14

UNA PIEDRA PARA EL SANTO PADRE

El hijo crecía como un melón en el vientre de Anna, su esposa, obligándola a moverse laboriosamente cuando realizaba sus tareas. Sin embargo, el suelo de la pequeña casa estaba tan blanco como el de cualquier casa de Gante. Su hijo Isaac estaba abrigado y bien alimentado, y siempre había leña acumulada o ardiendo en la chimenea.

—¿No puedes descansar? —le preguntó Vidal en tono malhumorado.

—Estoy bien. —Sonó la campanilla de la puerta principal, y ella salió del taller.

Él suspiró. El pequeño diamante blanco que se encontraba encima de la mesa, frente a él, estaba cubierto de marcas de tinta que él cambiaba constantemente, a medida que hacía nuevos cálculos en la pizarra. No tenía una mente rápida, lo reconocía mejor que nadie. No era débil, gracias al Altísimo, pero tampoco era el tipo de mente que le permitía a su hermano Manasseh ser rabino y erudito, ni la que había mostrado a su difunto tío Lodewyck, que en paz descanse, los secretos del tallado de las gemas que eran la salvación de su familia en estos tiempos difíciles. Las manos de Julius eran seguras y hábiles, pero estaba obligado a revisar sus cálculos un montón de veces antes de confiar en su planificación.

Anna regresó.

—Es un monje.

—¿Un benedictino, de la abadía?

—Un dominico, Julius. —Parecía preocupada—. Dice que viene desde España —añadió.

Nadie más que Anna estaba autorizado a ver su taller. Fue a la sala de estar donde el visitante esperaba junto al fuego.

—Que tengáis un buen día. Yo soy Julius Vidal.

El hombre, que dijo llamarse fray Diego, le entregó un regalo: dos botellas de vino español. Julius se había acostumbrado a los hábitos de color castaño claro de los monjes del lugar y el hábito negro del fraile lo devolvió al pasado con un sobresalto.

—He hecho un largo viaje para verte. Vengo desde el priorato de Segovia. Nuestro prior fray Tomás, desea encargarte que prepares un diamante en León.

Julius frunció el ceño.

—¿Tal vez un diamante que posee el conde De Costa?

—El diamante ha sido donado a la Santa Madre Iglesia.

—¿Quién lo ha donado?

Fray Diego frunció los labios.

—Esteban de Costa, conde de León. Será un regalo para nuestro Santo Padre de Roma.

Vidal asintió, seguro de que el fraile sabía que había sido llamado a España en dos ocasiones por el conde De Costa, y las dos veces se había negado a ir.

—Vuestro prior me honra.

—No. Tú ya has tallado un diamante llevado por tres papas.

Vidal sacudió la cabeza.

—Era joven, y aún aprendía mi oficio. Hice lo que mi primo me dijo que hiciera. Corté donde mi tío me dijo que cortara. Para acabar una piedra como la descrita por los agentes del conde De Costa se requiere la habilidad de un Van Berquem.

—Lodewyck van Berquem ha muerto.

—Su hijo Robert, mi primo y mentor, está vivo…

—En Londres, como tú muy bien sabes, prestando servicios como joyero a Enrique VII. Los ingleses han lanzado un hechizo sobre estas tierras bajas. Usan sus productos y artesanos como si les pertenecieran a ellos —dijo el monje en tono severo.

—Esperad a que haya terminado el trabajo para el rey Enrique —le aconsejó Vidal.

—No hay tiempo. El papa Alejandro nació en Valencia, y es viejo y está enfermo. El regalo debe ser entregado mientras un español sea pontífice. —Fray Diego sacudió la cabeza—. ¿No estás ansioso por dejar este lugar? Tú eres de nuestra maravillosa Toledo, ¿verdad?

—Ahora soy de aquí. —Descolgó un pergamino enmarcado de la pared y lo sostuvo para que el monje lo leyera. Estaba firmado por Felipe de Austria, y daba la protección de los Habsburgo y los Borgoña a Julius Vidal, junto con su familia, sus posesiones y sus herederos.

El fraile lo examinó, visiblemente impresionado.

—¿Tu padre no era Luis Vidal, de oficio curtidor de Toledo?

—Mi padre ha muerto. Era un comerciante de cueros que empleó a una veintena de curtidores. —Sintió deseos de agregar «para hacer un cuero que los españoles no conocen, ya que desterraron a los judíos».

—¿Y su padre fue Isaac Vidal, un comerciante de lanas de Toledo… —Julius no dijo nada. Se puso en guardia— …cuyo padre era un tal Isaac ben Yaacov Vitallo, gran rabino de Génova?

Se miraron. Vidal empezó a sentir un hormigueo en la piel.

El clérigo insistió:

—¿Es verdad que tu bisabuelo fue Isaac Vitallo, gran rabino de Génova?

—¿Y si fuera verdad?

—¿Sabes cuál es el nombre completo de mi prior de Segovia?

Vidal se encogió de hombros.

—Es fray Tomás de Torquemada.

—¿El inquisidor general?

—El mismo. Y me ha dicho que te comunique que don José Paternoy de Mariana está encerrado en una cárcel de León. —Vidal sacudió la cabeza—. ¿El nombre no significa nada para ti?

—¿Qué debería significar?

—Es un ex profesor de botánica y de filosofía de la ciencia en la universidad de Salamanca.

—¿Y? —Vidal refunfuñó. Ya estaba harto del sacerdote.

—Biznieto de un tal Isaac ben Yaacov Vitallo, gran rabino de Génova.

Vidal se echó a reír.

—Vuestra Inquisición tendrá que buscar un testigo mejor que yo —dijo—. Nunca oí hablar de este… pariente. Pero si lo conociera, no os diría nada.

Fray Diego sonrió.

—No vengo a buscar un testigo. Hay pruebas suficientes.

—¿De qué? —preguntó Vidal.

—De que es un converso, y un cristiano lapso.

—¿Un judaizante? —preguntó Vidal en tono seco.

El fraile asintió.

—La primera vez fue despojado de su posición como profesor y sentenciado a llevar el sambenito durante dieciocho meses. Esta es una segunda ofensa. Sin duda quedará liberado mediante el fuego en un auto de fe.

Vidal hizo un esfuerzo por dominarse.

—¿Y habéis venido hasta aquí para decirme que vais a quemar a otro judío?

—Nosotros no quemamos judíos. Quemamos a los cristianos que se condenan ellos mismos comportándose como judíos. Tengo instrucciones de informarte que… —el fraile escogió sus palabras con sumo cuidado—… si accedes a tallar la piedra del papa, se mostrará una clemencia especial.

Vidal lo miró furioso.

—¡Maldita sea! ¡No es pariente mío!

La expresión de fray Diego revelaba que no le gustaba que un judío le hablara de ese modo.

—Don José Paternoy de Mariana era hijo de fray Antón Montoro de Mariana, que antes de su conversión al cristianismo y su posterior ordenación fue el rabino Feliz Vitallo de Castilla. Fray Antón era hijo de Abrahem Vitallo, mercader de lanas de Aragón. Que era hijo de Isaac ben Yaacov Vitallo, gran rabino de Génova.

—¡No iré!

Fray Diego se encogió de hombros. Cogió un pergamino de su bolsa y lo colocó sobre la mesa.

—De todas formas, tengo órdenes de entregarte este salvoconducto firmado por el propio fray Tomás para que entres en España, y de esperar un tiempo razonable mientras piensas en el mensaje. Volveré, señor.

Cuando el fraile se hubo marchado, Vidal se quedó de pie delante de la chimenea. Cuando Lodewyck van Berquem padecía la enfermedad que había acabado con su vida, alguien le había preguntado por su salud. Julius recordaba lo que su tío había respondido: «Soy un judío que aún respira y siente. Por lo tanto, hay esperanza».

Llevó afuera las dos botellas que el fraile le había dejado y las vació. El vino español parecía sangre sobre la nieve.

Anna llegó desde la parte posterior de la casa.

Él lanzó un suspiro. Cuando la rodeó con sus brazos, el futuro lo golpeó en un costado.

—Debo ir a Amberes a hablar con Manasseh —le dijo besándole el pelo.

—Evidentemente, es absurdo —le dijo su hermano.

Se sintió aliviado y asintió.

—Sin embargo, me gustaría poder ayudar a ese De Mariana.

—¿Qué se puede hacer por otro? —dijo amargamente—. Sin duda, el maldito dominico miente. Si De Mariana fuera realmente pariente nuestro, nosotros lo sabríamos.

—¿Tú no lo recuerdas? —preguntó Manasseh en tono reflexivo.

—¿Y tú?

—Su padre… Recuerdo que nuestro padre maldecía a un primo suyo que en otros tiempos había sido rabino, y que se había hecho sacerdote después de la matanza de mil cuatrocientos sesenta y siete, cuando muchos se convirtieron para salvar la vida.

Se quedaron sentados en la pequeña sinagoga y guardaron silencio. Entró una anciana que llevaba un pollo desplumado en un cesto de paja. Le mostró el bazo a Manasseh y esperó ansiosamente mientras él pensaba si el pollo era kosher o no.

Julius lo miró con resentimiento. Él era el hermano mayor. Debía recordar cosas que Manasseh no podía recordar. El hecho de que sus papeles estuvieran invertidos reforzaba su idea de que tenía una mente lenta.

A los pocos minutos la mujer se marchó cojeando, contenta.

Manasseh suspiró y volvió a sentarse.

—En España sería quemada por preguntar si el pollo está suficientemente limpio para comerlo.

—Nosotros no estaríamos vivos si un pariente no hubiera intercedido por nosotros. Si tiene nuestra sangre…

Se miraron. Manasseh cogió la mano de su hermano y la sostuvo entre las suyas, cosa que no hacia desde que eran niños. Julius vio aterrorizado que el rabino de Amberes estaba terriblemente asustado.

—Con respecto a Anna y a mi Isaakel…

—Se quedarán aquí, con nosotros.

Palmeó la mano de su hermano.

La nevada que acolchaba los caminos llenos de baches le permitió trasladar a Anna hasta Amberes en trineo con un mínimo de incomodidad. Ella hablaba con alegría forzada. Cuando llegó el momento de la partida, se aferró a él y luego se apartó repentinamente. Él observó cómo salía de la habitación tan rápidamente como se lo permitió su cuerpo hinchado. Sabía que ella tenía miedo de dar a luz mientras él estuviera lejos.

Con ese triste pensamiento bajó por Jodenstraat, alejándose de la casa de Manasseh. Su caballo era un castrado muy fuerte. Él siempre llevaba una buena montura porque era un mohel, además de tallador de diamantes, y recorría las zonas rurales para practicar la circuncisión al nuevo hijo varón de cualquier familia judía.

Llevaba los bisturíes en las alforjas, junto con los instrumentos necesarios para trabajar el diamante, y tal como había acordado previamente, se detuvo a pasar la noche en Aalte, en casa de un comerciante de quesos cuya esposa había dado a luz a un niño siete días antes. A la mañana siguiente, Vidal levantó al hermoso y gordo bebé de la silla apartada para el profeta Elijah en todas las ceremonias de circuncisión, y lo colocó en las rodillas de su padrino para llevar a cabo la operación. Mientras realizaba el acto de periah, de empujar hacia atrás la piel del diminuto órgano para dejar al descubierto el glande, al padrino le temblaban las rodillas.

—¡Quieto! —protestó. Su bisturí ejecutó la Alianza de Abraham y el bebé lanzó un alarido al tiempo que perdía el prepucio. Vidal sumergió su dedo en la copa y le hizo chupar el vino al bebé, recitando la bendición mientras el pequeño recibía el nombre de su difunto abuelo: Reuven.

Los familiares sollozaban y gritaban: Mazel tov! Julius se sintió animado. Debido a sus dos vocaciones, la gente se refería a él como Der Schneider, el cortador. Manasseh siempre insistía en que tenía que ser más cuidadoso con una circuncisión que con el diamante más costoso. ¿Y por qué no? Mientras envolvía el diminuto pene con una gasa limpia, pensó que las madres de estos niños sabían muy bien cuál era la gema más preciosa que cortaba Der Schneider.

A media tarde entró en el puerto de Ostende. Le resultó fácil encontrar el Lisboa, una galera portuguesa desvencijada, de velas latinas. Le dio un vuelco el corazón al ver el aspecto salvaje de la tripulación que se ocupaba del cargamento. Pero no había ninguna otra embarcación que partiera con rumbo a San Sebastián, y el viaje por tierra, a través de innumerables baronías pequeñas y belicosas, era impensable.

Para su desesperación, después de pagar y de embarcarse, descubrió que fray Diego, cuya compañía esperaba evitar, también había reservado un pasaje. En la galera viajaban otros tres pasajeros, caballeros españoles que ya estaban borrachos y que a ratos se mostraban belicosos y gritaban invitaciones sexuales a los marineros.

Julius ató la brida de su castrado a un puntal y se acomodó en la cubierta, sobre un lecho de paja, pues prefería la compañía del caballo. El Lisboa se alejó con la marea. El rocío helado del mar del Norte pronto le impidió dormir en la cubierta. Esperó mientras pudo soportar el frío glacial; luego amontonó la paja alrededor del animal y se fue al minúsculo camarote de popa, que ya estaba ocupado por los demás. Cuando abrió la puerta sintió náuseas. Se quedó lo más lejos que pudo de los caballeros y se acercó al fraile, que soltó unas palabrotas. Vidal se volvió de cara a la pared y se quedó dormido.

Estaba acostumbrado a las travesías por mar, pero por la mañana las náuseas de los demás le hicieron sentirse mal. Durante los tres días siguientes, el barco surcó el mugriento oleaje del canal de la Mancha y aquellos hombres se convirtieron en una compañía lamentable. Las comidas consistían en un espantoso pescado salado y pan echado a perder. Le gustaba el vino verde de los portugueses, pero notó que el malestar de los caballeros se acentuaba después de beberlo, de modo que comió la cantidad de pan que pudo y se contentó con sorbos del agua que probaba de los toneles.

Cuando rodearon las islas del Canal, cesó el viento. El malestar de los pasajeros quedó aliviado cuando los remeros comenzaron su dura faena. Doblaban la espalda haciendo avanzar la embarcación sobre la superficie lisa del mar sólo mediante la fuerza humana.

Fray Diego había revelado a los caballeros que Julius era judío. Ellos hablaban en voz alta de que eran antiguos cristianos, y de la importancia de la limpieza, la pureza de la sangre. A pesar de que olían como el ganado, cuando él entraba en el camarote se llevaban las manos a la nariz para evitar el Foetor Judaicus, «el hedor judío». Uno de ellos contó un relato interminable sobre un judío que había robado algunas hostias consagradas de una iglesia. El canalla había llevado las hostias a su sinagoga, había colocado una de ellas en el altar y le había clavado un cuchillo afilado. ¡De la hostia había manado sangre! Cuando el asustado ladrón arrojó el resto de las hostias al fuego para deshacerse de las pruebas, la silueta de un niño se había elevado al cielo, por lo que el judío había confesado todo a las autoridades. Primero fue marcado con unas pinzas al rojo vivo, y luego quemado.

Vidal intentó no hacerles caso. Algunos miembros de la tripulación tenían monedas del reino de España y las intercambiaron con él, que así reemplazó las monedas de cobre de sus alforjas con maravedíes y dineros. Al caer la cuarta noche, volvió a soplar el viento. El aire viciado lo obligó a abandonar el camarote; cuando llegó a la cubierta encontró a uno de los caballeros, el que había relatado el cuento, apartando sus bolsas del montón de paja.

Pensó en el hijo que aún no había nacido.

El hombre desenvainó la espada. Con la mano izquierda cogió la alforja que contenía los preciosos instrumentos de Vidal y en actitud burlona la hizo balancear sobre la barandilla de la cubierta.

—Arrojadlas al mar —le advirtió Vidal, desesperado—, y tendréis que dar cuenta de ello a Torquemada.

Fray Diego pasó a su lado y dijo algo rápidamente. El pálido caballero, repentinamente sobrio, le devolvió las alforjas.

Después, las cosas mejoraron. Ya no se mofaban de él cuando se detenía en la cubierta a rezar. Lo evitaban. El dominico le repitió hasta la saciedad que aquellos hombres lo habrían matado y arrojado por la borda si no hubiera sido porque él, su buen y fiel amigo, había intervenido; y que serían apreciadas unas palabras de elogio hacia él ante quien correspondía. El fraile era peor que un mareo.

El viento no amainó. El quinto día por la mañana, la galera llegó al límite sur del gran golfo de Vizcaya y recalaron en San Sebastián bajo una lluvia torrencial.

Fray Diego salió del camarote de proa el tiempo suficiente para decirle que la galera también haría escala en Gijón.

—Permanece a bordo hasta llegar allí. Es más cerca de León.

Él no respondió. Hizo bajar a su castrado por la tablazón de cubierta hasta desembarcar, y se alejaron andando. El caballo había soportado bien el viaje. Cuando la tierra firme dejó de balancearse bajo sus pies, Vidal montó a caballo. El aire era más perfumado y suave que el de Gante, muy frío.

Compró dos cebollas a un campesino arisco de ojos pequeños. Al llegar a un pequeño pinar en una colina, desmontó y se sentó con la espalda apoyada en un árbol; desde allí pudo ver un prado lleno de ganado, un campo de trigo y un olivar.

Sintió deseos de tener consigo a su hijo y mostrarle aquel lugar «Mira, Isaac, la tierra donde nació tu padre. Lo echaron de aquí pero la tierra no tiene la culpa de eso. ¿No es hermosa? ¿No son fantásticas las cebollas españolas?».

No eran tan fantásticas como él recordaba. Les faltaba algo imposible de conseguir: un trozo de pan hecho por su madre, cortado de una hogaza aún caliente.

Le habían llamado Julio.

Pero eso había cambiado al llegar a los Países Bajos. Su padre, que había tenido que abandonar su capital, había intentado en vano trabajar como un fabricante de botas y guantes. Los gremios aceptaban que los judíos les compraran, pero no que se unieran a ellos. Cuando su padre murió, el hermano de su madre se hizo cargo de los dos sobrinos extranjeros. «Olvídate de Julio. Debes llamarte Julius», le había dicho su tío con firmeza. Él mismo había sentado el precedente al abandonar Italia como Luigi, estudiar matemáticas en París como Louis y, después de comprender que un judío no conseguiría un cargo académico, marcharse a Brujas y convertirse en Lodewyck, tallador de diamantes.

Vidal suspiró. Bebió agua de un arroyo para tragar mejor las cebollas y volvió a montar. Cesó la lluvia y salió el sol, y en Vitoria pudo comprar pan a unos peregrinos que iban camino de la catedral de Santiago de Compostela. Debió de parecerles lo suficientemente distinto para despertar sus sospechas; un rato después de separarse de ellos, fue alcanzado por unos guardias de la Inquisición. Quedó paralizado, pero el salvoconducto de Torquemada infundía respeto.

En las cuatro horas siguientes fue detenido en dos ocasiones más por hombres armados a los que les enseñó el documento. La tercera vez, a última hora de la tarde, ya había llegado a León y los guardias eran soldados de De Costa. Lo escoltaron al galope. Le resultó extraño ser uno de los veloces jinetes. Le gustó la sensación que experimentó al ver el paisaje que se deslizaba junto a él, y los sonidos que lo rodeaban. Pero los animales y la gente huían desesperadamente al ver los crueles y despreocupados cascos de los caballos.

Iba a ser tratado como un huésped. Le asignaron una habitación grande en la que había alimentos y vino. Había olvidado que existía el agua de rosas. Los flamencos sólo utilizaban jabón, para el que Anna guardaba las cenizas de la chimenea.

Esa misma noche fue llamado. El conde era un hombre corpulento y desaliñado, y tenía una constante sonrisa de suficiencia.

Vidal sabía de la existencia de De Costa por los refugiados que vivían en Amberes. Durante años había demostrado que algunos conversos acaudalados eran secretamente partidarios del judaísmo. Los bienes de éstos siempre eran confiscados, y De Costa había comprado gran cantidad de propiedades a bajo precio. Isabel estaba especialmente agradecida a quienes hacían que la Inquisición funcionara, ya que estos desaprensivos eran los únicos que le pagaban los impuestos sin quejarse. De Costa había sido nombrado conde en 1492, el año de la expulsión masiva de los judíos.

Varios años antes había adquirido el gran diamante amarillo y una buena cantidad de tierras, que eran propiedad de un converso llamado don Benvenisto del Melamed, un constructor de buques y nuevo cristiano que había cometido el error de permitir que la corona llegara a tener con él una enorme deuda por los barcos de la flota. Melamed había comprado el gran diamante amarillo a la familia de un caballero que lo había obtenido como botín durante las Cruzadas, en la gran mezquita de Acre. En lugar de donarlo a los Reyes Católicos o a su Iglesia, el constructor de barcos había cometido un último error: se había quedado con él.

Esa actitud egoísta fue para De Costa prueba suficiente del fatal judaísmo de Melamed, y éste había sido acusado de forma anónima de diversos cargos, y posteriormente quemado para purificar su alma cristiana. La pareja real, con una deuda gigantesca súbitamente cancelada, se mostró bien dispuesta cuando las posesiones del ejecutado fueron adquiridas por su leal y religioso súbdito De Costa.

El conde le mostró a Vidal la enorme casa solariega de piedra. Julius no le preguntó por el anterior propietario.

En una habitación enorme había artefactos de las Cruzadas que De Costa había reunido con pasión de coleccionista: espadas sarracenas, moriscas y cristianas, escudos y armaduras de muchas naciones, y una serie de banderas de batalla hechas jirones.

—Éste es mi favorito —anunció.

Atados a los costados de una pesada montura militar había lo que Vidal creyó que eran dedos humanos secos, hasta que vio que cada uno estaba innegablemente circuncidado.

—Pollas mahometanas —confirmó De Costa con una sonrisa burlona.

—¿Cómo sabéis que todos eran musulmanes? —preguntó débilmente.

El conde pareció sorprendido, como si jamás se le hubiera ocurrido pensarlo. Lanzó una carcajada y palmeó a Julius en la espalda por ser tan ingenioso.

A la mañana siguiente fue acompañado a un edificio del centro de León. Era una de las infames prisiones secretas de la Inquisición. Desde la calle podría haber sido confundida con una imponente residencia. En el interior había soldados armados y monjes dominicos.

Un fraile que dijo ser alcaide, o guardián, examinó su salvoconducto.

—Sí, el prisionero De Mariana está aquí.

Lo condujo por una serie de pasillos hasta una puerta, al otro lado de la cual alguien tosía. Al quedar abierta, Vidal vio que la habitación era muy pequeña. El orinal apestaba, pero por lo demás la celda estaba limpia. En el suelo había material de escritura, una palangana, un pequeño trozo de jabón, una navaja de afeitar y un taburete de tres patas. En un catre yacía un hombre delgado, de pelo blanco, que se había despertado al oír las llaves en la cerradura. Se sentó y miró a Vidal. Su pálido rostro estaba limpio y afeitado, pero sus ojos azules se veían legañosos.

—He venido a ayudarte.

El hombre no dijo nada.

—Soy Julius Vidal, tallador de diamantes de Gante, en los Países Bajos. Me han dicho que somos parientes.

El hombre se aclaró la garganta.

—No tengo parientes.

—El abuelo de mi padre era Isaac ben Yaacov Vitallo.

—No conozco a ningún pariente.

—Esto no es una trampa. Yo poseo una habilidad que ellos necesitan. Creo que puedo salvarte.

—No soy un réprobo, por lo tanto no necesito ser salvado.

—He venido para salvar tu cuerpo. De tu alma debes ocuparte tú.

El hombre lo miró.

Vidal se sentó en el taburete.

—¿Sabes algo de tus antepasados, la familia Vitallo?

—Desciendo de conversos. Es bien sabido. ¿Por qué iba a negarlo? Mi padre murió siendo un buen sacerdote en Cristo. Y yo he dado mi único descendiente a la Santa Madre Iglesia.

—¿Un hijo?

—Una hija. Mi Juana, una hermana de la Misericordia.

Vidal asintió.

—Qué extraño que las vidas de dos parientes sean tan distintas. Mi hermano es rabino. Nacimos en Toledo, donde murieron miles de judíos víctimas de la peste negra. Más de ciento cincuenta años después, seguíamos teniendo miedo.

—Yo nunca tuve miedo cuando era niño —puntualizó De Mariana, como si intentara demostrar algo—. Se dice que Toledo fue fundada por los judíos. ¿Lo sabías?

—Sí.

—Creo que es una mentira judía —apuntó el anciano con perspicacia.

—El nombre viene de Toledot, o hebreo por «generaciones». Una ciudad hermosa. La casa de mi padre estaba cerca de una sinagoga.

—Ahora es una iglesia. Conozco muy bien Toledo.

—Tal vez te refieres a la iglesia de Santa María Blanca, en lo que antes era una sinagoga, cerca del río Tajo —aclaró Vidal—. Esa ya era una iglesia cuando nosotros vivíamos allí.

—La sinagoga más nueva también es una iglesia ahora. Yo mismo he asistido a misa allí.

—¿Aún existe el cementerio judío?

De Mariana se encogió de hombros.

—En verano, mientras nuestro padre estaba en la sinagoga, mi hermano y yo jugábamos entre las tumbas. Yo solía practicar la lectura en hebreo con el epitafio de un chico de quince años, Asher Aben Turkel, muerto en mil trescientos cuarenta y nueve.

Esta lápida es un recuerdo

para que una generación posterior pueda saber

que debajo de ella yace oculto un muchacho

fantástico, un chico querido.

Perfecto conocedor,

lector de la Biblia,

estudioso de la Mishna y la Gemara.

Había aprendido de su padre

lo que su padre aprendió de sus maestros:

los estatutos de Dios y sus leyes.

—Que Dios me ayude. Empiezo a creerte. ¿Cómo es posible que un judío esté aquí, vivo?

—Puedes creerme, primo. —Vidal palmeó la mano del hombre y la encontró sumamente caliente—. Estás enfermo. Tienes fiebre —dijo en tono angustiado.

—Es la humedad de esta celda. Como no tengo fuego, a veces la ropa me queda húmeda. Ya pasará. Me ha ocurrido otras veces.

—No, no. Has de recibir tratamiento. —Vidal se acercó a la reja y llamó a gritos al alcaide y le dijo que el prisionero estaba enfermo y necesitaba los servicios de un médico. Sintió un gran alivio cuando el hosco guardián asintió.

—Será mejor que te deje, para que recibas cuidados.

—Vuelve. Vuelve, aunque seas una ilusión —dijo De Mariana. Afuera, unos ancianos tomaban el sol sentados en una plaza, y unos niños gritaban y perseguían a un perro que ladraba. Vio un mercado pequeño y agradable. Tenía hambre y se detuvo en un puesto en el que una mujer vendía alubias estofadas.

—¿Llevan cerdo?

Ella lo miró con desdén.

—¿Pretendes que tengan carne por semejan te precio?

Él sonrió y le compró una porción.

Tenían un sabor que casi había olvidado. Comió con fruición, sentado al abrigo de una pared que estaba cubierta de avisos: varios días después se celebraría un auto de fe; se vendía una vaca lechera, lista para la reproducción; también un perro pastor, y aves de corral desplumadas o vivas. Había un edicto de fe en el que se pedía a la población que se pusiera en contacto con el despacho del tribunal de la Inquisición…

… quien conozca o haya oído hablar de alguien que observe el Sabbath según la ley de Moisés, poniendo sábanas limpias y otras prendas nuevas, y poniendo mantel limpio en la mesa y sábanas limpias en la cama los días festivos en honor del Sabbath, y evitando las luces a partir del anochecer del viernes; o que haya purificado la carne que va a comer, lavando la sangre en agua; o que haya cortado el cuello del ganado o de las aves que va a comer, pronunciando ciertas palabras y cubriendo la sangre con tierra; o que haya comido carne en Cuaresma o en otros días prohibidos por la Santa Madre Iglesia, o que haya hecho el gran ayuno yendo descalzo todo ese día, o rezado oraciones judías por la noche, implorando el perdón de los demás, los padres colocando las manos sobre la cabeza de sus hijos sin hacer la señal de la Cruz, o diciendo algo que no fuera «Yo te bendigo en nombre de Dios»; o que bendiga la mesa a la manera judía; o que recite los salmos sin el Gloria Patri; o a cualquier mujer que después de dar a luz haya pasado cuarenta días sin entrar en la iglesia; o que haga la circuncisión a sus hijos o les dé nombres judíos; o que después del bautismo lave el sitio donde haya estado el aceite y el crisma; o que alguien esté en su lecho de muerte y se vuelva hacia la pared para morir, y cuando esté muerto lo laven con agua caliente, afeitando todas las partes de su cuerpo…

Cuando terminó de comer miró las armas. Nunca había llevado espada y seguramente la usaría con torpeza. Pero Der Schneider no tendría problemas para utilizar una más pequeña. Compró un puñal corto de acero de Toledo y lo ató a su cintura. Buscó entre las pieles del puesto de un peletero hasta que encontró una piel de oveja bien curtida. La llevó a la prisión y una vez allí se enteró de que el médico ya se había marchado. A De Mariana le habían aplicado ventosas en el pecho y le habían practicado una sangría. Ahora estaba más débil que antes, y apenas podía hablar.

Vidal lo arropó con la piel de oveja y fue a examinar el diamante.

De Costa lo puso sobre la mesa y sonrió.

—Es especial —logró decir Vidal. Era mucho más grande que cualquier otro que hubiera intentado acabar.

—¿Cuánto tiempo te llevará?

—Yo trabajo lentamente.

De Costa lo miró con suspicacia.

—Es demasiado importante para darse prisa. Es necesaria la mayor precisión, y la planificación exige tiempo.

—Entonces debes comenzar enseguida. —Evidentemente, tenía la intención de observarlo.

—Debo estar solo cuando trabajo.

De Costa no ocultó su disgusto.

—¿Necesitarás materiales especiales?

—Tengo todo lo necesario —respondió él.

Pero cuando se quedó solo, fue peor.

La piedra se alzaba ante él como un huevo opulento. La había odiado desde el primer momento. No tenía la menor idea de cómo tratarla.

Al día siguiente, De Mariana no parecía más fuerte que después de que le practicaran la sangría, pero se alegró de ver a Julius.

Se sofocaba y estaba notablemente desmejorado. La tos había empezado a producir una flema gris.

Vidal decidió mostrarse optimista.

—Te recuperarás rápidamente en cuanto te lleve a Gante. Allí por lo menos un judío puede respirar libremente.

Los ojos azules lo atravesaron.

—Yo soy cristiano.

—¿Incluso después de… esto?

—¿Qué tienen que ver ellos con Jesús?

Vidal lo observó con asombro.

—Entonces, mi erudito cristiano, ¿en qué sentido eras un judaizante?

De Mariana le pidió algunas de las hojas de papel que había en el suelo.

—Esto es toda mi vida. Herbario de la flora conocida. —Se lo mostró a Vidal; cada página contenía dibujos de plantas, así los nombres latinos y vulgares, el hábitat, las variedades y su utilidad para el hombre—. Estaba preparando una sección sobre las plantas del período bíblico. Las traducciones son malas. Para asegurarme de que fuera fiel, compré un pergamino.

—¿Una Torah?

—Sí. Y lo hice abiertamente. Todas las traducciones las obtuve de un sacerdote que era hebraísta. Durante un tiempo no hubo problemas. Pero yo sé más de lo que sabe la mayoría sobre las propiedades medicinales de las hierbas. Mis colegas, mis alumnos… cada vez que alguien se ponía enfermo, me pedían un paliativo. No soy médico, y sin embargo llegué a ejercer de tal. Un día, al escuchar mi clase de botánica, un obispo que se encontraba de visita sugirió que era un trabajo peculiarmente judío. Soy un maestro severo, tal vez demasiado inflexible…

—¿Fuiste acusado por alguno de tus alumnos?

—Fui arrestado, primo. Mi sacerdote traductor había muerto. Yo era un nuevo cristiano que poseía un manuscrito hebreo. Me metieron en la cárcel y me dijeron que confesara para librarme del infierno.

»¿Cómo iba a confesar? Finalmente me obligaron a mirar mientras otros eran torturados. Existen tres métodos favoritos: el tormento de garrucha, en el cual cuelgan al prisionero de una polea, por las muñecas, con unas enormes pesas atadas a los pies. Lo levantan lentamente y lo dejan caer con un tirón repentino que suele dislocarle los brazos o las piernas. En el de la toca, atan al prisionero. Lo obligan a abrir la boca y le ponen un trozo de tela en la garganta para que por él baje el agua que se vierte con una jarra. Cuando me llegó el turno a mí, utilizaron el potro. Con unas cuerdas me ataron el cuerpo desnudo y las extremidades al potro de torturas. Las ataduras se tensaban cada vez que hacían girar el potro —sonrió con tristeza—. Pensé que podía ser un mártir leal a mi Cristo. Cuando dieron dos vueltas, confesé todo lo que querían oír.

La celda quedó invadida por el silencio.

—¿Cuál fue el castigo? —preguntó Vidal por fin.

—Fui despedido de la facultad y me obligaron a caminar en público durante seis viernes, azotando mi cuerpo con una tralla de cáñamo. Y se me prohibió ocupar cargos públicos, ser cambista, tendero, e incluso actuar como testigo. Me dijeron que si volvía a cometer el mismo error sería condenado a las llamas, y me dieron el sambenito para que lo llevara durante un año y seis meses. Todo el dinero gastado para mi sustento en la cárcel había sido cargado a mi nombre, y mi esposa y yo tuvimos que vender una pequeña granja para pagar a la Inquisición lo que yo le debía.

Vidal se aclaró la garganta.

—¿Tu esposa está viva?

—Creo que no. Había enfermado y envejecido, y yo le causé grandes sufrimientos. Cuando concluyó mi condena, mi esclavina de penitente, según dicta la ley, fue enviada a la iglesia de mi parroquia para ser exhibida permanentemente con los sambenitos de otros judaizantes condenados. La vergüenza que ella pasó… —Lanzó un suspiro—. Hubo otras catástrofes, grandes y pequeñas. Incluso antes de que quedara acabado, mi herbario fue incluido en el Índice de Libros Prohibidos.

—¿Nunca lo terminaste? —le preguntó Vidal.

—Ya está concluido. No necesité más el manuscrito confiscado porque tenía mis traducciones. Reanudé su escritura. Pensé que podría ser publicado en el extranjero. O en España, cuando esta locura hubiera pasado.

—Lo publicarás en Gante, primo.

De Mariana sacudió la cabeza.

—No me dejarán ir.

—Lo han prometido.

—¿Que me liberarán?

—Que mostrarán una clemencia especial.

—No, no. Tú no lo comprendes. Para ellos, una clemencia especial puede significar un estrangulamiento rápido antes de la hoguera. Creen que el fuego es necesario para que mi alma vaya limpia al paraíso. Señor no sería tan terrible si ellos no creyeran en lo que hacen.

Vidal empezó a sentir náuseas.

—Hay algo que no logro comprender. Si trabajabas en tu casa, y en secreto, ¿cómo llegaste a esta situación por segunda vez?

De Mariana casi se levantó de la cama, furioso. Había una expresión de locura en sus ojos.

—¡No fue mi Juana quien me acusó! ¡No fue mi hija! —gritó.

Vidal sólo había visto otras tres gemas grandes en toda su vida. La primera era un diamante de forma irregular que pertenecía a Carlos el Temerario, a la sazón duque de Borgoña. Había sido tallado por Lodewyck antes de que Vidal se convirtiera en su aprendiz. Algunos años más tarde, cuando volvieron a llevárselo para que lo limpiara, Julius había quedado maravillado por la simetría de las facetas que cubrían completamente la corona y el envés de la piedra.

—¿Cómo lograste tallarla, tío?

—Trabajando con cuidado —había respondido Lodewyck.

Y lo había conseguido. El fuego de la joya, conocida por el nombre de la Florentina, había mostrado a los ricos y poderosos que un judío de Brujas había descubierto el secreto de convertir pequeñas piezas de piedra raras en maravillas relucientes.

Hacía varios años que Vidal era aprendiz cuando su tío acabó una segunda piedra grande para el duque. Se trataba de otro diamante poco común, delgado y largo, que pesaba catorce quilates. Van Berquem lo había tallado y engastado en un anillo de oro que el duque le había regalado al papa Sixto de Roma, para que lo usara en ceremonias especiales. A Julius se le había permitido hacer una parte del esmerilado.

Siete años más tarde, cuando llegó otra piedra grande de Borgoña, el aprendiz era casi un artesano y estaba en mejores condiciones de participar. Habían tallado hábilmente la informe gema dándole forma triangular sacando el mayor provecho posible de su diseño natural. Vidal y su primo Robert habían hecho la planificación y el labrado en facetas bajo la atenta dirección de Lodewyck. Habían engastado el diamante pulido en una creación exclusiva de Vidal: dos manos de oro entrelazadas que formaban un magnifico anillo que Borgoña le había dado al rey Luis XI de Francia como prueba de su lealtad.

Lodewyck y Robert habían recibido 5000 ducados y fama, pero a Vidal le habían dado confianza suficiente para ganarse la protección de los Borgoña.

Ahora se encontraba solo y desprotegido, y pasó horas observando este diamante amarillo, como había examinado la piedra triangular más pequeña con su tío y su primo.

Abrió puntos de observación en la dura piel, como Lodewyck le había enseñado. Las profundas ventanas españolas que tenía a sus espaldas permitían que la luz penetrara en la piedra; pero no era suficiente, de modo que la levantó delante de las llamas de un grupo de doce velas hasta que le tembló la mano.

Mirarla era como sumergirse en un sueño, un mundo de brillantez en el que estallaba una infinidad de llamas. Pero la dorada belleza terminaba en una nube tan pronunciada que al verla lanzó una exclamación. La cálida claridad amarilla se volvía blanca, y cerca de la base del diamante el color lechoso se tornaba oscuro y horrible. La imperfección era importante y le preocupaba, pero su responsabilidad sólo tenía que ver con el aspecto exterior: la forma y el labrado en facetas. Para conseguir una forma graciosa, tenía que eliminar los desniveles de la piedra. Examinó la veta como si el diamante fuera un trozo de madera, trazando líneas de tinta a lo largo de los sitios que soportarían un corte.

Podría estropearse fácilmente.

Cuando los soldados llegaron para guardar el diamante hasta el día siguiente, estaba cubierto de marcas de tinta. Vidal se volvió para que ellos no vieran la expresión de sus ojos.

—Ha empeorado —comentó el alcaide.

Cuando Vidal entró en la celda vio con desesperación que su primo tenía la mirada vacía y que su boca y su nariz estaban cubiertas de llagas supurantes. Vidal limpió el rostro sofocado y pidió al alcaide que llamara al médico.

De Mariana tuvo que hacer un esfuerzo para hablar.

—Parte de mi manuscrito. Oculto. ¿Me lo traerás?

—Por supuesto. ¿Dónde está?

—El invernadero. En el terreno de mi casa. Te haré un plano.

—Pero sus dedos estaban demasiado débiles para mover la pluma.

—No importa. Lo único que tienes que hacer es decirme cómo llegar hasta allí. —Vidal apuntó las instrucciones, deteniéndose para hacer alguna pregunta.

—En una caja verde. Debajo de unos tiestos de arcilla, en el lado norte. —La flema le obstruía los pulmones.

—Lo encontraré, no temas. —De pronto vaciló. El encargo le llevaría varias horas—. No estoy seguro de que deba dejarte.

—Vete. Por favor —le dijo De Mariana.

Nunca azotaba ni espoleaba a su caballo, pero ahora tuvo que hacer un esfuerzo para resistir la tentación. Durante la mayor parte del largo viaje llevó el caballo a medio galope. En varias ocasiones, mientras atravesaban el bosque, hizo que el caballo abandonara el camino y esperó. Pero nadie lo seguía.

Cuando llegó al pueblo de De Mariana, la puerta de la iglesia estaba abierta. Al pasar frente a ella pudo ver el interior; una fila de sambenitos —las prendas sin mangas que llevaban los penitentes que habían sido acusados por la Inquisición—, colgaban sobre los bancos como ropa recién lavada. Se preguntó cuál de los sambenitos habría pertenecido a De Mariana.

La hacienda le hizo comprender por primera vez que De Mariana era un hombre acaudalado. Era una finca de tamaño considerable, pero mostraba un aire general de descuido. No se veían campesinos trabajando la tierra, y en los pastos no había animales. A cierta distancia del camino se alzaba una casa enorme de estilo árabe. Tenía las cortinas echadas. Vidal no pudo ver si estaba habitada.

El invernadero estaba donde su pariente le había indicado y era un cobertizo largo y de techo bajo. En el interior en medio de una gran cantidad de materiales y recipientes, había una mesa con restos de plantas que habían muerto por falta de riego, y una cómoda silla colocada frente a los bosques y praderas del Oeste; se oía el canto de los pájaros. Cualquier hombre habría disfrutado sentado allí, contemplando cómo el sol se ponía sobre sus tierras.

Registró el lugar y encontró los papeles. La caja no estaba cerrada con llave. Las primeras páginas parecían dedicadas a diversas formas de cardos, y a él le resultaron poco interesantes.

Fue hasta la casa y golpeó con el aldabón. Un instante después, un criado abrió la puerta.

—¿La señora De Mariana?

—¿Queréis ver a Doña María?

—Sí —dijo, contento de que ella estuviera viva—. Dile que soy Julius Vidal.

La anciana se acercó lentamente y con dificultad. Tenía un rostro hermoso, de nariz fina.

—Señora, soy un pariente de vuestro esposo.

—Mi esposo no tiene parientes.

—Señora, él y yo tenemos antepasados comunes. Los Vitallo de Génova.

Le cerraron la puerta en las narices. La casa quedó sumida en el silencio.

Vidal volvió a montar y se alejó.

Una ira espantosa crecía en su interior. Pero cuando llegó a la cárcel de León, tuvo nuevos motivos de preocupación. Por primera vez no respetaron su pase y no lo dejaron entrar. Esperó hasta que el guardia llamó al alcaide.

—Ya no está aquí. Ha muerto —anunció el fraile.

—¿Ha muerto? —Vidal lo miró perplejo.

—Sí, mientras le hacían una sangría. —El hombre dio media vuelta.

—Aguardad. Alcaide, ¿dónde están sus cosas? Había unos papeles. Unos escritos.

—No hay nada. Ya ha sido quemado todo —repuso el guardián.

Fuera de la prisión lo esperaba un grupo de soldados de De Costa que lo escoltó hasta la casa. Ahora que su pariente estaba muerto y ya no servía como rehén, él era más un prisionero que un invitado.

Cuando lo dejaron a solas con la piedra, abrió sus bolsas y sacó frascos, paquetes e instrumentos, pero cuando volvió a mirar sus cálculos deseó que su tío lo hubiera elegido a él para rabino y a Manasseh para aprendiz.

Desesperado por tener que tallar la piedra más grande que había tallado en su vida, dividió el diamante con líneas imaginarias, tratando cada sección como si fuera una única piedra pequeña y disponiendo los grupos de facetas de manera tal que actuaran recíprocamente, como si fueran facetas individuales de una piedra más pequeña.

¿Y si el resultado final carecía de fuego?

«Lodewyck, cabrón, dime qué debo hacer».

Pero Lodewyck jamás volvería a darle una respuesta. Finalmente ablandó resina y la utilizó para sujetar firmemente el diamante al extremo de una guarnición de madera; ésta quedó colocada en el torno de banco, y Vidal estrió levemente el diamante, haciendo marcas superficiales donde creía que debía colocar el cincel. Pero no pudo levantar el mazo y hacer los cortes. Sus dedos no obedecían lo que ordenaba su mente.

Oyó el bullicio que llegaba desde afuera. Por la ventana vio la multitud que pasaba por la calle.

—¿Qué ocurre? —le preguntó al guardia que se encontraba junto a su puerta.

—Vienen a observar el espectáculo, el auto de fe. Vale la pena verlo. —El joven soldado lo miró con entusiasmo—. ¿No os interesa verlo, señor?

—No —respondió.

Volvió al interior e intentó concentrarse en la piedra. No supo con certeza si cambiaba de idea porque sentía que debía haber un testigo del mal, o porque un veneno hervía en su interior, respondiendo al mal con tanta fuerza como cualquiera de las personas que él despreciaba. Se acercó otra vez al guardia.

—Vayamos a verlo —anunció.

La procesión se reunió en la catedral, encabezada por civiles armados con picas y mosquetes.

—Son los carboneros —le indicó el soldado—. Reciben honores porque ellos proporcionan la leña con la que son quemados los criminales. —El guardián estaba de buen humor. No había imaginado que asistiría a un auto de fe.

Esteban de Costa, el conde de León, encabezaba un contingente de nobles y portaba el estandarte de la Inquisición. Le seguía un cuerpo de dominicos con una cruz blanca. Tras ellos unos veinte prisioneros, los hombres separados de las mujeres. Iban descalzos y vestidos con el sambenito amarillo, sobre el que había sido dibujada una cruz, delante y detrás, con pintura roja. A continuación avanzaban arrastrando los pies dos hombres y una mujer los condenados, vestidos con sambenito blanco en el que se veían dibujados demonios y llamas. La mujer de mediana edad, con el pelo revuelto, tenía la mirada vacía. Apenas podía caminar. Un joven, apenas un hombre, llevaba en la boca algo parecido al bocado de una brida. El tercer prisionero caminaba con los ojos cerrados, moviendo la boca.

—¿Por qué el chico va amordazado?

—Es un pecador impenitente, señor y temen que menoscabe el auto de fe con alguna blasfemia.

Cerraban la procesión los guardias de la Inquisición, con uniforme negro y blanco y una cruz verde cubierta con crespón negro. La multitud avanzaba detrás de ellos.

En la plaza se había instalado una plataforma de madera y un patíbulo. Los dominicos subieron a la plataforma y empezaron a celebrar una misa. La gente seguía llenando la plaza, algunos se sumaban a las oraciones y otros se detenían en el mercado a comprar comida o bebida.

Cuando concluyó el servicio se leyeron los nombres de los criminales menos importantes. Al ser pronunciado su nombre, el criminal levantaba una vela apagada, como reconocimiento de su deshonra pública.

Los tres condenados fueron conducidos al patíbulo y atados a estacas mientras el inquisidor decía cuáles eran sus crímenes. Teresa y Gil de Lanuza eran madre e hijo, relapsos que habían sido acusados de conspirar para llevar a cabo la circuncisión de un niño. La mujer había confesado, pero su hijo no. El otro hombre era Bernardo Ferrer un sodomita convicto.

Un murmullo se alzó entre la multitud. Un verdugo que se encontraba detrás de Teresa de Lanuza había pasado un garrote alrededor de su cuello y la estranguló. La mujer murió en el acto, con el rostro congestionado. Tres dominicos abandonaron su puesto y subieron al patíbulo con antorchas encendidas. Se acercaron uno a uno a Gil de Lanuza y le hablaron apasionadamente; luego pasaron la antorcha cerca de su cara.

—Quieren convertirlo —murmuró el soldado—. Le muestran la sensación que producen las llamas.

Un temblor visible desde donde estaba Vidal sacudió el cuerpo del hereje. Un sacerdote quitó la mordaza de la boca del joven, que murmuró algo. El sacerdote se volvió y alzó la mano para que la multitud guardara silencio.

—Hijo mío, ¿qué has dicho?

—Me convierto a la auténtica fe.

Un estremecimiento de júbilo invadió a los espectadores. Junto a Vidal, una mujer asustaba al niño que llevaba en brazos, que se unió a su ruidoso llanto.

—Alabado sea Dios —entonó el soldado con voz ronca.

Los dominicos se arrodillaban.

—Hijo mío —dijo el sacerdote—, ¿a qué auténtica fe te conviertes? ¿En qué ley mueres?

—Padre, muero en la fe de Jesucristo.

Los dominicos se levantaron y abrazaron al joven.

—Eres nuestro hermano —gritó el sacerdote—. Nuestro amado hermano.

El joven abrió los ojos desmesuradamente, a causa de la emoción. Le temblaba la boca. El verdugo que estaba detrás de él lo estranguló.

Los carboneros empezaron a subir manojos de broza, leña y carbón. Manejaban los materiales con facilidad, amontonándolos en el suelo, alrededor de los condenados.

Concluyeron muy pronto la tarea.

Todos observaron al último condenado que quedaba vivo. Bernardo Ferrer tenía los ojos cerrados para no enfrentarse a la realidad.

—¿A él no le dan la posibilidad de arrepentirse? —preguntó Vidal.

El soldado miró con delicadeza a la mujer que llevaba al niño en brazos.

—El suyo es un crimen para el que no hay perdón, señor.

Un inquisidor hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, y un verdugo avanzó con una antorcha encendida. Cuando tocó la pira, ésta quedó envuelta en llamas. La madera seca crujió y produjo pequeñas explosiones al tiempo que ardía.

Vidal intentó huir de allí, pero los cuerpos que lo rodeaban se lo impidieron. Miró a la víctima, que seguía viva.

Ferrer quedó colgado de las cuerdas, como si intentara reunirse con las llamas.

El humo se elevó. El calor hizo que las tres figuras atadas a las estacas parecieran estremecerse y danzar.

Las llamas parpadearon entre las grietas del suelo y encendieron las ramas amontonadas alrededor de los condenados. Una lengua de fuego serpenteó entre la broza y trepó hasta el borde del sambenito. Ferrer gritó algo, pero su voz se perdió.

Su pelo se encendió como una aureola.

Su cuerpo se derrumbó cuando las llamas alcanzaron las cuerdas que lo sujetaban. Instantes más tarde, el suelo se hundió debajo de él en una lluvia de chispas.

¿Tan poco tiempo para quemar a un hombre?

Vidal estaba terminando la oración por los muertos. A su lado, la mujer abrazó al niño. El soldado se santiguó, y la multitud empezó a marcharse a su casa.

Curiosamente, cuando reanudó su trabajo con el diamante, y tal vez porque había visto lo peor que podían hacer los hombres, había perdido el miedo.

Cogió el martillo y el cincel y dio dos golpes fuertes. Los horribles desniveles eran demasiado delgados para partirse limpiamente. Se astillaron, pero lo que quedó le permitía trabajar con comodidad; era lo que él quería, una forma más redonda y graciosa, que ofrecía posibilidades.

Sacó de su bolsa las distintas partes de un torno para esmerilar que se accionaba con un pedal, y lo armó. Luego cogió un frasco que contenía el polvo de diamante que recogía cuidadosamente cada vez que tallaba o pulía una piedra. Colocó una pequeña cantidad en un recipiente y añadió aceite de oliva hasta obtener una pasta espesa con la que untó un disco de cobre llamado rueda bruñidora, la pieza cortante del torno esmerilador.

Se acercó a la puerta.

—Necesito velas. Todas las velas que puedas conseguir.

Las distribuyó por toda la habitación. Sus llamas combinadas apenas le proporcionaban el tipo de luz que necesitaba para el trabajo final, pero le permitirían realizar el primer trazado superficial de las facetas más grandes.

Puso el torno en movimiento, y por primera vez acercó la piedra al disco que giraba. Pocos minutos después, la presión que aplicaba había logrado que el polvo de diamante quedara adherido al cobre del disco, convirtiéndolo en una lima eficaz.

Ese era todo el secreto que Lodewyck había descubierto y que la familia conservaba: nada corta el diamante, salvo el diamante.

Pasó toda la noche encorvado sobre el torno, esmerilando la piedra.

Al amanecer había trazado las facetas más importantes; espero con impaciencia a que saliera el sol para ver bien y empezar la parte más delicada del tallado. Con las primeras luces empezó a trabajar en las facetas más grandes y a cortar otras más pequeñas alrededor de los ángulos externos del diamante para que formaran un dibujo que Lodewyck había llamado briolette.

La piedra era un bloque gris de aspecto metálico.

Al mediodía, un sirviente llamó a la puerta para servirle la comida, pero Vidal lo despidió. Trabajó sin parar y empezó a visualizar lo que debía hacer.

Cuando oscureció, interrumpió la tarea; había llegado a un punto en el que la iluminación perfecta sería crucial para el resto del tallado. Hizo que le llevaran la comida y agua para bañarse, y se tendió en la cama, hambriento y sin lavarse, y se quedó dormido con la ropa puesta hasta que lo despertó la luz del nuevo día.

Esa mañana alguien intentó abrir y luego golpeó la puerta.

—Marchaos.

—Soy yo. Quiero ver mi diamante.

—No está listo.

—Abre la puerta ahora mismo.

—Lo siento, mi señor. Es demasiado pronto.

—Judío asqueroso, echaré la puerta abajo. Serás…

—Mi señor eso no salvará el diamante del papa. Debo trabajar sin que me interrumpan —dijo, consciente de que el éxito de su trabajo seria lo único que le permitiría salir con vida de aquel lugar.

De Costa se marchó enfurecido.

Existían grandes peligros. La piedra debía ser esmerilada en la dirección de la veta —como cuando se cepilla un trozo de madera— para evitar que se dañara el diamante y el disco esmerilador. Podía desgastar el diamante pero no podría volver a poner lo que había quitado, y por eso debía estar siempre alerta y no cortar excesivamente. Y debía parar el torno de vez en cuando para permitir que el diamante y el disco se enfriaran, porque si la fricción recalentaba la piedra, su superficie se astillaría formando lo que Lodewyck llamaba «escamas glaciales».

Sin embargo, tomaba forma.

Poco a poco, el aspecto gris metálico de la superficie se convirtió en una piedra amarilla.

Y la piedra amarilla se volvió más clara.

El cuarto día por la mañana concluyó la última faceta. De otro frasco cogió polvo mineral de hueso del más fino y pasó el resto del día puliendo el diamante a mano.

Esa noche permaneció un buen rato de pie, contemplándolo. Luego rezó el Hagomel, la oración de acción de gracias. Por primera vez en su vida supo que Lodewyck había hecho la elección adecuada. Manasseh no habría logrado esto.

Recogió con una pluma hasta la última mota del polvo producido por el esmerilado, y desarmó el torno. Luego se bañó y se vistió para el viaje. Cuando tuvo todo guardado en las alforjas, abrió la puerta con la llave.

De Costa se había pasado dos días bebiendo y de mal humor. De pronto vio al judío de pie delante de él, con el diamante en la mano.

El conde cogió la piedra. Cuando logró fijar la mirada en ella, empezó a reír de alegría.

—Pide lo que quieras. ¿Una virgen? ¿La furcia más hábil de toda España?

A pesar de estar borracho y tan entusiasmado, tuvo el buen cuidado de no mencionar el pago en dinero.

—Me siento feliz de haberos servido. Ahora debo regresar a casa, Señor.

—Antes tenemos que celebrarlo.

Aparecieron los sirvientes con más botellas. De Costa colocó el diamante delante de las velas. Lo giró hacia un lado y hacia otro.

—Me has sorprendido, judío.

Empezó a hablar con fervor.

—No siempre he sido noble. Incluso ahora hay quienes se mofan de mis orígenes. Pero seré dos veces noble, al menos caballero de Malta. El papa español ha convertido a seglares en cardenales, por mucho menos.

Vidal esperó, al principio con aire triste y luego con creciente aprensión. Sería fácil que De Costa ordenara la muerte de alguien con quien se había ido de la lengua.

El hombre estaba al borde de la inconsciencia. Vidal le llenó la copa.

—Con vuestro permiso, mi Señor. Por vuestra salud y felicidad.

Tuvo que llenarle la copa varias veces. El conde podía conservar el mismo nivel de ebriedad durante un tiempo asombroso. Casi había vaciado otra botella cuando por fin se cayó de la silla.

Vidal se puso de pie y lo miró con repugnancia.

—Canalla —dijo.

No había guardias a la vista. Se llevó la mano al puñal de acero de Toledo.

Se dijo que era un estúpido. Por fin era libre de marcharse. ¿Valía la pena arriesgar la vida?

Miró el diamante que seguía debajo de las velas. En el amarillo aterciopelado de cada una de las facetas que él había tallado parecía arder un cuerpo.

Cogió el puñal y se inclinó sobre el hombre que yacía en el suelo. El conde se movió una vez. Gimió débilmente y se quedó inmóvil. Noble o no, su sangre teñía las manos de Vidal.

Ya era de día cuando un soldado lo descubrió. El hombre se quedó como clavado al suelo. Al principio pensó que su señor había servido de alimento a algún animal. Lanzó un grito.

Esteban de Costa se movió y se pasó la lengua seca por los labios.

Recordó el diamante y lo buscó con la mirada para saber si había desaparecido, pero lo vio cerca de las velas apagadas. Se estiró para cogerlo y un dolor inaudito pareció desgarrar su cuerpo.

Cuando bajó la mirada, sus gritos se unieron a los del guardián. Pero su miembro ensangrentado parecía peor de lo que en realidad estaba: había sido circuncidado, no castrado.

Encontró la nota más tarde, cuando parte de la conmoción se había aliviado, aunque no así el dolor.

Aquí tenéis otra para vuestra montura

Julio Vidal

Vidal había cabalgado sin parar durante toda la noche y hasta bien entrada la mañana pues había decidido ir a Ferrol en la creencia de que cualquier búsqueda se emprendería en dirección a Bilbao y Gijón, los puertos más cercanos.

Si no encontraba ningún barco, tenía pensado retroceder y ocultarse en las montañas.

Pero había una bricbarca de dos mástiles perteneciente al Gremio de los Tejedores, que cargaba lana en España para convertirla en paños flamencos. Compró un pasaje y esperó a bordo, vigilando el camino del este hasta que levaron anclas y zarparon.

Cuando perdieron de vista la tierra, Vidal se acurrucó en la cubierta, presa de una repentina debilidad.

Alzó la vista y contempló una vela tan redonda y tensa como el vientre de Anna.

Que ya debía de estar plano.

Se apoyó en un fardo hediondo de lana sucia y miró las velas preñadas que lo conducían hacia el nuevo hijo.