EIN GEDI
Cuando arrastró sus cosas por la Rampa Romana quemada por el sol, Tamar y el coche habían desaparecido, pero en la puerta abierta de la cabaña había una nota: «Vuelvo enseguida. Hay zumo en la nevera. T».
La nevera era tal vez la más vieja que había visto en su vida: una Amkor, la respuesta israelí a la General Electric. Se sirvió un vaso de zumo de naranja y lo bebió mientras examinaba las pertenencias de Tamar. Encima de su mochila había un sujetador limpio; el resto de su ropa limpia estaba doblada y apilada en el alféizar; la pila estaba rematada por unos calcetines blancos hechos un ovillo y unas bragas blancas de algodón dobladas. Cerca de la cama, en el suelo, se veía un libro ajado, escrito en árabe. Había enrollado el tubo de pasta dentífrica.
Estaba espiándola otra vez.
Como no tenía nada mejor que hacer, cogió de su bolsa las reproducciones fotográficas del manuscrito de cobre. Se tendió en la cama y se dedicó a estudiarlas. Pero ya las había examinado una y otra vez; lo que decían le resultaba ininteligible.
Se alegró al oír el ruido del coche. Tamar parecía acalorada pero alegre; como si la viera por primera vez, él observó que llevaba el pelo trenzado en un apretado moño. Le gustó. Llevaba un pantalón corto y una camisa vieja del ejército anudada debajo de los pechos, como un puño apretado.
—Erev tov. Eres un dormilón.
—Shalom. ¿Dónde has estado?
—En Arad, para hablar por teléfono. Tu amigo el monseñor ha tenido más suerte que nosotros.
—¿Qué? —Harry se sentó.
—Sí, anoche se reunió con alguien en Belén.
—¿Con Mehdi?
Ella se encogió de hombros.
—Era un hombre de edad mediana, corpulento. Se reunieron en la puerta de la iglesia de la Natividad a las ocho y cuarenta y cinco de la tarde y se quedaron allí durante una media hora charlando. Luego el monseñor entró en la iglesia. Encendió tres velas y pasó aproximadamente una hora rezando. Unos minutos más tarde cogió un sheroot de regreso a Jerusalén.
—¿Y Mehdi?
—Desde Belén lo llevaron en un Mercedes azul registrado a nombre de una compañía importadora de Gaza, aunque es casi seguro que se trata de un registro falso. El coche se dirigió al sur. Lo siguieron durante varios cientos de kilómetros. Casi hasta Eilat, donde atravesó la frontera y entró en Jordania.
Coincidieron en que si Mehdi iba a buscarlo se dirigiría a Masada, y no a la pequeña cabaña que había al pie de la colina. Después de un desayuno a base de queso y pita, y de un café tan fuerte que apenas pudo beberlo, Harry volvió a subir la Rampa Romana. A pesar del calor, en la meseta había turistas. El funicular avanzaba desde el pie este de la colina, donde dos autocares de turistas se apartaban de la carretera. Él se unió a un grupo de sudorosos judíos de Chicago que se quedaron sentados a la sombra de un antiguo depósito mientras el rabino les relataba la historia de los Defensores. El rabino mezcló varios datos importantes, pero al parecer Harry fue el único que se dio cuenta. Cuando finalizó el relato, los turistas de Illinois formaron una fila junto al funicular que llegaba y se alejaron de su vida flotando. En el viaje de regreso del funicular fueron reemplazados por un grupo de Reading, Pensilvania. El rabino de Pensilvania era joven y estaba mejor preparado que su colega de Chicago, pero tenía un estilo severo y pedante; Harry se fue al lavabo de hombres hasta que concluyó el sermón. No había señales de Yosef Mehdi.
La tarde se hizo muy larga.
Cuando regresó a la cabaña, Tamar había preparado la comida: ensalada felafel tan condimentado que él comió lo menos que pudo sin ofenderla y terminó los plátanos que quedaban para satisfacer el hambre. Ella hizo una mueca cuando le vio añadir leche envasada al café.
Dentro de la cabaña hacía un calor sofocante. Al anochecer llevaron una manta afuera y ella cogió su guitarra y empezó a cantar en árabe. Su voz no estaba a la altura de su interpretación, pero tenía una cualidad que lo impresionó. Se quedó tendido junto a ella y sintió que le invadía la acidez.
—¿De qué trataba? —preguntó cuando ella concluyó la canción.
—De una muchachita que está a punto de casarse. La noche anterior se pregunta cosas sobre el hombre. ¿Es viejo? ¿Es joven? ¿Bebe? ¿La golpeará?
Cuando Harry sonrió, ella sacudió la cabeza.
—Tú no puedes comprender —comentó.
—¿Qué es lo que hay que comprender?
—La cultura. Las niñas son objeto de trueque y se las obliga a casarse cuando son demasiado jóvenes. Tienen hijos antes de que su cuerpo esté preparado. Cuando tienen mi edad, ya son viejas.
Vio que ella estaba muy seria.
—¿Y tú cómo te libraste de eso?
—Apenas lo conseguí. Un maestro convenció a mi padre de que yo debía asistir a un instituto de enseñanza media. Él aceptó; pensó que así podría conseguir un trabajo como empleada en una tienda. Pero se puso furioso cuando me examiné para ingresar en la universidad. Decía que ningún hombre se casaría con una mujer que tuviera tantos estudios.
Harry se estiró y le acarició el rostro.
—Estuve alejada de mi padre durante tres años. Eso nos causó un gran dolor.
Pobre Tamar.
—Los padres —dijo, y pensó en Jeff con cierta inquietud—. Cuando yo era niño, mi padre me enviaba todos los años a un campamento de verano, como hago yo con mi hijo. —Ella no sabía lo que eran los campamentos de verano, y él tuvo que explicárselo—. Mi padre quería que yo mejorara mi habilidad con el idioma, de modo que tenía que escribirle una carta en hebreo todos los días. Él nunca me contestaba, pero todos los días me devolvía las cartas que yo le había escrito. Tenía que corregir la ortografía y la gramática.
—Pobre Harry.
Él cogió la guitarra. Sólo sabía tocar algunas cuerdas del banjo. Cantó una versión de 1920 de «Encontré una chica de lujo en una tienda de baratijas», y ella aplaudió. Él tuvo que explicarle qué era una chica de lujo y qué era una tienda de baratijas, y le pidió que le enseñara la canción árabe.
—Más tarde. —Tamar le quitó la guitarra y la dejó cuidadosamente a un lado.
—Mi dulce Harry —dijo un instante después.
Se soltó el pelo, que cayó hacia delante y le hizo cosquillas cuando se inclinó sobre él. Le dio varios besos rápidos y húmedos.
—Disfruta, simplemente —sugirió—. No te preocupes por la gramática y la ortografía. No tienen que ser perfectas. —Y lo fueron, por supuesto.
A la mañana siguiente, el aire quemaba. Él se alarmó, pensando que el sharav había regresado, pero Tamar sacudió la cabeza.
—Sólo es un día caluroso.
—Mehdi no vendrá hasta aquí con este calor.
—Tal vez elija exactamente este momento para venir —reflexionó ella.
—¡Que se vaya al cuerno! —Se sentía un poco mareado. Se metió en el coche y encendió el acondicionador de aire. Al salir aún fue peor. Entró en la cabaña y le dijo a Tamar que iría a refrescarse en el mar Muerto.
Ella hizo una mueca.
—No te gustará. La sal se mete en las heridas. Cualquier pequeño corte escuece muchísimo. —Sonrió al ver la desesperación de él—. Vamos, te llevaré a un sitio mejor, Harry.
Lo llevó en coche hasta un paraje que se encontraba sólo a dieciséis kilómetros al norte, una zona de hierbas en Ein Gedi.
Cuando bajaron del coche, debajo de las palmeras, el aire era más fresco. Lo condujo por un sendero hasta una cascada que brillaba al caer sobre una charca protegida por la sombra.
—La zona lluviosa del país desagua aquí. En invierno, la cascada produce un ruido infernal. Ahora es pequeña.
No necesitaba que ella se disculpara. En un abrir y cerrar de ojos se desvistió y se metió en la charca, que resultó ser caliente y le produjo una fuerte impresión.
Ella se echó a reír.
—Es un manantial de agua caliente.
Ella se quitó la ropa y la dejó cuidadosamente doblada junto a la orilla. Unos peces diminutos pasaban como destellos entre sus piernas. Harry se sentó en el suelo arenoso y dejó que el agua le salpicara la cara. Ella había llevado jabón y se lavó el pelo debajo de la cascada. Él también se enjabonó el pelo. Era un lugar maravilloso para hacer el amor, pero cuando él intentó besarla, ella apartó la cabeza.
—Cerca de aquí hay un kibbutz. Y una escuela al aire libre de la Asociación para la Conservación de la Naturaleza. Puede venir alguien en cualquier momento.
—Eres demasiado práctica —le dijo él sonriendo.
El aire les secó el cuerpo rápidamente. Mientras se vestían, Harry se sintió mejor.
—¿Tú no eres un hombre práctico?
Mientras se abotonaba la blusa, se volvió para mirarlo.
—Harry, no vas a estropearlo, ¿verdad? Espero que no te vuelvas serio y poco práctico.
La pregunta lo sorprendió. Lo último que se le habría ocurrido pensar era mostrarse serio con ella.
—No quiero sentirme así por nadie —explicó ella—. Nunca más.
—Seremos amigos. De ésos que disfrutan uno del otro —anunció él—. ¿Te parece una descripción práctica?
Tamar le sonrió.
—Muy práctica.
—Entonces no te preocupes por las responsabilidades.
—Nada de ortografía ni de gramática —añadió ella. Se acerco a él y lo besó suavemente en el momento en que aparecieron tres hombres con palas, seguidos por un cuarto hombre que empujaba una carretilla cargada de plantones de plátanos. Intercambiaron saludos amistosos. Tamar le sonrió a Harry con expresión inocente.
Mientras caminaban hacia el coche, él admiró las hermosas palmeras datileras.
—Eso es lo que significa tu nombre.
—Sí, tamar la palmera. Hace mucho tiempo este sitio se llamaba Hazazon-Tamar, que significa donde podan la palmera. Cuando estudiaba geografía, no tenía problemas para recordarlo. Pensaba en él como el sitio en el que me cortaban el pelo.
Detestaba marcharse del oasis. Condujo lentamente de regreso a Masada, bajo el calor sofocante. Esperaba que Mehdi no hubiera llegado mientras ellos estaban ausentes. Después no le importó. El hombre se estaba convirtiendo rápidamente en una abstracción; ya no estaba seguro de que Yosef Mehdi existiera.
Cogieron frutas, maguey y una botella con limonada, y volvieron a subir a la meseta. Tamar se puso a escribir un informe para el museo, al fresco de la terraza de Herodes. Harry consideró que tenía que estar más al alcance de la vista y encontró un sitio a la sombra, cerca de la llegada del funicular. Se dedicó a mirar una vez más las reproducciones fotográficas del manuscrito de cobre.
En mitad de la lectura encontró un fragmento qué lo obligó a detenerse. Volvió a leerlo varias veces.
Fue corriendo hasta la terraza de Herodes.
—¿Puedes traducir esta frase, por favor?
Tamar la estudió.
—Parece que dice haya karut.
—¿No haya koret?
—Podría ser haya koret. Como no hay vocales escritas, puedes elegir tú mismo.
—Exacto. —Harry se olvidó del calor—. Verás, la he estado interpretando como haya koret, la forma activa del verbo. —Le mostró sus notas—. Así es como he estado traduciendo este pasaje:
»En el lugar en el que los árboles se podan cerca del lagar al pie de la más pequeña de las dos colinas del este, un guardián de oro, enterrado en arcilla a veintitrés codos.
Si suponemos que es haya karut en lugar de haya koret, es decir la forma pasiva del verbo en lugar de la activa, y si añadimos una coma, lo que tenemos es lo siguiente:
»En el lugar en el que los árboles están podados, cerca del lagar al pie de la más pequeña de las dos colinas del este, un guardián de oro, enterrado en arcilla a veintitrés codos.
Tamar lo miró.
—¿El lugar en el que los árboles están podados?
Él asintió lentamente.
—Hazazon-Tamar. Donde la palmera está podada —concluyó.
Cuando disminuyó el entusiasmo inicial, discutieron. Él quería regresar a Jerusalén enseguida para decirle a David Leslau que había descubierto el emplazamiento de un genizah.
—Tenemos que quedarnos aquí, esperando a Mehdi.
—Imagina que no viene.
—Imagina que viene. Después de dos mil años en la tierra, unos pocos días más no tendrán importancia para el genizah.
—En esos pocos días alguien más podría hacer la misma traducción. —Tamar lo miró fijamente—. No lo comprendes.
—Creo que empiezo a comprenderlo —dijo ella.
Esa noche hablaron sólo lo imprescindible. Ella abrió unas latas de un grasiento estofado de cordero para la cena, seguidas de más café cargado. Él no hizo ningún comentario, pero Tamar notó su reacción.
—Mañana puedes preparar tú la comida —dijo en tono apacible.
Esa noche durmió de cara a la pared, como una esposa enfadada. Él mantuvo el equilibrio en el borde del catre, evitando las caderas de Tamar, que había llegado a admirar especialmente. Ella empezó a roncar con un sonido desagradable. Harry pensó que no había peligro de que se pusiera serio con ella.
Por la mañana temprano volvió a subir a la meseta. En la relativa frescura de una de las chozas de piedra estudió detenidamente las copias del manuscrito. Cada enigma podía quedar resuelto mediante una clave diminuta como la que ella le había proporcionado mencionando el nombre antiguo de un lugar desierto.
No sabía lo suficiente.
Leslau tenía más conocimientos, pero no había podido hacer nada.
Se enfrentó al hecho de que en realidad no quería ayudar a Leslau. Existían pocas probabilidades de que este trabajo llegara a ser suyo, pero de todas formas lo codiciaba.
Vio que llegaba alguien desde el Sendero de la Serpiente: un hombre musculoso y achaparrado, vestido con pantalones color tabaco y camisa blanca sin mangas y abierta en el cuello. Tenía la piel oscura y un bigote estilo árabe adornaba su labio superior. Cruzó la meseta mirando de un lado a otro, tal como haría un turista, avanzando en dirección a Harry.
Cuando llegó a su lado, se detuvo y asintió.
—Shalom —lo saludó Harry.
—Hola. —El hombre tocó la puerta de la choza—. Estas paredes son fantásticas, ¿eh? Sencillas y bien hechas. Esta gente sabía lo que hacía.
—Han durado mucho tiempo.
El hombre miró a su alrededor.
—Se supone que debo encontrarme aquí con alguien.
Harry suspiró.
—Yo también.
El hombre sonrió.
—Ha sido inteligente al esperar a la sombra.
—Soy Hopeman.
—¿Qué?
—Harry Hopeman. De Nueva York.
—Oh. —Estrechó con cautela la mano que Harry le ofrecía—. Lew Friedman. Cincinnati.
Se sintió más agraviado que ridículo.
—Eh, ahí viene. ¡Emily! —Le hizo señas con la mano a una chica rubia—. Ella dio un rodeo con el coche para subir por el camino más fácil mientras yo venía por el más sinuoso.
—Muy inteligente. Que le vaya bien. Shalom-shalom.
Volvió a quedarse a solas y se sentó en el agradable suelo de tierra con las piernas cruzadas como un aprendiz de árabe.
Aunque sospechaba que tenía tantas posibilidades de resolver otro pasaje como de desgastar Masada, volvió a leerlos uno a uno, probando sinónimos y cambiando la puntuación mientras esperaba que llegara el hombre llamado Yosef Mehdi y lo llevara adonde pudiera comprar el diamante Kaaba o, tal vez, ser crucificado por sus pecados.
Llegaron tres autocares de turistas. Un niño le preguntó a Harry si estaba vendiendo algo. La mayor parte de la gente se limitaba a echar un vistazo al interior de la choza mientras pasaban, como si él fuera un animal de zoo carente de interés.
A media tarde todos se habían ido. Se abrió el vagón del funicular y descendió un solo pasajero, un hombre corpulento que avanzó hacia él jadeando, con una expresión de placer tan atormentado que Harry supo que había ido a Masada para poder, por siempre jamás, decir a los chicos del templo que se había puesto el tefillin en la shul más antigua del mundo. Con el kepah negro ladeado tan elegantemente como las plumas de un mosquetero, aferraba una cargadísima bolsa tallit de terciopelo azul con una estrella judía bordada con hilos de plata, el tipo de bolsa llena de bultos que había llevado el padre de Harry. Era prudente suponer que además de un siddur, el taled y un juego de filacterias enrolladas, la bolsa contenía tal vez un paquete de chicles, una naranja o una manzana, tal vez un rollo de Tums. Mientras se acercaba, Harry le sonrió.
—Está allí.
—¿Qué?
—La sinagoga.
El hombre dejó la bolsa tallit en el suelo y extendió una mano regordeta de uñas arregladas.
—Soy Mehdi, señor Hopeman —anunció.
Se acomodó en el suelo de tierra dando una serie de gruñidos y suspiros, y sonrió con pesar.
—Usted no tiene un problema de peso. No se da cuenta de lo que es.
Harry sacudió la cabeza, fascinado.
—¿Tiene el diamante?
—¿Conmigo? No.
—¿Cuándo puedo verlo?
Mehdi apartó la mirada.
—Hay algunos problemas.
Harry esperó.
—Debemos ponernos de acuerdo en un mínimo.
Harry quedó estupefacto.
—¿Una oferta mínima?
—Sí. Dos millones trescientos mil dólares.
Él sacudió la cabeza.
—El momento de hablar de ofertas mínimas era antes de que yo saliera de Nueva York.
El hombre asintió, disculpándose, y murmuró que era inevitable.
—Escuche. En los últimos veinte años usted ha tenido al menos cuatro piedras preciosas. Aún tiene una serie de diamantes que sin duda intenta vender en el futuro, uno por vez.
Mehdi lo miró asombrado.
—Parece que sabe muchas cosas sobre mí.
—Así es. —Se inclinó hacia delante—. Le prometo una cosa. Si soy tratado injustamente, haré todo lo que esté en mis manos para que le resulte absolutamente difícil vender diamantes en cualquier lugar del mundo occidental.
—Yo también sé quién es usted, señor Hopeman. Sé la posición que ocupa en la industria del diamante. Pero no me gustan las amenazas.
—No son amenazas —puntualizó Harry—. En la sala del consejo de cada Bolsa del Diamante hay una larga mesa de conferencias. A su alrededor se reúne un grupo especial de jueces. Si esa clase de tribunal apoya una demanda contra una persona, a esta persona se le puede impedir que haga negocios con los diamantistas reconocidos del mundo entero. Eso no significa que no pueda deshacerse de las gemas mediante canales menos escrupulosos. Pero saldría perdiendo.
»Usted me ha hecho recorrer medio mundo. Y me ha causado no pocas incomodidades y molestias. Prometió que a cambio podría estudiar el diamante Kaaba y hacer una oferta por él. Espero que se me permita hacer exactamente eso. —Cogió el granate de la caja y lo colocó cerca de Mehdi—. No vale nada.
—Claro que no —coincidió Mehdi.
—Usted la describió como una piedra con valor histórico. ¿Tiene alguna prueba? ¿Algún tipo de documentación?
El hombre sacudió la cabeza.
—En el inventario siempre figuró como una piedra de la época bíblica.
Harry gruñó.
—Bueno, no es que carezca totalmente de valor. Le ofrezco ciento ochenta dólares por el granate.
Mehdi meneó la cabeza.
—Es suyo, es un regalo. Ya ve, yo confío en usted. Dejemos que exista confianza entre usted y yo.
—¿Confianza? —Le inquietaba la idea de que Igual podía ser una maldición como una bendición—. Usted me guarda en reserva. Nadie le pagará ese precio. Creo que ya está negociando con otro comprador, y que parte del precio es una cuestión política.
—¡Qué imaginación! Usted supone demasiado, señor Hopeman.
—Tal vez.
—Lamento las molestias que le he causado. De verdad. Vaya a un hotel, donde se sentirá más cómodo. Me pondré en contacto con usted dentro de dos días. Lo prometo solemnemente.
—No, no. Ya he esperado bastante en lugares inverosímiles. Escríbame una nota. A American Express de Jerusalén. Ellos me la entregarán.
Mehdi asintió.
—Me quedaré en Israel ocho días más. Eso significa que tiene una semana y un día para hacerme llegar su carta. Si para entonces no tengo noticias suyas, regresaré a Nueva York y presentaré una demanda. —Miró a Mehdi a los ojos—. La política ya lo arruinó una vez. Y puede arruinarlo nuevamente.
Mehdi se puso laboriosamente de pie. Harry no supo si lo que había en su mirada era admiración o desdén.
—Shalom, señor Hopeman.
—Salaam aleikhum, señor Mehdi. —Se estrecharon la mano.
Cuando el funicular abandonó la meseta, Harry recogió sus cosas y descendió por la rampa. Tamar levantó la vista rápidamente mientras él entraba en la cabaña.
—¿Alguna novedad?
Él le contó lo ocurrido.
—¿Crees que tenemos problemas?
—Creo que se ha puesto de acuerdo con los árabes. —Recorrió la sórdida cabaña con la mirada y lanzó un suspiro. Al menos podría salir de este lugar, de esta situación.
—¿Qué pueden ofrecerle ellos que no podamos ofrecerle nosotros?
Harry ya estaba guardando la ropa sucia en la bolsa.
—Honor —dijo.
Mientras atravesaban las afueras de Jerusalén, le preguntó a Tamar si quería ir al hotel.
—No. A mi apartamento —respondió ella. Le indicó por dónde llegar. Fueron a parar delante de un ruinoso edificio de piedra, en una calle de ruinosos edificios de piedra.
—¿Te ayudo a bajar tus cosas?
—Sólo tengo una maleta pequeña. Y la guitarra no es pesada.
—De acuerdo. Te llamaré pronto.
Ella sonrió.
—Adiós, Harry.
Cuando Harry telefoneó, el despacho de David Leslau estaba cerrado.
Por lo general, Harry era un huésped de hotel, exigente. Ahora, la habitación parecía increíblemente limpia y amplia. Se quedó un buen rato debajo de la ducha y luego pidió la cena muy cautelosamente al servicio de habitaciones: pollo guisado, ensalada de champiñones y champán. Después de la comida, las sábanas blancas y el colchón decente resultaron una experiencia sensual.
Pero no durmió.
Oyó el ruido del ascensor. Una voz en el pasillo, y el zumbido del acondicionador de aire. El gemido de un motor eléctrico en algún lugar recóndito del edificio. Cuando estaba a solas en Masada, no se había sentido solo. En Jerusalén se sintió repentinamente desolado.
Se levantó de la cama y cogió sus cuadernos. Se concentró en el informe sobre el Diamante de la Inquisición y empezó a leer las palabras que Alfred Hopeman había escrito cuarenta años antes en Berlín.
Tipo de piedra: diamante. Diámetro: 4,34 centímetros. Peso: 202,94 quilates. Color: amarillo canario. Peso especifico: 3,52. Dureza: 10. Refracción individual: 2,43. Forma cristalina: hexaquisoctaedro; este diamante estaba formado por el interdesarrollo gemelo de dos enormes cristales hemiédricos.
Comentarios: Esta gema es de buena calidad, pero su inmenso valor se debe a su gran tamaño e historia.
Cuando no están tallados, los diamantes octaédricos son invariablemente estriados, con hoyos triangulares. No existen tales hoyos en este diamante tallado. Las setenta y dos facetas son maravillosamente regulares. Existe una delicada proporción desde el culet hasta la arista, y desde la arista hasta la mesa. Posee fuego, pero ni el fuego ni el color canario se muestran en todo su potencial en su forma briolette, o piedra tallada en forma de pera y rodeada por facetas en todos sus lados. Sin embargo es un diamante que inspira admiración, pues ofrece la mejor obra del primer período. Fue tallado hace aproximadamente quinientos años por las manos de un artista experto.