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EL DIAMANTISTA

Desde su despacho, gracias a un espejo doble colocado a cierta altura del suelo, Harry Hopeman dominaba la serena opulencia de Alfred Hopeman & Son, Inc. Las paredes, las alfombras y los muebles eran de color gris subido o negro suave, y la iluminación una delicada luz blanca que hacía que la colección Hopeman mostrara un brillo sin par, como si toda la tienda fuese una caja forrada de terciopelo.

Su visitante era un inglés llamado Sawyer. Harry sabía que había estado comprando bonos de empresas norteamericanas para miembros de la Organización de los Países Exportadores de Petróleo. También se sabía que la compra sólo era una parte del trabajo de Sawyer; ayudaba a mantener la lista negra de las empresas norteamericanas que hacían negocios con Israel.

—Tengo clientes interesados en comprar un diamante —dijo Sawyer.

Ocho meses antes, un cliente de Kuwait había encargado a Hopeman & Son un collar, y luego el pedido había sido anulado súbitamente. Desde entonces no se había vendido nada a nadie de los países árabes.

—Tendré mucho gusto en hacer que alguien le enseñe lo que tenemos —respondió, perplejo.

—No, no. Desean un diamante determinado, que está en venta en Tierra Santa.

—¿Dónde?

Sawyer levantó una mano.

—En Israel. Quieren que usted vaya allí a comprarlo para ellos.

—Es agradable que a uno lo necesiten.

Sawyer se encogió de hombros.

—Usted es Harry Hopeman.

—¿Y quiénes son «ellos»?

—No estoy autorizado a decírselo. Usted comprenderá…

—No me interesa —señaló Harry.

—Señor Hopeman, será un viaje corto que le abrirá puertas importantes y le proporcionará una enorme cantidad de dinero. Somos hombres de negocios. Por favor, no permita que la política…

—Señor Sawyer, si sus patronos quieren que yo trabaje para ellos, deben pedírmelo ellos mismos.

El visitante lanzó un suspiro.

—Buenos días, señor Hopeman.

—Adiós, señor Sawyer.

Pero el hombre se volvió.

—Tal vez podría recomendarme a alguien con una pericia similar a la suya.

—¿Entonces mi compañía sería retirada de la lista de firmas boicoteadas?

—¿Qué lista? —preguntó Sawyer con astucia. Pero estaba programado para oler un negocio; sonrío.

Harry también sonrió.

—Me temo que soy único —dijo.

La satisfacción que le produjo el encuentro no le ayudó a pasar la tarde.

Sobre su mesa había inventarios, informes de ventas, todo el papeleo que detestaba.

El hombre que dirigía la planta de tallado de piedras preciosas en la 47 Oeste y la mujer que dirigía la elegante tienda al por menor que Alfred Hopeman & Son tenía en la Quinta Avenida, estaban preparados para no necesitarlo. Esto le daba la libertad necesaria para ver cómo iba el trabajo y tener trato con los pocos clientes personales: los muy ricos que compraban joyas raras, los conservadores de museos que coleccionaban gemas con significado histórico o religioso. Estas eran las áreas que producían los mayores beneficios, pero tales transacciones no se realizaban todas las semanas. Los días como éste eran inevitables.

Espacios muertos.

Prescindió de su secretaria y marcó el número.

—Hola. ¿Puedo acercarme un momento?

¿Vaciló ella antes de acceder?

—Estupendo —dijo Harry.

Cuando él se dejó caer, con la mejilla apoyada en el borde del colchón, la mujer se tendió con su larga cabellera esparcida sobre la almohada y le dijo que se estaba mudando.

—¿Adónde?

—A un sitio más pequeño. Que sea mío.

—Ésta es tu casa.

—Ya no la quiero. Basta de cheques, Harry. —Tuvo que levantar la voz para hacerse oír por encima del televisor, que ella insistía en tener encendido cada vez que hacían el amor porque las paredes del apartamento, aunque caras, eran delgadas. Pero no había rabia en su voz.

—Bueno, ¿se puede saber…?

—He estado leyendo cosas sobre los ciervos. ¿Sabes algo sobre los ciervos, Harry?

—No tengo ni puñetera idea.

—No joden. En absoluto, salvo cuando están en celo. Entonces el macho monta a cualquier cierva, y en cuanto ha terminado se aleja de ella.

—Es muy difícil retener a un macho.

Ella no sonrió.

—¿No detectas cierta… similitud?

—¿Me estoy cargando la maleza?

—Harry Hopeman no es un animal, es un hombre de negocios. Se asegura de que la cosa está bien cuidada, y así puede volver a utilizarla. Entonces se marcha.

Él protestó.

—Yo no soy una cosa, Harry.

Él levantó la cabeza.

—Si te sientes tan… utilizada, no entiendo lo de los dos últimos meses.

—Me sentía atraída por ti —dijo ella serenamente, mirándole a los ojos—. Tu pelo, ese color bronce con pequeños toques de rojo. Y tu piel, que a muchas mujeres les gustaría tener.

—Tendrían que afeitarse dos veces al día.

Ella no sonrió.

—Dientes como los de un animal. Incluso tu nariz de as del fútbol.

Él sacudió la cabeza.

—Un tipo me golpeó. Hace mucho tiempo.

Entonces ella se echó a reír.

—Eso encaja. Para ti, las pequeñas tragedias de la vida se convierten en ventajas. —Con la punta del dedo le acarició los pelos oscuros de la muñeca—. Sólo mirarte las manos me ponía… tienes unas manos perfectas. Controladas. Siempre dejaba de trabajar para ver como mostrabas una perla o una piedra. —Sonrió—. Estaba preparada para ti mucho tiempo antes de que lo supieras. Pensé que podría cazarte. Tan joven y con tanto dinero, tan apuesto con tu estilo sencillo. Pensaba que tu esposa debía de haber perdido la cabeza o el atractivo para haberse ido de tu casa. —Él la miró—. Iba a esperar exactamente hasta el momento adecuado para recoger todo el premio.

—No es ningún premio —señaló él—. Nunca me di cuenta de que quisieras cogerlo.

Los dedos, que en otros tiempos habían mecanografiado las cartas de él, ahora le tocaron la mejilla.

—El momento nunca será adecuado. ¿Me necesitas, Harry, o me quieres de verdad?

Él sintió remordimientos.

—Escucha —dijo—, ¿tienes que hacernos esto?

Ella asintió. Sólo sus ojos la delataban.

—Vístete y despidámonos, Harry —indicó, casi con suavidad.

La calle Cuarenta y siete entre la Quinta y la Sexta, lo había atraído y le había proporcionado consuelo desde que era un joven que lo pasaba tan mal como todos los jóvenes que aprendían el comercio del diamante. La manzana más rica del mundo era una lamentable colección de fachadas sucias y edificios viejos que le recordaban a un harapiento solitario que guardaba bolsas llenas de dinero debajo de la cama. Había unas pocas anomalías: una librería antigua y famosa, y una papelería. El resto pertenecía a la industria del diamante, más importante que en la parte alta de la ciudad, uno de los muchos lugares dispares en los que Harry Hopeman se sentía como en casa.

Pasó junto a un joven apenas mayor que un adolescente, que conversaba concentradamente con un hombre que podría haber sido su abuelo. Ambos estaban de pie delante de un escaparate en el que había pegado un letrero desteñido y roto en el que se leía:

—No, pero tengo algo casi igual. Le daré unos cuantos —decía el joven con entusiasmo.

Harry sonrió al recordar su propio aprendizaje en esas mismas calles.

Las tiendas al por menor eran subproductos. La verdadera calle Cuarenta y siete podía encontrarse entre los pequeños grupos de judíos ortodoxos que se instalaban en la acera, islas entre los compradores que se arremolinaban, cuáqueros semitas vestidos con largos caftanes de color pardo y amplios sombreros con borde de piel llamados streimels, o con fedoras oscuras y trajes modernos, de color azul marino o negros. Saludó a los que conocía. Unos cuantos estaban examinando el contenido de paquetes de papel de seda, como niños que intercambiaran cromos… pero de estos cromos salían los estudios de los hijos, los aparatos de ortodoncia, el alquiler, la comida y el pertenecer a una sinagoga, la shul.

Un observador casual no habría sabido qué miraban. Los diamantes eran la forma más fácil de poner una cantidad inmensa de dinero en un espacio minúsculo. En su mayoría, éstos eran intermediarios que conseguían piedras de los importadores, como el padre de Harry, a menudo a crédito, y las vendían a los joyeros minoristas. Gran parte de ellos carecían de un local de exposición, incluso de despacho. Cuando hacía mal tiempo, abandonaban la calle y hacían negocios mientras tomaban un café, o en los pasillos o salas de visita de la Asociación de Comerciantes de Diamantes, en cuya cámara acorazada muchos guardaban su mercancía todas las noches.

Algunos preferían los diminutos espacios de las conejeras que se extendían a ambos lados de la calle. Unos pocos seguramente pasaban a sitios más grandes. Algunas de las grandes fortunas de Estados Unidos habían comenzado con un comerciante de diamantes que hacía negocios en esta acera, con el despacho en el bolsillo, comprando y vendiendo cautelosamente, cerrando el trato con frases en yidis y apretones de manos en lugar de contratos.

Harry subió por la Quinta Avenida hasta la otra cara del negocio del diamante, haciendo una pausa en Tiffany & Co. para admirar una pieza del escaparate: un ejemplar blanco, sin igual, de unos cincuenta y ocho quilates, engastado como broche. Era impresionante, pero no se trataba de un diamante alrededor del que se pudieran crear leyendas. Y la suya era una profesión legendaria.

Disfrutaba incluso con la más fugaz visión de una de esas piedras fabulosas. Los cuentos de su infancia habían sido auténticas crónicas sobre el Collar de la Reina, el Gran Mogol, el Orloff, el Estrella Negra de África, el Montañas de Esplendor, el Cullinan. Algunos de estos grandiosos diamantes, ocultos en cámaras acorazadas, habían sido vistos por muy pocas personas durante este siglo. Pero los hombres que se reunían en el apartamento de su padre los domingos por la tarde para tomar té cargado, hablaban de esas gemas con familiaridad, como sus padres les habían hablado a ellos.

Algunas de las antiguas familias diamantistas sobrevivieron y se diseminaron casi como las marmotas que vivían a lo largo del Hudson. Se reprodujeron y aumentaron. Cuando los sitios quedaron atestados, los miembros más jóvenes se trasladaron a otras zonas, hasta que las ramas francesa, inglesa, alemana, italiana, holandesa y belga de la misma familia se dedicaron al comercio del diamante. Unos pocos diamantistas pueden seguir la pista de su familia generación tras generación, cosa que resulta extraña en estos tiempos en que la mayor parte de la gente no puede remontarse a sus bisabuelos. En yidis se dice que este tipo de hombres tienen yikus avot, la sabiduría de los ancestros. Alfred Hopeman, el padre de Harry, decía en tono confidencial que era descendiente de Lodewyck van Berken.

Hasta que apareció este lapidario judío de Brujas, los diamantes sólo relucían gracias a un feliz capricho de la naturaleza; la única manera de proporcionarles algún tipo de brillo era frotarlos uno contra otro. Van Berken era un experto matemático. En 1467 ideó una combinación precisa de facetas con las que esmeriló las caras de las piedras utilizando un disco que giraba rápidamente, untado con polvo de diamante impregnado con aceite de oliva. Fue capaz de pulir cada diamante para revelar su fuego, y guardó el método como un secreto de familia. Los parientes a los que formó dieron origen a las industrias holandesa y belga de tallado del diamante y proporcionaron joyas a la realeza de Europa. Uno de ellos incluso talló una gema —tiempo después conocida entre los profesionales como el Diamante de la Inquisición— a cambio de la vida de un primo español que iba a ser quemado por hereje.

Éstas son las historias que Harry había conocido mientras los demás niños escuchaban cuentos de hadas.

En el verano de su segundo año en Columbia había viajado a Europa por primera vez. En Amberes, donde gran parte de la economía se basa en la industria del diamante, había encontrado una estatua pública de Lodewyck van Berken. El maestro está esculpido con el jubón y la pistolera típicos de su oficio, de pie, y con la mano izquierda apoyada en la cadera izquierda, mirando con expresión crítica un diamante que sostiene entre el pulgar y el índice de la mano derecha.

Al estudiar los rasgos sencillos, Harry había visto poco parecido familiar. Era consciente sin embargo de que su padre le había enseñado a pulir las piedras preciosas según el método de Van Berken, prácticamente intacto después de casi cinco siglos, tal como el propio Alfred lo había aprendido, lo mismo que todas las generaciones hasta llegar a Van Berken.

«¿Realmente sois parientes?», le preguntó una chica con la que viajó durante unos días. Era una muchacha tranquila y rubia, nieta de un obispo episcopalista. Pensaba que los semitas eran absolutamente exóticos, cosa de la que él se aprovechaba.

«Eso dice mi padre».

«Preséntanos».

Con expresión seria, le había presentado la estatua.

Una semana más tarde, cuando fueron a Polonia para visitar Auschwitz, donde habían sido asesinados los parientes checos de su padre, quedó abrumado por la tristeza que le comunicaban los judíos muertos de su misma sangre, y la tranquila joven rubia lo sorprendió con la profundidad de sus sentimientos: tuvo un ataque de nervios. Pero en Amberes aún tenía de la historia una visión típica de comedia televisiva. «Qué raro, no parece judío», le había dicho.

Cuando regresó a su despacho tenía algunos mensajes telefónicos. Respondió a una llamada de California.

—¿Harry? ¡Dios proteja a Harry, a Inglaterra y a san Jorge!

—La voz que había conmovido a millones de personas ya sonaba confusa. El actor figuraba entre los más activos coleccionistas de diamantes del mundo. También se encontraba metido en una famosa separación.

—Hola, Charles.

—Harry, necesito tu ayuda. Tengo que comprar.

Se preguntó si el actor quería un símbolo de reconciliación o un regalo simbólico para un capricho pasajero.

—¿Grande, Charles, o insinuante y encantador?

Enseguida captó la pregunta.

—Grande, Harry. Grande y excepcional. Algo realmente satisfactorio.

Reconciliación.

—Me alegro de oírte, Charles. Esto requiere reflexión y análisis. ¿Cuánto tiempo tenemos?

—Ella acaba de marcharse a España. Tenemos tiempo.

—Fantástico. Y, oye Charles… —vaciló—. Me alegro por ti.

—Gracias, amigo. Sé que es así.

Devolvió la llamada de una mujer de Detroit. La mujer estaba intentando convencer a su esposo de que convirtiera parte de su capital en un diamante blanco azulado de 38,26 quilates.

—¿Cree sinceramente que es una buena inversión? —le preguntó la mujer.

—En los últimos cinco años, la mayoría de las piedras han triplicado su valor.

—Creo que se dejará convencer —comentó la mujer.

Harry no era optimista.

Cuando tenía veintitrés años había obtenido un enorme diamante blanco hindú por intermedio de un fiador. El crédito sólo le había sido otorgado porque el comerciante conocía a su padre desde hacia varios años. Él había vendido el diamante en menos de dos semanas a la madre de una muchachita llamada Barnard, de Tulsa, Oklahoma; la mujer se había hecho rica gracias al petróleo. Durante la transacción, que marcó el inicio de su éxito, él había experimentado una sensación casi sexual. La consideró «estremecedora», pero no era tanto una sensación física como una aguda e intensa intuición.

Ahora, la inactividad de este radar personal le indicó que la mujer de Detroit probablemente no era una cliente.

—No lo presione, señora Nelson. Una piedra tan grande no se vende tan rápidamente. La esperará.

Ella lanzó un suspiro.

—Me mantendré en contacto.

—No deje de hacerlo.

La siguiente llamada fue a Saúl Netscher, de S. N. Netscher & Co., Inc., importadores y exportadores de diamantes a nivel industrial.

—Harry, un hombre llamado Herzl Akiva quiere verse contigo.

—¿Herzl Akiva? —Harry buscó rápidamente los mensajes telefónicos y lo encontró—. Sí, ha estado llamándome. El nombre es israelí —dijo en tono resignado. Netscher, el mejor amigo de su padre, atacaba ferozmente cuando se trataba de hacer caridad, y era un infatigable recaudador de fondos para Israel.

—Trabaja en la oficina de una empresa textil de Nueva York. Reúnete con él, ¿quieres?

—¿Textil? —Harry estaba desconcertado—. Claro que lo haré, si tú quieres.

—Te lo agradezco. ¿Cuándo te veré?

—Podríamos quedar para comer, al final de esta semana… No, no me va bien. A principios de la próxima sería mejor.

—Cuando quieras. Ya conoces mi sistema. Dejé que tu padre sufriera los dolores de cabeza de educarte, y yo recojo los frutos.

Harry sonrió. Sentía un gran cariño por Saúl, pero a veces era un inconveniente tener un padre real además de uno que reclamaba los privilegios.

—Te llamaré.

—De acuerdo. Cuídate, muchacho.

Sei gezunt, cuídate, Saúl.

Aunque no había ningún mensaje de su esposa, sintió el impulso de llamarla.

—¿Della?

—¿Harry? —Su voz sonaba como siempre, cálida y vivaz. Había estado casado con ella demasiado tiempo como para no oír su breve jadeo—. ¿Cómo estás?

—Bien, muy bien. Simplemente me estaba preguntando si necesitas algo.

—Creo que no, Harry. Pero muchas gracias por preocuparte. El martes fui a la escuela de Jeff —señaló—. Me dijo que pasó un fin de semana muy divertido contigo.

—No estaba seguro. El domingo tuve que trabajar.

—Oh, Harry —comentó ella en tono cansado—. Enviarlo un año antes a un internado por culpa de nuestra situación ha sido duro para él. Como la separación, y todo lo demás.

—Lo sé. Pero él está bien.

—Eso espero. Me alegro de que me hayas llamado. ¿Podemos cenar esta noche? Tenemos que hablar de algunos detalles de su bar mitzvah.

—¿El bar mitzvah? Por el amor de Dios, aún faltan meses para el bar mitzvah.

—Harry, es absolutamente imprescindible hacer todo esto con meses de anticipación. ¿Prefieres que cenemos mañana?

—Mañana voy a cenar a casa de mi padre. Podría llamarlo…

—No, por favor —respondió ella de inmediato—. Dale recuerdos de mi parte.

—Lo haré. Bueno, hablaremos muy pronto sobre el bar mitzvah.

—Gracias por llamar. De veras.

—Adiós, Della.

—Hasta pronto, Harry —repuso ella con voz clara.

El Lamborghini que a veces conducía personalmente se encontraba en un garaje de East Nyack, donde lo estaban revisando. Sid Lawrenson, su hombre para todo, fue hasta Manhattan para recogerlo en el segundo coche, un Chrysler de tres años de antigüedad. Lawrenson detestaba la ciudad y condujo a demasiada velocidad, hasta que disminuyó el tránsito que avanzaba en dirección norte y se encontraron en medio de Westchester County. La carretera en la que finalmente giraron se internaba en un valle supervalorado que se extendía entre colinas pobladas de añosos laureles y rododendros. La caseta del guarda marcaba el comienzo del sinuoso camino de entrada, oculto desde la carretera por una protección de altos robles, sicomoros y árboles de hoja perenne. La mitad de la casa había sido construida en los primeros años del siglo XVIII por un mecenas de la West India Company; la otra mitad fue añadida más de un siglo después, pero tan hábilmente que resultaba difícil distinguir dónde acababa una elegante sección colonial y dónde empezaba la otra.

—Esta noche no te necesitaré, Sidney —dijo mientras bajaba del coche.

—¿Está… está seguro, señor Hopeman?

Harry asintió. Ruth, la esposa de Lawrenson y ama de llaves de los Hopeman, era una mujer dominante, y Harry sospechaba desde hacía tiempo que Sidney tenía una amiga de mejor carácter en algún lugar cercano, probablemente en la población.

—Entonces haré algunos recados.

—Que lo pases bien.

Se puso los tejanos y un jersey y luego tomó la cena que Ruth Lawrenson le había preparado. Cuando los Hopeman se separaron, la severa ama de llaves, que adoraba a Della y sólo apreciaba a Harry, había dejado claro para quién preferían trabajar ella y su esposo. Pero Della se había mudado a un apartamento pequeño en la ciudad, y los Lawrenson se habían quedado. Así pues, él y Sidney —pensó de pronto divertido— tenían motivos para sentirse agradecidos.

Después de cenar subió al cómodo y desordenado taller de la planta alta. La mesa de lapidario del rincón contenía sierras, limas, una pulidora y una colección de cristales de roca y piedras finas en distintas etapas de pulido. El resto de la habitación era más un estudio que un taller. En un escritorio se apilaban libros con anotaciones y hojas manuscritas, y los estantes contenían una increíble combinación de publicaciones periódicas: Biblical Archeology, Gems and Minerals, Oriens Antiquus, el Lapidary Journal, el Israel Exploration Society Record, Deutsche Morgenländische Gesellschaft Zeitschrift

Iba a ser una noche de primavera demasiado calurosa. Abrió la ventana de par en par para que entrara la brisa del río, y luego se sentó y empezó a trabajar en la investigación para un artículo: «Gemas rusas reales desde la corona de Iván de Kazan hasta el pectoral adornado con piedras preciosas de Mijaíl Fiodórovich Románov». Cada vez que estudiaba aquella época valoraba especialmente el vivir libremente en Estados Unidos y en el siglo XX, cientos de años después de que los conocedores reales eslavos, que ponían joyas incluso en sus zapatillas, hubieran pagado el trono incrustado de gemas con la sangre y la vida de millones de seres. Leyó rápidamente, tomando notas en fichas de tres por cinco en una letra esmerada aunque prieta, y se sintió feliz por primera vez en el día.

Varias horas más tarde llamaron a la puerta.

—Le llaman por teléfono —anunció Ruth Lawrenson.

—¿Ocurre algo? —Ella nunca lo interrumpía cuando trabajaba.

—Bueno, no sé. Alguien que se llama Akiva dice que es muy importante.

—Dile que me llame mañana, a mi oficina.

—Ya se lo he dicho. Insiste en que es urgente.

El saludo de Harry fue cortante.

—¿Señor Hopeman? Creo que el señor Netscher le ha hablado de mí.

La voz tenía un acento que por lo general a Harry le gustaba, la voz de alguien que había aprendido el inglés como segunda lengua, con los británicos.

—Sí. En este preciso momento estoy ocupado, lo siento.

—Le pido disculpas. Por favor, créame. Debo verlo por un asunto de suma importancia.

—¿Por negocios, señor Akiva?

—Por negocios, señor Hopeman —vaciló—. Bueno, se podría decir que es mucho más que un negocio.

—Pase por mi despacho por la mañana.

—Eso sería una imprudencia. ¿No podríamos encontrarnos en otro sitio? —Hizo una pausa—. También es urgente que hable con su padre.

Harry suspiró.

—Mi padre está prácticamente retirado.

—Por favor, tenga paciencia. Lo comprenderá todo cuando nos hayamos reunido.

Sintió que el radar le enviaba unas débiles señales.

—Estaré en el apartamento de mi padre mañana por la noche. Es el 725 de la calle 63 Este. ¿Puede estar allí a las ocho en punto?

—Muchas gracias, señor Hopeman. Shalom.

Shalom, señor Akiva —respondió.

A las cuatro de la madrugada lo despertó el teléfono. A la confusa conversación bilingüe se sumaron las interferencias.

—¿Pronto? ¿Señor Hopeman?

—¿Diga? Diga.

—¿Señor Hopeman?

—Sí. ¿Quién demonios es?

—Bernardino Pesenti. El cardenal Pesenti.

El cardenal Bernardino Pesenti era el administrador del patrimonio de la Santa Sede. Tenía a su cuidado los tesoros del Vaticano, las enormes colecciones de arte y la inapreciable serie de antigüedades: las cruces con piedras preciosas, las joyas bizantinas, los retablos, los cálices y otros vasos. Algunos años antes había dispuesto lo necesario para que Harry comprara la corona con joyas de Nuestra Señora de Czestochowa, una transacción que en cierto modo había aliviado la deuda de la archidiócesis de Varsovia y había ayudado a hacer posible el esplendor negro y gris de Alfred Hopeman & Son.

—¿Cómo se encuentra, Eminencia?

—Tengo salud suficiente para hacer el trabajo de nuestro Santo Padre. ¿Y usted, señor Hopeman?

—Yo estoy muy bien, Eminencia. ¿Puedo hacer algo por usted?

—Puede hacer algo. ¿Tiene previsto viajar pronto a Roma?

—No entra en mis planes, pero siempre se puede arreglar.

—Deseamos que nos represente.

—¿En una compra? —La Iglesia heredaba. Rara vez vendía, pero Harry no logró recordar cuándo había comprado por última vez.

—En la recuperación de un articulo robado.

—¿Una joya o una antigüedad, Eminencia?

—Un diamante que está a la venta en Tierra Santa. —El cardenal Pesenti hizo una pausa—. Es el Ojo de Alexander, señor Hopeman.

—¿Está pulido? —La piedra había sido robada hacía algunas décadas del Museo Vaticano. De pronto Harry se sintió profundamente interesado—. Mi familia ha tenido mucho que ver con esa piedra.

—Somos perfectamente conscientes de ello. Uno de sus antepasados la talló. Otro la engastó en la mitra de Gregorio para la Santa Madre Iglesia. En una ocasión su padre limpió la mitra y el diamante. Ahora nos gustaría que usted continuara esta tradición de servicio a la Iglesia, que fuera nuestro representante y devolviera la piedra al sitio donde debe estar.

—Tendré que pensarlo —señaló Harry.

Se produjo un breve y tenso silencio.

—Muy bien —dijo Bernardino Pesenti—. Debería venir aquí para que lo habláramos. Ahora Roma está hermosa, hace calor. ¿Qué tiempo hace en Nueva York?

—No lo sé. Fuera está muy oscuro.

—Oh, claro —dijo por fin el cardenal.

Harry se echó a reír.

—Nunca me acuerdo —comentó el cardenal—. Espero que pueda volver a dormir.

Prego —dijo Harry—. Le llamaré dentro de un par de días. Adiós, Eminencia.

Buona notte, señor Hopeman.

Harry se incorporó, buscando a tientas el teléfono para colgar el auricular. El hormigueo de su intuición era tan intenso que casi podía oírlo. Se sentó en el borde de la cama y esperó a que se aliviara, para poder descifrar lo que estaba ocurriendo.