16

UN PASEO EN AUTOCAR

Lo que él había imaginado era un lugar apacible, tal vez con una buena playa, pero Tamar guardó algunas cosas en una mochila y lo acompañó al hotel para que él hiciera lo mismo. Le dijo que cogiera el tipo de ropa que había usado en Masada.

—¿Adónde vamos? —le preguntó.

—¿Por qué no dejas que sea una sorpresa?

—Nada de acampar.

—No acamparemos… exactamente.

Se detuvieron en una tienda de fruta y ella compró una enorme bolsa de naranjas, del tipo que los norteamericanos llaman «jaffas» y los israelíes, «washingtons». Cogieron un sheerot hasta Tel Aviv. Delante de un hotel de aspecto lamentable, frente al Mediterráneo, se unieron a un grupo de personas que esperaban en la acera.

Harry se sintió alarmado.

—No pienso viajar con una excursión organizada —le advirtió en voz baja.

Ella sonrió.

Algunas personas del grupo eran de mediana edad, y había media docena de colegiales. Vio que abundaban las cantimploras.

—¿Al menos vamos al norte, donde hace fresco?

Un hombre que estaba cerca oyó la pregunta y le dijo algo en hebreo a su compañero, que miró a Harry y mostró una amplia sonrisa.

Un autocar viejo que alguna vez había estado pintado de azul giró en la esquina y chirrió hasta detenerse delante de ellos.

—Escucha el motor. Es tan malo como un dybbuk —musitó el hombre que estaba junto a Harry. Las ventanillas del vehículo estaban opacas por el uso y la mugre; la carrocería se tambaleaba sobre los cuatro neumáticos más grandes que él había visto en su vida.

—¿Cuánto tiempo pasaremos dentro de esto?

—Venga —dijo ella.

En el interior, el aire estaba viciado. Desde que era niño le había resultado imposible viajar en un autocar sin marearse. Después de una batalla que le costó un nudillo despellejado, logró abrir la ventanilla.

—Shimon, aquí hay dos asientos. Por aquí —gritó con voz aguda desde el otro lado del pasillo una niña del grupo de escolares.

Un hombre recogió el dinero y anunció que era Oved, el guía. Les presentó a Avi, el conductor, que cerró las puertas de golpe como si preparara una trampa. Hubo algunos vítores poco entusiastas mientras el autocar suspiraba, se tambaleaba y empezaba a avanzar. Tamar, que estaba a su lado, sacó de su bolsa un libro sobre arte etrusco y empezó a leer. Harry se sintió engañado. En lugar del descanso que había imaginado, estaba volviendo al lugar en el que había estado con esta mujer, y se enfrentaba a la incomodidad y a una situación que no podía dominar.

—¿Adónde demonios vamos? —le preguntó directamente.

—Al Sinaí —anunció ella.

El paisaje podría haber correspondido, sucesivamente, a Florida, Kansas, California. Pararon en un campamento militar el tiempo suficiente para recoger a un capitán y tres soldados rasos que llevaban Uzis, una guardia armada que Tamar dijo que era necesaria porque se estaban alejando de la protección gubernamental. Mientras Harry dormitaba, Avi, el conductor, abandonó la carretera. Cuando se despertó y miró hacia afuera, vio que los campos se habían convertido en un terreno de arena y rocas, llano y sin huellas. Hacia el este, unos tocones negros se arqueaban contra el horizonte de una forma que le hizo pensar en Montana.

—¿El Sinaí? —le preguntó a Tamar.

Ella asintió.

—Negev.

Pasaron junto a un hombre vestido de negro, montado en un camello que avanzaba a paso ligero. El hombre sólo les dedicó una rápida mirada, pero los colegiales norteamericanos lo saludaron a gritos e hicieron montones de fotografías a través de las oscuras ventanillas. Media hora más tarde llegaron a un oasis en el que una sola familia de beduinos administraba una especie de parada de descanso. La comida consistía en un trozo de salchicha que sabía a cuerda, grasienta y muy condimentada, y una botella de naranjada casi caliente, con un fuerte regusto químico. El grupo de escolares expresó ruidosamente su desaprobación. Harry masticó y tragó, consciente de que se había comportado como un norteamericano desagradable.

Un chico que vivía en el oasis preguntó si podían llevarlo hasta una población cercana. En el autocar, Tamar conversó con él en un árabe fluido.

—Se llama Moumad Yussif. Tiene catorce años. El año que viene se casará y engendrará muchos hijos.

—Sólo es un niño.

—Su esposa tal vez tenga once o doce. Así eran las cosas, incluso entre los judíos, donde yo nací.

—¿Te acuerdas de Yemen?

—No muy bien. Vivíamos en una ciudad que se llamaba Sana’a. Allí la vida era difícil para los judíos. A veces se producían disturbios, y nos quedábamos en nuestros pequeños apartamentos hasta que se nos terminaba la comida, porque teníamos miedo de salir a la calle. A la vuelta de la esquina había un minarete. Todas las mañanas el almuecín me despertaba como un reloj. «Alaaaaaah Akbar!…».

El chico que estaba en la parte delantera del autocar reconoció las palabras. Sonrió con expresión vacilante y gritó algo.

—Le gustaría fumar un cigarrillo.

Un soldado que se encontraba junto al muchachito árabe, en la puerta del autocar, le ofreció un paquete. El chico sacó de su bolsillo una pistola niquelada y apuntó. Apretó el gatillo, y desde la boca del arma se elevó una lengua de fuego: era un encendedor.

—¡Dios! —jadeó Harry. Los soldados estallaron en carcajadas. El chico apretó el gatillo una y otra vez, encendiendo cigarrillos para los guardias armados. Un rato más tarde llegaron a la población, y el muchachito dijo Salaam aleikhum y bajó del autocar.

Esa tarde el viaje hizo sentir sus efectos. Los escolares se encorvaron sobre sus asientos para jugar, inventando empresas americanizadas que amasaban fortunas en Israel.

Rav-Aluf Motors. «Lo que es bueno para Rav-Aluf Motors es bueno para el país».

—Kissen Tel Excavations, Ltd.

—Avdat General Supplies. «Simplemente pídalo, somos Avdat». —Se oyeron algunos gruñidos.

—Afula Brush Company —dijo Harry, sorprendido de sí mismo.

La chica que estaba junto a Tamar, al otro lado del pasillo, lo miró con aire satisfecho.

—No está mal. ¿Quieres ser el hombre Afula Brush?

—Estoy ocupado, viajo con ella. Se llama Tamar. Yo soy Harry.

—Yo soy Ruthie, y él, Shimon. Es israelí. ¿Ella es tu esposa?

—Es mi novia. ¿Él es tu esposo?

La niña sonrió, aceptando la implícita amonestación.

—Es mi amigo —respondió, besando a su compañero en la mejilla.

El autocar pasó por una serie de desfiladeros cuyas rocas proyectaban largas sombras. Cuando los abandonaron, al llegar a Elat, la oscuridad ocultaba el mar Rojo, pero mientras el autocar avanzaba por la carretera alrededor de un puerto bañado por la luz de la Luna, pudieron oír el ruido de las olas. Pasaron sin aminorar la marcha junto a un hotel moderno y muy iluminado, y finalmente Avi, el conductor, frenó delante de un pequeño motel junto a la playa, en el que les proporcionaron el alojamiento incluido en la excursión.

La cena estaba compuesta por chuleta de ternera y sopa de cebada. Comieron sin entusiasmo, demasiado hambrientos para quejarse de la calidad. Pero las habitaciones resultaron ser celdas pequeñas y húmedas, con las sábanas mugrientas, llenas de manchas viejas.

—Vamos —dijo él.

—¿Adónde?

—Iremos a ese hotel grande por el que pasamos. Podemos regresar por la mañana, antes de que se marche el autocar.

—No quiero ir a otro hotel.

—¡Mierda! —protestó él bruscamente. Se sentó en la cama y miró a Tamar—. Puedo viajar en ese ridículo autocar y comerme esa comida repugnante, ¿pero por qué esta noche no podemos dormir en una cama decente?

Ella se dio la vuelta, salió y cerró la puerta.

Al principio él creyó que se iría sin ella. Pero cuando la siguió, no cogió sus cosas. La playa estaba al otro lado de la calle. Encontró a Tamar sentada en la arena, abrazándose las rodillas, y se sentó a su lado. La marea había subido, y por encima de las olas vieron las luces brillantes del otro hotel.

—¿Qué ocurre con este lugar, Tamar?

—Es un hotel agradable. En él pasé mi luna de miel.

Harry fue enseguida al motel y le dio una buena propina al recepcionista para que le proporcionara unas mantas limpias y una botella de vino blanco. Cuando regresó, ella estaba sentada en el mismo sitio; extendió las mantas y abrió la botella. El vino no estaba mal. Bebieron mientras la Luna asomaba desde detrás de las nubes y les permitía ver la espuma que formaban las olas al romper en la playa.

—¿Quieres que haga algo? —le preguntó ella con la cabeza apoyada en su hombro.

Él sacudió la cabeza.

—¿Y tú?

Ella le besó la mano.

—Quédate conmigo, simplemente.

Se tendieron sobre la manta y se abrazaron.

—Podría amarte —dijo él durante la noche. Las palabras surgieron solas, y al oírlas se sintió aterrorizado. Ella no respondió. Tal vez estaba dormida.

No fue tan terrible como dormir en Masada, pero por la mañana se sintió entumecido. Tomaron el buen desayuno que ofrece hasta el restaurante más pobre de Israel —aceitunas, tomate en rodajas, huevos y té— y volvieron a subir al autocar. Una carretera ancha y lisa los llevó hacia el sur. Un par de horas más tarde pudieron bajar del autocar en Sharm’el Sheikh para estirar las piernas y visitar el retrete.

Las Fuerzas de Defensa de Israel les proporcionaron una comida a base de ensalada. Los jóvenes soldados Tsahal eran amables y amistosos, pero había demasiadas armas a la vista; Harry se alegró cuando las autoridades aprobaron la ruta que pensaban seguir y el autocar abandonó el campamento armado. Pasaron por un sitio en el que los camellos habían atravesado la alambrada y entrado en un campo de minas; sólo quedaban unos cuantos huesos blancos de los animales. Oved, el guía, distribuyó tabletas de sal y les advirtió que cuidaran el contenido de sus cantimploras. Los jóvenes norteamericanos empezaron a cantar canciones que hablaban de nieve, frío y chimeneas. Luego pasaron a los villancicos de Navidad, informando al reverberante desierto que había nacido el Salvador.

Una anciana israelí que estaba sentada sola en la parte delantera del autocar se volvió y miró a los que cantaban.

—Me gustaría ver nieve —comentó Tamar.

—¿Nunca has visto nieve?

—Dos veces. Pero cuando nieva en Jerusalén… —se encogió de hombros— es una miseria, y desaparece en un abrir y cerrar de ojos. Me gustaría ver una capa gruesa y… ya sabes.

La nostalgia se apoderó de él con una intensidad poco habitual.

—Te gustaría. Sé que te gustaría. —Observó cómo hundía su hermoso pulgar en la piel de una naranja.

—Pensé que estos chicos eran judíos.

—Creo que lo son.

Ella hacia un pulcro montón con las pieles sobre su regazo.

—¿Por qué cantan canciones que hablan de Jesús?

—Este es un entorno que intimida. Tal vez buscan algo que les resulte familiar.

—¿Las canciones cristianas son algo familiar? —Partió la naranja y le dio la mitad.

—Por supuesto. Hmmm… qué buenas. —Las naranjas eran más pequeñas que las que había comido en Nueva York, pero más dulces; tal vez habían madurado en el árbol, y no en las cajas de embalaje—. La mayor parte de los chicos aprenden villancicos en la escuela. Estados Unidos es un país cristiano.

Ella asintió.

—Cuando te sorprendes, dices «¡Jesús!». ¿Te das cuenta de que lo dices?

Él sonrió.

—Supongo que sí. ¿Podemos comer otra naranja?

Esta vez Tamar dejó que él quitara la piel.

—Como mi padre, que aún llama «Allah» a Dios. Y varias veces he visto a judíos occidentales supersticiosos que tocan madera para tener buena suerte.

—¿Y?

—Es una cosa que hacen los cristianos. Los primeros cristianos tocaban madera y pedían la bendición de Dios porque la cruz de Cristo era de madera.

Harry partió la segunda naranja con mucha mayor torpeza que ella. Se dio cuenta de que no tenía con qué limpiarse las manos pegajosas.

—No elegimos nuestras costumbres ni nuestro lenguaje. Los heredamos.

—Hay una expresión inglesa y norteamericana que no soporto —apuntó Tamar—: Jódete.

Harry comió cuidadosamente su naranja. Los escolares ya no cantaban.

—En este rincón del mundo tenemos palabras para hacer el amor, por supuesto. Pero ni en árabe ni en hebreo existe una expresión para decirle a alguien cuando estamos furiosos: «Te odio, vete a hacer el amor». Debería ser una bendición, no una maldición. «Que Dios te acompañe y te permita hacer el amor». Cuando me siento feliz, me gustaría decirle a todo el mundo: «¡Jodeos todos! ¡Que joda el mundo entero!».

Harry creyó que los escolares nunca dejarían de reír.

Casi una hora después de que él estuviera hastiado de ver kilómetros y kilómetros de maravillosa playa, el autobús se detuvo en un chalet. El guía les dijo que podían disfrutar del agua durante dos horas. El primer piso de la casa estaba cerrado con llave y era inaccesible, pero en la planta baja había dos tocadores y un cuarto de baño con instalación sanitaria. Harry llegó a la playa antes que Tamar; cuando entró corriendo en el agua y se zambulló, se desvanecieron la fatiga, la irritación y el agarrotamiento. Se alejó nadando, feliz de poder estirar los músculos, y luego giró y se mantuvo a flote mientras observaba la casa como a través de un gran angular; era sólida y blanca y tenía techo de tejas. De no ser por el guardia armado, habría encajado perfectamente en un suburbio de Florida. No era el tamaño ni la arquitectura lo que la volvía Impresionante, sino el hecho de que estaba sola; su propietario tenía un reino vasto y exclusivo de desierto y océano. Dos de los soldados israelíes, con las armas preparadas, estaban de pie en un patio de piedra que daba al mar. Gritaban y le hacían señas para que volviera, como los vigilantes que silban a los adolescentes para que salgan de la zona más profunda.

Regresó nadando lentamente, disfrutando del agua. El grupo de turistas era una muestra de contrastes. Las chicas del grupo de estudiantes mostraban su cuerpo joven y firme en biquini, y chapoteaban. La anciana israelí llevaba una bata desteñida que le quedaba grande, y un sombrero de explorador de miraguano. Se puso en cuclillas hasta que el agua le llegó al cuello, y se balanceó como si estuviera soñando, como Harry recordaba que hacían las viejas en Coney Island.

Tamar, que llevaba un traje de baño negro, estaba estirada de espaldas, en la orilla. Harry se tendió a su lado y apoyó la cabeza en el muslo brillante y moreno. El sol caía a plomo y el agua caliente formaba espuma alrededor de ellos.

—Este viaje casi empieza a tener sentido.

—¿Pero no del todo?

—No del todo.

El guía, peludo como un oso, caminó pesadamente hacia ellos y lo estropeó todo.

—Esto es bonito, ¿eh?

—Muy bonito. ¿Quién es el propietario de esta casa?

—Había pertenecido a Faruk. Cuando él huyó, el gobierno de su país se apoderó de ella, y luego la tomamos nosotros, durante los Seis Días. Ahora se utiliza muy poco, salvo para los turistas.

Harry entrecerró los ojos para protegerlos del sol y observó la casa; fuera donde fuese, era seguido por un rey muerto. Se preguntó si Faruk habría llevado allí alguna vez el Diamante de la Inquisición.

—¿Por qué hay centinelas? ¿Corremos peligro de que nos ataquen?

Oved sonrió.

—Para vigilar los tiburones, que abundan en estas aguas. Después de todo, esto es el mar Rojo.

Apartó de su mente la idea de darse otro baño. Los colegiales recogían conchas, algunas de ellas hermosas, pero el premio lo capturó la anciana entre la espuma sin abandonar su posición en cuclillas: un brillante trozo de coral del tamaño de un pomelo. El único recuerdo que Harry se llevó al autocar fue una quemadura de sol. Tamar le esparció loción sobre los hombros con sus dedos ligeros y carnosos que lo excitaron. El olor del bálsamo tapó el perfume de las pieles de naranja. Avi, el conductor, giró en un camino lateral lleno de piedras y el autocar empezó a traquetear. Harry tenía calor y estaba cansado, dolorido a causa de la quemadura del sol y maravillosamente vivo.

—¿Qué es esto? —preguntó, en el mismo momento en que Oved anunciaba que la edificación que se alzaba ante ellos era el monasterio de Santa Katerina. Se parecía más a una fortaleza de piedra o a una prisión, y se alzaba literalmente al final del camino. Permanecieron sentados en el autocar durante un rato incómodamente largo.

—¿Por qué no entramos? —preguntó Harry.

—Hay una sola puerta, que permanece cerrada con llave desde el mediodía hasta la una, y desde las tres treinta hasta las seis treinta, mientras los monjes descansan y rezan —explicó Oved—. Es una costumbre que se respeta desde hace cientos de años.

A las seis y treinta y dos, un anónimo brazo de color castaño abrió el portillo, y todos bajaron del autobús y entraron en fila india. Oved los condujo hasta un patio y luego por una escalera para mostrarles la otra forma en que se podía entrar o salir del monasterio: una cabria que se balanceaba en el aire desde los altos muros de piedra. Un monje vestido con capucha de color castaño pasó flotando sin reparar en la presencia de los turistas.

—¿Han hecho votos de silencio? —preguntó Tamar.

Oved sacudió la cabeza.

—No, pero sólo algunos de ellos hablan hebreo o inglés. Están acostumbrados a la presencia ocasional de turistas, a los que no consideran su mayor bendición. —Les contó que el monasterio había sido construido por Justiniano I en el siglo V, al pie de la montaña que los árabes llamaban Jebel Moussa, en el sitio en el que se cree que Dios se le apareció a Moisés entre los arbustos quemados; la biblioteca contenía unos diez mil volúmenes, muchos de los cuales eran manuscritos antiguos, incluido un ejemplar del famoso Codex Sinaiticus.

—¿Qué es eso? —preguntó alguien desde atrás.

Oved pareció incómodo.

—Tiene que ver con el Nuevo Testamento. Es un comentario, creo.

—No —intervino Harry—, es el Antiguo Testamento escrito en griego.

—¿Por qué copiaron el Antiguo Testamento? —preguntó Tamar.

No encontró una forma elegante de evitar la respuesta, aunque el guía esperaba con evidente enfado.

—Aún no existía el Nuevo Testamento. Pero los primeros cristianos querían que sus servicios fueran diferentes de los servicios de los judíos. En lugar de utilizar pergaminos, plegaban hojas de papiro o de vitela y cosían los pliegues. Los códices fueron el comienzo de los libros tal como los conocemos ahora.

Oved le dedicó una mirada siniestra y reanudó su conferencia.

—El Codex Sinaiticus original fue retirado de Santa Katerina en mil ochocientos cuarenta y cuatro y colocado en el Museo Imperial de San Petersburgo. En mil novecientos treinta y tres un grupo inglés lo compró al gobierno soviético por cien mil libras, la mitad de las cuales fueron donadas por escolares, y fue a parar al Museo de Londres.

—¿Podemos ver la copia que se conserva aquí? —preguntó Harry.

—Imposible —respondió el guía con satisfacción. Los condujo escaleras abajo hasta una pequeña habitación que recordaba un cobertizo para las herramientas; pero en lugar de herramientas, algunas estanterías contenían filas y filas de cráneos humanos, y en otras había montones de huesos, clasificados y apilados: fémures y tibias a un lado, costillas a otro, columnas vertebrales y huesecillos de manos y pies a otro.

La niña llamada Ruthie echó a correr, seguida por algunos compañeros.

—El único esqueleto que hay aquí montado es el de San Esteban —informó Oved—. Los otros huesos son los restos de los monjes que han servido en este lugar a lo largo de mil quinientos años. Cuando un monje de Santa Katerina muere, es enterrado hasta que su cuerpo se descompone. Entonces se desentierran los huesos, se limpian y se colocan con los de sus predecesores.

Tamar cogió a Harry de la mano y salieron del osario. En el patio, el conductor intentaba vender a los pálidos jóvenes norteamericanos una cena de galletas y el resto de la salchicha grasienta que les habían servido en la comida del día anterior. Dijo que dormirían en dos dormitorios, uno para las mujeres y otro para los hombres.

—Son las reglas del monasterio. De todos modos, sólo dormiremos unas pocas horas, y así podremos llegar a la cima de la montaña al amanecer.

Harry y Tamar cogieron su bolsa de naranjas y subieron a la azotea. Ya era noche cerrada. La pomposa luna llena que habían visto en Masada era una alta astilla de plata. Hicieron el amor la primera vez estrechándose con desesperación, aún atormentados por los huesos. La segunda vez fue mejor, cada uno atento al placer del otro. Pero la mente de Harry trabajaba a toda prisa, ocupada en cosas en las que él no quería pensar. A pesar de los esfuerzos de Tamar, Dios no le puso la mano en el hombro ni le dijo: «Jódete, Harry Hopeman».

En su opinión —y la punta de la bota que exploraba su costado lo confirmó—, el guía había sido contratado por alguien que odiaba a los turistas.

—Levántese. Si quieren venir con nosotros a ver la salida del sol, tiene que ser ahora mismo.

Tamar se despertó en cuanto él le tocó la mejilla. Con los ojos legañosos, se pusieron torpemente los zapatos y bajaron la escalera.

Los turistas estaban reunidos en el patio.

—¿Alguien tiene una linterna? —preguntó Oved.

Nadie respondió.

—Bueno, eso significa que sólo tenemos dos. Yo iré delante con una, y Avi se colocará al final de la fila con la otra. En marcha, entonces.

Siguieron la luz como mariposas dormidas. El terreno estaba formado en su mayor parte por rocas grandes encajadas entre rocas gigantescas. Finalmente Harry se torció un tobillo.

—¡Por el amor de Dios! —le gritó a Oved—. Vaya más despacio, la gente se está quedando atrás.

—Casi hemos llegado a las escaleras. Allí es más fácil avanzar —repuso el guía.

En la ladera de la montaña habían sido colocadas unas losas, una encima de la otra. Oved les contó que los monjes se habían pasado la vida haciendo dos senderos en la cuesta más baja, uno para subir, de mil setecientos escalones, y uno para bajar, de tres mil cuatrocientos. Era una escalera que podía resultar una pesadilla para cualquier cardíaco. El ascenso era interminable.

Él era un buen corredor, pero ella no, y el ascenso resultaba difícil. Coincidieron en que se tomarían el tiempo necesario y que no les importaba en lo más mínimo la salida del sol.

El guía continuaba avanzando. Los escolares pasaban corriendo montaña arriba, y otros desaparecían como fantasmas. Unos minutos más tarde, a Harry le pareció que una de las figuras llevaba una linterna, y se preocupó al pensar que Avi había decidido no vigilar a los rezagados.

Aún era de noche cuando llegaron al final de la escalera. El sendero de arriba era más ancho, y el cielo empezaba a iluminarse; en cuanto pudieron ver dónde pisaban, su ritmo mejoró. A pesar de que había renunciado, se dio cuenta de que quería ver la salida del sol desde el punto más alto. Cogió a Tamar de la mano para recorrer el último kilómetro, instándola a que avanzara.

La cima de la montaña era una meseta de piedra que abarcaba alrededor de medio acre, rodeada por otros picos. Harry sabía que eran montañas viejas y desgastadas. Pero lo único que pudo ver fue una sucesión de peñascos escarpados, solitarios, azotados por el viento y extraordinariamente hermosos. No resultaba difícil imaginar que estaban habitados por Dios.

—Gracias por hacerme venir aquí.

Ella lo besó.

El viento les golpeó la cara cuando se unieron a los demás. Nadie decía nada porque el sol había empezado a salir. La luz era hermosa, pero más pálida donde ellos estaban.

Se dio cuenta de lo reducido que había quedado el grupo.

—¿Dónde están los demás?

—Nosotros somos los únicos que lo logramos —apuntó Shimon.

Harry se acercó a Oved.

—Será mejor que baje. Tiene a los turistas esparcidos a lo largo de varios kilómetros.

—Siempre hay un grupo que decide retroceder —dijo Oved, que estaba cómodamente instalado—. Encontrarán el camino de regreso al monasterio.

Harry lo miro.

—Creo que será mejor que vayamos. Este cabrón nos causará problemas —le dijo Avi, en hebreo.

—Será lo más prudente —repuso Harry, también en hebreo. Los dos hombres empezaron a bajar lentamente por el sendero.

—Yo voy con ellos —le dijo a Tamar. Ella lo siguió. Unos metros más abajo encontraron al guía y al conductor, que ayudaban a subir a una pareja de mediana edad.

—Dicen que son los últimos. Todos los demás han regresado a Santa Katerina —anunció Avi.

—Bajaré un poco más. Por sí acaso.

Le pareció que no había nadie más. Pero Tamar le tocó el brazo.

—Allí. Más lejos. ¿Ves?

Bajaron el sendero a toda prisa.

Era la anciana israelí, que estaba sentada en una roca. Tamar se detuvo.

—Es una viejecita orgullosa. Creo que sólo uno de los dos puede ayudarla.

Harry asintió.

—Espera aquí.

Al acercarse a la anciana vio que estaba pálida.

—¿Va todo bien, chavera?

Ella lo miró furiosa y se puso de pie con dificultad.

—Sólo estaba descansando antes de llegar a la cima.

—Por supuesto. ¿Puedo caminar con usted?

Después de subir dos escalones, se apoyó pesadamente en él. Cuando llegaron a la cima, la anciana jadeaba como una bestia de carga.

Lo apartó de un empujón. Se notaba que estaba haciendo un esfuerzo. Caminó vigorosamente hasta donde estaban los demás y no pronunció ni una palabra de agradecimiento.

Cuando regresaron al monasterio, Tamar fue directamente a la cama de campaña que había despreciado la noche anterior. Harry no tenía sueño.

En el jardín encontró a un monje que pasaba el rastrillo. No había hojas caídas, ni piedras, ni basura. Estaba trazando líneas onduladas en la tierra, como las de la arena de un jardín japonés.

—¿Habla inglés?

—Un poco.

—¿Existe alguna posibilidad de visitar la biblioteca?

—Casualmente yo soy el bibliotecario. Me llamo Pater Haralambos. —Hablaba un inglés excelente.

Haralambos, «radiante de alegría». Yo soy Harry Hopeman, Pater.

—¿Habla griego?

Polý oligon, no demasiado.

El monje dejó el rastrillo y lo condujo hasta una de las pesadas puertas que se parecía a las demás. En el interior, las paredes de yeso blanco estaban cubiertas de libros.

—¿Puedo ver la copia del Codex Sinaiticus?

Pater Haralambos cogió el ejemplar de la vitrina y lo puso sobre la mesa. Harry lo abrió con sumo cuidado. Era exactamente igual que el original que él había visto en Londres: letras griegas unciales escritas a mano sobre vitela, con tinta de color pardo. Las primeras líneas traducidas como un Antiguo Testamento que acababa de ser publicado por la Asociación de Publicaciones Judías: «En el principio, Dios creó el cielo y la tierra…».

Levantó la vista y vio que el monje lo observaba.

—¿Lleva aquí mucho tiempo, Pater?

—Mucho tiempo.

Haralambos tenía un rostro estrecho y apacible. Harry pensó que había algo poderoso en los brillantes ojos pardos; enseguida se dio cuenta de que era su profunda serenidad. Se preguntó si él podría haber alcanzado una tranquilidad semejante si no hubiera abandonado la Yeshiva.

—¿Alguna vez tiene nostalgia del mundo exterior? —preguntó, llevado por un impulso.

El monje sonrió.

—No es una de mis tentaciones. No me gusta lo que nos llega desde el exterior.

—¿Por ejemplo?

—Esta mañana, en la azotea, encontramos uno de esos artilugios que se utilizan para el control de la natalidad. ¿Qué clase de personas son las que se comportan de esa forma… en un sitio como éste?

—Personas que no creen que sea algo malo, Pater. —Volvió a concentrarse en el Codex.

—Creo que así debieron de comportarse los romanos antes de que cayera su civilización. Lo mismo que los griegos y los hebreos. ¿Se da cuenta del paralelismo?

—Procuro no hacerlo —respondió Harry.

Mientras él esperaba fuera de los muros para subir al autocar, la anciana —sin pronunciar una palabra— le puso en la mano el trozo de coral que había encontrado en el mar Rojo. Él empezó a protestar, pero Tamar le tocó el brazo.

—Debes aceptarlo —le indicó.

Agotados, permanecieron en silencio mientras el autocar hacía el camino de regreso. Cuando llegaron a la costa, una brisa entró por las ventanillas abiertas, añadiendo arena al malestar. A última hora de la tarde, Avi detuvo el autocar en una estación Paz para cargar combustible. Mientras los demás entraban a los lavabos, Harry hizo una llamada telefónica.

No había ninguna carta de Mehdi. El empleado de la oficina de American Express le informó que no había llegado ningún tipo de correspondencia para el señor Hopeman.

Cuando llegaron a Tel Aviv, varias horas más tarde, huyeron de la prisión del autocar azul con sus ridículos neumáticos.

—Nunca había estado tan cansada —comentó ella en el taxi que los llevaba a Jerusalén.

—Yo tampoco.

—Es culpa mía.

—Tienes toda la razón.

Rieron durante un rato.

—Eres divertido, Harry.

En el hotel experimentó la misma sensación de lujo que había tenido en Masada, pero esta vez fue mejor.

Tomaron una interminable ducha caliente y se lavaron mutuamente. Ella quedó horrorizada cuando él se mostró sensible al paño caliente y enjabonado sobre su cuerpo. Harry la tranquilizó: la carne estaba bien dispuesta, pero el espíritu era débil. Ella se puso la bata de él para cenar. Harry observó con satisfacción que el camarero del servicio de habitaciones no le quitaba los ojos de encima a Tamar.

Estaban demasiado cansados para terminar el postre.

En algún momento antes del amanecer, él se despertó y se quedó muy quieto, pensando en montones de cosas. De pronto percibió un olor espantoso que lo llevó hasta su bolsa. El coral que la anciana le había regalado evidentemente contenía minúsculos animalitos que se estaban vengando. Lo puso en el alféizar, donde sólo podía molestar a los pájaros, y cerró la ventana.

Ella estaba desnuda, con la sábana enredada entre las piernas. De pronto Harry supo qué quería hacer con el granate; fue hasta el cajón de la cómoda y lo cogió de debajo de las camisas.

Lo puliría. Le haría un engaste sencillo. Lo colgaría de una cadena de oro…

Ahí.

—Déjame en paz —dijo ella en hebreo.

Apartó la piedra de donde él la había colocado, entre sus pechos, y la hizo caer y rodar sobre la alfombra.

Harry se hundió en una silla y observó la luz cada vez más intensa que jugaba sobre el cuerpo de Tamar. Fue una visión que lo conmovió más que la salida del sol en el monte Sinaí.