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LOS CUADERNOS DE ALFRED

Acomodaron a su padre en una habitación del extremo del pasillo en la que había varios aparatos de control cardíaco. Alfred ya no parecía arrogante a los ojos de su hijo. Tenía el lado izquierdo del cuerpo paralizado. Ya no llevaba la dentadura postiza. Bostezaba con mucha frecuencia, y cuando exhalaba, su labio superior se inflaba y estremecía de una forma que a Harry le resultaba insoportable.

Entró una doctora interna y se inclinó sobre la cama.

—Señor Hopeman —dijo en voz alta, pero él seguía en estado de coma.

Cuando ella salió de la habitación, Harry también lo intentó.

—Papá.

Su padre abrió los ojos y lo miró sin verlo.

Doktor Silberstein, ich bitte um Entschuldigung, le pido perdón.

¿Por qué su padre imploraba perdón con voz aterrorizada, y quién era Silberstein? Alfred iba a la deriva y soñaba, manteniendo conversaciones en una única dirección, en un alemán ininteligible.

Sus pulmones estaban llenos de fluidos que burbujeaban al respirar, y alguien entró y le introdujo una espantosa cánula en la garganta y aspiró con ella el veneno.

Más tarde abrió los ojos y encontró el rostro de Harry. Lo miro con ansiedad.

—Yo… —Alfred intentó susurrar algo, pero no emitió ningún sonido. Tenía los ojos hinchados, y las manos se agitaron sobre la sábana. Intentaba desesperadamente decir algo a su hijo. Harry le levantó la almohada y le acercó un vaso de agua a los labios, pero estaba demasiado débil para beber, aunque la humedad le devolvió la voz.

—… debería haberte dicho…

—¿Qué, papá?

El Diamante de la Inqui…

—No hables. Descansa, papa.

—Defecto —dijo Alfred tras un esfuerzo. Pero no pudo continuar.

—¿El diamante es defectuoso?

El anciano apretó los ojos y volvió a abrirlos rápidamente.

Harry quiso asegurarse.

—¿El Diamante de la Inquisición tiene un defecto?

Su padre asintió al tiempo que respiraba pesadamente.

—No me importa —dijo Harry—. Al diablo con los diamantes. Lo que tienes que hacer es descansar, y te pondrás bien. ¿De acuerdo?

Alfred se recostó. Sus párpados se cerraron de golpe como las puertas de un garaje.

Harry, que estaba sentado en la cama, también se quedó dormido. Poco después, la doctora interna le tocó el hombro tímidamente. Cuando él miró la cama, tuvo la impresión de que su padre había salido a dar un paseo, dejando allí su cuerpo.

Jeff llegó a casa incómodo dentro del traje que ya le quedaba pequeño. Fue hasta donde estaba Harry y lo abrazó sin decir una palabra. Lo hicieron regresar a la escuela inmediatamente después del funeral. Él protestó pero se sintió aliviado. Della, que tanto había querido al anciano, lloró amargamente ante su tumba. Respetó el shiva, el luto ritual, con Harry y Essie. Calzados con zapatillas y sentados ante el espejo tapado, en bancos de cartón proporcionados por la funeraria, recibieron a los visitantes. Cuando él era niño, todos se sentaban en duros compartimientos de madera, en una casa de shiva, respetando el precepto de que los deudos no debían buscar alivio. Se dio cuenta de que el banco desechable representaba una adaptación moderna de la tradición. En cierto modo, habría preferido sentarse en un compartimiento de verdad. Las dos primeras tardes, el apartamento de su padre quedó atestado de gente de la industria que hablaba en tono grave en inglés, yidis, hebreo, francés, flamenco. El sonido políglota era tan parecido al murmullo de la Bolsa de Diamantes que sintió consuelo al oírlo.

Essie tenía la intención de observar los siete días completos de duelo, al estilo ortodoxo, pero a la tercera mañana él se sintió atrapado. Esa tarde se presentó Akiva.

—Espero que mi idea de evocar viejos recuerdos no haya contribuido a su enfermedad.

—Tenía la tensión sanguínea terriblemente alta. Siempre se saltaba la medicación, a pesar de las protestas de su esposa. Los médicos dijeron que era inevitable.

El israelí pareció aliviado.

—Usted nunca llegó a decirle lo que quería.

—Queríamos que le informara a usted sobre el Diamante de la Inquisición. Nos gustaría que comprara esa piedra.

—Hay otros que querrían lo mismo.

—Usted es judío, señor Hopeman. ¿Representará a alguien más en este asunto?

—Puede que no.

—Israel es una mujer cansada que tiene tres pretendientes —comentó Akiva—. Los judíos estamos casados con ella… Desde mil novecientos cuarenta y ocho tenemos derecho legal a ocupar su cuerpo, por así decirlo. Los árabes y los cristianos, amantes celosos, la cogen cada uno de un tobillo. Los tres tironeamos salvajemente en distintas direcciones, y a veces da la impresión de que vamos a partirla como a un arenque. Ahora cada uno de estos pretendientes quiere el diamante, lo mismo que quiere la tierra. Ciertos grupos árabes están desesperados por usarlo como un objeto de propaganda, un talismán que puede ayudarlos a convertir el siguiente conflicto en una yihad, una guerra santa. Y si no se cometen errores, podría utilizarse de esa forma —sacudió la cabeza—. Es la lucha por la Tierra Santa, en menor escala. No les importa que el diamante tenga una historia judía. Existen documentos que demuestran que posteriormente perteneció al propio Saladino. Durante casi un siglo estuvo engastado en la corona, adornando el Maksura, la sede del mayor líder espiritual, en la mezquita de Acre, donde Saladino resistió durante dos años el poder cristiano de Francia e Inglaterra y ganó un sitio como el más grande héroe militar de la historia musulmana.

—La reivindicación de los católicos es igual de firme y más reciente —señaló Harry—. Ellos lo han poseído desde los tiempos de la Inquisición, cuando se convirtió en propiedad de la Iglesia en España. Quieren recuperarlo porque es de ellos. Se lo robaron.

El israelí asintió.

—Durante mucho tiempo formó parte de la gran colección que se encontraba dentro de las Murallas Leoninas.

—¿Y por qué motivo David Leslau piensa que provenía del Templo? —preguntó Harry.

Akiva vaciló.

—No hablaré de esto con usted hasta que se haya comprometido.

—Yo no me comprometo a nada. Acabo de enterrar a mi padre.

—Por supuesto, no es necesario que me lo recuerde. Tómese todo el tiempo que quiera. Pero nosotros lo necesitamos, señor Hopeman. El hombre que nos conviene, además de poseer pericia debe estar capacitado en una serie de aspectos. Debemos tener en cuenta la lealtad, la edad, la buena forma física. Y la disposición a aceptar cierta dosis de riesgo.

—Con un comprador erudito, no existe tanto riesgo.

—No será su capital. Lo hemos arreglado. El dinero lo donará un pequeño grupo de personas muy acaudaladas de este país y de Francia. No estaba hablando de riesgos de inversión —apuntó Akiva en tono cauto.

Harry se encogió de hombros.

—Olvídelo. Algunos soportaríamos cualquier incomodidad por una transacción relacionada con un diamante. Pero nadie que yo conozca se arriesgaría a resultar herido o a morir.

—El riesgo es realmente pequeño. Y existe toda clase de beneficios, señor Hopeman.

—Tonterías. Yo sólo soy un hombre de negocios.

El israelí lo observó con aire pensativo.

—Estoy convencido de que cuando para usted es importante ser un hombre de negocios, es un hombre de negocios. Y cuando es importante ser un erudito, es un erudito.

Tal vez el juicio fue demasiado exacto; Harry sintió un profundo resentimiento.

—En este instante tengo una idea muy clara de lo que es importante para mí y de lo que no lo es.

Akiva suspiró. Sacó una tarjeta de visita del bolsillo y la colocó sobre la brillante mesa del comedor de Essie.

—Llámeme en cuanto pueda —dijo—. Por favor.

El testamento incluía generosamente a Essie; todo lo demás era para Harry. Él no pudo detenerse a revisar la ropa. Conservo una corbata como recuerdo; en cuanto al resto, el Ejército de Salvación tendría algunos patrocinadores excepcionalmente bien vestidos. Guardó las cartas y los papeles de Alfred en dos cajas de cartón y las ató con bramante. Colocó dentro de una bolsa de papel el tarro de vaselina que contenía las joyas, luego llamó a un mensajero de confianza y le hizo llevar la bolsa a la cámara acorazada.

En el atardecer del cuarto día, el apartamento volvió a llenarse de amigos de Essie, de abuelos marchitos de ojos tristes y ancianas con juanetes.

—Tengo que salir de aquí ahora mismo —le comentó a Della.

Essie los siguió hasta la puerta, furiosa por lo que consideraba un insulto a la memoria de su padre.

—Hay cosas de plata, fuentes…

—Todo es tuyo.

—No seas tan generoso. ¿Quién quiere todo eso? Yo me voy a casa de mi hermana, en Florida. Es un apartamento pequeño.

—Yo volveré mañana —anunció Della—. Y me ocuparé de todo.

Essie miró a Harry.

—¿Concluirás el shiva en tu casa?

Él asintió.

—¿Irás todos los días a la sinagoga o reunirás un minyan en la Asociación del Diamante? ¿Dirás la kaddish durante un año?

—Sí —le mintió, dispuesto a aceptar cualquier cosa con tal de alejarse del sabor de la muerte.

Cogieron un taxi hasta el apartamento de Della, y una vez allí se fueron a la cama.

Deprisa, como si fueran amantes.

—Maldición —jadeó ella.

El clímax desató las emociones de Harry, que se acurruco entre los brazos y las piernas de Della.

—Harry, Harry. —Ella simplemente lo abrazó hasta que cesó el llanto.

Permanecieron uno al lado del otro. Él la miró un instante y al ver su expresión sintió odio por sí mismo. Estaba cansado de hacerle daño.

Se quedaron dormidos, él con la mano entre los muslos de ella, como sabía que a Della le gustaba. Un par de horas más tarde, él se despertó y notó que tenía la mano dormida. Pero si la apartaba despertaría a Della.

Finalmente lo hizo.

—No te vayas.

—Chst. —Le palmeó el hombro y la tapó con la sábana.

—¿Ocuparás su lugar entre los Doscientos Cincuenta?

—Es probable.

—Eso sería más que suficiente para cualquiera —aventuró Della.

Él buscó frenéticamente los calcetines en la oscuridad.

—Podrías conseguir un puesto de profesor. O simplemente escribir. Y tener más tiempo para Jeff y para mí.

Él recogió la ropa y se la llevó a la sala.

—¿Qué es lo que quieres? —La voz de ella llegaba desde el dormitorio.

Él era perfectamente consciente de que Della tenía que presionarlo. Había sido su esposa en sus momentos conflictivos.

—No lo sé. Todo.

Unos minutos después se encontraba solo en la calle 86 Este, con las cajas de cartón cogidas del bramante, llamando un taxi. Llegó a Westchester antes del amanecer, se sentó en el taller y desató las cajas. Su padre había sido un verdadero acumulador de cosas. Guardaba montones de facturas, recibos y cartas. Algunas de éstas, escritas en alemán, se las había enviado Essie. Leyó lo suficiente para saber que ella y su padre habían mantenido una relación amorosa durante años, antes de casarse. A diferencia de su inglés hablado, su alemán escrito era puro y apasionado. Se quedó leyendo mientras el cielo se tornaba gris perla, y por primera vez vio a la mujer gorda y vieja como una persona.

Encontró unos libros mayores. Su padre llevaba minuciosamente la contabilidad, y ahora los libros eran tan viejos que ni siquiera le interesarían a Hacienda. En cambio tres cuadernos que él supuso que serían registros financieros, contenían diagramas. Había planos y ángulos de cristales cuidadosamente marcados para indicar la dispersión y la refracción de la luz, y descripciones detalladas escritas en la letra garabateada de Alfred Hopeman. Mientras giraba las páginas, Harry se dio cuenta de que su padre había hecho dibujos exactos y tomado nota de todas las gemas importantes que pasaban por sus manos. Lo que tenía en su poder era una leyenda de la industria del diamante: la fabulosa memoria de Alfred Hopeman.

Estaba mirando el segundo cuaderno cuando encontró el análisis que su padre había hecho del Diamante de la Inquisición. Era detallado y exacto, pero lo desconcertó. No mencionaba el defecto de la piedra que su padre había intentado describir en su lecho de muerte.

Aún era demasiado temprano; se dio una ducha y comió algo. Luego telefoneó a Herzl Akiva.

—¿Le envío el cuaderno?

—Por favor, consérvelo, señor Hopeman. Como ya le dije, queríamos la información para que la utilice usted.

—Yo no he cambiado de idea.

—¿Le gustaría examinar el nuevo manuscrito de cobre?

Harry vaciló y se sintió perdido.

—No lo suficiente para ir a Israel.

—Supongo que está dispuesto a ir a Cincinnati.

—Por supuesto.

—Pase por el despacho de su amigo el doctor Bronstein. Le estará esperando —indicó Akiva.