Macro y Cato esperaron mientras Simeón cabalgaba hacia la amplia boca del wadi y escudriñaba el terreno que tenía por delante, buscando huellas. Encontró lo que buscaba allí donde la franja de terreno pedregoso daba paso a la arena de color rojo intenso y les hizo señas a los demás. Macro y Cato hicieron avanzar a sus monturas por entre las rocas hasta que llegaron junto a su compañero. Simeón había desmontado y señaló las marcas de cascos.
—No hay duda de que son caballos.
Se enderezó y siguió la línea de huellas que se adentraba en la arena hasta desvanecerse en la distancia, alineada con el extremo de una gran duna y una de las inmensas torres de roca que había más allá.
—Tiene que ser Bannus —comentó Cato—. ¿Quién si no cabalgaría por un desierto como éste?
Macro soltó un gruñido. Finalmente había accedido a ponerse un tocado como el que llevaban los lugareños y en aquellos momentos agradecía que éste evitara que el sol le diera en la cabeza. Aun así, hacía tres días que habían salido del siq y que intentaban desesperadamente alcanzar a Bannus. En un primer momento no había nada que indicara qué dirección había tomado, pero entonces, a medio día a caballo hacia el sur de Petra, en las montañas, los perseguidores se encontraron por casualidad con un niño pastor que había visto pasar a un hombre y a un chico a caballo, en dirección sur. Simeón y los dos romanos habían seguido adelante, yendo de un punto a otro guiándose por lo que avistaban, y en una ocasión encontraron los restos humeantes de una pequeña fogata. Ya se hallaban muy lejos de las rutas establecidas de las caravanas y se dirigían hacia lo más profundo del desierto de Arabia. Una nube de polvo que divisaron casualmente los había llevado hasta aquella vasta extensión de arena roja que formaba el lecho de un laberinto gigantesco de escarpadas formaciones rocosas conocido por las tribus más próximas como Rhum. Ningún jinete tenía motivos para estar en un lugar como aquél, a menos que huyera.
—Es Bannus —coincidió Simeón, que volvió a montar. Cobró las riendas y siguieron cabalgando por la extensa boca del wadi, que se extendía a lo largo de kilómetros por delante de ellos. Los senderos eran bastante fáciles de seguir y Cato se preguntó por qué Bannus había optado por atravesar un terreno que dejaría una señal tan evidente de su paso. Pero claro, Bannus estaba desesperado, sobre todo si sabía que lo seguían. Los nabateos habían mandado mensajeros al sur de inmediato con una descripción del aquel hombre, por lo que no tenía muchas posibilidades de esconderse en dicha dirección. Lo único que le quedaba a Bannus era Arabia y la esperanza de poder cruzarla y dirigirse al norte al encuentro de sus amigos de Partia. Ya no le importaba ocultar su rastro, sólo poner toda la distancia posible entre sus perseguidores y él.
Siguieron cabalgando con el único sonido del suave golpeteo de los cascos de los caballos en aquel paisaje desolado que los rodeaba. Al llegar al extremo del wadi las huellas torcían a la izquierda, cruzaban una amplia extensión abierta de arena salpicada por unas cuantas dunas, y se dirigían hacia otra formación rocosa situada a una distancia de entre dos o tres millas. Ya era bien entrada la tarde y unas oscuras sombras alargadas se extendían por algunas partes del desierto. Simeón les dio el alto en mitad de aquella extensión de terreno, al pie de una duna, y desmontó.
—Voy a echar un vistazo desde arriba. A ver si veo algún rastro de él.
—Yo también voy —decidió Cato, y desmontó de un salto.
—No es necesario.
—Estoy preocupado por Yusef. Tengo que verlo por mí mismo.
Simeón se encogió de hombros y empezó a trepar por la falda de la duna.
Cato se volvió hacia Macro.
—No tardaremos.
Macro cogió su cantimplora y tomó un pequeño trago.
—Si ves alguna señal de agua dímelo.
Cato sonrió y empezó a ascender por la duna siguiendo los pasos de Simeón. En cuanto empezó a notarse la pendiente la marcha se hizo más difícil, pues la arena se desplazaba y descendía bajo sus pies hasta el punto de dar la impresión de que él no avanzaba en absoluto. Pero al fin, exhausto, se dejó caer al lado de Simeón y escudriñó el terreno que tenía delante. Desde el otro extremo de la duna la arena se extendía a lo largo de otra milla antes de llegar a la formación rocosa. Cato vio una hendidura en las rocas que iba de arriba abajo. Al pie de los precipicios había un pequeño grupo de arbustos y unos cuantos árboles raquíticos.
—Allí hay agua.
—Eso no es todo —Simeón aguzó la vista—. Vuelve a mirar.
Aquella vez Cato vio las formas diminutas de dos caballos, apenas distinguibles contra los arbustos, y la figura de un hombre, o un chico, sentado a la sombra de uno de los árboles.
—Sólo veo a uno.
—Cálmate, Cato. No hemos visto señales de ningún cuerpo desde que lo estamos siguiendo. Ni cuerpo ni sangre. Estoy seguro de que Yusef está allí con él.
Cato quería creerlo.
—De acuerdo, ¿qué hacemos entonces?
—Tenemos que esperar. Si nos acercamos a él ahora, en cuanto salgamos de detrás de esta duna verá el polvo que levantemos. Así pues, esperaremos a que anochezca y entonces cabalgaremos hasta allí. Podemos detenernos a cierta distancia antes de llegar a las rocas y seguir a pie. Si logramos sorprender a Bannus tal vez consigamos arrebatarle a Yusef antes de que pueda hacer nada.
—Bien —asintió Cato—, pues éste es el plan.
* * *
El sol se había hundido muy por debajo del borde de los picos del Rhum, sumiendo toda la zona en una sombra oscura, y los tres jinetes frenaron sus monturas a menos de media milla de la hendidura de las rocas que tenían por delante. Una pequeña duna, poco más que un pliegue del terreno, los ocultó de Bannus mientras dejaban maneados a los caballos para evitar que pudieran ser vistos antes de que ellos tendiesen su trampa. Luego se despojaron de toda la ropa menos de la túnica y, sin llevarse nada más que las espadas, empezaron a avanzar arrastrándose por el suelo.
Bannus había conseguido encender una hoguera y el resplandor de las llamas teñía de naranja el pie de los precipicios. Mientras avanzaban lentamente Cato vio que Bannus sacaba un pedazo de pan de la alforja que estaba en el suelo a su lado. Se inclinó sobre un puñado de harapos que había en el suelo y dejó el pan junto a ellos. Los harapos se movieron y Cato cayó en la cuenta de que se trataba de Yusef. Estaba atado, pero vivo. Al acercarse más al fuego Cato vio que entre ellos y Bannus no había ningún lugar en el que ocultarse. Si el hombre miraba hacia el desierto seguro que no tardaría en verlos.
Siguieron avanzando con meticulosa cautela hasta que estuvieron a unos cincuenta pasos del fuego, donde les llegaba el crepitar de las llamas y los silbidos de la madera ardiendo. Bannus estaba sentado de manera que su costado quedaba frente a ellos. Delante de él estaba Yusef que, retorciéndose, había conseguido incorporarse y comía el pan que sostenía entre sus manos atadas.
Macro le dio unos golpecitos en el brazo a Cato y le indicó que iba a dar la vuelta por detrás de Bannus; Cato asintió con la cabeza para decirle que lo había entendido. Simeón y él desenvainaron las espadas sin hacer ruido y permanecieron inmóviles, apretados contra la fina arena en tanto que Macro se deslizaba lentamente hacia la derecha, describiendo un amplio arco por detrás de Bannus hasta que estuvo alineado con la espalda del forajido, el fuego y Yusef más allá. Entonces Macro empezó a avanzar con sigilo realizando movimientos lentos y graduales hasta que se situó a unos veinte pasos de su objetivo. Con el corazón latiéndole con fuerza y sin apenas atreverse a respirar, se levantó con cuidado de la arena, arrastrando primero los pies por debajo de él y alzándose luego, espada en mano, afirmándose para saltar sobre la espalda de Bannus.
Por encima del hombro del bandido Macro vio que de pronto el chico soltaba un grito ahogado y daba un respingo con los ojos abiertos como platos.
—¿Qué pasa? —espetó Bannus, y un sexto sentido le hizo darse la vuelta y vio que Macro se abalanzaba sobre él. Bannus se levantó inmediatamente de un salto y corrió al otro lado del fuego al tiempo que agarraba su daga curva. Cato y Simeón corrieron hacia la hoguera. Antes de que ninguno de ellos pudiera detenerlo, Bannus había levantado al muchacho del suelo y ya lo tenía inmovilizado contra el pecho, rodeándole el cuello con el antebrazo. Su otro brazo estaba extendido y con el puño cerrado en torno a una daga cuya hoja brillaba a la luz del fuego.
—¡Atrás! —gritó Bannus—. ¡Atrás! ¡Si os acercáis un paso más juro que destriparé al chico!
Macro se detuvo a tan sólo una lanza de distancia, agachado, con la punta de la espada alzada. Los otros dos se encontraban un poco más lejos y separados, de manera que Bannus tenía que ir volviendo la cabeza para no perder de vista a ninguno de ellos.
—¡No os mováis!
Yusef alzó las manos atadas y empezó a arañar el antebrazo peludo que tenía en torno al cuello.
—No puede respirar —dijo Cato con calma—. Lo estás matando, Bannus.
Bannus lo miró un instante con recelo, luego cedió y aflojó el brazo lo justo para dejar que Yusef pudiera respirar un poco.
—Así está mejor —dijo Cato—. Y ahora tenemos que hablar… otra vez.
—La última vez ya nos dijimos todo lo que teníamos que decirnos.
—Ahora no hay escapatoria, Bannus. Debes rendirte. Pero puedes hacer algo bueno antes de que todo esto termine. Salva al chico y devuélveselo a Miriam.
—¡No!
—¿Qué alternativa tienes? —le suplicó Cato—. No podemos dejarte escapar de nuevo. Suéltalo.
—No. ¡Simeón! Ensilla mi caballo. Tú, romano…, el bajito. Vuestras monturas deben de estar cerca. ¡Tráelas aquí!
—Ve tú mismo a buscarlas, majadero —gruñó Macro.
Bannus alzó la hoja al rostro de Yusef y, con un diestro y rápido movimiento, le hizo un corte en la mejilla. El chico gritó de dolor y un fino hilo de sangre le bajó por la cara y cayó en el antebrazo de Bannus.
—La próxima vez le sacaré un ojo. Ahora trae los caballos, romano.
Simeón miró horrorizado y se dio la vuelta hacia Macro.
—Haz lo que dice, por lo que más quieras.
—No voy a dejarlo escapar —repuso Macro en tono firme—. Sean cuales sean sus amenazas contra el chico. Esto termina aquí.
—Macro, te lo ruego —a Simeón se le entrecortó la voz de preocupación—. El chico no. Es lo único que tiene Miriam.
Macro no respondió y permaneció listo para atacar, sin apartar la mirada de Bannus. Lo mismo hizo Cato, que fue el primero que se percató de las figuras que aparecían de la oscuridad del desierto. Una docena de hombres ataviados con ropajes oscuros y montados en camellos se desplegaron rápidamente de modo que las cinco figuras junto al fuego quedaron rodeadas.
—Macro —dijo Cato en voz baja—. Envaina la espada despacio.
Simeón y Cato hicieron lo mismo y se volvieron hacia los recién llegados. Hubo un momento de quietud durante el cual Cato notó que los jinetes silenciosos escudriñaban a sus compañeros y a él. Bannus bajó el cuchillo pero mantuvo el brazo firme en torno a Yusef.
Cato susurró:
—¿Quiénes son, Simeón?
—Bedu.
Simeón levantó una mano a modo de saludo y les dirigió unas palabras. Una voz replicó de la misma manera y uno de los jinetes fue acercando poco a poco su camello. En respuesta a una serie de chasquidos de la lengua y golpecitos de la fusta, el camello dobló las patas delanteras, luego las traseras, y el jinete se deslizó de la silla. Se bajó el velo y los miró a todos con sus ojos oscuros antes de hablarle de nuevo a Simeón. Entonces se dio la vuelta y les gritó unas órdenes a sus hombres, que también empezaron a desmontar. Uno de ellos, que se encontraba entre las sombras, sostenía las riendas de los tres caballos que ellos habían dejado en el desierto.
—¿Qué quieren? —preguntó Cato.
—Agua. Hay un manantial en esa fisura. Dice que pertenece a su tribu y que estamos aquí sin permiso.
Macro se fue acercando a los demás.
—Estupendo, ¿y qué va a hacer al respecto?
El jefe de los bedu les ordenó a algunos de sus hombres que reunieran unos odres, tras lo cual desaparecieron por la grieta. Luego se volvió de nuevo hacia Simeón y habló otra vez.
—Quiere saber qué estamos haciendo aquí.
Cato miró a Macro.
—No tenemos nada que ocultar. Cuéntale la verdad.
Hubo otro intercambio de palabras antes de que Simeón transmitiera los detalles.
—Le he dicho que Bannus es nuestro enemigo. Le he preguntado si nos dejaría coger a Bannus y al chico y marcharnos. Ha dicho que no.
—¿No? —Cato sintió un escalofrío en la nuca—, ¿por qué no? ¿Qué quiere de nosotros?
—Exige que paguemos un precio por entrar sin permiso en sus tierras.
—¿Qué precio? No tenemos nada de valor.
Simeón sonrió levemente.
—Excepto nuestras vidas.
—¿Tienen intención de matarnos?
Macro apretó la mano en torno a la empuñadura de su espada.
—¡Que lo intenten, maldita sea!
—No exactamente —repuso Simeón—. Dijo que puesto que éramos enemigos debíamos finalizar nuestra contienda aquí, a la luz de esta hoguera. Uno de nosotros luchará con Bannus. Si nuestro hombre gana, podremos marcharnos con el chico. Si gana Bannus, será él quien se marche con el chico y a vosotros dos os matarán.
—No lo entiendo —dijo Macro con el ceño fruncido, mirando a Simeón—. ¿Vas a luchar tú con él? —Sí.
—No. Déjame a mí. Yo estoy entrenado para esto. Tendré más posibilidades.
—Sé pelear, prefecto, y esto ya viene de lejos. Además, le dije al jefe de los bedu que iba a luchar yo.
Bannus lo había oído todo y dijo, con una sonrisa:
—Nada me gustaría más.
—Suelta al chico —dijo Cato.
—¿Por qué no? —Bannus volvió a sacar el cuchillo y le cortó las ataduras a Yusef. Cuando las cuerdas se soltaron, Yusef se alejó unos pasos de Bannus, cojeando, y se desplomó en la arena. Simeón se acercó a él corriendo y lo sostuvo por los hombros.
—¿Estás bien, Yusef?
El muchacho le dijo que sí con la cabeza.
—Te llevaré de vuelta con los tuyos dentro de unos días, lo juro.
Bannus se rio.
—Sólo si me matas primero, viejo amigo.
Simeón levantó la vista hacia él.
—Te mataré, Bannus. Es la única forma de curar tu enfermedad.
—¿Enfermedad?
—¿Qué otra cosa puede ser cuando un hombre está tan empeñado en continuar con una lucha absurda que ya no le importa cuánta gente muera como resultado de ella?
—¡Lo hago por mi pueblo! —protestó Bannus—. Tú hace mucho tiempo que lo abandonaste. ¿Qué ibas a entender tú de nuestra lucha?
—Que está condenada al fracaso. No puedes enfrentarte a Roma y vencer.
—Puedo hacerlo y lo haré —respondió Bannus con parsimonia—. Es sólo cuestión de tiempo.
Simeón meneó la cabeza con tristeza y atrajo a Yusef hacia sí. El jefe de los bedu se acercó a ellos y le habló a Bannus, señalando un espacio de terreno despejado junto al fuego. Los bedu habían atado sus camellos para pasar la noche y en aquellos momentos se hallaban sentados formando un círculo en torno al ruedo improvisado.
—El tiempo se ha terminado —dijo Simeón.
El jefe de los bedu los empujó suavemente hacia el claro y llevó a Macro, Cato y Yusef a un lado. Entonces, con calma, empujó también a los romanos para que se arrodillaran y les gritó una orden a sus hombres. Se les acercaron cuatro de ellos, que se situaron a sus espaldas, y sintieron unas manos sobre los hombros y luego el frío acero de unas dagas en la garganta. El bedu le gritó algo a Simeón y éste asintió con la cabeza al tiempo que desenvainaba su espada curva. A una corta distancia de él Bannus desenfundó su daga y sacó su propia hoja, acuclillándose mientras observaba con recelo a Simeón.
Por un momento los dos hombres permanecieron mirándose el uno al otro, con las hojas desenvainadas, listos para lanzar o parar un golpe. Bannus dio unos cuantos pasos laterales y poco a poco fue situándose delante del fuego, que lo convirtió en una silueta. Simeón se movió en círculo para anular la ventaja. Cuando dio el último paso, Bannus se abalanzó al tiempo que propinaba una cuchillada con su delgada hoja curva. Simeón esquivó el golpe de forma experta y arremetió con su espada hacia un lado, donde resonó con fuerza al chocar contra la empuñadura que Bannus había impulsado rápidamente para interceptar el golpe. Ocurrió en un instante y el sonido del último choque de espadas hendió el aire antes de que se hubiera desvanecido el primer repiqueteo. Los dos retrocedieron y permanecieron allí, manteniendo cuidadosamente el equilibrio, escudriñándose mutuamente.
Simeón dio un paso hacia delante y realizó un amago, luego otro, pero la hoja de Bannus no se movió.
—Vas a tener que esforzarte más…
—Hablas demasiado —replicó Simeón en voz baja, y arremetió contra la cabeza de su oponente, moviendo la muñeca en el último momento de modo que la hoja pasó por encima del bloqueo de Bannus y estuvo a punto de hundirse en su sien. Bannus no tuvo más remedio que agachar la cabeza y retroceder tambaleándose para esquivar el golpe; Simeón lanzó una serie de ataques que Bannus consiguió rechazar con un rápido coro de hojas que entrechocaban. En el último momento, cuando Bannus se vio apretujado contra los bedu sentados al borde del claro, se lanzó disparado hacia delante, penetrando en el arco que describía el arma de Simeón, y chocó contra su pecho, mandándolo hacia atrás dando tumbos. Al separarse, Bannus deslizó su arma junto al costado del otro hombre y la hoja de filo agudo atravesó los pliegues de la túnica de Simeón y le abrió un largo corte en el pecho.
Simeón lanzó un gruñido de dolor, se agarró la herida con la mano libre y al cabo de un momento la alzó, teñida de sangre y goteando.
Macro hizo un gesto de dolor y volvió la cabeza con cuidado hacia Cato.
—Esto no es bueno.
Con la mirada fija en Simeón, Bannus gritó burlonamente:
—¡Romanos! Vuestro amigo es demasiado viejo, demasiado lento. Esto va a terminar pronto. Será mejor que os despidáis unos de otros ahora.
Dio la impresión de que Simeón se balanceaba un poco y Cato tragó saliva, nervioso. Entonces, con lo que pareció un gran esfuerzo, Simeón volvió a agacharse en posición de combate y le hizo una señal a Bannus para que fuera a por él.
—Si es que crees que puedes vencerme.
—Encantado de complacerte.
Bannus se acercó entonces para atacar mediante una secuencia muy bien ejecutada a la que Simeón hizo frente con una serie de paradas y bloqueos igualmente hábiles, pero al final del ataque, cuando Bannus se retiró, Simeón jadeaba y parpadeaba. Cato sintió una angustiosa resignación al ver que la sangre manaba profusamente de la herida de Simeón y caía goteando al suelo, empapando la arena roja.
—¿Cuánto más podrás resistir, viejo amigo? —Bannus movió su arma de un lado a otro, manteniéndose a distancia de Simeón mientras seguía con sus mofas—. Te estás desangrando, debilitándote cada vez más. Lo único que tengo que hacer es esperar, propinar unos cuantos tajos más y todo habrá terminado. Estás muerto y Yusef es mío. Igual que te he derrotado a ti, algún día derrotaré a Roma.
—¡No! —rugió Simeón, que avanzó pesadamente y arremetió contra la cabeza de su enemigo con su arma, cuya hoja lanzó destellos amarillos y rojos a la luz del fuego. Su ataque no fue muy refinado, y sólo apartó de un golpe la espada de Bannus gracias a la fuerza bruta empleada. Bannus, con expresión adusta, desvió ágilmente los golpes, se hizo a un lado con pasos suaves y retrocedió a toda prisa cuando Simeón se detuvo para recuperar el aliento, resollando.
—Has tenido tu oportunidad —dijo Bannus en tono gélido—. Y estoy cansado de jugar contigo. Ha llegado el momento de terminar con esto. Adiós, Simeón.
Las últimas palabras fueron un gruñido entre dientes apretados proferido al tiempo que arremetía contra Simeón. Hubo un aluvión de golpes que tuvieron como respuesta sendos quites acompañados de los chirridos del acero, pero a Simeón le resultaba cada vez más difícil defenderse. De pronto Bannus se hizo a un lado de un salto y tiró una feroz estocada. El filo de su hoja penetró profundamente en el brazo con el que Simeón sostenía la espada y sus dedos se aflojaron. La espada quedó colgando un momento y luego cayó en la arena con un golpe sordo.
Simeón no gritó, sino que apretó los dientes y gimió en lo más profundo de su pecho. Bannus se quedó de pie junto a él, con la espada alzada y una expresión desdeñosa en sus labios.
—Ha terminado precisamente como ya sabía que terminaría. Es hora de que te reúnas con Yehoshua —dio un paso adelante y levantó la espada. Cato echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Macro siguió mirando al frente con un férreo desprecio hacia su propia muerte inminente.
Cuando la hoja de la espada se colocó sobre la cabeza de Simeón hubo una repentina ráfaga de movimientos. Simeón agarró la daga del cinturón de Bannus con la mano ilesa e hizo girar la hoja al tiempo que la levantaba con un movimiento fluido. Todo terminó tan deprisa que Macro no fue consciente de lo ocurrido hasta que no vio la empuñadura de la daga debajo del mentón de Bannus y la punta enrojecida que le sobresalía por la parte superior de la cabeza, atravesándole el cráneo. Bannus permaneció de pie unos momentos con una expresión de asombro y ligeramente boquiabierto. Luego sus brazos cayeron pesadamente, sus manos inertes soltaron la espada y cuando él se desplomó junto al fuego un fuerte espasmo le sacudió las piernas una sola vez.
Por un momento reinó la calma, entonces Simeón se puso de pie con vacilación y miró a Bannus.
—Lo que yo decía. Hablas demasiado.
Cato abrió los ojos, sorprendido de seguir con vida. Entonces vio a Bannus tendido a los pies de Simeón.
—¿Qué ha pasado?
Macro lo miró.
—¿Te lo has perdido? A veces me sacas de quicio, muchacho. —Se volvió a mirar a los guerreros bedu que estaban a su espalda, colocó suavemente el dedo en la hoja que seguía teniendo sobre el cuello y la apartó poco a poco con una sonrisa—. Si no te importa, claro está.
Los guerreros bedu se apartaron de ellos y Macro y Cato se apresuraron a acudir al lado de Simeón, que ya se tambaleaba. Lo tumbaron con cuidado en la arena y Cato rasgó unas tiras de tela de la túnica de Bannus. Las heridas parecían limpias a la luz del fuego y los romanos se las vendaron. Yusef lo observó todo sin moverse de donde estaba, todavía impresionado por lo que acababa de presenciar y por todo lo que había soportado aquellos días desde que lo habían separado de su gente. En cuanto terminó de vendar a Simeón, Cato cogió la manta de la silla de montar de Bannus y se la echó sobre los hombros al muchacho.
Ahora que su entretenimiento había terminado, los bedu dejaron de prestarles atención y se dispusieron a levantar el campamento para pasar la noche. Prepararon la cena en el fuego y el jefe les hizo señas para que se unieran a ellos y compartieran su comida. A Simeón le asignaron el lugar de honor y los guerreros bedu charlaron animadamente con él sobre la pelea hasta que estuvo demasiado débil para seguir hablando y les rogó que lo dejaran dormir. Cato dispuso su lecho, ayudó a Simeón a tumbarse en él y luego lo tapó con una capa para que no se enfriara cuando el fuego se extinguiera. Hizo lo mismo por el chico y luego se sentó con Macro y miró a los guerreros bedu por encima de las llamas.
Macro estuvo un largo rato sin decir nada hasta que al final masculló:
—Nos ha ido de un pelo. Es la vez que más cerca he estado de pensar que de verdad iba a morir. —Se volvió hacia su amigo—. No me importa decírtelo, estaba cagado de miedo.
—¿Miedo, tú? —Cato se rio—. No me lo creo.
—No es ninguna broma, Cato. En serio, no bromeo. —Dirigió la mirada hacia Simeón. Yusef había acercado sus mantas a las del herido y había apoyado la cabeza contra el costado ileso de Simeón—. Este Simeón es una condenada maravilla. Hacen falta nervios de acero para aguardar el momento oportuno como hizo él. El problema, claro está, es que nos ha salvado la vida.
Cato no pudo disimular su asombro.
—¿Eso es un problema?
—Oh, sí. Significa que ahora le debo un favor.
* * *
Cuando Cato se despertó a la mañana siguiente los bedu ya se habían marchado. Los únicos indicios de que habían acampado allí para pasar la noche eran unas débiles marcas en la arena y los montones medio enterrados de estiércol de camello. Habían saqueado las pertenencias de Bannus y el cofre que éste le había quitado a Miriam se hallaba abierto en la arena. Encima de la tapa del cofre había un trozo de tela blanca con unas manchas oscuras que podrían haber sido de sangre y a una corta distancia una sencilla copa vidriada. Cato dobló el sudario con cuidado, volvió a meterlo en el cofre y guardó bien la copa entre las capas de tela; luego cerró el cofre y echó el pasador. El fuego se había apagado y las cenizas ni siquiera estaban calientes. El cadáver de Bannus yacía en el mismo lugar donde había caído y Cato lo arrastró para llevarlo detrás de los arbustos y lo enterró antes de que los demás se despertaran. Macro fue el siguiente; se incorporó de pronto y miró a su alrededor buscando a los bedu.
—¡Se han ido! ¿Cómo diablos lo han hecho?
—No se puede decir que tengas el sueño ligero precisamente.
—Muy gracioso. ¿Dónde está Bannus?
—Fuera de la vista y del pensamiento. En el lugar al que pertenece.
Simeón notaba las heridas entumecidas y tuvieron que ayudarle a subir a la silla cuando se dispusieron a marcharse del Rhum. Yusef se empeñó en montar el mismo caballo que lo había llevado a ese lugar. Tomó las riendas y se volvió a mirar a Cato.
—¿Adonde vamos?
—A casa —respondió Cato con una sonrisa—. Vamos a llevarte a casa.