10

TAMAR ESTRAUSS

En el sueño, Yoel estaba vivo y cubría el cuerpo de ella con la eficacia teutónica que no había sido capaz de abandonar con el resto de su patrimonio alemán. Tamar estaba disfrutando enormemente cuando se despertó en la silenciosa habitación del hotel.

Permaneció un largo rato tendida sobre el colchón lleno de bultos, agarrotada por una pena casi olvidada. Las alfombras olían a polvo.

Intentó volver a dormir, pero el sueño la abandonó. Se esforzó por formar en su mente el rostro de Yoel, pero no lo logró. La piel de él no era tan morena como la de ella, pero había sido bastante oscura para un yecheh, un judío alemán. Habían sido sus ojos, de un azul contemplativo que resultaba sorprendentemente pálido en el rostro oscuro, lo que la había cautivado la noche que se conocieron en una reunión en el museo. No habían sido presentados. Él la había mirado desde el otro lado de la sala.

Ella había apartado la vista y había picoteado un poco de ensalada.

Cuando volvió a mirar, él aún tenía sus malditos ojos askenazí fijos en ella, unos ojos que no tenían vergüenza. ¿Beseder? ¿De acuerdo?, le preguntaban.

Claro que no, mamzer arrogante, había respondido ella mentalmente, con expresión indignada.

Pero los traidores ojos de Tamar se cruzaron con los de él, y ésa fue su perdición.

Beseder respondieron.

Habían mantenido relaciones durante unos meses. Era el último año que él trabajaba como interno de un programa de salud pública en el Hospital Beilinson de Petah Tikva. Tenía un Volkswagen rojo de dos años con el que se escapaba a verla cada vez que podía. Iban al Café Alaska, en Jaffa Street, y a conciertos de la Filarmónica de Israel, a la que los padres de él estaban abonados, lo que la hizo pensar que eran ricos.

En el pequeño coche rojo libraban una placentera lucha cuerpo a cuerpo. Era tremendamente difícil rechazarlo, y una noche en la playa de Bat Yam, ella no pudo seguir haciéndolo. Él la lastimó. Después ella no podía parar de llorar. Él no se daba cuenta de que, de acuerdo con la cultura en que ella había sido educada, había quedado destruida. Pero la reconstruyó; la amaba.

Como si les expresara sus condolencias, la madre de él les deseó suerte. «A ti no te importa, pero puedo imaginar lo que ocurrió en la oscuridad, en la arena, para que él quedara atrapado», le dijeron a Tamar sus ojos claros y contemplativos como los de su hijo.

Él llamó ya abba al padre de ella y le llevó una versión moderna del precio nupcial, una cesta con frutas y una botella de arak.

—Vuestros hijos serán morenos —dijo ya abba con astucia.

—Eso espero —respondió Yoel.

Una semana más tarde, Tamar regresó a Rosh Ha’ayin, el poblado yemenita en el que sus padres habían instalado el hogar, y encontró intacto el celofán que rodeaba la fruta; los plátanos estaban negros por la podredumbre y los melocotones y las naranjas blancos de moho. Lo tiró todo. Esa noche, ya abba le preguntó:

—¿Quieres a ese yecheh, el alemán?

Como ella no respondió, él asintió lentamente y fue a abrir el arak.

El período de interno de Yoel casi había concluido. Él había propuesto llevar a cabo un estudio de la mortalidad durante el embarazo entre los beduinos, y para satisfacción de ambos la propuesta fue aprobada, junto con un cargo en el servicio de salud materno-infantil del Hospital Hadassah.

Hicieron planes para vivir en Jerusalén. Cuando los padres de él les ofrecieron comprarles un apartamento, ella se sorprendió porque enseguida había modificado su primera impresión de que tenían dinero. En su pequeña y oscura tienda de muebles baratos vendían lo suficiente para poder vivir con cierto desahogo.

Pero había una indemnización de Alemania.

El padre de él había estado en Mauthausen, y tres de sus cuatro abuelos y una tía habían desaparecido mientras estaban en Buchenwald. A ambas familias les habían confiscado las propiedades. Su padre había presentado una reclamación después de la guerra, y últimamente les habían pagado una pequeña suma. Pero no querían gastar el dinero en cosas para ellos.

Tamar tampoco quería.

Un día el señor Strauss fue a buscarla y la llevó a tomar el té. Ella se sintió atraída por él. Se le veía cansado y estaba calvo. ¿Yoel llegaría a tener ese aspecto?

Él le palmeó la mano.

—¿Debo devolvérselo a ellos?

Así que, como si fueran millonarios, ella y Yoel se instalaron en tres habitaciones de un edificio bastante nuevo que daba al Yemin-Moshe, e intentaron olvidar los fantasmas que habían pagado su techo. El señor Strauss les ofreció conseguir muebles daneses con descuento, pero para alivio de Tamar, Yoel prefirió escuchar sus ideas. Compraron un colchón de muelles, dos cajoneras pequeñas, una mesa baja, dos pufs de piel de camello que rellenaron con una increíble cantidad de ejemplares de Ha’aretz y Ma’ariv convertidos en tiras. Buscaron algunas piezas bonitas de cobre batido para disgusto de la madre de Tamar, ya umma, cuyos amigos ya habían reemplazado las cosas de cobre por aluminio, que era más elegante. Yoel pasó tres fines de semana pintando las paredes de blanco y ella las decoró con adornos árabes baratos que compró en el mercado de Nazaret.

Cuando concluyeron, la casa era aún mejor que Sana’a, donde ella había nacido.

Ya umma quería que ella se casara con el traje yemenita tradicional, pero triunfó el innato espíritu práctico de Tamar. Se compró un vestido de boda que pudo usar muchas más veces, una sencilla prenda de lana peinada color lavanda claro que hacía resplandecer su piel oscura. La ceremonia se celebró en la sinagoga de techo de estaño de Rosh Ha’ayin. Ya mori, el rabino, se estaba volviendo senil y se arrastró penosamente por las siete bendiciones. Después de que Yoel rompiera el vaso, hubo un banquete a base de pollos asados rellenos al estilo Temani, huevos duros pelados, arroz aderezado con almendras y uvas, frutas y verduras diversas, vinos y arak.

Ellos se escaparon en el coche rojo en cuanto pudieron y viajaron directamente a Eilat, donde tuvieron tres días de buen tiempo. La menstruación de Tamar había comenzado exactamente antes de la boda. Todas las mañanas salían en una barca con base de cristal y observaban los corales y peces. Encontraron a unos hippies franceses que vivían en tiendas de campaña montadas en la playa, y se enzarzaron en una apasionada discusión sobre el comunismo; pero Yoel compró una botella de vino y fueron aceptados nuevamente en el seno del proletariado. Juntaron algunos corales. Ella chapoteaba y él nadaba.

Cuando regresaron a Jerusalén, ya umma los esperaba en la puerta del apartamento, como una esfinge. Tiró agua en el suelo y esparció hojas de ruda, dándoles la bienvenida al hogar al estilo antiguo, para perplejidad de varios inquilinos. Tamar se emocionó, pues sabía el esfuerzo que había supuesto para ella hacer sola el largo viaje en autobús. Ambos insistieron en que se quedara, pero ella besó a su hija y tímidamente le dijo a su yerno que disfrutara con la novia. Luego, contenta, cogió el autobús de regreso a Rosh Ha’ayin.

Para alivio de Tamar, hacer el amor fue infinitamente mejor en su propia cama. Se convirtió tan rápidamente en una participante deseosa, que Yoel, complacido, empezó a tomarle el pelo. Hizo una compra importante: un espejo de pared, el único mueble que no combinaba con el espíritu árabe del apartamento. Lo colocaron en un sitio en el que podían contemplar la piel blanca y morena de ambos fundida en la criatura maravillosamente veteada que formaban.

A Tamar, el matrimonio le dio suerte: prosperó en el museo. Un día llevaron al departamento de conservación un cuenco raro, un objeto de bronce fenicio con forma de cabeza de león, para reparar una pequeña muesca producida al trasladarlo.

Pero cuando ella lo examinó, el fragmento que faltaba dejó al descubierto una serie de capas estratificadas que, como mínimo, eran extrañas. Al raspar, una de las capas, resultó ser de cobre, con un aspecto incongruentemente nuevo. Otra era una mezcla de lacre rojo y de la soldadura blanda que se utiliza en las técnicas modernas. Cuando colocó el cuenco bajo los rayos ultravioleta pudo ver que se trataba de un objeto de bronce auténticamente estropeado, sobre el que un herrero había construido hábilmente una superficie falsa que parecía a un tiempo antigua y excelentemente conservada.

El museo había estado a punto de comprar el cuenco por un precio varias veces superior al sueldo anual de ella. Mucha gente empezó a saludarla por la mañana, cuando llegaba al trabajo.

Resultaba gratificante, pero ella también disfrutaba en su papel de esposa. Aprendió que su marido no podía comer especias yemenitas, y que detestaba el cordero. Le chiflaban los mishmish, los pequeños albaricoques nativos, tan deliciosos que los árabes los mencionaban en una frase que describía la promesa de una felicidad lejana: «Cuando lleguen los mishmish». Yoel tenía la frase escrita en tarjetas que mostraba a la menor señal de impaciencia.

Yoel se llevaba bien con sus compañeros de trabajo, en parte —pensaba Tamar con un sentimiento de culpabilidad— porque su trabajo estaba al margen de la corriente principal de promoción de la carrera. Pero estaba obteniendo resultados. La mortalidad infantil y materna entre los beduinos siempre había sido trágicamente elevada; en su difícil vida nómada, los cuidados prenatales no existían. Yoel pasó los primeros meses discutiendo con la estructura del poder, vendiendo sus ideas. Se presentó en repetidas ocasiones ante la Comisión del Agua con las autorizaciones necesarias expedidas por su departamento, hasta que ellos aceptaron tender una línea por encima del nivel del suelo hasta los campos de pastoreo Beersheva de una de las tribus beduinas: una tubería de plástico negro, tan fea como una maldición pero capaz de arrojar bendiciones. Por primera vez, la tribu no tuvo necesidad de marcharse en busca de nuevos pastos. Yoel y un agrónomo del gobierno convencieron al anciano jeque de que se quedaran mientras el gobierno proporcionara pastos a su ganado. A cambio, el jeque hacia que todas las mujeres embarazadas se presentaran regularmente al servicio materno-infantil. Ingresar a las mujeres en el hospital fue la tarea más dura, ya que siempre les habían enseñado que un niño debe nacer en la tienda de su padre. Pero después de que las doce primeras mujeres y sus bebés sobrevivieran, el mensaje fue claro.

Yoel no dejaba de ir en coche hasta el campamento Beersheva si una mujer llevaba tiempo sin someterse a una revisión. Cuando Tamar estaba libre, a veces lo acompañaba para servirle de intérprete. En una de esas ocasiones, después de que él hubiera examinado y regañado a su paciente y de recibir la tímida promesa de que el mes siguiente iría a verlo, se sentaron en la tienda del jeque para tomar el inevitable café con dátiles.

El anciano beduino lo miró con expresión burlona y dijo algo.

—Dice que por qué haces esto —tradujo ella.

Yoel le dijo que le preguntara si acaso no eran hermanos.

—Dice que no.

—Pregúntale si algún día podríamos llegar a ser como hermanos.

—Dice que no es probable.

—Dile que no me importa lo que somos o dejemos de ser, siempre que nos ayudemos mutuamente y vivamos en paz.

El jeque miró a Yoel a los ojos, buscando peligros ocultos.

—Dice: ¿y si no podemos vivir en paz?

—Entonces no llegarán los mishmish —respondió Yoel.

Aquel mes de julio se separó de ella por primera vez para presentarse a cumplir sus treinta y un días anuales en la Reserva. Era médico castrense con rango de seren, capitán. Antes de que él se marchara, ella vio que las pesadillas alteraban su sueño. Él reconoció enseguida que estaba preocupado. Se había alistado como voluntario para el entrenamiento como paracaidista.

De modo que todas las noches, entre las dos y las cuatro, que era cuando los soldados israelíes estaban autorizados a hacer llamadas gratuitas a su casa, ella esperaba con los ojos nublados junto al teléfono. La décima noche, sonó por fin.

—Es facilísimo.

Ella no le preguntó a qué se refería; sólo una cosa habría reflejado tanto alivio en su voz. Después de cinco saltos más, él quedó capacitado y terminó la preparación en veintiún días. Cuando regresó a casa, ella le cosió el dragón rojo y blanco en los uniformes y admiró la boina roja y las botas rojas de paracaidista, que ellos llamaban zapatillas de ballet.

Su jefe era un comandante llamado Michaelman, cirujano del Hospital Eliezar Kaplan de Rehovot. En septiembre, el doctor Michaelman llegó a Jerusalén con su esposa para asistir a una reunión, y Tamar y Yoel los invitaron a comer. Dov Michaelman era un hombre delgado de pelo entrecano y ojos serenos, un oficial del cuartel general que mandaba a otros médicos en las unidades de combate. Eva Michaelman era una regordeta pelirroja de labios llenos absurdamente colocados en un rostro que, por otra parte, había llegado a la mediana edad. Después de comer, Yoel encendió la radio para escuchar las noticias, lo cual resultó ser un error. Informaron que las fuerzas blindadas egipcias empezaban a concentrarse en la orilla occidental del canal de Suez.

—Maniobras —comentó el doctor Michaelman—. Las hacen todos los otoños.

Curiosamente, lo que asustó a Tamar no fue la información facilitada por la radio sino el hecho de que mientras ella miraba, la dulce boca de Eva Michaelman se volvió tan vieja como el resto de la cara.

Tamar y Yoel fueron a visitar a la madre de ella para celebrar un Rosh Hashana yemenita y luego, para ser justos, decidieron pasar el Yom Kippur con los padres de él en la pequeña sinagoga askenazí.

Poco después del mediodía, tres oficiales del ejército entraron en la shul. Se abrieron paso entre los fieles cubiertos con el taled y se acercaron al bema para entregar una lista al rabino.

El sacristán pidió que guardaran silencio.

—Se ordena a los siguientes hombres que se presenten a sus unidades militares —anuncio el rabino.

El nombre de Yoel no estaba entre los mencionados. Desde el lugar donde estaban las mujeres, Tamar vio que su esposo se inclinaba hacia delante para hacer preguntas. Le resultó difícil respirar. Salió en el momento en que empezaban a sonar las sirenas.

Su suegro se reunió con ella.

—¿Qué es eso? —le preguntó Tamar.

El señor Strauss se rascó la barba gris que empezaba a asomar y miró el cielo por encima de la montura metálica de sus gafas.

—Quizás ha comenzado —dijo.

Regresaron a casa a toda prisa, pero la radio y la televisión estaban cortadas. No había emisiones mientras se celebraba el Yom Kippur.

—Al coche le falta gasolina —señaló Yoel.

—Las estaciones de servicio están cerradas.

—Las estaciones árabes de la Ciudad Vieja están abiertas.

Ella asintió; sabía que él iría a buscar noticias, además de combustible. Yoel se alejó a todo correr.

A las dos y cuarenta de la tarde, la radio abrió la emisión con un anuncio de las Fuerzas de Defensa Israelíes. A las catorce horas, los ejércitos egipcio y sirio habían lanzado ataques al otro lado del canal de Suez, y sobre los Altos del Golán.

«Debido a la actividad de los aviones sirios, las sirenas pueden oírse en todo el territorio. Son auténticas sirenas… Se han impartido órdenes para la movilización de reservistas. A la vista de la emergencia, aquellos que no tengan necesidad de transitar por las carreteras deben abstenerse de hacerlo…».

Cuando Yoel regresó a casa encontró a Tamar escuchando extraños mensajes que a cada instante interrumpían la música y las noticias.

«Jacinto Púrpura, Jacinto Púrpura, por favor preséntese a las cuatro de la tarde en el punto de concentración».

—¿Cuál es el nombre en clave de tu brigada?

—Biblia. ¿No es una tontería?

—No —respondió ella con voz temblorosa.

Mientras se estaban mirando, la radio la nombró.

—Bueno —dijo él.

—¿Puedo ayudarte a preparar tus cosas?

—Sólo tengo que ponerme el uniforme y coger las cosas de aseo. No hay que hacer nada más.

—Sí, hay que hacer algo.

En el cuarto de baño, ella se quedó un momento de pie con el diafragma en la mano; luego volvió a guardarlo en su pequeño estuche y lo colocó en el armario. Hicieron el amor demasiado deprisa y sin verdadero placer. Mientras él la penetraba, ella le susurró al oído lo que no había hecho.

—Tonta…

Ella vio la expresión de fastidio de él.

—¿Por qué me dices tonta?

—Esto terminará dentro de unos días. Luego ya veremos como vamos a mantener a una embarazada y a un bebé. —Pero la besó.

—¿Crees que hemos hecho un bebé? —le preguntó ella mientras observaba cómo se ponía el uniforme.

Él se encogió de hombros, absorto en sus pensamientos. Ella se dio cuenta de que al menos una parte de él estaba impaciente por marcharse, que disfrutaba de los peligros tanto como ella los odiaba.

—Yoel.

Él la besó de una forma que significaba más que el apresurado encuentro en la cama.

Shalom, Tamar.

—Eso espero —repuso ella.

La ciudad se convirtió en una persona diferente. Todas las mañanas, cuando abandonaba el edificio para ir al trabajo, veía a unos viejos metiendo arena en sacos de arpillera con una pala. El tránsito civil era ligero. Muchos coches, como el Volkswagen rojo, habían sido embadurnados de barro y sumados al ejército con sus propietarios. En el sótano del edificio de apartamentos había un refugio; las mujeres llevaron los colchones hasta allí, y Tamar ayudó a cerrar con cinta adhesiva las ventanas y cosió unas cortinas para los apagones. Las empleadas del museo preparaban vendas con las sábanas.

La actividad facilitaba las cosas. Basados en las experiencias anteriores, todos esperaban una guerra breve, una defensa relámpago contra el invasor, seguida por una victoria rápida y arrolladora.

Pero durante tres días, las noticias difundidas fueron vagas y desconcertantes. Para entonces, los heridos habían empezado a llenar el Hospital Hadassah, y las informaciones empezaban a hablar abiertamente de la catástrofe producida por sorpresa y de las novísimas armas rusas. Los egipcios estaban sólidamente atrincherados en el lado este del canal, y los sirios ocasionaban numerosas víctimas en el Golán. Todo el mundo intentaba seguir el ritmo habitual. Con ridícula coordinación, Tamar descubrió otra falsificación, esta vez una pintura. Al mirarla con rayos X, descubrió que el retrato que supuestamente tenía más de un siglo de antigüedad estaba pintado encima de un paisaje. Raspó para coger una muestra diminuta de la pintura utilizada en el cuadro original, y el análisis químico reveló la presencia de titanio, ingrediente de las pinturas sólo desde 1920. La pintura original apenas tenía unas décadas de antigüedad.

El director la llamó a su despacho.

—¿Qué le hizo sospechar? —le preguntó.

Tamar se encogió de hombros.

—Noté rastros de un pigmento punteado. De vez en cuando una pincelada diferente. En un fragmento había un pasaje confuso de un matiz a otro.

El director asintió.

—Tiene usted un don, señora Strauss. Puede encontrar una aguja en un pajar. Ésa es una habilidad que no todo el mundo posee —le dijo con aire pensativo.

Esta vez recibió un aumento de salario y dejó de ser asistente técnica para convertirse en conservadora. Se adoptó la medida de que cada nueva adquisición pasara primero por el escritorio de ella. Normalmente, esto le habría resultado estimulante. Pero apenas reparó en ello. Todas las noches su alarma se disparaba a las dos de la madrugada y la mantenía despierta hasta las cuatro. Pero el teléfono no sonaba.

Recibió dos cartas: dos notas informativas y prosaicas. Yoel le decía que se encontraba bien y que no esperara ninguna llamada telefónica. Las líneas se reservaban «para los soldados con problemas personales, como algún familiar enfermo, cosa que, gracias a Dios, no tenemos». No le decía dónde estaba, ni mencionaba la guerra en ningún otro sentido.

Durante el fin de semana, las cosas empezaron a cambiar en ambos frentes. Kissinger había estado intentando negociar un alto el fuego, que había sido rechazado por Sadat. De repente, los egipcios se mostraron bastante dispuestos. Las fuerzas de defensa israelíes se habían internado en Siria y recorrían la carretera que conducía a Damasco, y una mañana Tamar se despertó con la noticia de que Israel había cruzado el canal y trasladaba la guerra al interior de Egipto. Se esperaba que el alto el fuego se produjera en cuestión de horas.

Tamar quiso darle las gracias a Dios en el Muro Occidental. Cuando llegó, descubrió que cientos de personas habían tenido la misma idea. La multitud se arremolinaba, la gente esperaba con impaciencia a los lados, empequeñecida por la piedra de Herodes. Sintió muchas cosas, aunque tal vez surgían de su interior pues se encontraba aprisionada entre un anciano sollozante y un joven de expresión perpleja.

Se deslizó en un hueco entre la multitud. La gente que se encontraba junto al muro era considerada. Se quedaban sólo unos instantes y luego se apartaban, dejando paso a los demás. Apretujada y empujada, quedó por fin junto a los bloques calentados por el sol.

La gente se acercaba con respeto a tocar las piedras, sollozando de gratitud, muchos escribiendo plegarias y metiendo el papel entre las grietas, siguiendo la leyenda de que esas peticiones eran concedidas por el Señor. El único papel que ella llevaba encima era una vieja lista de la compra. En el dorso garabateó su petición: que con el tiempo pudiera tener el hijo que esta vez le había sido negado. Introdujo el papel en una grieta, esperando con cierta frivolidad que no se confundiera el lado de la nota y tuviera que parir huevos, pan, queso, manzanas y un arenque.

Se apartó, dejando sitio a otra mujer. La multitud formaba una red de la que tuvo que deshacerse hasta que se abrió y le permitió avanzar por una corriente de sonidos tan fuertes como el dolor, como un shofar que sonara junto a su oreja. Un circulo de hasidim polacos danzaban cogidos de la mano, entonando en tono triunfal el fragmento de un salmo: «¡En Tu misericordia confío!». Algunos llevaban barba y eran canosos. Los niños, vestidos exactamente como sus mayores, con streimels adornados con piel y largos caftanes negros, compartían la capa de éxtasis tejida por las voces y los cuerpos. Mientras ella observaba, un oficial paracaidista se sumó a la cadena, girando y golpeando con sus botas rojas, con la cabeza echada hacia atrás y, como los demás, con los ojos vueltos al cielo. Finalmente el hombre se apartó y se quedó de pie, riendo y sin aliento, y ella vio que lo conocía.

—Comandante Michaelman —lo llamó—. ¡Dov Michaelman!

Al oírla, él la miró. Su sonrisa quedó congelada y luego se quebró, revelando un dolor tan intenso que la alcanzó con la precisión de una bala, y ella comprendió al instante.

Cientos de hombres fueron enterrados en la ceremonia de los héroes que se llevó a cabo en el Cementerio Militar de las Fuerzas de Defensa Israelíes. Moshe Dayan y el gran rabino de Israel, Shlomo Goren, pronunciaron los panegíricos. Ella veía el movimiento de sus labios, pero no oyó sus palabras. Durante la semana del shiva, los padres de Yoel fueron a su casa; se quedaban sentados, descalzos y con expresión perpleja; cuando se les hablaba respondían con monosílabos, y al anochecer se marchaban juntos arrastrando los pies, y regresaban al día siguiente a primera hora. La familia de Tamar llegó desde Rosh Ha’ayin, pero al tercer día ya abba perdió las fuerzas y empezó a beber. Cuando concluyó el periodo del duelo y todos se fueron a casa, ella agradeció el silencio.

El cheque del seguro llegó enseguida: eran diez mil libras. Todo lo relacionado con los veteranos muertos era despachado por el gobierno, incluidas las cartas de pésame del capellán principal, del comandante de las fuerzas de paracaidistas, la del general Elazar que le informaba que a su esposo, de feliz memoria, se le había otorgado un ascenso a titulo póstumo, y describía las circunstancias de la muerte del comandante Strauss. Tamar le entregó las cartas a su suegro, que las enmarcó y colocó sobre el escritorio de la pequeña y oscura tienda de muebles, donde revisaba las facturas de compra y preparaba las facturas de venta.

Ella depositó el dinero del seguro y le dio instrucciones al banco de que le enviara cincuenta libras mensuales a su familia.

Mirara donde mirase, veía algo que seguía existiendo aunque él ya no estaba. En cierto modo, el apartamento era una extravagancia innecesaria para una sola persona, y los Strauss podrían utilizar el dinero que le habían dado a Yoel para comprarlo. Antes de tener la posibilidad de cambiar de idea, puso un anuncio. Las viviendas buenas escaseaban, y el apartamento se vendió casi de inmediato.

Unos días después invitó al señor Strauss a comer. Mientras salían del restaurante, le explicó serenamente lo que había hecho e intentó entregarle el cheque de la venta, pero él torció el gesto y la miró fijamente con los ojos húmedos, rechazando con las manos.

El anciano huyó de su lado y bajó a toda prisa por Yaffa Road.

Ella se dio cuenta de que el dinero manchado de sangre volvía a sus manos, enviado por nuevos fantasmas. Pero les pertenecía a ellos. Fue al banco y abrió una cuenta a nombre de los dos, y les envió por correo la libreta de depósito.

Los nuevos propietarios la apremiaron para que dejara el apartamento lo más pronto posible, pero Jerusalén era una ciudad superpoblada y cara, y resultaba difícil encontrar una habitación adecuada. Se dedicó a buscarla durante su día libre, pero en la calle los rostros aún reflejaban la alegría de la supervivencia, y se agudizó la depresión que sentía. Se encaminó a la Ciudad Vieja. Bajó por la Vía Dolorosa y entró en una tienda de regalos llamada Abdulla Heikal, Ltd., donde un ejército de Cristos con el cuello roto colgaba de medio millar de cruces de madera de olivo. Un rotograbado manchado de agua, recuerdo de una guerra anterior, sonreía mostrando los dientes por encima de dos hombres que llevaban kaffiyeh y discutían apasionadamente hasta que uno de los dos lanzó un suspiro y alzó las manos con las palmas hacia arriba. Ambos sonrieron una vez cerrado el trato, y el que había cedido asintió y se fue corriendo.

—¿Busca algo?

No, respondió movida por un impulso y en árabe, a menos que sepa de alguna habitación bonita para alquilar.

No, pero tenía un puf de la mejor piel de camello, una ganga.

Ella sacudió la cabeza y el interés del hombre se desvaneció en cuanto el anciano regresó cargado con una caja de cartón llena de bolsos de mujer.

Unos minutos más tarde, mientras regresaba por la Vía Dolorosa, el anciano corrió tras ella.

—Él me ha dicho que busca una habitación.

Lo miró con expresión vacilante y empezó a arrepentirse de su actitud irreflexiva.

—Véalo y decida después. —El anciano escribió en una libreta, arrancó la hoja con la dirección y se la entregó. Ahmed Mohieddin. Callejón del Pozo, esquina Aquabat esh-Sheikh Rihan.

Aquabat esh-Sheikh Rihan era más estrecha que Vía Dolorosa, y desde ella partían varios callejones. Tamar preguntó a cuatro personas antes de encontrar Callejón del Pozo, una hendidura entre edificios cubiertos de argamasa. La puerta de Ahmed Mohieddin era lúgubre, pero las casas árabes que se ven desastrosas por fuera suelen ser muy distintas por dentro. Un oscuro pasillo la condujo a un patio soleado, con plantas colocadas en barreños cerca del pozo que daba nombre a la calle. La esposa de Mohieddin la llevó por una escalera de piedra hasta una habitación con ventanas arqueadas. No había agua corriente, y en lugar de instalación sanitaria tenía sólo un retrete, pero Tamar le pagó a la mujer un mes de alquiler anticipado.

La primera noche que pasó en la nueva habitación se tendió en la cama en posición fetal, intentando suspender todo movimiento, todo sonido y sensación.

Él estaba muerto. Ella estaba viva.

Nadie más pensaba que esto era raro.

Era una aficionada a todos los vicios. Caminar resultaba más fácil. Se acostumbró a pasear por la Ciudad Vieja en las horas silenciosas de la noche. Cuando por fin sus nervios empezaban a estallar ante la evidencia de que la tierra estaba deshabitada, encontró un café junto a Puerta de Jaffa, como una cueva pobremente iluminada y llena de árabes que fumaban y jugaban a las cartas y a shesh-besh. Evidentemente era un territorio masculino, y se conformó con sentarse en una mesa pequeña de la calle y tomar una taza tras otra de café con abundante hel mientras escuchaba la amalgama de sonidos: voces y risas masculinas, el borboteo de los numerosos nargillahs, el chasquido de las fichas del shesh-besh. Ella y un hombre vestido al estilo norteamericano eran los únicos que ocupaban las mesas de afuera. Él era joven, tal vez algo mayor que ella, y tenía el estuche de una cámara en una silla, a su lado, y una Leica colgada del cuello. Ella apartó la mirada y luego se levantó y siguió deambulando por las calles empedradas en las que la luna era la única luz, y su respiración y sus pasos los únicos sonidos.

La tarde siguiente, cuando llegó Tamar, el joven ya estaba allí; ella le devolvió el saludo con cortesía. Él cogió la Leica y empezó a enfocarla sobre ella.

—No, por favor.

Él asintió. Se puso de pie, entró en la cafetería y se paseó entre los jugadores, haciendo fotos.

—Un sitio fantástico —comentó al salir. Se sentó a la mesa de ella tras recibir su autorización y pidió más café. Era un fotógrafo de modas de Londres, que había llegado unos días antes que las modelos para buscar los escenarios—. He estado observándola. Parece muy desdichada.

Cuando ella empezó a levantarse, él estiró una mano.

—No estoy intentando ser un patán, de verdad —le dijo en tono amable—. Lo que ocurre es que por naturaleza soy opuesto a la desdicha.

Ella se quedó y bebió su café a sorbos y en silencio. Cuando él le pidió que le mostrara los alrededores, ella bajó con él por las calles estrechas, señalando la Torre de David, el barrio armenio, el reconstruido barrio judío que había sido arrasado por los jordanos en 1948. Él no le hizo preguntas personales, y al cabo de dos horas todo lo que ella sabía de él, además de su profesión, era su nombre: Peter. Su compañía resultaba agradable. En un restaurante árabe de la calle de la Cadena le compró dolma con hojas de parra y cuscús, y le preguntó si quería arak.

Ella sacudió la cabeza.

—¿Whisky, entonces?

—Me sienta mal.

—Ah. A mí me pasa lo mismo. —Sacó de su bolsillo una pequeña caja esmaltada y al abrirla dejó a la vista unas pastillas parecidas a bayas rojas.

—Tienes que tomarte dos. Una no sirve.

—¿Qué son?

—La felicidad.

Ella se negó, pero él sonrió y se tragó dos con el café para mostrarle lo fácil que era.

Después de tomarlas no sintió ningún cambio. Tampoco aparecieron los efectos cuando terminaron de cenar y salieron otra vez a la calle. Era inmune a la felicidad.

—Lo que tengo que encontrar ahora —dijo él— es un antiguo jardín árabe con una bonita fuente. ¿Conoces un sitio así?

—Sin fuente. Un jardín con un pozo. Muy bonito. Cuando llegaron al jardín de Mohieddin, ella se sentía levemente feliz.

Le faltaban los dedos de los pies.

Un agradable, muy agradable entumecimiento alrededor de la boca.

Una percepción nueva y especial del modo en que la luna plateaba la piedra y creaba sombras. Él silbó.

—Espera hasta que veas esto adornado con ochos de tejido doble tamaño gigante. ¿Cómo es por dentro?

—¿Feliz? —preguntó alguien mientras ella lo conducía escaleras arriba.

¿Quién?

—Feliz, feliz, feliz.

¿Quién había preguntado? ¿Quién había contestado?

El aire se volvía gelatinoso. Tamar cayó hacia atrás atravesando un líquido espeso hasta aterrizar en la cama.

¡Riendo!

Y lo observó avanzar en una danza de prendas que volaban.

Él parecía más grande que Yoel pero tenía menos pelo, era interesante; la felicidad era la amnesia total, sin dolor, sin sensación de ningún tipo; vio el rostro pálido y desconocido que se posaba sobre el suyo.

Y empezaba a menearse.

Y se meneaba.

Y ahora flotaba. Hizo su danza del desnudo a la inversa, recogió la cámara y desapareció de la vida de Tamar.

Ella se quedó tendida en la cama, y rio hasta quedarse dormida.

Por la mañana, aterrorizada, pregunto a sus compañeros del museo si conocían algún sitio disponible para vivir; un sentimiento de culpabilidad la llevó a inventarse una plaga de cucarachas.

La administradora de la tienda de regalos arrugó la nariz —¡puaf!—, pero enseguida sonrió: afortunadamente, había una habitación libre en el apartamento de su hija Hana Rath, en Rashi Street. Al atardecer, Tamar volvía a residir en la parte judía de la ciudad; aunque el hombre regresara a casa de Mohieddin con su felicidad, no la encontraría.

Pero detestaba la nueva habitación.

Por su pequeñez y las malévolas calcomanías de la pared, evidentemente había sido la habitación de los niños. Dvora, la criatura desalojada, tenía un cólico y se pasó toda la noche llorando junto a la cama de sus padres. Eli Rath era un ceñudo camionero que roncaba y se rebelaba contra su matrimonio mediante un estómago delicado. Los Rath discutían de la manera de hacer política de él, del sexo oral, de la manera de cocinar de ella, y sus desagradables palabras penetraban en las paredes delgadas y empujaban a Tamar a la adicción a los fétidos cigarrillos autóctonos.

Veintidós días después del encuentro con aquel hombre llamado Peter, ella se dio cuenta de que su período menstrual, que ya tenía que haber terminado, ni siquiera había empezado.

Esperó cuatro días más para estar segura, y luego fue a una clínica de Tel Aviv y se tendió con los pies en unos estribos durante apenas cinco minutos mientras un ruidoso aparato aspiraba el hijo por el que había rezado ante el Muro. Esa noche, en la habitación de los niños, en Rashi Street, la hemorragia fue menor que una menstruación y sintió poco dolor, pero en la habitación contigua la pequeña lloraba otra vez débilmente y Hana Rath le canturreaba: «Dvooorehlehhh… Dvooorehlehhh, mi amor…». Tamar se tendió de espaldas y mientras fumaba los fuertes cigarrillos, estudiaba los animales de las calcomanías y maldecía a Dios.

Al día siguiente estaba en condiciones de volver al trabajo, pero en lugar de eso se dirigió a la brillante oficina de reclutamiento de Rashi Street, situada a pocos edificios de distancia del apartamento de los Rath, y se alistó como voluntaria en el Ejército.

Recibió entrenamiento como operadora de radio. Los servicios en el frente solían reservarse a las mujeres más jóvenes, pero ella señaló cuidadosamente a sus superiores que los pocos años de diferencia no la convertían en una mujer débil, y las circunstancias de su alistamiento estaban de su parte. Un día recibió la orden de presentarse en el campamento 247, en Arad.

El puesto se encontraba en un desierto, a pocos kilómetros de la ciudad; era un enorme cuadrado de limpios cuarteles marrones cercados por una alambrada, que rodeaban dos recintos cerrados interiores. Los edificios estaban bien conservados y el terreno consistía en césped y jardines bien cuidados de los que Mogen David podía enorgullecerse. Uno de los recintos albergaba una unidad de maniobras, una compañía de zapadores. En el otro vivían unos veinte hombres que vestían de paisano.

Había una pequeña caseta para la radio y un oficial con el que ella trabajaría, un capitán llamado Shamir que pronto regresaría a su estudio de grabación en la vida civil. No estaba interesado en nadie que no viviera para los altavoces de sonidos graves y los de sonidos agudos. El primer día ella le preguntó por el grupo de hombres de paisano.

—Trabajan para el Suministro de Agua.

—Ah. ¿Qué hacen?

—Trabajos sucios —respondió él sin levantar la vista de su equipo.

Era un campamento pequeño. Había un buen shekem, una mezcla de cantina y club militar que frecuentaba la gente cuando estaba fuera de servicio, y al cabo de una semana Tamar conoció prácticamente a todos, incluidos los que iban vestidos de paisano. No hizo más preguntas sobre ellos porque pronto se dio cuenta de que ni trabajaban para el Suministro de Agua, ni eran paisanos. Notó que además de los vehículos militares del campamento conducían dos coches con matriculas civiles: un jeep Willys de color gris y un break Willys de color beige. La puerta que daba al recinto interior se abría sólo cuando alguien pulsaba un zumbador desde dentro. Un letrero pequeño colocado en la valla indicaba que eran el Cuarto Destacamento Estratégico Especial, y su jefe era un delgado comandante a quien el sol le había bronceado la piel hasta volverla tan oscura como la de ella. Se llamaba Ze’ev Kagan y todos se esforzaban en obedecer sus órdenes. Al cabo de tres días, cuatro de los hombres le comentaron como de pasada quién era el padre del comandante.

Grupos de hombres salían del campamento y se alejaban en el desierto para hacer la instrucción, y Tamar vio que a veces eran acompañados por una o dos mujeres del destacamento Chen. Una tarde le preguntó a una de las soldados cómo se organizaban esas excursiones.

—Nunca hay problema. Simplemente tienes que pedir que te incluyan. A ellos les gusta cuando viene una del Chen.

Dejó que el capitán Shamir la cargara con el trabajo que le correspondía a él, además del suyo. Empezaba a sentir que se convertía en una persona distinta, que abandonaba y reemplazaba las células de su vida anterior, y su subconsciente empezaba a convencerse de que Yoel estaba muerto. En ocasiones aún podía ver su rostro con todo detalle, pero en otros momentos tenía que obligarse a imaginar rasgos individuales y luego concentrarse para intentar reunirlos. A esas alturas, su cuerpo empezó a exigirle las cosas que él le había enseñado, y dormía mal. Cuando dormía profundamente, soñaba mucho con Yoel, y por lo general eran sueños sexuales. Realizaba entrenamiento físico todas las mañanas, pero eso no era suficiente.

Cuando entró en Operaciones, Ze’ev Kagan estaba sentado ante una de las mesas, escribiendo a máquina. El oficial de guardia era el capitán que estaba al mando de los ingenieros. La escuchó y asintió.

—Ze’ev. Empezarás a entrenar a tu gente por la mañana. ¿Puede ir contigo la teniente?

Kagan la miró.

—No podré permitirme el lujo de enviar a alguien con usted si decide que quiere abandonar.

—No querré abandonar.

Él le sonrió con expresión insegura.

—Me parece bien —dijo, y siguió escribiendo a máquina.

Salió con ellos tres días seguidos. Los hombres iban vestidos con mono, sin ningún distintivo. El primer día caminaron sólo quince kilómetros, pero a partir de entonces el comandante añadió cinco kilómetros diarios al trayecto.

Al regresar, Tamar se daba largas duchas calientes, pero los músculos se le volvieron duros y le dolían.

El tercer día, Kagan los hizo arrastrarse por el loes y subir y bajar a paso ligero colinas cubiertas de rocas, y ella se arrepintió de haberlos acompañado. Finalmente él ordenó hacer un alto y retrocedió hasta donde se encontraba ella, junto a un muchacho rubio llamado Avram, en medio de la doble fila de hombres.

La hizo salir de la fila, colocarse delante y caminar junto a él.

—Estoy perfectamente bien —dijo ella de mal humor.

—No estaba pensando en usted —puntualizó él, y Tamar comprendió que quería que se colocara donde pudiera verla cualquier hombre que se sintiera sin fuerzas.

No volvió a hablarle. Era un hombre corpulento, pero visto desde un lado, su perfil era anguloso y tan feo como el de un pájaro. Tamar percibió el olor de su propio cuerpo y de vez en cuando, al rozar el cuerpo de él, notaba que era duro.

Esa noche soñó con Ze’ev, y a partir de entonces la figura masculina que aparecía en el sueño a veces era Yoel, y a veces no.

Una mañana se preparó para salir con ellos, pero Shamir le dio una cantidad enorme de mensajes para enviar. Al atardecer, él se acercó a ella, que se encontraba en el shekem.

—¿Dónde estabas? —le preguntó.

Cuando ella se lo explicó, él le preguntó si volvería a salir con ellos el día siguiente.

—Aún no lo he decidido.

Él la miró a los ojos.

—Quiero que vengas —le dijo. Su rostro era tan oscuro como el de ella, pero sus ojos eran grises, como los de un askenazí.

En el campamento existía un código tácito. Dado que hombres y mujeres vivían muy cerca unos de otros, tenían el buen cuidado de no mezclar la vida militar con las relaciones personales. Pero era muy común que salieran en pareja cuando contaban con un permiso nocturno.

Él tardó tanto en pedírselo que ella había empezado a pensar que tal vez estaba equivocada.

Fueron a Tel Aviv, a un hotel pequeño que se encontraba en una zona de la playa de aspecto lamentable. El sonido del mar entraba por la ventana abierta. Cuando él se desnudó, su cuerpo oscuro resultó ser sorprendentemente blanco desde la cintura hasta la mitad de los muslos, y al principio, en su ansiedad, le pareció mucho mejor de lo que había imaginado en sus sueños, pero enseguida fue evidente que algo fallaba. Se habría compadecido de sí misma si no hubiera sentido tanta pena por él, aunque tuvo que dominar el irrefrenable impulso de reírse de ambos, como si estuviera viendo a dos torpes cómicos luchando en una pantalla distante.

Hizo todo lo que pudo por ayudarlo, pero fue inútil.

Él le contó que se estaba tratando con un psiquiatra. El médico lo había alentado a que lo intentara con ella, pero le había advertido que no se dejara abrumar por el fracaso.

¡Se disculpaba!

Cuando le pareció que podía hablar, le cogió la mano y le mostró lo musculosas que se le habían puesto las pantorrillas como resultado de las caminatas. Dijo con cautela que había leído algo acerca de estas dolencias. No eran nada raras, y estaba segura de que se trataba de algo pasajero. Las cosas mejorarían muy pronto.

—¿Cuándo? —preguntó él como un niño que exige una respuesta.

Ella cogió un cigarrillo del paquete de Nelson que él había puesto en la mesilla de noche, y cuando él se lo encendió vio que sus ojos eran los de un amante, llenos de pasión y de algo más que la llevó a preguntarse cómo había sentido la tentación de reírse de él y de sí misma. El fuerte humo le quemó la garganta y le llenó los ojos de lágrimas, y acarició a Ze’ev a ciegas, con tanta ternura como pudo expresar con sus dedos temblorosos.

—Cuando llegue el mishmish —dijo.

Sólo le llevó tres semanas conseguir lo que los psiquiatras no lograban.

Ayudó muchísimo a Ze’ev Kagan. Era una razón para vivir.

Él no era el tipo de hombre que a ella le gustara. Su esposo se había esforzado por proporcionar a los beduinos salud y pastos permanentes. Ella sabía que Kagan envenenaba los pozos para acelerar la partida de las tribus beduinas sospechosas de proporcionar información secreta a los países árabes. Distribuía hachís para convertir a los confidentes en adictos.

Se ocupaba de los trabajos sucios. Sólo Dios sabía qué más hacia, o qué más había hecho.

Se vieron a menudo durante catorce meses. Finalmente, él se puso demasiado serio. Quería más de lo que ella podía darle. Tamar puso fin a la relación después de abandonar el Ejército y reanudar su trabajo en el museo.

Cuando Kagan le propuso que trabajara con él durante una breve temporada, ella creyó que estaba bromeando. Pero él le explicó en qué consistía el trabajo y ella reflexionó.

Finalmente decidió tomarse unas largas vacaciones del museo. Preparó una maleta y se mudó a la habitación del hotel contigua a la de Harry Hopeman.

El norteamericano la llamó y le pidió que desayunaran juntos. Cuando ella estuvo lista, dio unos golpecitos en la puerta. Se saludaron discretamente. Una vez en el comedor, esperó a que él pidiera al camarero lo que quería tomar y luego le dijo que se daba cuenta de que no se alegraba de contar con su ayuda.

—Ninguno de los dos tiene otra alternativa. Me han asignado la misión de trabajar con usted.

—Me gustaría hablar con la persona de la que usted recibe las órdenes.

—Señor Hopeman, a mí me han llamado para hacer que eso sea innecesario. No permitirán que usted sepa quiénes son.

Él frunció el ceño.

Sus rasgos carecían de atractivo pero su rostro duro adquiría una expresión interesante gracias a la vitalidad de sus ojos. Se fijó en sus manos mientras él untaba mantequilla en un panecillo. Existían mitos acerca de las manos. Dov Michaelman era un magnífico cirujano y tenía dedos cortos y rechonchos. Las manos de este hombre tenían dedos largos y elegantes. Los imaginó desatando nudos intrincados, enhebrando una aguja, acariciando a una mujer. Sonrió ante su insensatez; seguramente él era torpe y desmañado.

Se sintió contrariada al ver que él había interpretado erróneamente la sonrisa. Un norteamericano consentido, pensó; demasiado dinero, demasiado éxito. Demasiadas mujeres sonriéndole.

—Tengo trabajo en mi habitación —le informó—. No le molestaré mientras esperamos a que se pongan en contacto con nosotros.

Él cogió un pequeño paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso encima de la mesa.

—Creo que no será una larga espera —señaló.