EL VALLE DE ACHOR
—¿Qué haré con el bar mitzvah? —le preguntó Della.
—Estaré de acuerdo con cualquier decisión que tomes.
Ella guardó silencio.
—Si pudiera, Della, lo planificaría contigo. Pero debo irme sin falta. Esto no puede postergarse.
—El bar mitzvah tampoco. Al menos llama a tu hijo para despedirte —señaló ella en tono amargo.
—¿Podrías decirme si Jeff Hopeman está en su habitación? —le preguntó al chico que lo atendió.
—¿Hopeman…? Eh, piernas pecosas, es para ti.
Harry sonrió. Él también tenía muchas pecas de nacimiento.
—¿Sí?
—Jeff, soy papá.
—Hola.
—¿Cómo estás?
—Estoy muy bien. ¿Viniste a la escuela la semana pasada?
—Bueno, en realidad, sí.
—Wilson pensó que eras tú.
—¿Quién?
—Wilson. El tío de la habitación de al lado. ¿Por qué no te quedaste?
—… Estabas ocupado con el béisbol.
—¿En esa tontería de entrenamiento? Podría haberlo dejado.
—No quería molestarte, y tampoco podía esperar. Escucha, tengo que salir de viaje. Por negocios.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—No tengo fecha de regreso. Me quedaré el tiempo necesario.
—¿Estarás de vuelta dentro de dos semanas?
—No lo sé. ¿Por qué?
—Porque entonces terminan las clases. —Jeff vaciló—. No quiero ir al campamento. Mamá dice que tal vez tú podrías ponerme a trabajar.
—Es una idea fantástica —dijo Harry con cautela—. Pero si surgen obstáculos en las negociaciones, el viaje podría tenerme ocupado una buena parte del verano.
—De todos modos, ¿adónde vas?
—A Israel.
—¿Podré ir yo cuando se acaben las clases?
—No —dijo Harry con firmeza.
—Me tratas como a un bebé. —La voz de su hijo se quebró de rabia—. No puedo cazar, tengo que ir a ese campamento de verano. Ese campamento es espantoso.
—Éste será el último año que vayas. Te lo prometo.
Jeff no contestó.
—Te iré a ver cuando regrese, y podremos hablar un poco más sobre el trabajo. ¿De acuerdo?
—Sí.
—Adiós, Jeff.
—Adiós.
Volvió a llamarlo en cuanto colgó.
—Oye. ¿Qué te parece si cuando terminan las clases vas a trabajar para Saúl Netscher? Aprenderás algo en su casa. Cuando yo regrese, empezarás a trabajar conmigo. ¿Trato hecho?
—¡Trato hecho!
—Lo arreglaré todo con Saúl. Él estará encantado de tenerte en su casa, pero te hará trabajar como un burro. Harás recados, barrerás, engrasarás la maquinaria. Cualquier cosa.
—¡Es realmente fantástico, papá! ¿Podré aprender a tallar?
—Eso lleva años, ya lo sabes. Y es muy difícil.
—Si tú lo hiciste, yo también puedo hacerlo.
Él se echó a reír.
—De acuerdo. Cuídate. Te quiero, hijo.
—Yo también te quiero —respondió el chico con deferencia.
Harry lanzó un suspiro.
Tres días antes de marcharse, recibió un sobre blanco con el correo de la mañana. No había nada que indicara quién era el remitente, pero pudo adivinarlo. Se trataba de un informe sobre el hombre con el que se iba a reunir en Israel.
Hamid Bardissi, también conocido como Yusuf Mehdi. Nacido el 27 de noviembre de 1919 en Sigiul, Egipto. Hijo de Salye (Mehdi) y de Abu Yusuf Bardissi Pasha. Su padre fue embajador de Egipto en Gran Bretaña durante tres años (1932-1935) y gobernador militar de la provincia de Asiut de 1924 a 1928. Desde joven, Abu Yusuf Bardissi Pasha fue amigo y consejero de Ahmed Fuad Pasha, que en 1922 se convirtió en el primer rey de Egipto cuando Gran Bretaña retiró su protectorado.
Hamid Bardissi nació diez meses antes que Faruk, el hijo del rey Fuad. Casi desde el principio, fue el constante compañero de juegos que se le asignó al príncipe. Estudiaron juntos. A los dieciséis años acompañó a Faruk a la Real Academia Militar de Woolwich, en Inglaterra. Cuando sólo llevaban allí un trimestre, se reclamó su presencia en Egipto a causa de la muerte de Fuad.
En 1939, cuando Bardissi Pasha murió, Hamid Bardissi heredó 7500 feddans de tierras algodoneras (equivalente a 3150 hectáreas, o 7780 acres). Se casó dos veces, como estaba autorizado a hacer según la ley musulmana, pero dejó de vivir con su primera esposa en 1941. La segunda esposa, con la que se casó en 1942, murió al año siguiente mientras daba a luz a un niño muerto.
Aunque nunca tuvo un trabajo oficial, Bardissi era temido y odiado por todos como el hombre de Faruk. Destruyó a sus rivales políticos sin vacilar y se le atribuyó el haber corrompido el Partido Wafd, que pasó de ser un movimiento antimonárquico virulento al frente político de Faruk. Según se informó, tanto el rey como él fueron condenados por asesinato por los hermanos musulmanes. Si esto es así, probablemente fue evitado por el golpe de Estado que apartó a Faruk del trono en 1952.
El 26 de julio de 1952, cuando Faruk se encontró frente al ejército del general Naguib en el Palacio Ras al Tin y aceptó abdicar, su hombre Bardissi se encontraba en Bélgica, recuperando un pequeño pero selecto grupo de gemas pertenecientes a la colección de Faruk que se había exhibido en Amberes en la Cuadragésimo Sexta Exposición Gemológica Internacional. Bardissi firmó un recibo por siete diamantes enormes; tres rubíes rojos transparentes que hacían juego, cada uno de un peso entre nueve y diez quilates; un cuarto rubí descrito como «del tamaño de un huevo de paloma, entregado por Gustavo III de Suecia en 1777 a Catalina II de Rusia»; y una bandeja que contenía «piedras históricas»… gemas con antecedentes supuestamente interesantes pero con poco valor intrínseco.
Bardissi nunca regresó a Egipto, donde aún existe una orden de detención contra él. Sus tierras fueron confiscadas por el Estado en 1954.
Según se informó, el rubí de Catalina II ha formado parte de la colección del Tesoro Iraní en Teherán desde 1954, pero el gobierno iraní no confirma ni niega este dato. La Colección del Tesoro Iraní nunca está abierta para la inspección.
Los tres rubíes que hacían juego fueron vendidos en 1968 a un hombre de negocios de Tokio llamado Kayo Mikawa. Es casi seguro que pertenecen a la colección de Faruk. Cuando fue interrogado por la Interpol, Mikawa dijo que había comprado las piedras en Londres a un hombre llamado Yusuf Mehdi.
La Interpol se puso en contacto con el gobierno de Egipto, de quien tiene una solicitud de información permanente con relación a Bardissi. Dado que Egipto y Gran Bretaña no tienen tratado de extradición, los egipcios no pudieron tomar medidas.
Mehdi reconoció ante los ingleses que él era Bardissi. Les mostró a las autoridades una carta de Faruk con matasellos de Cannes, del 18 de noviembre de 1953, que afirmaba que las gemas eran propiedad personal de él y no del gobierno egipcio, y que traspasaba la propiedad de las joyas y de otros artículos a Bardissi como recompensa a los buenos y leales servicios prestados. Bardissi convenció a las autoridades británicas de que él era reclamado como figura política y no como delincuente, y que lo condenarían a muerte si lo devolvían a Egipto.
Fue puesto en libertad.
Después de eso, desapareció de la vista. Evidentemente, piensa que su vida aún corre peligro. Pero a principios de año, en Ammán, un hombre que dijo llamarse Yusuf Mehdi se puso en contacto con varios individuos conocidos por sus simpatías y contactos con Occidente, y planteó el tema de la posible venta de las gemas.
El caso de Hamid Bardissi se considera en El Cairo como «abierto pero en suspenso».
El Harry Hopeman System realizó un vuelo intercontinental no más difícil que pasar por encima de un edificio alto de un solo salto. En cuanto el avión alzó el vuelo, él se quitó los zapatos. Se puso unas zapatillas blandas y un jersey cómodo y miró una película, no lo bastante terrible para distraerse. Cuando sobrevolaban Terranova, comió el pollo recalentado y una naranja de Jaffa, dejó a un lado el champán dulce y pidió una botella de vino seco.
Pasó un buen rato estudiando el informe sobre Mehdi y los cuadernos de su padre, volviendo en repetidas ocasiones a las páginas dedicadas al Diamante de la Inquisición. Finalmente se colocó los auriculares y escuchó la música de Häendel, para él una garantía de somnolencia. Durante todo el rato estuvo bebiendo el vino a sorbos. Cuando a la botella le faltaban dos tercios de su contenido, casi había cruzado dos tercios del Atlántico. Se puso sobre los ojos la mascarilla de dormir, probó los diferentes canales de música y se decidió por los sonidos sibilantes de las rompientes. Tenía los dedos de los pies entumecidos, y el sonido del mar en los oídos; el regusto del vino añejo lo arrastró hasta deslizarlo en el sueño, como si se ahogara agradablemente a seis mil setecientos metros de altura.
Pagó las consecuencias del vino al mediodía siguiente, cuando el martillo dorado le golpeó entre los ojos mientras bajaba del avión en el Aeropuerto Ben Gurion. Hacía calor. Pasó la aduana despacio y finalmente consiguió un taxi. El conductor manejaba el volante con la habitual tosquedad, y cuando atravesaron el barranco de las afueras de Jerusalén, donde la carretera estaba bordeada de armatostes de hierro retorcido, Harry se esforzó por evitar la náusea.
—Estos vehículos fueron destruidos mientras rompían el bloqueo durante la Guerra de la Independencia —le dijo el taxista—. Intentaban llevar alimentos y municiones a la ciudad. Durante las últimas guerras, los hijos de puta no llegaron aquí. Pero la primera vez, las armas árabes quedaron instaladas a ambos lados de la carretera. Dejamos estos restos como recuerdo.
Harry asintió.
—Ya había estado aquí.
Y cada vez que iba, los taxistas le explicaban lo de las pilas de hierros oxidados.
Telefoneó a David Leslau, pero el arqueólogo estaría fuera todo el día. Le dejó un mensaje.
Su habitación se encontraba en la parte posterior del hotel. Desde la ventana pudo ver una larga sección del maravilloso y antiguo muro, y una serie de edificios árabes de forma cúbica, el este de Jerusalén. La Ciudad Vieja lo llamaba, pero el sol caía a plomo y eligió las sábanas frescas de la cama blanda.
Cuando se despertó, se le había aliviado el dolor de cabeza. A las nueve y diez de la mañana estaba desayunando huevos, pan, aceitunas verdes pequeñas y té helado. En ese momento le telefoneó Leslau, que enseguida aceptó pasar por el hotel.
El arqueólogo y él sólo se conocían de nombre y por los trabajos que cada uno había publicado. Leslau resultó ser un hombre bajo y feo, con el pecho como el de un toro. Tanto su cabellera de color jengibre como su barba abundante necesitaban un corte, y una gruesa mata de pelo gris amarillento asomaba por la camisa sin corbata que hacía tiempo que había dejado de ser blanca. Tenía la piel curtida de tanto trabajar al aire libre. Llevaba los zapatos llenos de polvo y pantalones de sarga, y Harry se sintió demasiado bien vestido y limpio.
Se sentaron en los sillones de cuero del vestíbulo, mientras los turistas se apiñaban como gorriones.
—¿Qué fragmento ha traducido? —le preguntó Leslau enseguida, acercando sus gruesos dedos a una oreja.
Harry empezó a responder.
—Sí, sí. Jesús, Josué y el condenado Job. Mi pobre amigo, recién llegado de Estados Unidos con sueños de inmortalidad…
—No me hable de ese modo —le advirtió Harry en tono sereno.
—Usted es la cuarta persona que identifica el genizah descrito en ese pasaje. No la primera.
Harry lo miró.
Leslau lanzó un suspiro.
—Venga, venga —dijo.
Leslau tenía un viejo Volkswagen que se fingía tuberculoso en las colinas, razón por la cual él lo hacía correr a toda velocidad. La carretera serpenteaba y se ondulaba, cayendo constantemente.
—¿Ha estado antes en esta zona?
—No.
Pasaban junto a plantaciones de plátanos y cítricos.
—Un clima poco corriente. Como el de África. Realmente sudanés, como puede ver.
—Ya.
Leslau lo miró.
—Le he aguado la fiesta, ¿verdad? Bueno, no haga caso de lo que dije antes. Soy un cáustico hijo de puta. Lo sé, pero soy demasiado viejo para cambiar.
—¿Quién localizó primero el genizah? —preguntó Harry.
—Max Bronstein me envió a él casi de inmediato. Antes de recibir su carta, yo más o menos lo había descifrado. Y también había sido consultada una brillante mujer de la Universidad Hebrea, y después de una semana, aproximadamente, también sugirió que se trataba del valle de Achor.
Al llegar a la bifurcación del camino, Leslau giró hacia el sur e inclinó la cabeza a la izquierda.
—El tel de Jericó está a pocos kilómetros al norte de aquí. Ha proporcionado una excavación interesante para más de setenta años. Jericó es la ciudad más antigua del mundo; su origen se remonta al año ocho mil antes de nuestra era, mucho antes de que hubiera judíos. En el montículo, los excavadores encontraron nueve cráneos humanos envueltos en yeso en lugar de carne, y con conchas en lugar de ojos.
—¿Qué eran?
—Dioses —respondió Leslau.
Harry se volvió hacia él.
—Cuando excavaron los genizot mencionados en el manuscrito, ¿qué encontraron?
—Nosotros no excavamos los genizot. Simplemente los encontramos por tercera vez. Los genizot ya habían sido excavados. —El Volkswagen se sacudió mientras salían de la carretera principal. El coche avanzó por el lecho seco de un río hasta que llegó a una escarpa cortada a pico y no pudieron continuar—. Hasta ahora no hemos encontrado absolutamente nada —declaró Leslau.
Cogió una linterna de la guantera y le indicó a Harry que bajara del coche.
—Este es el valle de Buke’ah. En otros tiempos fue el valle de Achor.
A pocos kilómetros de distancia se veían exuberantes oasis, pero Harry siguió a Leslau por el desierto resquebrajado. Unos pájaros que no supo identificar, pequeños y negros con la cola blanca, cantaban ruidosamente entre los tamariscos y las acacias.
—¿Cree que Acán y su familia realmente fueron apedreados aquí hasta la muerte?
—¿Una ejecución militar para dar ejemplo? Tiene un horrible viso de realidad —opinó Leslau—. Los ejércitos eran tan insensatos entonces como ahora. Creo que los mataron aquí. —Condujo a Harry a una abertura del acantilado—. Tenga cuidado.
La entrada tenía menos de un metro veinte de altura. En el interior, el techo estaba unos treinta centímetros más arriba. Leslau había encendido la linterna, iluminando una cámara de unos cinco metros por cuatro. El extremo más alejado del techo se inclinaba como el alero de un desván. En el suelo de tierra había dos rectángulos delimitados por estacas, como si fueran jardines vallados.
Harry se agachó junto al primero.
—¿Qué genizah es éste?
—… «Enterrado a ocho codos y medio, una piedra reluciente», etcétera.
—El diamante estaba enterrado aquí. Pero usted no encontró nada.
—Relativamente, claro. Encontramos algunas monedas francesas medievales. Aproximadamente a un metro, un denario carolingio. A dos metros, tres monedas más pequeñas conocidas como medias piezas. Un metro más abajo encontramos la parte superior de una daga. La hoja era de un acero mal templado. No era un arma bien hecha, así que probablemente pertenecía a un soldado raso, no a un caballero. Tal vez se partió cuando fue utilizada como herramienta para cavar. En la empuñadura tiene grabada una cruz de Lorraine de Bouillon.
—Cruzados franceses.
—Sin duda. De la Segunda Cruzada, suponemos, aunque entonces no llegaban muchos desde Francia hasta aquí. —Leslau apuntó la linterna al otro emplazamiento, del tamaño de una tumba—. Sacaron el diamante amarillo de este lugar y cayó en manos de Saladino, y más tarde fue capturado nuevamente por los cristianos.
—¿Qué pruebas tiene? —preguntó Harry.
—Verá. La primera referencia histórica a la piedra aparece poco después de que este genizah fuera violado. Cuando Saladino entregó el gran diamante a la mezquita de Acre, donde había ganado su fama como general, él mismo declaró que sus sarracenos se la habían arrebatado a los soldados franceses, un resto dispersado del ejército de Luis VII, que acababa de quedar totalmente derrotado por los turcos.
—Pero menos de cien años más tarde, el diamante amarillo fue tallado en la España cristiana —puntualizó Harry.
—Sí. Después de que lo tallaran, fue donado a la Iglesia por Esteban de Costa, conde de León, una especie de funcionario seglar de la Inquisición. Se la había quitado a un judío que había sido condenado, un «nuevo cristiano» reincidente. Al mismo tiempo, De Costa daba mucha importancia al hecho de que había sido cogido de la mezquita de Acre por caballeros españoles de pura sangre cristiana durante una de las últimas cruzadas. —Leslau sonrió burlonamente—. La piedra ha sido tratada como una pelota por las tres religiones. Pero yo creo que la reivindicación de los judíos se remonta a tiempos muy, muy remotos. ¿Conoce bien la Biblia?
Harry se encogió de hombros.
—Recordará que al rey David se le negó el gran honor de construir el Templo, porque él tenía las manos manchadas de sangre.
—Segundo Libro de Samuel.
—Sí. Dice que David legó sus planes y sus tesoros a su hijo con el fin de que Salomón pudiera construir el Templo. Más adelante, la Biblia describe la herencia, que incluye «piedras de ónice y piedras para engastar, piedras relucientes y de diversos colores, y toda suerte de piedras preciosas».
—¿Las primeras Crónicas? —preguntó Harry.
Leslau sonrió.
—Capítulo veintinueve, versículo dos. Ese fue el principio del Templo. El final llegó ochocientos años más tarde, cuando se acercó el monstruo de Nabucodonosor. Si damos crédito al manuscrito, los sacerdotes hicieron una selección para ocultar los objetos más sagrados y más valiosos de su mundo. Supongamos, por ahora, que el diamante canario salió del tesoro del Templo… cosa que yo creo. Podría ser fácil de ocultar, y podría cambiarse, en un futuro más feliz, para ayudar a levantar una edificación adecuada para albergar los objetos sagrados que sobrevivieran.
—Akiva nos dijo a mi padre y a mí, en Nueva York, que Mehdi está intentando vender otra piedra. Un granate.
—Es más difícil autentificar un granate. Hay un solo diamante amarillo como ése, pero hay muchos granates. Si salió de aquí, podría ser un objeto sagrado. Tal vez una de las piedras retiradas de las «ropas de los hijos de Aarón»… el traje del sumo sacerdote.
Harry asintió.
—No habrían enterrado ropas sacerdotales normales, que podían ser reemplazadas. Pero habrían escondido las piedras donadas por las tribus y engastadas en el peto del sumo sacerdote.
—Tenga en cuenta el ingenio de los que hicieron el escondite —señaló Leslau—. El primer genizah era relativamente poco profundo. Calcularon que si era violado, los intrusos encontrarían el diamante amarillo grande y no seguirían más abajo, donde estaban ocultas las piedras preciosas más sagradas.
Harry pensó que ésa era la técnica que su padre había utilizado al ocultar las piedras preciosas en el tarro de vaselina.
—¿Cómo sabe que los cruzados no vaciaron también el genizah más profundo?
—El genizah más profundo fue violado mucho tiempo después. Lo único que encontramos al examinarlo fue un botón de cobre de un uniforme del Ejército Regular Británico, de principios del siglo XX. —Leslau se sentó sobre el barro seco—. En los tiempos modernos este valle ha sido habitado por cabreros beduinos. Debido a que el forraje está tan disperso, las familias beduinas tienen inmensos territorios de pastoreo que pasan de una generación a otra y casi nunca son usurpados.
»Las autoridades israelíes son muy eficaces en este tipo de cosas. Encontraron a la familia cuyo territorio incluía el valle de Buke’ah. Ahora cultivan algodón en Tubas y viven en las primeras casas de toda su historia. Uno de sus ancianos recuerda que cuando era niño vino a esta cueva a enterrar contrabando.
—¿Contrabando?
—Su familia se dedicaba al contrabando. Dice que pasaban tabaco por la frontera para venderlo a los soldados británicos. Los británicos podían comprar todo el tabaco que querían, así que podemos suponer sin temor a equivocarnos que su familia contrabandeaba hachís. Él no recuerda el año. Pero dice que los turcos acababan de abandonar Palestina y que los británicos no llevaban allí mucho tiempo. Suponemos que fue en mil novecientos diecinueve. En cualquier caso, cuenta que cuando cavó un agujero profundo para enterrar su contrabando, descubrió objetos que había en el suelo de la cueva.
—¿Qué clase de objetos?
—No lo recuerda con claridad. Sabe que eran utensilios pesados de metal que le parecieron muy viejos, y piedras de cristal de colores en una pequeña bolsa de cuero podrido. Su padre lo llevó todo a Ammán y lo vendió a un anticuario por sesenta y ocho libras de plata. Recuerda la cantidad. Fue la mayor cantidad de dinero que la familia consiguió jamás de una sola vez.
—¿Alguien ha hablado con el anticuario?
—El anticuario murió hace treinta y dos años.
—¿Usted cree al beduino?
—No tiene motivos para mentir. Sin que nadie se lo preguntara, dijo que a veces, cuando los soldados no tenían dinero, su padre les cambiaba los botones de cobre del uniforme. —Leslau apagó de repente la linterna—. Vamos —sugirió.
Pero Harry se quedó sentado en la oscuridad. Se estiró y apoyó la palma de la mano en el barro caliente y pétreo; no quería marcharse.
—Vamos, vamos —lo apremió Leslau.
Harry lo siguió fuera de la cueva, de mala gana.
—Esta tierra… —dijo Leslau—. Hay que acostumbrarse a ella. El ayer no deja de superponerse al hoy. En este suelo han vivido y han muerto muchas personas. Es imposible remover la tierra para plantar un árbol y no encontrar las huellas de ellas. Cuando el Ministerio de Carreteras cava el suelo, desentierra el sarcófago de un príncipe. Un agricultor árabe decide hacer más profunda su bodega y descubre un mosaico que convierte su casa en un museo.
Se habían detenido en una cafetería al aire libre, en Jericó. Al otro lado de una pared de piedra, un anciano árabe vestido con traje oscuro y fez caminaba entre sus naranjos.
Se sentaron y tomaron el café a sorbos. Harry pensó en los hombres que habían huido de la muerte procurando aislar su religión en agujeros abiertos en el suelo.
—Eligieron bien los escondites —comentó—. Uno de ellos duró casi mil años, y el más profundo casi logra superarlo.
—Se ha recuperado muy poco —señaló Leslau—. He pasado meses estudiando el manuscrito. Hace nueve años, en una cueva de Jerusalén se descubrieron unas soberbias vasijas de bronce y plata. Estoy seguro de que uno de los pasajes, en su estilo retorcido y enigmático, se refiere a este escondite. Pero creo que los objetos realmente importantes, el Arca, el Tabernáculo, tal vez las mismísimas Tablas, se encuentran en algún sitio bajo tierra, no muy lejos de aquí, esperando ser descubiertos.
Mientras viajaban de regreso a Jerusalén, cada uno iba concentrado en sus pensamientos.
—Quiero trabajar con usted —declaró Harry.
—No. —Leslau cambió de marcha violentamente—. No lo necesito. Tengo acceso a los mejores eruditos de Israel. Dependo de usted para comprar el diamante.
»Tal vez mañana podríamos descifrar el manuscrito y encontrar todos los objetos que describe. Es casi seguro que no lo haremos. Quizá nunca encontremos nada concreto. Pero el entusiasmo por el segundo manuscrito de cobre me asegurará la renovación de la subvención durante algunos años, y estoy dispuesto a pasarme la vida investigando. —Se encorvó sobre el volante y apartó la vista de la carretera para mirar a Harry a los ojos—. El diamante vale una enorme cantidad de dinero. Pero eso me importa un bledo. Quiero que lo compre porque proviene del Templo. ¡El Templo, amigo! ¡Imagínese!
Harry se lo imaginó, y lo miró fijamente.
—Si no encuentra las cosas enumeradas en el manuscrito, ¿se quedará aquí y seguirá buscando?
Leslau asintió.
—Ha hecho un trabajo importante. En caso de que fracasara, ¿por qué no pasa a otra cosa?
—Cuando estuvo en el Vaticano, ¿tuvo la oportunidad de observar el traslado de los restos mortales de santos?
Harry sonrió y sacudió la cabeza.
—En el Palacio Apostólico hay una sala recubierta de estanterías llenas de recipientes que contienen cenizas, trocitos de huesos y otros restos de los primeros santos y mártires cristianos. Un bibliotecario coloca una pizca de polvo de estos recipientes en sobres que se despachan como cartas certificadas a las nuevas iglesias de todo el mundo. Según el derecho canónico, estos restos deben guardarse en el altar de cada iglesia. —Harry gruñó.
Leslau dejó a un lado los remilgos.
—Usted ve restos terrenales. Yo veo el motivo de que exista la ley. La Iglesia reconoció la absoluta necesidad de que el hombre moderno esté en contacto directo con los inicios de su fe.
—¿Y eso qué tiene que ver con usted?
—Yo he reconocido el valor del polvo —explicó Leslau—. Pero no estoy hablando de pasarme la vida buscando polvo. Lo que intento encontrar es el marco mismo sobre el que se apoya el Antiguo Testamento.
Harry bajó del coche y se detuvo.
—Me gustaría estudiar el manuscrito original.
Leslau pareció molesto.
—Creo que no —repuso—. Shalom.
Cerró la puerta de un golpe y el coche se alejó bamboleándose.
Harry observó cómo se alejaba, deprimido por la brusquedad. De pronto sintió todo el cansancio y la tensión del viaje. Cerca de allí, un anciano tironeaba rítmicamente de una cuerda, moviendo un abanico que espantaba las moscas de su carretilla cargada de dátiles. Harry compró medio kilo y se quedó de pie, pensando en la perspectiva de regresar a su solitaria habitación.
Akiva le había dado instrucciones de que esperara en el hotel hasta que Yosef Mehdi se pusiera en contacto con él, pero en lugar de eso echó a andar hacia el oeste, comiendo dátiles. Se aventuró por las estrechas calles laterales, y sintió que su tensión se aliviaba poco a poco. Detrás de la propaganda turística y de la exagerada publicidad comercial sobre Jerusalén la Dorada, había un núcleo de verdad que conmocionaba su alma.
La ciudad era maravillosa.