EL JOVEN RABINO
Se puso los pantalones y las zapatillas de deporte, envolvió la ropa sucia y escribió la dirección de Della. Tamar seguía durmiendo cuando él salió de la habitación. Después de despachar el paquete a Nueva York, se quedó al sol, mirando a un chico que vendía galletas tostadas en la puerta de correos.
—Chaver, ¿dónde puedo encontrar un sitio en el que pulan piedras? Piedras para joyas, claro.
—Hay una tienda en las afueras de la Ciudad Vieja. Hacen cosas con piedras de Eilat. Está cerca de la Puerta de Jaffa.
—Todah rabah. —Se alejó corriendo. No era lo mismo correr en Jerusalén que en Westchester. En las aceras tuvo que abrirse paso entre una multitud de sacerdotes, viejos judíos, niños, y un árabe que empujaba una carretilla cargada de rocas. Al cruzar las calles avanzó lentamente; incluso con la protección del semáforo, había terminado por sentir terror por los conductores de Jerusalén.
Había empezado a hacer calor. Cuando encontró la tienda, estaba empapado de un agradable sudor. El propietario acomodaba anillos y brazaletes en distintas bandejas.
—¿Vienes desde los Juegos Olímpicos a comprar mis cosas?
—¿Me venderá un poco de polvo de carborundo?
—¿Para qué quieres carborundo?
—Para pulir piedras, lo hago como pasatiempo.
—¡Cómo pasatiempo! Trae la piedra y yo te la puliré por poco dinero.
—Quiero pulirla yo mismo.
—Yo no uso polvo sino un paño de carborundo.
—Mejor aún, si le sobra un poco. Y necesito ácido acético.
—Sólo tengo oxálico.
—Fantástico. ¿Y alúmina levigada, para el acabado?
—Mira, esto es valiosísimo. No me queda mucha, y tengo que ir a Tel Aviv para conseguirla. Yo vendo joyas, no materiales.
—Sólo necesito una pizca. Le pagaré lo que me pida. El hombre se encogió de hombros y buscó las cosas. Escribió algunos números, luego los sumó y le entregó el papel a Harry.
—Es fantástico. Le estoy muy agradecido. —Harry le pagó en dólares y añadió—: La primera venta del día.
El hombre pulsó el botón de la caja registradora.
—¿A esto le llamas venta? —preguntó.
Cuando volvió a entrar, creyó que Tamar aún dormía.
Aplicó unas pocas gotas de ácido al granate. Después de dejarlo actuar, empezó a frotar enérgicamente la piedra con el paño de carborundo.
—¿Qué estás haciendo?
—Puliendo.
Tamar se levantó y se puso la bata de él. Luego se llevó la ropa y el cepillo de dientes al cuarto de baño. Él siguió puliendo mientras ella se duchaba.
—Te regalo la bata —le dijo cuando salió de la ducha—. Te queda mejor que a mí.
Ella frunció el ceño.
—No seas tonto. —La colgó en el armario de él—. ¿Realmente puede haber sido una piedra bíblica?
—Sin pruebas, eso no tiene importancia.
—Si lo fue… ¿cómo debieron de usarla?
—Podría haber formado parte del tesoro del Templo, o pertenecido a uno de los reyes. La única piedra que se describe en la Biblia y que coincide con el color de ésta es la esmeralda del Pectoral.
—Esta no es una esmeralda.
Él rio entre dientes.
—No, pero las clasificaciones que hacían solían estar equivocadas. La piedra de la tribu de Levi probablemente se parecía mucho a ésta.
—Oh. Me gusta pensar que era la piedra de la tribu de Levi. Mi familia es levita.
—La mía también.
—¿De veras? —Se sentó a su lado. Olía al jabón de él—. ¿No es extraordinario? Mira lo oscura que se ve mi piel junto a la tuya.
—Sí.
—Hablamos idiomas distintos. Tenemos costumbres distintas. Y sin embargo, evidentemente, hace miles de años, nuestras familias salieron de la misma tribu.
Él se puso de pie y dejó correr el agua del lavabo sobre la piedra. El ácido había eliminado parte de la capa exterior arenosa.
—Te haré un broche —dijo, sosteniéndola en alto. Ella se quedó quieta.
—Harry, no quiero tu bata. Ni un broche.
—Quiero regalarte cosas.
—Y yo no quiero nada de ti.
Sabía lo que ella le estaba diciendo. Le acarició el pelo.
—A veces sí.
Ella se ruborizó.
—Eso es diferente. —Los dedos largos y morenos le sujetaron el brazo—. No es por ti. No volveré a abrir mi corazón a nadie. No puedo arriesgarme a otro sufrimiento.
Había llegado el momento de retirarse. Empezaba a comprenderla, a captar su temor.
—¿Ni siquiera puedo invitarte a desayunar?
Ella pareció aliviada.
—Claro que puedes invitarme a desayunar.
—Aún es temprano. Lamento haberte despertado.
—No, ya me había levantado. Estuve hablando por teléfono con Ze’ev. Encontraron al hombre por el que me preguntaste, Silitsky.
—¡Ah, Pessah Silitsky! ¿Dónde está?
—En Kiryat-Shemona.
—Creo que será mejor que se lo diga a David Leslau —dijo Harry.
—Por favor, Harry —dijo Leslau, nervioso—. Debes hacerlo por mí.
Estaban sentados en sillas de tijera, en una desaliñada tienda de campaña, al pie de la más pequeña de las dos colinas cercanas a Ein Gedi. Harry oía el ruido de las excavaciones, una serie de zanjas poco profundas que marcaban con cuadros la ladera más baja. El campamento lo decepcionó; los hombres de las zanjas podrían haber estado instalando las alcantarillas. Leslau le había dicho que hasta el momento no habían descubierto absolutamente nada que tuviera interés arqueológico.
—Tú tendrías que ir a Kiryat-Shemona. Eres tú el que quiere casarse con la señora Silitsky.
—Precisamente por eso. Su esposo me guarda rencor, seguramente. No conseguiré que cambie de idea y le conceda el divorcio. Cualquier cosa que yo le diga a las autoridades será sospechosa, porque no soy una parte desinteresada. —Cogió su libreta y escribió algo—. Este es el número de la escuela al aire libre de la Asociación para la Conservación de la Naturaleza. Puedo estar toda la tarde junto al teléfono.
Esperó ansiosamente.
Harry lanzó un suspiro y cogió el papel con el número.
—Jamás lo olvidaré —le aseguró Leslau.
El monte Hermon surgió como un fantasma en el horizonte noroeste mientras el coche se acercaba al valle Hula. Afortunadamente, la carretera era recta; él no apartó la vista del pico nevado que se hacía cada vez más grande contra el cielo gauguiniano.
Kiryat-Shemona resultó ser una población pequeña y agrícola, con edificios nuevos de apartamentos y casas viejas y destartaladas. Abordó a un hombre que iba a cruzar la calle.
—Sleekhah, ¿sabe dónde puedo encontrar un rabino?
—¿Un rabino askenazí, o un rabino sefardí?
—Askenazí.
—El rabino Goldenberg. Dos calles más abajo, a la izquierda. La tercera casa desde el extremo, a la derecha.
Era una casa pequeña, con la pintura verde desconchada. El hombre que abrió la puerta era joven y corpulento, y lucía una barba castaña y lisa.
—¿Rabino Goldenberg? Me llamo Harry Hopeman.
La mano del rabino envolvió la suya.
—Adelante, adelante. ¿Norteamericano?
—De Nueva York. ¿Usted?
—Recibí el smicha en la Yeshiva Torah Vodaath. Está en Flatbush.
Harry asintió.
—Estudié durante un tiempo en la Yeshiva Torat Moshe, en Brownsville.
—¡La Yeshiva del rabino Yitzhak Netscher! ¿Cuándo la dejó?
—Hace años. Duré sólo unos meses.
—Ah, la abandonó antes de tiempo. ¿Y adónde se pasó?
—A Columbia.
El rabino Goldenberg sonrió irónicamente.
—Un lugar más grande, pero una facultad más débil. —Le ofreció una silla—. ¿Qué le trae por Kiryat-Shemona?
—Busco justicia —apuntó Harry.
—¿Le traigo una lámpara?
—Lo digo en serio. Tengo una amiga que es una agunah.
La sonrisa se desvaneció.
—¿Muy amiga?
—No. Ella y un amigo mío son muy amigos.
—Comprendo. —El rabino se pasó los dedos por la barba—. ¿El esposo de esta mujer era soldado y desapareció en acto de servicio?
—No, simplemente se fue de casa.
El rabino lanzó un suspiro.
—No puede haber divorcio, a no ser que él lo decida. Es uno de los pocos defectos de un maravilloso conjunto de leyes antiguas. A menos que usted logre localizarlo, no puedo hacer nada.
—Pensamos que está en Kiryat-Shemona. Se llama Pessah Silitsky.
—¿Silitsky? —Levantó la voz—. ¡Channah-Leah!
Apareció una mujer dándole el biberón a un niño. Tenía unas manchas de humedad en el hombro de la bata, donde el bebé había dejado sus babas, y a pesar del calor llevaba un pañuelo atado a la cabeza. No miro a Harry.
—¿Conoces a alguien llamado Pessah Silitsky? —le preguntó el rabino en yidis.
—¿Aquí, Herschel?
—Sí, aquí.
Ella se encogió de hombros.
—Peretz, el de la oficina municipal, podría saberlo.
—Sí, Peretz lo sabrá. ¿Quieres llamarlo de mi parte?
Ella asintió con la cabeza y se marchó.
—Peretz conoce a todo el mundo. —Se acercó a su librería—. Entretanto, veamos lo que dice Maimónides de este tipo de tsimmes.
—Perfecto, me gusta Maimónides. Estaba en mi profesión.
El joven rabino lo observó.
—¿Médico, abogado o filósofo?
—Diamantes.
—Ah, diamantes. ¿Hopeman’s? ¿En la Quinta Avenida?
Harry asintió.
—Veamos. —Volvió a concentrarse en sus volúmenes—. Aquí está, El libro de las mujeres. —Se sentó y empezó a girar las páginas y a canturrear. No era una melodía hebrea. Finalmente Harry reconoció los acordes de Qué noche la de aquel día.
Unos minutos después volvió a entrar su esposa.
—Peretz dice que es un contable de la oficina de la lechería.
El rabino Goldenberg asintió.
—Ah, la oficina de la lechería. Vayamos a verlo —propuso.
La oficina de la lechería resultó ser un lugar pequeño y atestado. En una de las mesas, una mujer trabajaba en un libro mayor. En la otra, un hombre delgado y de aspecto corriente seleccionaba una pila de formularios. Debajo de su yarmulkah asomaba una calva incipiente, pero su barba rubia aún era abundante. Parecía más joven que la señora Silitsky; Harry se preguntó si realmente era así, o si el estilo ortodoxo de la ropa de Rakhel Silitsky le había hecho pensar que ella era mayor de lo que era en realidad.
—¿Es usted Pessah Silitsky? —le preguntó el rabino Goldenberg en yidis.
El hombre asintió. Apareció un lechero por la puerta de la habitación contigua y colocó más formularios en el mostrador. Mientras la puerta estaba abierta, la pequeña oficina quedó invadida por los ruidos metálicos de los separadores de crema.
—Soy el rabino Goldenberg. Éste es el señor Hopeman.
—¿Cómo está? —dijo Silitsky.
—Bien de salud, gracias al Altísimo.
—Alabado sea Su nombre.
El rabino lanzó una mirada en dirección a la mujer que trabajaba en la otra mesa.
—¿Podríamos conversar afuera? Se trata de un asunto personal.
Silitsky adoptó una expresión cautelosa, pero se puso de pie y salió con ellos.
Los tres hombres se alejaron andando de la lechería.
—Se trata de su esposa —anunció el rabino Goldenberg.
Silitsky asintió; no pareció sorprendido.
—Este hombre dice que usted la ha convertido en una agunah.
Silitsky miró a Harry. Se acercaban a un banco, a la sombra de un pino.
—Sentémonos —sugirió Harry. Acabó sentado en el medio, un sitio incómodo.
—Es terrible convertir a una mujer en agunah —afirmó el rabino—. Es pecaminoso.
—¿Usted es el profesor norteamericano?
Harry se dio cuenta de que el hombre lo había confundido con David Leslau.
—No, no. Un amigo del profesor.
Silitsky se encogió de hombros.
—Yo también tengo amigos. Me cuentan cosas.
El rabino Goldenberg empezó a enroscarse la barba alrededor del dedo.
—¿Cuándo se fue de su lado?
—Ahora hace dos años. Aproximadamente.
—¿Le envía dinero?
El hombre sacudió la cabeza.
—¿Entonces —preguntó el rabino lentamente—, cómo sobrevive?
Silitsky guardó silencio.
—Creo que trabaja en una panadería —dijo Harry.
El rabino Goldenberg suspiró.
—Los sabios dicen que un hombre debe honrar a su esposa más que a sí mismo.
—La gente se reía porque yo no podía dominarla —dijo Silitsky—. Y los sabios también dicen que una mujer debe honrar totalmente a su esposo y mostrarle respeto. ¿No es así?
—Ah, ¿conoce la ley? —apuntó el rabino.
Silitsky se encogió de hombros.
—Entonces debe saber que cuando un hombre se casa, la ley judía le obliga a darle a su esposa diez cosas. Siete de ellas son ordenadas por los escribas. Pero la Torah… ¡la Torah!… dice que un esposo debe dar a su esposa alimento, ropas y vida sexual. —Se inclinó por delante de Harry—. ¿Quiere volver al lecho de ella en calidad de esposo?
Silitsky sacudió la cabeza.
—Entonces déjela libre —añadió el rabino.
Silitsky se miró los zapatos.
—Yo estoy dispuesto.
—¿Por casualidad no será usted un Kohen?
—Sí, soy un Kohen.
—Ah. ¿Sabe que una vez que un Kohen ha renunciado a su esposa no se le permite volver a casarse con ella?
—Claro que lo sé.
El rabino asintió.
—La próxima sesión del tribunal rabínico será este jueves por la tarde. ¿Se presentará ante el Beth Din a las dos en punto para divorciarse de ella?
—Sí.
—Ya huyó una vez. ¿Actuará pues como una persona valiente y no volverá a huir?
Silitsky lo miró fijamente.
—Nunca fue mi intención que esto se prolongara tanto tiempo. Al principio estaba furioso, y después… —Se encogió de hombros.
El rabino asintió.
—El tribunal rabínico se reunirá en mi sinagoga. ¿Sabe dónde está?
—Sí. Yo asisto a la sinagoga del rabino Heller, la pequeña shul polaca.
El rabino Goldenberg sonrió.
—Pero el jueves asistirá a la mía, ¿verdad?
—Estaré en su shul. —Silitsky se puso de pie, evidentemente aliviado, y les estrechó las manos.
Harry observó cómo se alejaba.
—¿Eso es todo? —Tenía las palmas de las manos húmedas.
—En modo alguno. Él ha aceptado, pero aún queda el asunto del divorcio.
—¿Será concedido?
—Es lo más probable.
—El rebbe de él en Mea She’arim…
El rabino Goldenberg escarbó en su barba con dedos nerviosos.
—Señor Hopeman, ¿acaso tenemos un papa? Su rebbe es un rabino, como lo somos mis colegas y yo. Ella recibirá un get, un certificado de divorcio, de un Beth Din autorizado; y noventa y un días después podrá casarse.
Regresaron al coche.
—¿Quiere oír algo descabellado, rabino? Hace unas semanas yo no conocía al hombre al que represento, al amigo de la señora Silitsky… ¿Qué estoy haciendo aquí?
El rabino sonrió.
—Eso convierte su misión en un mitzvah mayor, en una hazaña más meritoria.
Avanzaron por las calles silenciosas. Harry recordaba una visión diferente de la ciudad, la de las noticias de la televisión.
—El lugar en el que los terroristas asesinaron a todos esos niños, ¿está cerca de aquí?
—No muy lejos —dijo el rabino Goldenberg—. No hay nada que ver. Es un edificio de apartamentos. Los agujeros de las balas han sido rellenados y el edificio está pintado. Es muy importante dejar en paz a los muertos.
—Estoy de acuerdo —señaló Harry ansiosamente—. ¿Cree que se puede ayudar a alguien a hacer algo así?
El rabino sonrió.
—¿Otro mitzvah?
—No. Estrictamente como un acto de egoísmo.
—Creo que es algo que cada uno debe hacer por sí mismo.
Estaban delante de la casa verde destartalada.
—¿Alguna vez se unirá a una congregación de Nueva York?
—Estoy en casa, señor Hopeman —puntualizó el rabino. Bajó del coche y le estrechó la mano.
—Vaya con Dios.
—Siga usted con Dios, rabino Goldenberg.
Se alejó unas pocas manzanas hasta la oficina de correos. Había un teléfono público, pero era de los que nunca había utilizado. Tuvo que pagar la conferencia con fichas que compró en la ventanilla de los sellos. Cuando las dejó caer en la ranura, a través de una ventanita de cristal, pudo ver cómo cada ficha caía en la caja. Sin embargo, por alguna razón, no puso la cantidad adecuada y no obtuvo la señal correspondiente. Tuvo que pedir ayuda.
Finalmente oyó el zumbido. Cuando respondieron en la escuela al aire libre, tuvo que dar pocas explicaciones. «Aquí está su llamada, profesor», dijo alguien en hebreo.
—Hola, David. —Se dio cuenta de que tenía que esforzarse para no gritar—. Mazel tov! —exclamó.
Cuando logró llegar a las oficinas de American Express en Jerusalén ya eran las últimas horas de la tarde. Una mujer estaba cerrando la puerta de cristal.
—No estará cerrando, ¿verdad?
—Ya hemos cerrado. No podemos tener abierto a todas horas.
—Estoy esperando una carta.
—¿Y? Venga mañana.
—Por favor, me llamo Hopeman. ¿No puede mirarlo? Es muy importante.
La mujer asintió.
—Recuerdo el nombre. Está aquí. —Abrió con llave. Un momento después regresó con el sobre. Rechazó la propina que él le daba—. Simplemente, déjeme ir a casa a preparar la cena, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. —Era la misma letra apretada. Abrió el sobre y leyó la carta allí mismo, de pie en la acera. Sólo decía que a las ocho de la tarde del día siguiente un coche gris lo recogería cerca del molino de Yemin-Moshe. Encontró un teléfono en un restaurante y llamó a Tamar.
—He recibido la carta.
—Oh. ¿Cuándo te reunirás con él?
—Mañana por la noche.
—Perfecto.
—Sí. ¿Te quedarás conmigo esta noche?
—Me gustaría.
—¿Por qué no coges unas cuantas cosas, las suficientes para quedarte un tiempo conmigo? —Ella guardó silencio—. Tendré que marcharme en cuanto mi misión esté cumplida, Tamar. Sólo me quedan unos pocos días en Israel.
—De acuerdo. Ven dentro de media hora —respondió ella.
Esa noche se acostó y la contempló mientras ella se ponía esmalte transparente en las uñas de los pies con gran concentración. Lo primero que había notado en ella era lo bien que cuidaba su persona.
Le habló de los agujeros de las balas tapados con pintura que había visto en Kiryat-Shemona. Y de lo que el joven rabino le había dicho acerca de dejar en paz a los muertos.
Ella dejó de pintarse.
—¿Y qué?
—Eso es todo.
—¿Me estás diciendo que no dejo en paz a Yoel? Le dije adiós hace mucho tiempo. Y no es asunto tuyo. —Él la miró—. Dios mío. Sólo he compartido el sexo contigo —añadió ella.
—¿Y has disfrutado?
—Por supuesto —repuso Tamar en tono triunfal.
—Pero no te permitirás sentir nada más. Siempre fuimos tres en la cama.
Ella tiró el esmalte. El pequeño frasco le dio en la mejilla y luego chocó contra la pared. Intentó clavarle las uñas pero él la rodeó con los brazos y luego le sujetó las manos.
Ella lloraba de rabia.
—¡Suéltame, hijo de puta!
Pero él tenía miedo de que ella le arrancara los ojos o se marchara. Empezaba a dolerle la mejilla.
—No te quiero, sencillamente. ¿Es que no puedes entenderlo?
—Ésa no es la cuestión. Debes darte la posibilidad de sentir algo. Luego dime que me vaya, y no me volverás a ver nunca más.
—Estás loco. No me conoces en absoluto. ¿Por qué me haces esto?
—Creo que desde que él murió ha habido muchos hombres. Probablemente demasiados para alguien como tú. —Ella lo miró furiosa, sin dar crédito a sus palabras—. Quiero que digas algo en voz alta. Quiero que digas: «Harry nunca hará nada que pueda hacerme daño».
—¡Te odio! ¡Jódete! —gritó.
Bienvenida a mi cultura, pensó él con tristeza. Ella tenía los ojos húmedos. Él se los besó. Mientras Tamar giraba la cabeza, él sintió una duda repentina. Era incomprensible que ella no compartiera lo que a él le hacía estremecer. No se movió, no la tocó; sólo le sujetó las manos. No intentó hacerle el amor, ni compartir sólo el sexo, ni hablar. Se concentro en lo que estaba experimentando y deseó transmitírselo a ella. Pero se dio cuenta de que era una especie de intento de violación, porque se quedó tendido junto al cuerpo rígido de ella e intentó —con su mente, con su voluntad, con su percepción extrasensorial o con sus plegarias— penetrarla profundamente con sus sentimientos.