más pequeño. En el interior había burbujas congeladas y cierto color lechoso, pero una nube se habría destacado como un faro en una noche oscura. Enseguida resultó evidente que el diamante no tenía ninguna imperfección.

«Tendría que habértelo dicho», había musitado su padre.

—Maldita sea, papá. —Se permitió ponerse furioso con el hombre por el que aún guardaba luto—. ¿Qué es lo que tendrías que haberme dicho?

Retiró los dos diamantes de la solución y los secó, luego cogió sus instrumentos y preparó todo para hacer mediciones. El Diamante de la Inquisición rodó en la palma de su mano, magnifico, pesado y esplendoroso bajo la luz refractaria.

Pasó los dedos por el briolette.

¡Esto lo había creado uno de sus antepasados!

En la base de la piedra había pequeñas muescas cortadas con precisión. Recordó que éstas habían sido hechas por otro antepasado suyo, el que había engastado el diamante en la mitra de Gregorio.