6

¡MAZEL UN BROCHA!

Durante dos noches seguidas soñó con su padre. Cuando estaba despierto, había momentos en los que olvidaba que Alfred había muerto. Seguía deseando llamarlo por teléfono.

No tenía demasiadas cosas que hacer. La mujer de Detroit lo llamó dos veces por la piedra blanca azulada de treinta y ocho quilates, pero simplemente se estaba importunando ella misma; no llamaría por tercera vez. Harry buscó una piedra suficientemente grandiosa para el actor, pero iba a ser difícil encontrarla. A veces había que esperar a que apareciera algo adecuado en el mercado.

Por primera vez fue incapaz de empezar a investigar para un nuevo proyecto. Resultó casi un alivio que uno de los editores de The Slavik Review lo llamara para comentarle una supresión sin importancia en el manuscrito sobre las joyas rusas. El hombre lo elogió con entusiasmo.

—Debería pensar en ir a Pekín y preparar un articulo sobre las colecciones de piedras preciosas del Imperio.

Harry quedó momentáneamente fascinado. Sólo era una cuestión de tiempo el que un erudito occidental redactara una historia definitiva sobre las colecciones imperiales chinas. Y el resultado podía ser una obra decisiva.

—Las joyas se remontan al siglo X, a la dinastía Sung —apuntó el editor—. Chinese Culture, o uno de los otros periódicos podría solicitar al gobierno chino que le permitiera trabajar en el Museo del Palacio.

—… No es lo mismo que trabajar en algo relacionado con los comienzos de la propia cultura, ¿no? —comentó Harry.

Poco después cogió de su cartera la tarjeta de visita de Akiva. La rompió y la tiro.

—¿Eminencia?

Buon giorno, señor Hopeman.

—Cardenal Pesenti, no puedo representarlo en la tarea de recuperar el diamante del que me habló la semana pasada.

Ho bisogno di te —murmuró el cardenal—. Lo necesito, señor Hopeman.

—A pesar de eso —respondió, incómodo—, lo siento, Eminencia.

—Dígame, señor Hopeman —preguntó por fin el cardenal Pesenti—, ¿es un problema de honorarios? Estoy seguro de que…

—No, no. No se trata de honorarios.

—¿Va a representar a otros en este asunto?

—… No he decidido representar a nadie.

—Adiós, señor Hopeman —se despidió el cardenal Bernardino Pesenti.

El teléfono de Harry hacia un zumbido y sonaba a vacío. Colgó.

En el garaje de West Nyack le entregaron el Lamborghini. Entró con él en la carretera y sintió la frustración de tener que conducir en un mundo de noventa kilómetros por hora una máquina con un motor de doce cilindros, capaz de alcanzar los doscientos cincuenta por hora. La pintura de la carrocería era de color chocolate, y el cuero de color crema. Una semana después de comprarlo, oyó que Ruth Lawrenson le decía a Sidney que él había pagado por el coche más de lo que a ellos les costaría una casa. Ahora habían pasado varios años desde su locura por los motores. El único coche que aún ansiaba tener era un SJ Duesenberg, y existían pocas probabilidades de que llegara a poseerlo; sólo se habían fabricado treinta y ocho entre 1932 y 1935. A pesar de la época de fabricación, eran mejores que cualquiera de los fabricados en la actualidad, y como habían sido vendidos a personas como Gable, Cooper, Faruk, Alfonso XIII y Nicolás de Rumanía, resultaba bastante fácil localizarlos. Sólo sobrevivían treinta de esos coches en algún lugar del mundo. El precio de cualquiera de ellos habría permitido a los Lawrenson comprarse tres casas, pero nadie vendía un SJ Duesenberg. Por eso quería uno. Reconoció sinceramente su codicia, la misma codicia por lo inaccesible que alimentaba el negocio del diamante.

No supo realmente adónde iba hasta que se encontró en la New England Thruway, y casi en Connecticut. La escuela de Jeff tenía un hermoso campus, y piedra, césped y ladrillos desgastados. Árboles de varios cientos de años mostraban sutilmente lo que proporcionaba la matrícula además de la educación. La habitación de su hijo olía a calcetines sudados y estaba desierta; pero por la puerta de la habitación contigua se asomó un chiquillo delgado como un palillo que lo observó desde detrás de sus gruesas gafas.

—¿Hopeman? —preguntó—. Está en el entrenamiento de béisbol.

Harry le dio las gracias, volvió al coche y condujo camino abajo hasta que oyó voces y el ruido del bate. Pero detuvo el coche a cierta distancia del campo. Se había despedido de Jeff inmediatamente después del funeral. El chico se había alegrado de regresar a la escuela; ahora, su visita inesperada seria una intrusión. ¿Y qué podía decirle a su hijo después de saludarlo… que la lección de la sedra, el fragmento de la Torah para ese día, decía que la pena es terrible pero el temor es peor?

Dio media vuelta y regresó por donde había llegado.

De nuevo en su casa, se sirvió una copa, puso música de Bessie Smith en el tocadiscos e intentó leer un libro, pero se quedó echado en el sofá, en la habitación en penumbras, repentinamente deseoso de verse reflejado en otro ser humano. Anhelaba el sexo. No un desliz culposo con Della sino simplemente un polvo animal sin trascendencia, con alguien que no le importara. Pensó en un nombre y pasó varios minutos buscando en el listín telefónico. Luego cogió el auricular y marcó el número de la mujer.

Sonó cuatro veces y entonces respondió una voz masculina. Harry colgó el teléfono, como si se tratara de una broma pesada, y se quedó inmóvil, intentando decidir entre el libro, los discos y la botella. Luego se inclinó sobre la papelera y recogió la tarjeta que había tirado. El número le resultó fácilmente legible cuando juntó las dos mitades, de modo que cogió de nuevo el teléfono y marcó. Enseguida le respondió una voz femenina que recitó el número de teléfono en lugar de saludar. Era una voz vivaz, amistosa, sólo ligeramente nerviosa, como la voz de la centralita de cualquier sociedad anónima de Manhattan.

—Quiero hablar con el señor Akiva —anunció.

Cuando llegó al lugar del centro de Manhattan en el que habían acordado encontrarse, comprendió por qué el israelí había elegido un restaurante kosher. Akiva estaba sentado a una mesa con alguien que parecía un viejo duende gris.

Saúl Netscher.

—¿Qué demonios hace él aquí?

—Él me lo pidió —explicó Netscher con su voz rasposa.

Bajo, robusto y canoso, llevaba puesta una corbata que no combinaba con su arrugado traje marrón. Era tan descuidado con su aspecto como cuidadoso había sido su amigo Alfred.

—¿Necesitas hacer esto, Saúl? ¿Te estás buscando otra trombosis?

—Harry, no seas estúpido. Eso ocurrió hace cuatro años.

—Tienes delirios de juventud. Eres un viejo loco, deberían encerrarte.

—Cálmese, por Dios —intervino Akiva.

Cuando se acercó el camarero, Harry pidió, con expresión taciturna, hígado picado y ensalada. Akiva, que tal vez no sabía nada de los restaurantes kosher de Estados Unidos, pidió filete, y Netscher carne hervida y una botella de slivovitz.

—Él se quedará en Nueva York. No correrá absolutamente ningún peligro. Si a eso vamos, con toda probabilidad usted tampoco correrá peligro. Irá a Israel. Si el diamante es lo que ellos dicen, lo comprará. Y lo traerá inmediatamente aquí.

—No quiero que él quede implicado. ¿Por qué no lo comprende?

—Harry, no me gusta esta falta de respeto. Hablas como si yo no estuviera aquí.

Harry no le hizo caso.

—Y no me diga que no hay riesgos. Ya me ha dicho que los hay.

Akiva lanzó un suspiro.

—De acuerdo, hablemos de los riesgos —aceptó—. En nuestra región existen grupos guerrilleros a los que les gustaría hacerse con el diamante y utilizarlo como símbolo del arabismo. Indudablemente existen otros que disfrutarían si consiguieran la piedra, por el dinero que representaría. Pero la seguridad en Israel es buena, podemos protegerlo de ellos. Será más vulnerable ante los vendedores. Ellos le entregarán el diamante sólo después de que haya sido pagado en Estados Unidos. Hasta que la transacción quede cerrada, usted se quedará allí como rehén.

—Como rehén —repitió Harry.

—Así es. Si intenta llevarse el diamante sin pagarlo, le matarán.

—He logrado hacer gran cantidad de negocios con los diamantes, sin toda esta… estupidez. Tendremos que arreglar una transacción más rutinaria.

Akiva se encogió de hombros.

—Así es como ellos lo quieren.

—¡Al diablo con lo que ellos quieren!

—Escucha, Harry. Todo está bien —dijo Netscher repentinamente—. Ellos amenazan con matarte si te comportas como un timador. Pero tú no eres un timador, mi querido Harry.

Había notado que un ligero temblor sacudía de vez en cuando la cabeza de Netscher; y cuando no tenía las manos entrelazadas, la izquierda le temblaba. Cuando Harry era niño, habían sido vecinos en la calle 96 Este, y casi todas las tardes él y su padre se reunían con Saúl en la YMHA de Lexington y la Noventa y dos. En el baño de vapor, los dos hombres habían tragado felices el vaho caliente mientras hablaban de toda clase de temas, desde Schopenhauer hasta la quiropodia, y Harry aprendió a sobrevivir en un infierno infantil de respiración difícil, agudas discusiones e ingles gigantescas y peludas. En aquellos tiempos, Netscher era un Charles Atlas en miniatura, un levantador de pesas tan hábil que los demás hombres le llamaban Shtarkeh-Moyze, lo más parecido que encontraron al Super Ratón. En una ocasión en que estaban en la ducha, le había enjabonado el pelo a Harry, y el chico creyó que se le había levantado el cuero cabelludo. A partir de entonces quedó convencido de que Saúl Netscher podía doblar el hierro con los dedos. Por fin había crecido lo suficiente para ocupar las tardes en sus propias cosas, y cuando su padre se casó con Essie, los encuentros diarios de ambos hombres en la YMHA fueron disminuyendo hasta que acabaron por desaparecer. Pero durante todos esos años Harry había seguido pensando en Netscher como Shtarkeh-Moyze. Ahora se dio cuenta de que entre su última visión y la de este momento, el Super Ratón había envejecido.

—Ve allí y haz un trato —sugirió Netscher—. Si la piedra te parece sospechosa, si cualquier cosa interfiere en la compra, vuelve enseguida a casa. Ellos no nos causaran problemas si realmente sólo son personas que tienen algo que vender.

El filete de Akiva parecía tan duro como Harry había imaginado, pero aquél lo abordaba con evidente entusiasmo y era el único de los tres que estaba comiendo.

—¿Cómo me pondré en contacto con ellos?

—Ellos se pondrán en contacto con usted —lo corrigió Akiva—. Les haré saber que usted viajará. El hombre que se pondrá en contacto con usted se llama Mehdi. Yosef Mehdi. —Akiva pronuncio el nombre varias veces, lentamente, hasta que Harry asintió—. Él le llevará hasta la mercancía.

—Supongamos que quiere llevarme al otro lado de la frontera.

—Es altamente probable que quiera hacerle cruzar la frontera —dijo Akiva en tono sereno—. ¿Se da cuenta de por qué es de vital importancia que la persona que se ocupe del asunto en Nueva York sea alguien en quien usted confía absolutamente?

Harry comprendió.

—Depositará el dinero que obtenga de sus donantes en el Chase Manhattan Bank, a nombre de Saúl. Cuando yo me ponga en contacto con él y le diga que voy a comprar, y a qué precio, él transferirá el dinero adonde nos indiquen los vendedores.

—Me parece perfecto —comentó Akiva.

Netscher estaba radiante de alegría; les sirvió slivovitz.

Akiva terminó de revisar una tira de grasa en busca de algún trocito inexistente de filete.

—¿De acuerdo, entonces?

—No del todo —puntualizó Harry—. Pongo dos condiciones. Primera, no haré recados secundarios para usted. No me gustan sus tejemanejes. —Akiva asintió—. Y quiero tener la oportunidad de trabajar en el manuscrito de cobre con David Leslau.

—No.

—O no iré a ninguna parte.

—Entonces me temo que no irá. David Leslau es un arqueólogo celoso y temperamental. No compartiría su trabajo. —Se miraron fijamente—. Esta es la única razón por la que me llamó, ¿verdad?

—Sí —reconoció Harry.

Akiva suspiró.

—¿Quién le dijo que es usted un regalo de Dios para todo, señor Hopeman?

Saúl Netscher sonrió.

—En realidad, lo hice yo —afirmó mientras el camarero les servía el té. Partió con los dientes un terrón de azúcar, lo chupó para absorber el té caliente y asintió en un gesto aprobador—. El mérito es mío. Este hombre aún tenía pelusa en las mejillas cuando vino a verme como amigo. Perturbado. Me sentí honrado. Él estaba terminando la Yeshiva, se sentía confundido. Enamorado del mundo de los diamantes y ansiando ser un erudito. ¿Sabe lo que le dije?

—Tengo la impresión de que podría adivinarlo.

—Me hablaste de Maimónides —comentó Harry.

—Sí, le hablé de Maimónides. ¿Alguna vez se preguntó, señor Akiva, por qué el negocio de los diamantes es tan propio de los judíos? Porque en la Edad Media no podíamos ser agricultores como los demás, ya que no estábamos autorizados a poseer tierras. Estábamos autorizados a ser comerciantes. Pero sólo con cosas de las que nadie más se ocupara, como los diamantes. Y establecimos una sólida tradición, de modo que en la actualidad, cuando alguien cierra una transacción con un diamante, al margen de cuál sea su religión, dirá: «Mazel!», y la otra parte responderá «Mazel un Brocha!», las palabras yidis que significan «suerte y bendición». Suerte y bendición. No está mal desearse algo así al final de una transacción comercial, ¿no le parece?

—Maimónides —le recordó Akiva en tono de cansancio.

—Ah, sí, Maimónides. El gran filósofo, escritor, abogado, médico… Y se le permitió convertirse en todas esas cosas porque tenía un hermano llamado David que compraba y vendía diamantes. Ambos crearon una pauta seguida desde entonces por docenas de hermanos judíos en todas las épocas. Uno dedicado al mercado, comerciante en diamantes, como yo. El otro dedicado a Dios, erudito o rabino, como mi hermano Itzikel. Dígame, señor Akiva, ¿sabe lo que le ocurrió al destacado intelectual cuando su hermano comerciante, David ben Maimón, se ahogó durante un viaje para comprar un diamante? —Akiva sacudió la cabeza—. Cuando Maimónides ya no tuvo a su hermano para que lo apoyara, asumió una nueva ocupación. Se convirtió también en comerciante de diamantes para ganarse el pan que le permitía ser un erudito. Y al joven que me pidió consejo le dije: «Tú no tienes un hermano. Pero en tu interior posees la, fuerza de dos hermanos». Y yo tenía razón, señor Akiva. Él es Harry Hopeman, el comerciante en diamantes. Pero también es un erudito cuyo nombre goza del respeto de otros eruditos. Si yo estuviera en su lugar, señor Akiva, no dudaría en hablar con David Leslau en nombre de él.

—Dígale a Leslau que he resuelto parte del texto del manuscrito —intervino Harry—. Puedo identificar al menos uno de los escondites.

Akiva lanzó un suspiro.

—Eso es mejor que cualquier argumento que yo pudiera inventar. —Apartó la silla de la mesa.

—Espere un momento —dijo Harry—. Usted me dijo que cuando me comprometiera, me explicaría por qué Leslau piensa que el diamante salió del Templo.

—Teniendo en cuenta que usted quiere imponerle su presencia a Leslau, le dejo a él la tarea —repuso Akiva—. Volveré a verlo dentro de unas horas. —Se marchó y los dejó mirándose, frente a los restos de la comida.

A Netscher le brillaban los ojos. Estaba amasando migas de pan sobre la mesa hasta convertirlas en gusanos grises.

—Y bien, Saúl…

—No depende de nosotros. —Netscher se encogió de hombros.

—Ni siquiera sabemos si es lo que dice ser.

—Lo es.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Le pedí pruebas. Me dijo que podía ir a la Segunda Avenida, al consulado israelí. Fui ayer por la mañana. El cónsul general y yo hemos coincidido al menos en una docena de ocasiones para recaudar fondos. Nos dimos la mano, y me gustó la colaboración. Me regaló un puro y me dijo que no sabía nada del proyecto de Akiva, pero que él era un funcionario fantástico, que merecía cualquier cooperación.

—Eso es un alivio.

—¿Sí? —El anciano lanzó una bocanada de humo—. Este puro es terrible —comentó—. Akiva es un frío momser un hijo de puta. Le tengo más miedo a él que a los individuos con los que vas a reunirte.

—Yo no. Supongamos que mientras me tienen en su poder, tú… bueno, la gente se pone enferma, pueden ocurrir accidentes…

—Habla con claridad. Soy un viejo con el corazón enfermo. Podría morir mientras tú estás fuera, o incluso ante esta mesa. Tienes razón. Entregaré una carta a mis abogados. Si me ocurre algo, ellos se ocuparán de que se te transfiera el dinero. —Netscher le dedicó una sonrisa agradablemente sana, nada senil—. Harry, nada de sentimientos judíos de culpabilidad. Dejándome ayudar me estás haciendo un favor, no un daño.

Harry hizo una mueca. En la mente de Netscher, ambos estaban en las almenas, agitando la Mogen David, la Estrella de David. No existían extremos a los que su imaginación no pudiera llegar.

—Deja de jugar con las malditas migas.

—¿Sabes lo que he estado haciendo durante veinte años? Dedicarme a los bonos de Israel. A vender trozos de papel, persiguiendo a mis amigos. He reunido un montón de dinero, más de lo que este negocio representa. Pero ¿para qué sirve el dinero de los bonos de Israel? Para el desarrollo industrial. Quizás a lo largo de los años ayudé a instalar una fábrica de cemento israelí y una de cajas de cartón. —Se le había apagado el puro y lo encendió con chupadas cortas y enérgicas—. Esto es hacer, y no sólo hacer dinero. Esto es participar, a mi edad. —Cogió la copa de coñac—. Harry, has hecho algo amable: me has permitido zambullirme en la fuente de la juventud.

—¿Sabes nadar, amigo?

Netscher lanzó una carcajada.

L’chaim! —exclamó, alzando la copa.

Cuando la gente se volvió para mirarlos, Harry se dio cuenta de que no le importaba. Cogió su copa y se preguntó si se sentiría más seguro si aún pudiera creer que la mano pecosa podía doblar barras de hierro.

L’chaim. Por la vida, Saúl —dijo sinceramente.