9

BERLIN

Cuatro años después de instalar su propio taller y tienda en la zona más elegante de Leipziger Strasse, Alfred Hauptmann fue invitado a una reunión en Amberes de comerciantes independientes que pretendían formar una asociación de minoristas de diamantes. La organización era respetada por la industria del diamante desde que el grupo DeBeers había formado un sindicato para comercializar las gemas, de modo que viajó a Amberes. La reunión fue muy concurrida, pero las asociaciones del diamante ya ofrecían servicios que cubrían muchas de sus necesidades, y los comerciantes prósperos eran tan extraordinariamente individualistas que había bastante resistencia a formar una nueva asociación. Y ninguno de los que se encontraban allí tenía el instinto organizativo o el anhelo de poder mostrado por aquellos que habían convertido las compañías mineras en lo que con el tiempo llegó a ser DeBeers.

Nadie pareció decepcionado al ver que la reunión había fracasado en su propósito. Hubo gran cantidad de intercambios animados y divertidos, y Alfred pasó el tiempo con tres de sus parientes que habían viajado desde Checoslovaquia para asistir a la reunión. Sentía un gran cariño por su primo Ludvik, a quien llamaba Laibel; habían convivido durante la época del aprendizaje en Amsterdam. Apenas conocía a Karel, el hermano menor de Ludvik, que dedicó la mayor parte del tiempo que estuvieron en Amberes a estudiar el conservador traje de rayas de Alfred, sus polainas de gamuza, el brillo suave de sus botas, y la flor recién cortada que lucía en el ojal. Su tío, Martin Voticky, se mostró satisfecho durante la comida cuando algunas personas se detuvieron en su mesa para estrechar la mano del joven diamantista de Alemania. Una de esas personas era Paolo Luzzatti, de Sidney Luzzatti & Sons, una firma de diamantes de Nápoles.

Ese mismo día, más tarde, mientras Alfred salía solo del Beurs Voor Diamenthandel, Luzzatti lo llamó.

—¿Podemos hablar?

Encontraron un café en la Pelikaanstraate. Luzzatti hablaba muy mal el alemán y Alfred peor aún el italiano, de modo que conversaron en yidis.

—Si estás dispuesto, podrías serle útil a mi empresa —declaró Luzzatti—. Nos han pedido que reparemos y restauremos una pieza muy especial.

—En mi taller tengo varias personas que hacen ese tipo de trabajo —repuso Alfred.

Luzzatti lo miró con expresión divertida.

—Es probable. Nosotros también las tenemos. Pero éste es un tesoro que se ha caído, y tal vez esté dañado. Se trata del Diamante de la Inquisición, y de la mitra en la que está engastado.

—Mi familia ha tenido mucho que ver con esa piedra —afirmó Alfred, entusiasmado, pero Luzzatti le interrumpió.

—Lo sabemos. Esa es una de las razones por las que pensamos en ti. Y estamos al corriente de tu trabajo en Sudáfrica con el sindicato. Seguramente sabes evaluar el daño de una piedra grande.

—Lo sé, se lo aseguro. Tratar con el Vaticano. —Lanzó un silbido.

—Sí.

La idea le entusiasmo.

—¿Me dejarán verlo ahora? Podría ir a Roma desde aquí.

—¡No, no! Es un asunto de lo más delicado. Una firma judía, la Iglesia católica… ¿comprendes? Se mueven con mucha cautela. No sé cuándo nos lo entregarán.

Alfred se encogió de hombros.

—Cuando se lo entreguen, hágamelo saber.

Luzzatti asintió. Le hizo señas al camarero para que les sirviera otro café.

—Dime, Hauptmann, ¿te gusta vivir en Berlín?

—Es la ciudad más estimulante del mundo —respondió.

Berlín era la ciudad en la que había nacido. Había pasado su infancia en una casa fea de piedra gris, en el Kurfürstendamm. La abandonó, conmocionado y aterrorizado, cuando tenía catorce años, tres días después de que sus padres murieran en el incendio de un hotel de Viena, donde se encontraban por razones de negocios. Su tío era el conservador de la herencia. Martin Voticky, que había convertido su apellido en una versión bohemia de Hauptmann al mudarse a Praga de muy joven, le parecía una figura severa y desconocida.

—Puedes vivir con nosotros, si lo deseas —le dijo Voticky—. O tal vez lo pasarías mejor en un internado.

Alfred hizo la elección equivocada.

Su tío tenía desagradables recuerdos de los institutos de enseñanza alemanes, y lo matriculó en una cara escuela de Ginebra en la que los alumnos eran el reflejo de las actitudes de sus padres. Mientras Alfred estuvo en Suiza, se acostumbró a oír su nombre sólo cuando lo llamaban en la clase, o cuando pasaba una tarde jugando al ajedrez con un chico llamado Pinn Ngau, un chino que era el otro intocable de la escuela. Cuando Pinn hablaba con los demás, se refería a Alfred como le Juif.

Después de tres años de cruel soledad, se graduó con verdadero dominio del francés y aversión a repetir la experiencia en la universidad. Cuando su tío le sugirió que fuera a Amsterdam a aprender a tallar diamantes con su primo Ludvik, aceptó con entusiasmo.

Los tres años siguientes fueron los más felices de su vida. Ludvik pronto se convirtió en Laibel, el hermano que nunca había tenido. Compartían un desván con tejado de dos aguas que daba al Prinsengracht Canal, a tres edificios de distancia de un molino de viento cuyo chirriante eje los mantuvo despiertos durante varias noches y acabó pareciendo una interminable canción de cuna. Casi con la misma rapidez se aficionaron al aguardiente holandés, a las mujeres y a un arenque ahumado llamado bokking, aunque rara vez tenían tiempo o dinero para algo más que el arenque. Todos los días, excepto los domingos, asistían a clase de matemáticas y de óptica en el instituto técnico que Martin Voticky había elegido por el rigor de su enseñanza, y pasaban largas horas sentados ante su banco en una de las casas de diamantes más antiguas de la ciudad, trabajando con todos los metales preciosos y con variedad de piedras.

Ninguno de los dos llegaría a hacerse famoso en el arte de tallar pero después de cuatro años abandonaron Amsterdam con conocimientos técnicos que les resultarían inestimables en su carrera de comerciantes en diamantes.

Laibel regresó a Praga y al taller de su padre. Martin Voticky se había resignado a hacer sitio en la empresa también a su sobrino, pero Alfred le sorprendió al anunciarle que tenía sus propios planes. Solicitó un puesto en el Sindicato del Diamante. Al cabo de unas semanas, con la sensación de haberse convertido en un cosmopolita aventurero, se encontraba en Kimberley, Sudáfrica.

La ciudad se encontraba sobre una llanura africana, construida alrededor de lo que quedaba de la Mina Kimberley. En tiempos prehistóricos, la lava líquida se había abierto paso hasta la superficie y luego había vuelto a rezumar y se había enfriado. Los mineros descubrieron muy pronto que en la tierra azul de esa especie de «tubería» había diamantes enormes, y en la época en que Alfred la vio, la Mina Kimberley ya estaba agotada. Desde 1871 a 1914, los hombres habían extraído tres toneladas de diamantes, 14 504 567 quilates, dejando el Gran Agujero, un espacio abierto de casi quinientos metros de ancho y mil cien metros de profundidad, con doscientos metros de agua en el fondo. Estaba rodeado por una valla, y Alfred evitaba mirarla siempre que podía.

Debido a su dominio del francés, fue destinado a la Compagnie Française de Diamant, una de las compañías del holding, donde se dedicó a seleccionar, clasificar y evaluar las piedras en bruto. Trabajaba todo el día bajo la supervisión de personas que podían interpretar la estructura interna de un cristal como si fuera un material impreso. Analizó gran variedad de diamantes defectuosos, informando sobre cuáles podían mejorar al ser tallados, cuáles podían salvarse como gemas y cuáles servirían sólo para uso industrial. Era una experiencia de aprendizaje poco frecuente y le pagaban bien, pero detestaba la injusticia racial que veía todos los días, y el clima. Y aunque comprendía que era necesario, nunca se acostumbró a la presencia de los hombres que, provistos de linternas, inspeccionaban los orificios del cuerpo de otros hombres en busca de piedras robadas.

Cuando expiró su contrato de dos años, el director de explotación de la Compagnie Française lo llamó y le preguntó si deseaba quedarse.

El director lo miró por encima de las gafas cuando Alfred se negó cortésmente.

—Caramba. Entonces, ¿adónde irá, Hauptmann?

—A Berlín —respondió.

No me gusta tu plan, le escribió tío Martin.

Tenías un futuro brillante con el sindicato. Y es una locura que un hombre tan joven como tú se meta solo en el negocio de los diamantes. ¿Quién va a comprarle una cosa tan cara a alguien tan joven? Si abandonas DeBeers, ven a Praga. Nuestro negocio es próspero y podemos darte trabajo. Dentro de diez o quince años serás experto y maduro, y te ayudaremos a instalarte.

Pero Alfred insistió, y Martin cedió. «Ya es hora de que te hagas responsable de ti mismo», dijo, y llamó a su sobrino a Praga. Martin cerró con llave la puerta de su despacho, abrió su caja fuerte y le entregó al atónito Alfred su patrimonio: una piedra cuya base estaba cubierta de pintura dorada.

«Ha pertenecido a la familia durante varias generaciones, ha pasado del hijo mayor al hijo mayor Yo te la entrego en nombre de tu padre».

Junto con la piedra pintada de dorado se guardaba su historia y los otros secretos de la tradición diamantista de la familia. La narración le llevó toda la tarde y conmovió a Alfred hasta la médula, alimentó algo en lo más profundo de su ser, le permitió empezar a comprenderse. Era una historia que casaba con sus sueños.

Por último, su tío le entregó el dinero que su padre le había dejado. No había sido una fortuna, y el coste de su educación lo había reducido. Pero Alfred también tenía una pequeña cantidad que había ahorrado de su salario en Kimberley. Tendría que ser suficiente.

No hubiera podido elegir mejor época para regresar a Alemania. Mientras él estaba fuera, su país había conocido la derrota, la revolución, el paro y el hambre, pero a mediados de los años veinte el mundo era más próspero y despilfarrador que nunca, y los inversores extranjeros habían empezado a colocar grandes sumas de dinero en la industria y el comercio alemanes. Se paseó por Berlín, buscando un lugar donde instalar su taller. Un hombre mayor o uno más joven podría haber sentido repugnancia por lo que vio, pero él se encontraba en la edad en que el vicio resultaba atractivo. Las avenidas aún eran anchas, limpias y hermosas, pero un ejército de prostitutas calzadas con botas de cuero verde rondaba la Friedrichstrasse a cualquier hora. Los bares, los parques de diversiones y los garitos habían brotado en las calles que él recordaba como imperturbables barrios residenciales de trabajadores y comerciantes. En todos los rincones de Berlín había mujeres hermosas, las más elegantes que jamás había visto, de piernas largas, delgadas y apetitosas.

En el Kurfürstendamm, el ancho bulevar en el que había vivido con sus padres, la casa de piedra gris parecía notablemente intacta, excepto que uno de los dos árboles japoneses había sido talado y el otro había crecido. Se quedó de pie en la acera de enfrente durante un largo rato, mirando, casi esperando que se abriera la puerta lateral. ¡Alfred! Alfred, ven enseguida. Tu padre va a llegar en cualquier momento.

Por fin la puerta se abrió realmente y apareció un anciano. Tenía bigote gris muy poblado y parecía un oficial retirado del ejército. Miró repentinamente al otro lado de la calle, en el mismo momento en que un homosexual que pasaba se acercó lentamente a Alfred y le tocó el brazo.

—Na? —susurró el joven.

—No —respondió Alfred, y se marchó.

Encontró un apartamento en una casa del centro de Berlín, sobre la Wilhelmstrasse, y en él unos padres postizos que vivían en el apartamento del casero, en el primer piso. Herr Doktor Bernhard Silberstein era un médico retirado, de pelo y barba blancos, aquejado de tos crónica y con los dedos amarillentos por la nicotina. Su esposa, una anciana gorda y agradable llamada Annalise, aclaró que Alfred debía cenar con ellos todos los viernes, para recibir el Sabbath.

—No, no soy religioso —respondió él, demasiado cohibido todavía para darle si quiera las gracias correctamente.

—Entonces los miércoles —insistió Frau Silberstein, y no oyó ninguna objeción.

La primera vez que Alfred fue a cenar, la anciana le sirvió como aperitivo hígado de ganso, cortado en tajadas, con gribiness (chicharrones). Luego el ganso propiamente dicho, relleno con fruta y la piel tan dorada que crujía en la boca, budín de patatas relleno, y lombarda. El postre consistió en un arrollado caliente de manzana con una delicada pasta que hizo suspirar a Alfred.

—¿Juegas al ajedrez? —le preguntó Herr Doktor.

—Una partida rápida.

—Pero haremos el desquite —dijo el doctor Silberstein cogiendo las piezas negras. Jugaba muy bien, empezó diezmando las blancas—. ¿Por qué regresaste a Alemania?

—Me encanta Berlín. Hacia muchos años que soñaba con volver.

—La gente de aquí odia a los judíos —dijo suavemente el doctor Silberstein.

—En todas partes ocurre lo mismo.

—Mi querido joven, ¿conociste a Walther Rathenau?

—Claro, el ministro de Exteriores. El que asesinaron.

—Había una marcha del Freikorps que decía: «Knallt ab den Walther Rathenau, die Gottverfluchte Judensau» (Matad a Walther Rathenau, es un asqueroso judío). ¿Conoces a los nazis, el Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista?

—No, no me interesa la política.

—Es un partido pequeño. Escoria. Prometen librar a Alemania de los judíos.

—¿Cómo les fue en las últimas elecciones?

—Tuvieron un resultado lamentable, sólo doscientos ochenta mil votos en todo el país.

—Eso está bien —opinó Alfred.

Wertheim’s, en la Leipzigerplatz, era un gran almacén de la realeza, un palacio de mármol y cristal. Sus fuentes eran de azulejos salidos de las fábricas de cerámicas del Káiser y contaba con ochenta y tres ascensores, escaleras mecánicas y kilómetros de trenes neumáticos. Ahora, un arquitecto llamado Eric Mendelsohn estaba construyendo otros grandes almacenes selectos sobre la Leipziger Strasse, para una familia de comerciantes en pieles llamada Herpich. Alfred estudió el edificio. Mendelsohn lo había diseñado para que se construyera casi exclusivamente de cristal, una innovación sin precedentes.

Dos jóvenes del despacho del arquitecto respondieron a sus preguntas y hablaron del tema entusiasmados. El proyecto introduciría un nuevo sistema para exhibir las mercancías. Por la noche, unas lámparas eléctricas ocultas iluminarían todo el interior de Herpich’s en un resplandor de belleza. La idea fascinó a Alfred.

Unos metros calle abajo había un edificio en el que acababa de cerrar una zapatería. Cuando habló con el propietario, éste le pidió un alquiler más alto de lo que valía.

—Lo pagaré, si usted hace algunos cambios.

El propietario aceptó.

Mientras se llevaban a cabo las reformas, Alfred decidió dejarse crecer el bigote. Tío Martin le envió cartas de presentación a fabricantes de relojes económicos y de una línea de joyería de oro barata que se vendía bien. En lugar de usarlas, Alfred hizo varias llamadas telefónicas a Londres y escribió una serie de cartas. Había pensado muy detenidamente el tipo de cosas que quería vender, y fue preciso y concreto en sus pedidos. Su audacia llamó la atención a uno de los ejecutivos del sindicato, que pudo averiguar de quién se trataba consultando simplemente los archivos de la compañía sobre antiguos empleados. El hombre escribió diciendo que no podían suministrarle lo que pedía, pero le envió una lista de varios mayoristas centroeuropeos, y añadió que DeBeers recomendaría a estos mayoristas que le dieran crédito. Para alegría de Alfred, pudo abastecer la tienda casi totalmente mediante la firma de bonos, lo cual le permitió invertir la mayor parte de su capital en la decoración: gruesas alfombras turcas, y cómodas sillas antiguas alrededor de pequeñas vitrinas en las que se guardarían las piedras. Las paredes que no estaban cubiertas por un espejo habían sido pintadas de color blanco tiza.

La inauguración de los Grandes Almacenes Herpich fue un acontecimiento ciudadano. Hubo discursos de políticos, se cortaron cintas y corrió el champán. Hombres y mujeres vestidos de gala pasaban junto a los escaparates y se maravillaban ante los visones, las martas cebellinas y las garduñas que se exhibían bañados por el brillo de las luces hábilmente ocultas.

Los peatones quedaban atraídos por una lámpara Kliegl gigantesca, expuesta en la calle. Iluminaba una pared color ciruela, en la que los escaparates de la anterior zapatería habían sido tapiados con ladrillos, para que armonizaran con el resto del edificio. Después de la salvaje jungla de pieles expuestas en los grandes almacenes, la pared resultaba tranquilizadora y reconfortante. Sugería misterio y recompensa. Cuando los peatones se acercaban, veían una pequeña abertura que parecía ofrecer una visión momentánea de la vida futura; detrás de un cristal, sobre un pedestal cubierto de terciopelo negro, se alzaba un diamante blanco sin engastar.

El único letrero era una pequeña placa de bronce junto a la puerta, grabada con una sola palabra: HAUPTMANN.

Tuvo el buen cuidado de pagar a los mayoristas con el primer dinero que ingresó. Al principio, dos de los proveedores pusieron a prueba su juventud. Entre ellos, Deitrich Brothers, una antigua casa alemana, y la Koenig Company, una firma judía más pequeña, controlaban los engastes de oro que entraban en Berlín. Irwin Koenig mencionó lo que Alfred sabía que era un precio ridículamente alto, y lo mismo hizo Deitrich Brothers. Sin los engastes, no podía vender anillos de diamantes. Era evidente que ellos habían fijado el precio y pensaban que le podrían obligar a pagarlo.

—No, gracias —le dijo a Koenig serenamente cuando regresó el proveedor—. He decidido comprar en otro sitio.

A Deitrich Brothers le dijo lo mismo.

Pasó una angustiosa semana hasta que Koenig fue a verlo con una oferta razonable. Alfred aprovechó la ocasión para obtener un precio más favorable aún de Deitrich y decidió comprar las posteriores provisiones de engastes en Praga, por intermedio de la tienda de Voticky. Poco después estaba haciendo negocios suficientes para contratar dos técnicos de Amsterdam, hombres que se habían formado en el mismo programa de aprendizaje que habían seguido Laibel y él.

Desde el primer momento disfrutó ganando dinero. Se compró un automóvil color pizarra, uno de los primeros productos de una fusión entre las compañías Daimler y Benz, y fue a ver a un sastre y empezó a encargar ropa. El doctor Silberstein, que tenía un solo traje manchado y leía las publicaciones del Instituto Psicoanalítico, le dijo que estaba compensando la soledad de la infancia, pero él encontró un sastre más caro, el sastre más distinguido de la Tauentzienstrasse. El hombre conocía a un camisero y a un fabricante de botas que también hacía polainas. Tres veces al día, el recadero de una floristería entregaba flores frescas en la tienda Hauptmann.

El bigote alcanzó su plenitud y adquirió un tono rojizo, pero él le dio forma de cepillo, como el que llevaba el hombre al que había visto abandonar el hogar de su infancia. Imaginó que le daba el aspecto de un hombre cinco años mayor. Salvo por las escaramuzas con sus proveedores, su edad no era una desventaja. En el negocio de los diamantes, cuando uno llegaba a tener éxito, ser joven era una ayuda.

Aprendió a tener cuidado con las invitaciones, pero un día Lew Ritz, un norteamericano que estudiaba medicina en la universidad, le preguntó si quería acompañarlo a una fiesta. Él disfrutaba con Ritz, cuyo apodo yidis era Laibel, como el del primo Ludvik. Esa noche fueron en coche hasta las afueras del oeste de la ciudad, a una casa que se encontraba a orillas del río Havel. Les abrió la puerta una doncella vestida sólo con un delantal, y dentro de la casa las mujeres iban tímidamente desnudas. Todos los hombres iban impecablemente vestidos, y algunos de ellos se apiñaban alrededor de una bailarina que había llegado a Berlín con Josephine Baker Las mujeres negras eran una novedad en Alemania, pero él y Ritz repararon en otra joven y avanzaron hacia ella al mismo tiempo.

Se detuvieron y se miraron, y Ritz cogió una moneda.

La chica tenía un rostro bonito y los dientes torcidos. Era delgada, y Alfred notó que las marcas rosadas de las ligas estropeaban sus pálidos muslos.

—No —dijo al ver la moneda—. ¿Te importa, Laibel?

Ritz era un joven amable por naturaleza. Sacudió la cabeza y se apartó.

—Me llamo Alfred.

Ella pareció incómoda, tal vez incluso enfadada. Quizá prefería a Lew, pensó Alfred.

—Yo soy Lib.

—¿Qué estás pensando?

—Es un traje estupendo.

—Ni la mitad de estupendo que el tuyo —repuso él en tono grave.

Ella se echó a reír.

—¿Tenemos que quedarnos en este circo?

—Es una noche fría. Será mejor que coja mi ropa —comentó ella.

Cerca del quiosco en el que el doctor Silberstein compraba su periódico yidis, unos jóvenes camisas pardas habían empezado a vender El ataque, un semanario antisemita. Se llamaban a sí mismos Tropas de Asalto, Sturmabteilung, e intimidaban a la gente, pero su partido había obtenido malos resultados en otras elecciones.

—Sólo doce escaños. —El doctor Silberstein estaba contento—. Han ganado sólo doce escaños en un Reichstag de más de quinientos miembros.

—Después de todo —le recordó Alfred—, este país es la cuna de Albert Einstein, que es director de los Institutos Kaiser Wilhelm.

—También es el país… —el doctor Silberstein movió uno de sus alfiles para comer un peón—… en el que los ciudadanos esperan a Einstein en la puerta de su despacho en la Academia Prusiana de la Ciencia, o en su apartamento de la Haberlandstrasse para lanzarle toda clase de insultos porque es judío.

—Qué disparate.

El doctor Silberstein gruñó. Seguían celebrando las veladas de los miércoles como si fueran sagradas, y la manera de jugar de Alfred había mejorado rápidamente. La primera vez que ganó al casero fue todo un acontecimiento; ahora jugaban como fieras al acecho, sin pedir ni mostrar compasión. Bernhard Silberstein vivía acosado por los fantasmas. Unos financieros holandeses, cuatro hermanos llamados Barmat, habían sido acusados de hacer «regalos y contribuciones» a personas que ocupaban puestos elevados en el gobierno alemán. Los Barmat eran judíos, y el doctor Silberstein suponía que habría repercusiones.

—Tonterías —dijo Alfred—. ¿Acaso no hay delincuentes católicos y delincuentes protestantes?

—Debemos tener más cuidado que nunca. —El doctor Silberstein vaciló—. Y sobre todo debemos guardarnos de comprometernos en prácticas comerciales poco claras.

Alfred comprendió entonces en qué sentido se orientaba la conversación; Bernhard Silberstein era miembro del Consejo Judío, lo mismo que Irwin Koenig, el proveedor con el que Alfred había tenido problemas.

—Usted ya me conoce —señaló—. Dígame, ¿cree que estafé a ese gusano?

—Eso no importa. Lo que importa es que él dice que lo hiciste. El rabí Hillel decía: «No basta con evitar el mal. Hay que evitar la aparición del mal».

Alfred suspiró.

—¿Te gustaría asistir a una reunión del Consejo Judío el próximo martes por la noche? —sugirió el doctor Silberstein—. Estamos preparando un programa para celebrar el bicentenario del nacimiento de Mendelssohn.

—¿Felix Mendelssohn, el compositor?

—No, no, Moses Mendelssohn, su abuelo, que tradujo el Pentateuco al alemán.

—No puedo —repuso Alfred. Estudió el tablero y luego hizo lo que resultó una jugada vulnerable—. Últimamente estoy ocupadísimo —explicó.

Ella afirmaba que el hecho de estar circuncidado le otorgaba poderes especiales, que la esclavizaban. Cuando estaba agotado, ella le canturreaba, le llamaba su pequeño caballero judío, le pedía que se levantara y entrara en batalla. Ella era diez años mayor que él. Todos la llamaban Lilo, pero su nombre era Elsbeth Hilde-Maria Krantz; su padre criaba cerdos en Westfalia. Durante siete años Lilo había trabajado como camarera, y había conservado su virginidad y casi hasta el último pfennig para reunir la dote que una chica de su clase necesitaba para casarse. Cada vez que tenía el día libre en la posada, se iba a su casa y se ocupaba de los cerdos o ayudaba en la matanza, según la época. Casi tenía el dinero suficiente cuando se disparó la inflación. De la noche a la mañana, los reichsmarks que había ahorrado con tanto esfuerzo perdieron todo su valor.

—Mi vida ya no tenía sentido —le contó mientras estaban acostados en la cama de ella y les llegaban los débiles sonidos de un fonógrafo que sonaba en otra habitación—. ¿Por qué tenía que elegir entre limpiar lavabos y oler a mierda de cerdo? Decidí ser actriz.

Ahora estaba empleada en una tienda de tejidos. En cualquier momento la llamarían para trabajar como extra en los Estudios UFA, y hablaba en términos vagos de una película en la que había trabajado; él pensó que sabía de qué clase de película se trataba.

Pero a él le gustaba su compañía. Iban a los cabarés, sobre todo a Tingeltangel, el preferido de los dos. A veces ella conseguía otra chica para Ritz, aunque éste se reía de ellos porque llamaban «yatz» al jazz, pero lo habitual era que ella y Alfred salieran solos. Él la invitaba al teatro y la llevó por primera vez a un concierto. En el Teatro Filarmónico, Artur Schnabel la emocionó hasta las lágrimas.

Alfred le regaló un collar y un brazalete. Le compró un abrigo de piel en Herpich, y a veces le daba dinero, pero no tenían ningún acuerdo establecido. Él estaba orgulloso de la vida que llevaba y se consideraba un individuo fantástico. Pero una noche entraron en el Tingeltangel durante el intervalo entre un espectáculo y otro, a tiempo para oír al conferencier quejarse de que el camarero de la barra había apagado la radio.

—Esta noche no hay música —se justificó el camarero—. No hacen más que hablar, hablar y hablar de Nueva York. ¿A quién le importa lo que pasa en Nueva York?

—¿Qué pasa en Nueva York? —preguntó Alfred, acomodándose en un taburete.

El camarero se encogió de hombros.

—Un lausig sobre la Bolsa —respondió.

Pocos meses más tarde, el portero del edificio en el que se encontraba la tienda le comentó a Alfred que la situación le recordaba a la de 1921.

—¿Dónde estaba usted en mil novecientos veintiuno, señor?

—En Suiza. Aún estudiaba.

El hombre suspiró.

—En el veintiuno, mis hijos a menudo se iban a dormir con el estómago vacío.

Era verdad, los niños volvían a pasar hambre en Alemania. Lo que menos le interesaba a la gente era comprar diamantes. De pronto, los técnicos holandeses no tuvieron nada que pulir ni engastar. Les pagó un despido tan alto como pudo y los dejó marcharse.

Lew Ritz le comentó que la actividad en la fábrica de sombreros que su padre tenía en Estados Unidos, en un lugar llamado Waterbury, se había estancado. Esa primavera, Ritz obtuvo su título de médico y regresó a su país. Al día siguiente de su partida llegó una carta de Tío Martin. Si Alfred quería, Martin podía prescindir de Karel en la tienda Voticky para que viajara a Berlín y ayudara a su primo. En realidad, la situación era tan difícil en Praga que tal vez también Laibel podría ir a trabajar para Alfred.

Él respondió aconsejándoles que se quedaran donde estaban.

—Están culpando a los judíos —dijo el doctor Silberstein.

A Alfred no le gustaba el aspecto del doctor. Annalise le había contado que su esposo estaba muy débil de salud. Tenía problemas cardiacos, y por eso nunca se curaba la tos. En las noches calurosas, el anciano tenía dificultades para respirar y se quedaba varias horas sentado junto a la ventana abierta, reclinado sobre unos cojines.

—Aún tengo un primo polaco en una Yeshiva de Frankfurt am Main —prosiguió el doctor Silberstein—. Allí los nazis están apaleando a los judíos. La policía ni siquiera escucha sus quejas.

—Berlín aún es una ciudad civilizada —lo tranquilizó Alfred.

—Deberías marcharte. Aún eres joven.

Alfred perdió la paciencia.

—Juguemos al ajedrez.

Los negocios empeoraron. En Ciudad del Cabo, un hombre llamado Ernest Oppenheimer había ocupado la presidencia de DeBeers y había descubierto que tenía otros problemas, además de la Depresión. DeBeers había acumulado una amplia provisión de diamantes, tan numerosa que, en caso de que las gemas fueran comercializadas, quedarían completamente devaluadas. Para colmo de males, se habían abierto nuevas minas en el Transvaal y en Namaqualand. Oppenheimer disolvió el sindicato y lo reemplazó por la Corporación del Diamante, destinada a lanzar las gemas al mercado poco a poco para mantener los precios elevados. ¿Pero de qué servía mantener el valor si no se vendía nada?

Al despertarse una mañana, Alfred descubrió que odiaba ser un hombre de negocios, tener que ir todos los días a una tienda a vigilar una puerta que rara vez se abría. Algunos buenos joyeros habían empezado a vender el tipo de baratijas que Tío Martin le había ofrecido a él en sus comienzos. En cambio él se permitió el lujo de pasar cuatro días en Holanda, donde encargó una línea de joyas azules y blancas de Delft, de buena factura. Devolvió todas las gemas que tenía en la tienda a prueba, y liquidó todo lo demás excepto siete pequeños diamantes amarillos que guardó en su caja fuerte para poder seguir sintiéndose comerciante. Un reloj suizo reemplazó el diamante blanco que tenía en el hueco del escaparate. La nueva línea se vendía poco, pero de nada le habría servido acumular piezas más baratas. En los bosques que rodeaban Berlín, los parados empezaban a levantar tiendas de campaña.

—Para salir de este lío necesitamos un hombre fuerte —opinó el portero mientras observaba el elegante traje de Alfred. Había algo en la mirada del portero: era un nazi o un comunista, o tal vez sus hijos se estaban muriendo nuevamente de hambre.

Paolo Luzzatti, de Sidney Luzzatti & Sons le escribió desde Nápoles diciéndole que en cualquier momento lo necesitaría para realizar el trabajo del que habían hablado en Amberes años atrás. Alfred había pensado mucho en el Diamante de la Inquisición. La perspectiva de trabajar en la mitra de Gregorio era algo que le permitía combatir el aburrimiento. Por lo demás, la vida en Berlín empezaba a ser sombría. A él le encantaba pasear por Unter den Linden; ahora, dos o tres veces por semana había desfiles, miembros de las S. A. uniformados o comunistas de los barrios del este vestidos con camisas amarillas de trabajo. Cada vez que las columnas se encontraban, se deshacían en un estallido de violencia, como escarabajos luchando contra cucarachas en la calle más hermosa de la ciudad.

Las elecciones de septiembre resultaron desastrosas. Los nazis se habían jactado de que convertirían sus doce escaños en cincuenta. En lugar de eso, seis millones y medio de alemanes le hicieron un regalo a Adolf Hitler: ciento siete escaños en el Reichstag.

Una semana después de las elecciones, Paolo Luzzatti llegó a Berlín con la mitra de Gregorio en un saco de tela azul con cremallera engomada, el tipo de bolsa en la que un fontanero podría llevar la salchicha del almuerzo.

—Un objeto magnífico —comentó Alfred al ver la mitra.

—Tu familia trabaja bien.

Él asintió para reconocer el cumplido. Luzzatti’s había incorporado una amplia cláusula adicional al seguro, y Hauptmann’s tuvo que firmarla. Paolo daba vueltas de un lado a otro, nervioso, arreglando los papeles del seguro.

El yelmo de oro se había estropeado al caer. Luzzatti lo miró por encima del hombro mientras Alfred retiraba delicadamente el enorme diamante amarillo de su engaste y lo examinaba con la lupa. Ambos sabían con cuánta facilidad se puede resquebrajar un diamante a pesar de su dureza.

—Al parecer está intacto —dictaminó. Luzzatti suspiró.

—Tendré que hacer un examen más profundo para asegurarme. Me llevará algún tiempo. Mientras tanto —dijo sin dar importancia a sus palabras— también puedo reparar el engaste.

Paolo frunció el ceño.

—¿Conoces la técnica? Tiene que estar perfecto cuando lo devolvamos al Vaticano.

Él se encogió de hombros.

—Tal vez tenga que llamar a un orfebre. Aquí hay uno o dos muy buenos.

Finalmente, para alivio de ambos, Luzzatti cogió el tren de regreso a Nápoles y dejó la mitra a cargo de Alfred.

A pesar del seguro, en ningún momento dejó el diamante ni la mitra fuera del alcance de la vista. Por la noche se los llevaba a casa dentro de la bolsa azul y por la mañana volvía a trasladarlos a la tienda. Una noche que Lilo fue a visitarlo a su apartamento, él se los mostró.

—¿De quién son?

—Del papa.

Ella frunció el ceño. No era religiosa, pero él se dio cuenta de que consideraba inadecuado ese tipo de bromas. Especialmente en boca de él.

—Antes de pertenecer al papa, el diamante perteneció a un español. Al hombre lo quemaron en la hoguera por ser demasiado judío.

—A veces creo que estás loco —le dijo ella, irritada.

Cuando concluyó el examen, tuvo la certeza de que la piedra estaba intacta. Una mañana volvió a engastar el diamante en la mitra. Se preguntó si en el Vaticano sabían en qué estaba basado su diseño. Su antepasado había dado al yelmo exactamente la misma forma que tenían los dibujos que él había visto del misnepheth, la mitra del sumo sacerdote. Pero aquélla era de lino y ésta de oro. Resultaba sumamente difícil limpiarla, por lo que Alfred se sintió agradecido. Se tomó su tiempo. Hizo algunas pruebas y descubrió que no sería necesario llamar a un orfebre. Él mismo reparó la zona dañada dando unos golpecitos, una fracción de centímetro por vez: suaves golpecitos con un martillo que parecía obtener inspiración del talento y la habilidad con que su antepasado había forjado la mitra.

Por mucho que lo intentó, el trabajo no le sirvió para aislarse de todo lo demás. En octubre se reunió el nuevo Reichstag. Miles de personas se apiñaban a las puertas del edificio del Reichstag y lanzaban gritos a favor de Hitler. En contra de lo que dictaban las leyes, los miembros del partido nazi habían logrado entrar clandestinamente sus uniformes de Tropas de Asalto. Se cambiaron de ropa en los lavabos y convirtieron la sesión en un caos, cantando, pateando y gritando para hacer callar a cualquiera que intentara hablar Cuando la policía hizo salir por fin a los alborotadores, éstos organizaron un desfile a Herpich’s, donde destrozaron los escaparates y se llevaron las pieles como botín. Alfred se quedó sentado en su tienda, oyéndolos pasar en tropel camino de Wertheim’s. «Juda verrecke!», gritaban. «¡Muerte a los judíos! ¡Muerte a los judíos, muerte a los judíos, muerte a los judíos!».

Lew Ritz le escribió diciéndole que estaba ocupando un puesto de interno en un hospital de Nueva York.

… «Tengo entendido que las solicitudes de visados norteamericanos han aumentado notablemente en Alemania. ¿Tienes pensado venir? Con la esperanza de convencerte de que lo hagas, te adjunto este papel. Lo necesitarías, porque no le conceden el visado a quien no pueda probar que no va a engrosar las filas de los que reciben alimentos gratuitamente. Espero que vengas. Si lo haces, te llevaré a un sitio que se llama Cotton Club y te darás cuenta de que nunca escuchaste “yatz” de verdad…».

El papel adjunto era una declaración firmada por el padre de Lew en la que afirmaba que a Alfred Hauptmann se le proporcionaría un puesto de trabajo en la Ritz Headwear Corporation en cuanto entrara en Estados Unidos. Alfred guardó el sobre en la caja fuerte. Pero cuando le escribió a Lew para darle las gracias, le recordó que los nazis sólo eran el segundo partido más grande de Alemania. «Paul von Hindenburg es el presidente de la República Alemana, y ha jurado defender la Constitución», escribió Alfred. Apartó de su mente el hecho de que Hindenburg tenía ochenta y cuatro años y dormía la siesta muy a menudo.

Lilo siguió demostrándole amistad y afecto, pero era evidente que lo que estaba ocurriendo había empezado a fastidiarla. Ya no le canturreaba a su pequeño caballero judío y a veces, tendida en la oscuridad, expresaba bruscamente sus temores.

—Los nazis tienen casas en diferentes zonas de la ciudad. Almacenes abandonados y edificios que habían sido fábricas, ¿sabes?

—No he oído nada.

—Sí, les llaman puntos de concentración. Llevan allí a sus enemigos para interrogarlos. A los comunistas y a los judíos.

—¿Cómo lo sabes?

—Alguien me lo dijo.

Él le palmeó el muslo para tranquilizarla. Probablemente era sólo un rumor, pero podía ser verdad: la gente desaparecía. Siempre aparecía algún cadáver en el Landwehr Canal.

Fuera donde fuese, Alfred veía hombres vestidos con uniforme nazi. Muchos de los camisas pardas eran nuevos. Hitler prometió trabajo y prosperidad en cuanto se hubieran reparado los errores cometidos en Versalles en 1919 y los judíos hubieran sido expulsados de Alemania.

Un editorial de El ataque aconsejaba a los ciudadanos que no intentaran soluciones individuales al problema de los judíos, puesto que era una cuestión del estado. Pero cada día eran más los individuos que intentaban su solución personal. El primo polaco de Bernhard Silberstein sintió pánico por la violencia desatada en Frankfurt am Main y huyó de su Yeshiva para ir a vivir con sus parientes a Berlín. Max Silberstein, joven de rostro atormentado y barba rala, era inmediatamente identificable como uno de los despreciables Ostjuden, un judío que había llegado a Alemania desde el este de Europa. Dos días después de su llegada fue hasta el quiosco a recoger el periódico para su primo y se topó con las Tropas de Asalto que estaban vendiendo El ataque. Regresó a casa con la cara pálida, los ojos brillantes y un letrero enganchado a la espalda de su chaqueta: soy un judío ladrón. Al día siguiente estaba en el tren, de vuelta a Cracovia. Para los Silberstein, ésa fue la gota que colmó el vaso. Pusieron sus cosas en orden y se fueron a vivir con una médica que tenía una granja en las montañas Harz.

—¿Por qué no te vas de este país? —le preguntó el doctor Silberstein cuando se despidió.

—Aquí tengo un negocio —señaló Alfred, intentando hablar con serenidad.

—¿Vas a esperar hasta que todo el mundo intente marcharse, cuando ya sea demasiado tarde?

—Si es eso lo que piensa, ¿por qué usted no se marcha de Alemania?

—¡Estúpido! Hay que superar un examen médico para obtener un visado.

Se miraron fijamente.

—Olvídate del negocio —el doctor Silberstein se estaba poniendo demasiado nervioso, respiraba con dificultad—. ¿Qué posees de auténtico valor que no puedas llevarte contigo?

Alfred reflexionó un instante.

—Esta ciudad —respondió.

Sin embargo, la ciudad que él amaba casi había desaparecido.

Los nazis y los comunistas habían abandonado las trincheras y cuando él salía a caminar no era raro que tuviera que cambiar de itinerario para evitar una zona desde la que llegaba el sonido de los disparos.

Una mañana llegó a la tienda y encontró un enorme judío, con letras garabateadas con pintura blanca que aún chorreaban sobre los ladrillos color ciruela. Dejó el letrero tal como estaba, y tal vez sirvió de publicidad: todos los días entraban algunas personas agradables, y vendió una serie de piezas de Delft. El cristal de Herpich’s fue reemplazado dos o tres veces y destrozado nuevamente, y por fin algunos escaparates fueron tapados con maderas y así quedaron. Corría el rumor de que la familia Herpich estaba considerando la posibilidad de vender la tienda a los cristianos. Tal vez fuera verdad. Había una tendencia a poner el comercio en manos de los arios, y una tarde Richard Deitrich entró en la tienda de Alfred y le comunicó que Deitrich Brothers había comprado la parte de Irwin Koenig en la empresa. Richard Deitrich tenía un rostro limpio y brillante, y un sastre muy bueno.

En la solapa de su abrigo gris, un alfiler con una esvástica indicaba que hubiera podido llevar uniforme.

—Esta es una tienda pequeña y encantadora. Siempre la he admirado —afirmó—. ¿Le interesaría vendérnosla, Herr Hauptmann?

—No he pensado en venderla.

—Para ciertas personas será más difícil hacer negocios, no sé si entiende lo que quiero decir. Si vende ahora, puede quedarse a nuestro servicio.

—No lo creo.

—Esto valdrá mucho menos dentro de un tiempo —le advirtió Deitrich en tono cortés.

Alfred le dio las gracias por la oferta.

Hauptmann era un apellido alemán, él era alemán. Pero ahora, en los restaurantes o mientras esperaba para comprar una entrada del teatro, sentía que la gente observaba su aspecto judío y lo rechazaba con la mirada.

El piso de los Silberstein seguía vacío. Él echaba de menos las partidas de ajedrez de los miércoles, y de pronto descubrió que Lilo estaba ocupada cada vez que la llamaba. Una noche, el camarero del Tingeltangel le dijo que ella había ido un montón de veces con un camisa parda.

Él le preguntó por teléfono si podían hablar. Cuando llegó, ella estaba vestida con bata, poniéndose en el pelo un rizador químico que olía a huevos podridos.

—Sí, es verdad —reconoció—. Tengo un nuevo amigo.

Él esperaba sentir furia, o una gran tristeza, pero no experimentó una cosa ni la otra.

—Él me ha dicho que van a aprobar una ley. Será dura con las mujeres alemanas que se relacionen con judíos. —Dio una calada al cigarrillo que colgaba tembloroso de sus labios—. No queremos que eso ocurra… —Ella lo observó a través del humo.

—Buena suerte, Lib.

—Que la tengas tú —puntualizó ella.

Durante la noche recordó que había enseñado a Lilo el contenido de la bolsa azul. Intentó apartar la idea de su mente. Si no otra cosa, sí habían sido honestos. Confiaba en ella.

Pero dio vueltas toda la noche.

Se levantó antes del amanecer Se sentó ante la mesa y trabajó concentradamente. Cuando concluyó, el oro relucía, el diamante brillaba, la mitra había quedado perfecta. La guardó cuidadosamente, con una buena cantidad de acolchado, en una caja que puso dentro de otra más grande, y la envolvió. Luego escribió en el paquete la dirección de Paolo Luzzatti. Cuando abrieron la oficina de correos, él ya esperaba en la puerta.

Ese viernes por la mañana lo despertó el sonido del teléfono.

—¿Herr Hauptmann?

Era el portero de Leipziger Strasse.

—Tengo malas noticias, señor —anunció el hombre. Alfred se aclaró la garganta—. Ha habido… un… robo.

—¿En mi tienda?

—Sí. Se lo han llevado todo.

—¿Ha llamado a la policía?

—Sí.

—Voy enseguida —respondió Alfred.

Pero se quedó veinte minutos más en la cama, como si fuera domingo y no tuviera absolutamente nada que hacer Después de levantarse se dio un baño, se afeitó, se vistió cuidadosamente, y preparó una maleta.

Cogió un taxi, pero le dijo al conductor que se detuviera a más de una manzana de distancia, en Harpich’s, porque vio dos policías de las S. A. en la puerta de su tienda. Rodeó los grandes almacenes hasta un callejón que conducía a la puerta posterior del edificio de ladrillo.

Estaba cerrada, pero él tenía una llave. Cuando la abrió, encontró al portero.

—Buenos días.

—Buenos días, señor. —El hombre se volvió y empezó a barrer.

La puerta del vestíbulo que daba a la tienda había sido forzada. Las existencias habían desaparecido y los accesorios y el mobiliario estaban destrozados. Alfred se escabulló en la trastienda y vio que habían intentado forzar la caja fuerte, pero no lo habían logrado. Tenía rascadas, y una pequeña parte de la puerta había quedado desconchada; pero se trataba de una Kromer: buen acero de Ruhr. Los dos S. A. se encontraban de pie delante del hueco que hacía las veces de escaparate. El cristal había desaparecido y el hueco estaba cubierto por dentro con una delgada puerta de madera a través de la cual pasaban los sonidos con tanta claridad que los oyó hablar de los pechos de una chica.

¿Estaban allí por culpa de la mujer del joyero alemán, o se trataba de un incidente casual?

Lo más importante en ese momento era si podrían oírle abrir la caja fuerte. Empezó a girar el botón de la combinación mientras el sonido de la escoba del portero bajaba por el vestíbulo y llegaba a la puerta de entrada.

—Eh, tú —lo llamó uno de los Tropas de Asalto—. ¿No has visto a Izzie?

—¿A quién? —preguntó el portero.

—A Isidore. El joyero.

—Ah. Herr Hauptmann.

La puerta de la caja fuerte se abrió. Alfred cogió la carta que le había enviado Ritz y el paquete que contenía la piedra pintada de dorado y los pequeños diamantes, y se los guardó en el bolsillo.

—No veo a Herr Hauptmann desde ayer —dijo el portero.

Pasó siete horas en la embajada norteamericana, en la Tiergarten Platz, la mayor parte del tiempo en salas de espera. Cuando salió, el Damstadt National Bank, donde tenía abierta una cuenta, ya había cerrado hasta después del fin de semana, pero él ya tenía un visado norteamericano. Fue directamente a la Anhalter Bahnhof e hizo cola en la ventanilla de primera clase durante unos minutos, hasta que recordó y pasó a la tercera clase. En el tren los asientos eran duros y estrechos y el vagón olía a sudor pero por lo demás podría haber sido un viaje de negocios a Holanda como cualquier otro.

Tenía algunos conocidos en Amsterdam, pero no quiso ver a nadie. Por la mañana vendería uno de los diamantes y se iría a Rotterdam para coger el primer barco rumbo a Nueva York. Alquiló la habitación más barata que pudo encontrar para esa noche, en el cuarto piso de una pensión, luego fue a una cafetería de trabajadores y tomó un plato de bokking y una jarra de cerveza. Afuera había empezado a llover y sin que él se lo propusiera, sus pies siguieron una senda que su mente había olvidado y lo llevaron a la casa donde él y Laibel habían vivido en otros tiempos. Más abajo del canal, el molino que tanto habían querido ya no existía.

Cuando regresó a su habitación, no supo qué hacer La habitación era desagradable, no muy limpia. No quería meterse en la cama. Se sentó junto a la ventana y contempló la lluvia.

—Perdóneme, doctor Silberstein —susurró en dirección a los tejados húmedos y brillantes de Amsterdam.