EL MONSEÑOR
—Como Gila County, en Arizona.
—¿Cómo es eso? —La voz de ella lo sobresaltó; había demostrado que era capaz de permanecer callada durante varios kilómetros.
—Caliente —dijo él sin apartar la vista de la estrecha carretera. Un remolque corría en dirección a ellos a toda velocidad; exactamente delante, un niño árabe avanzaba a saltitos sobre un burro. Harry frenó. El remolque pasó junto a ellos rugiendo, y ellos adelantaron al chico. Harry luchó con el cambio de marchas para poner la cuarta velocidad, y el costado de su mano tocó la de ella.
—Perdón. —Sintió un cosquilleo.
De Yemen al Bronx, un kvetch es un kvetch. En cuanto ella subió al coche, le pidió que desconectara el aire acondicionado. Insistió en que les haría daño, y dijo que lo mejor sería que él se acostumbrara a vivir con el calor.
El aire entró por la ventanilla y le golpeó la cara como si fuera la llamarada de un horno.
Esa mañana le habían hecho llegar una nota. Era breve y concisa y estaba escrita en la misma letra garabateada de la dirección del paquete que contenía el granate. Le indicaba que fuera a un hotel de Arad y se registrara.
—En el norte hace frío. En la cima del Hermon hay nieve todo el año.
—Pero Arad está en el sur, no en el norte —puntualizó él.
—Sí. Arad está en el sur —sonrió—. ¿Lo ve? Podemos coincidir —añadió.
Una ciudad llana, bañada por el sol. Las calles estaban llenas de soldados y de vehículos.
—¡Espere, por favor! —gritó ella cuando pasaban junto a un hotel—. Quiero entrar ahí. Venga, le invito a un café.
—No es nuestro hotel.
—Lo sé, lo sé. Vamos.
En la cafetería, un empleado de edad mediana, con la cabeza rapada y un bigote de turco golpeó dos veces la palma de la mano contra el mostrador.
—¡Ajá! —Su nombre resultó ser Micha. Señaló a Harry con su enorme dedo índice—. Será mejor que la trate bien. Ella es especial.
Harry se quedó callado mientras ellos conversaban. ¿Dónde está Itzak? En un kibbutz, en el norte. ¿Y Yoav? Trabaja de contable en Tel Aviv. ¿Dónde está el capitán Abelson? Sigue aquí, ahora es comandante.
—¿Y Ze’ev? —preguntó Micha—. No viene más por aquí. ¿Cómo esta Ze’ev?
—Supongo que bien.
—¿Supones? Ajá.
Por primera vez Harry notó que ella se sentía incómoda.
—Micha es el único que puede darle tanto significado a un ajá —comentó Tamar.
Micha les sirvió café.
—¿El campamento es más grande?
Micha se encogió de hombros.
—Hay demasiados soldados en las calles.
—Son de otros sitios. Hacen maniobras.
—Oh. Arad ha crecido.
Micha asintió con expresión taciturna.
—¿Pero no has estado en Dimona? Inmigrantes. Rusos, norteamericanos, cochinchinos, marroquíes. Demasiadas verduras distintas en una misma olla. Montones de problemas. —Se apartó para atender a alguien más.
Harry miró furtivamente a Tamar, que bebía su café. Aunque enemiga de la tecnología de la refrigeración, la blusa húmeda había empezado a pegarse a su piel. Apartó la vista.
—¿Es clienta de este bar?
—Estuve estacionada en un campamento del ejército, cerca de aquí. Venía muy a menudo.
Con Ze’ev, pensó Harry. Que había sido desterrado con un «ajá».
Terminaron el café y se despidieron de Micha.
—Demasiados soldados. Haciendo maniobras. La gente con la que va a reunirse no vendrá aquí, ya lo verá —dijo ella cuando estuvieron en el coche—. Tenían miedo de reunirse con usted en Jerusalén. No van a sentarse en medio de todos estos soldados israelíes.
Harry gruñó. Había tenido el cuidado de no pedirle su opinión.
Cuando encontró el hotel, supo que no había ningún mensaje para él. Hablaron poco durante la cena. Ella le aconsejó que pidiera pollo. Él pidió ternera, que resultó dura.
Poco antes de que oscureciera, un camello salió del desierto y empezó a comerse el arriate de flores de la parte de atrás del hotel. El recepcionista lo espantó con maldiciones y piedras.
Por la mañana, cuando atravesó el vestíbulo para reunirse con ella a tomar el desayuno, había otra carta para él en la recepción.
—Buenos días.
—Boker tov.
—¿Cómo son los huevos de aquí?
—Frescos.
Pidió huevos. Le dio la carta a ella y la miró mientras la leía. Le indicaban que regresara a Jerusalén y que esperara de nuevo en el hotel.
—O sea que usted tenía razón.
Ella lo miró.
—No le resulta difícil decirle eso a una mujer —comentó Tamar.
Él se encogió de hombros.
—La razón es la razón.
—Tampoco parece molesto por dar tantas vueltas inútiles.
—Tal vez no sean vueltas inútiles. Cuando uno se ocupa de objetos minúsculos que valen grandes sumas de dinero, el negarse a hacer negocios en un lugar inseguro es digno de elogio.
—¿Ahora volvemos a Jerusalén y esperamos en el hotel?
—Ahora volvemos a Jerusalén. Si llaman y no estoy, volverán a llamar. ¿Querrá mostrarme la ciudad?
Ella le sonrió.
—Con mucho gusto.
Nunca había visitado la Vía Dolorosa ni las iglesias, le comentó mientras recorrían el camino de regreso.
—No me gusta el este de Jerusalén. Se pueden ver cosas mucho más interesantes en la Ciudad Nueva.
—En realidad yo quiero ver la Vía Dolorosa.
Ella asintió. Pero cuando llegaron a Jerusalén, le dolía la cabeza.
De modo que se fue solo. Entró en la Ciudad Vieja por la Puerta de Herodes, pasando literalmente del oeste al este, por un laberinto de callejones estrechos. Estaban atestados de gente y sólo se oían las ruidosas discusiones de los comerciantes. Harry estaba seguro de que, salvo por las antenas de televisión que se elevaban en antiguos tejados de piedra y por los letreros de Coca-Cola y máquinas de coser Singer, nada había cambiado desde las Cruzadas.
Al cabo de unos minutos, alguien se le acercó:
—¿Guía, señor? ¿Vía Dolorosa y las iglesias? Siete libras. El guía era un árabe que ya llevaba cinco personas a remolque. Harry le pagó las siete libras y siguió a una familia francesa —la madre, el padre y una hija adolescente— y a dos jóvenes norteamericanos a los que la hija dedicaba miradas furtivas. La primera estación del Vía Crucis, donde Jesús fue sentenciado a muerte, era ahora una escuela primaria. El guía les enseñó las huellas, grabadas en las losas, de los juegos habituales entre los soldados romanos.
Pasaron la segunda estación, donde Jesús recibió la cruz, y la tercera y la cuarta, donde el prisionero cayó y encontró a su madre desfalleciente. La cuarta estación era una iglesia armenia. Desde ella llegaba una procesión de sacerdotes.
—Todos los viernes a esta hora de la mañana —explicó el guía— sacerdotes de todo el mundo, invitados por los franciscanos y por los metropolitanos ortodoxos rusos de Jerusalén, representan la crucifixión de Nuestro Señor.
»Fíjense en los diferentes trajes; cada uno corresponde a una orden religiosa diferente. Los dos caballeros de sotana blanca y solideo blanco son abades cistercienses, más comúnmente conocidos como trapenses. Los que van vestidos de gris son franciscanos. El de azul es un capuchino. El clérigo del capelo cardenalicio es un cardenal que se encuentra de visita.
Había además un sacerdote que llevaba zapatos y traje tropical blancos y peto negro, y varios con traje de calle negro.
El sacerdote que iba cargado con la pesada cruz interpretaba su papel demasiado bien. Tropezaba, y estuvo a punto de caer. Mientras se tambaleaba, se volvió. Tenía el rostro tan arrebatado por el esfuerzo, que por un instante Harry no lo reconoció.
Entonces supo sin ninguna duda quién era. Dio un paso hacia la procesión.
—Peter.
Los ojos del hombre que llevaba la cruz estaban deslumbrados por una experiencia tan intensa e íntima que Harry retrocedió.
Cuando la procesión descendió por Vía Dolorosa hasta la quinta estación, él la siguió.
—¡Señor! —lo llamó el guía, nervioso—. Es demasiado pronto. Primero tenemos que entrar en esta iglesia armenia.
Harry rechazó las palabras con un movimiento de la mano. Siguió a los sacerdotes a lo largo de otras nueve estaciones y luego se sentó pacientemente en la iglesia del Santo Sepulcro y observó a Peter Harrington ayudar al cardenal y dar la comunión.
Cuando terminó la misa, él se acercó hasta donde el sacerdote se estaba terminando de despedir. Harry le tocó el brazo y aquél se volvió.
—Hola, padre. —Vio una expresión de placer en los ojos del otro, además de algo perturbador. La cautela desapareció en un instante, pero le confirmó que había encontrado oposición bajo la forma de un amigo.
Por supuesto, fueron a comer.
Peter Robert Harrington había descubierto los voluptuosos placeres de la comida y la bebida cuando aún era estudiante en el Mount Saint Mary’s, en Baltimore. Los cangrejos y la cerveza alemana le habían parecido excesos sin importancia. En aquel entonces necesitaba unos pocos excesos; trabajaba arduamente. Su capacidad para el estudio y su gran inteligencia le habían llevado al Collegio Americano del Nord para obtener la licenciatura en Teología Sagrada. En Roma sucumbió totalmente al arte clásico y a la cocina italiana. Después de ordenarse sacerdote, dieciocho meses insípidos como pastor auxiliar de una iglesia de un suburbio de Baltimore lo ayudaron considerablemente: los cangrejos no eran tan irresistibles después de conocer el ossobuco con ñoquis.
Pero fue devuelto al Colegio Norteamericano de Roma.
Al principio esperaba hacer algún trabajo sobre teología, a la que sus superiores mencionaban invariablemente como «la reina de las ciencias». Afortunadamente para él, sus consejeros estimulaban su interés por el arte y quedó matriculado en la Accademia di San Luca, donde a su debido tiempo defendió su tesis («Los objetos artísticos sagrados como símbolos en los escritos de los padres fundadores de la Iglesia») con erudición suficiente para permitirle utilizar el sombrero de cuatro puntas, de seda negra, adornado con la borla púrpura, el birrete doctoral.
Se le asignó un puesto en el museo, a las órdenes del administrador del patrimonio de la Santa Sede. Entre sus obligaciones diarias estaba la de tratar con los donantes y los directores de galerías, personas que por lo general comían en restaurantes elegantes.
Cuando planteó por primera vez el tema de su debilidad en la intimidad del confesionario, fray Marcello se había enfrentado a él. «Seguramente está usted excesivamente preocupado. Aumente sus plegarias, coma con más prudencia y desista antes de la cuarta copa fuerte».
Pero cuando volvió una y otra vez a confesar que había bebido en exceso o había disfrutado de una comida suculenta como si fuera un sacramento, la sonrisa desapareció de la voz que llegaba desde la oscuridad.
Su confesor le había ordenado que hiciera media hora de meditación nocturna sobre el pecado de la glotonería, además de rezar todos los días el rosario y dedicarlo a la intención de que sus apetitos fueran controlados. Además, el padre Harrington se había impuesto por su cuenta otra penitencia. Después de cada desliz, se sometía a un ayuno de dos semanas, renunciando a los postres y al pan, a los que era desmesuradamente aficionado. Y todas las mañanas salió a correr, combatiendo su debilidad con ejercicio, abstinencia y plegarias.
Un día vio a otro hombre que corría en la Piazza Bologna, un joven norteamericano. Esa tarde el cardenal Pesenti los presentó. Ambos se cayeron bien y se hicieron amigos casi al instante. Durante la estancia de Harry en el Vaticano comían juntos a menudo, en diferentes restaurantes. Discutían constantemente en tono amistoso, y cada uno reconocía en el otro una mentalidad fuerte e inflexible que resultaba atractiva y desafiante al mismo tiempo. Harry aprendió del sacerdote montones de cosas sobre comidas y vinos.
Y él le había enseñado al padre Harrington muchas cosas sobre diamantes.
El sacerdote lo llevó a un lugar de King George V Street. Se trataba de un bar estilo americano, de los destinados a captar los dólares de los turistas en muchas grandes ciudades del mundo.
—Es el único lugar de este país en el que sirven whisky irlandés.
Pidieron uno doble para cada uno.
—L’chaim, chaver.
—A su salud, padre.
—Ya no puedes llamarme padre. Hace casi dos años que soy monseñor, Harry.
—Mañana llevarás el capelo cardenalicio.
—No, no. He cometido el error de entrar en el cuartel general como oficial subalterno. Cualquier soldado podría amonestarme.
—A ti te importan un bledo los ascensos, Peter. Vi tu cara mientras llevabas la cruz. —Se inclinó hacia delante—. Naciste con suerte, eres uno de los elegidos.
—Gracias, Harry —dijo Peter suavemente mirando a su amigo; luego se concentró en el menú—. Te aconsejo el goulash.
—Israel no es país de carne vacuna.
—En este lugar tienen carne recién llegada de Chicago.
Cuando lo probaron, resultó picante y sabroso.
—Mejor que cualquier goulash que puedas comer en Chicago —comentó el sacerdote.
—Bueno, aquí utilizan carne importada.
El monseñor sonrió, pero no con la mirada.
—¿Recuerdas la ternera de Roma?
Harry lanzo un suspiro.
—En Le Grand. ¿Sigue siendo maravillosa?
—Sí. —El monseñor jugueteó con la servilleta—. ¿Has visto el diamante?
—No.
—Yo tampoco. He estado dos semanas esperando como un estúpido en el Instituto Pontificio de la Biblia.
—Es como si alguien lo hubiera bloqueado todo y nos tuviera a nosotros como reserva —dijo Harry incómodo. Observó a su viejo amigo—. ¿La policía no puede hacer algo por ti?
—Fuera de Italia, no.
—¿Estaba asegurado?
—¿Qué museo tiene seguro? Cuando algo está en tránsito, sí. Pero dentro de las paredes del museo, nunca. Nuestros objetos y pinturas no tienen precio. El seguro anual sería asombrosamente elevado —dijo en tono taciturno.
—Sin embargo, estáis intentando volver a comprarlo.
Monseñor Harrington se encogió de hombros.
—Queremos el Ojo de Alejandro. No es un problema de dinero. Aunque ellos tengan una factura de compra, para nosotros es como recuperar un hijo pagando a los secuestradores. ¿Te digo qué es lo que no entendemos, Harry?
—Si quieres…
—No logramos entender por qué no estás trabajando para nosotros.
—Este diamante tiene una larga historia judía.
—¡Es nuestro! ¡Es una piedra que nos fue robada a nosotros!
—Ha sido robada más de una vez. Me gustaría que tuvieras eso en cuenta, Peter.
—¿Es que me he equivocado contigo? ¿Eres de esos hombres que compran mercancías robadas?
—La sangre es más espesa que el agua —dijo Harry—. Más espesa incluso que el agua bendita. En la actualidad no podéis obligarme a que trabaje para vosotros. No podéis quemarme vivo ni meterme en la cárcel.
—Tonterías —respondió monseñor Harrington disgustado—. Esa es una vieja historia. Vosotros nunca os libráis del pasado.
—Nosotros aprendemos del pasado. Echa un vistazo al pasado, monseñor. ¿Cómo consiguió la Iglesia ese diamante? ¿A quién pertenecía antes de que fuera de la Iglesia?
—Pareces un sionista hablando de Israel.
—¡Eso es, es exactamente lo mismo! Y precisamente por eso tengo que comprar este diamante. Nos fue arrebatado algo precioso, y ahora nos condenáis por recuperarlo y conservarlo.
El sacerdote sacudió la cabeza.
—Es nuestro. En mi museo hay una maravillosa mitra con un agujero enorme donde tendría que haber un diamante. Esa mitra la utilizan los papas. Voy a aplastarte, Harry.
—No, Peter —dijo él suavemente.
—Sí. Por mi vocación, naturalmente, por la Iglesia. Pero sobre todo por mí. No es una actitud muy cristiana, ¿verdad?
—Es muy humana. Cuentas con mi comprensión.
—La seguridad de un Hopeman. ¡Qué buen jesuita habrías sido, Harry! Lástima que no seas católico.
—Yo también nací con suerte. Soy uno de los elegidos.
Se miraron fijamente a los ojos, impresionados por el encono que ahora los separaba.
—Será mejor que pida un par de coñacs —sugirió Peter Harrington en tono arrepentido.
—Los postres no son gran cosa en este país. Pero vas a echar de menos algunos panes cuando hagas penitencia por tus excesos.
Peter torció la boca y echó la cabeza hacia atrás. Harry también reía.
—Oh, bastardo judío —dijo Peter por fin.
Pidió las copas. Se miraron, y Harry volvió a estallar en una carcajada, como reacción a la tensión. Ambos se echaban hacia atrás y hacia delante, jadeando. Empezaban a dolerles los músculos del estómago.
El sacerdote blandió un dedo.
—¡Te aplastaré!
—¿Con ese culo de cerdo no-kosher monseñor? —logró decir Harry claramente.
—¿Y qué esperabas? ¡… Importado!
Se miraron y volvieron a estallar en carcajadas. Harry se moría de risa. El camarero reía con ellos, sin saber por qué.