Capítulo XXXII

Simeón los llevó a su casa, situada en la ladera de la colina opuesta al palacio. A juzgar por el nivel de vida de muchos nabateos que vivían del comercio de las caravanas, la suya era una casa modesta. Una puerta sencilla se abría a un atrio con un pequeño patio al otro lado. Las habitaciones daban al patio y una escalera estrecha conducía al piso de arriba, donde estaban los dormitorios. Simeón poseía un esclavo, un anciano llamado Bazim que cuidaba la casa y cocinaba para su amo cuando Simeón volvía a Petra de sus viajes.

—No es una casa espléndida —dijo Simeón mientras los hacía pasar—, pero no necesito nada más y es lo más parecido a un hogar que he tenido nunca. Venid, Bazim os ha preparado una habitación. Me imagino que los dos estáis cansados todavía del viaje y que una noche en las celdas no os ha servido de mucho.

—Gracias —le dijo Cato—. Me gusta la idea.

—Pues descansad. Volveremos a hablar esta noche, durante la cena. Mientras tanto, si necesitáis algo pedídselo a Bazim. Yo ahora tengo que salir.

—¿Ah sí?

—Sí, hay un asunto que necesita mi atención. Tengo que reunirme con Murad y algunos miembros de los grupos de caravanas. Me llevará casi todo el día.

—Te veremos luego entonces —dijo Macro.

Simeón sonrió y se dio la vuelta para salir de la casa. Cuando la puerta se hubo cerrado tras él, Macro soltó un bostezo capaz de dislocarle la mandíbula a cualquiera y arqueó la espalda.

—Estoy molido. ¡Bazim!

El esclavo salió arrastrando los pies de su pequeña habitación en el extremo del pasillo.

—¿Sí, amo?

—¿Hablas griego?

—Por supuesto, amo.

—Bien por tí. Llévame a esa habitación que has preparado.

—Sí, amo. Por aquí.

Los condujo a la parte trasera del patio y, a través de un pequeño pasadizo, salieron a un jardín cercado por una tapia. Unas plantas lozanas trepaban por un enrejado que se extendía por la mitad más próxima del jardín y proporcionaban una fresca sombra en una zona. En una esquina había una habitación grande con una cama sencilla a cada lado. A Macro le llamó la atención un sonido de agua y miró a su alrededor sorprendido.

—Ahí hay una fuente. —Macro se dirigió al otro extremo del jardín y se detuvo frente a la pequeña pila en la que caía un fino chorro de agua que salía de la boca de un león metálico que había en la pared. Alargó las manos y disfrutó del refrescante fluir del agua por su piel. Desde que Cato y él habían desembarcado en Cesarea, el agua había sido un bien tan precioso que el hecho de ver una fuente en casa de Simeón parecía algo así como un milagro.

Bazim se acercó por detrás.

—Mi amo pensó que quizás os gustara descansar allí donde pudierais oír el sonido del agua.

Macro sonrió.

—Tenía razón. Bendito sea.

Se inclinó hacia delante, se mojó la cabeza con el agua y la sacudió al tiempo que se erguía de nuevo, esparciendo gotitas brillantes por las losas que empedraban el patio iluminado por el sol. Por un momento se transportó a su niñez, a los largos días de verano en los que nadaba con sus amigos en un riachuelo que vertía sus aguas en el Tíber. El momento pasó y volvió a ser consciente de lo cansado que se sentía. Se dirigió con cautela a la habitación que Bazim había preparado.

—¡Eh, Cato! ¿Dónde te has metido?

En el interior del dormitorio, su amigo ya se había quedado dormido, sin quitarse las vestiduras prestadas, con la cabeza apoyada en una almohada cilindrica mientras resoplaba con la boca abierta. Macro sonrió. Cato se le había adelantado, ansioso por quedarse dormido antes de que los ronquidos de Macro le impidieran conciliar el sueño. Macro se quitó las sandalias de una sacudida y se dio cuenta de que Cato todavía llevaba puestas las suyas. Dudó un momento, se acercó a su amigo sin hacer ruido, le quitó las sandalias con cuidado y las dejó en el suelo. Luego se tumbó en su cama, sonriendo al ver lo cómodo que era el grueso colchón. En el patio el agua gorgoteaba agradablemente y la luz moteada del sol se filtraba por el follaje del enrejado. Macro cerró los ojos. Le vendría bien pasarse unos cuantos días así, y se encontró deseando que el rey de Nabatea no regresara demasiado pronto a su capital.

Cuando sus pensamientos volvieron al motivo de su presencia en Petra, a Macro se le agrió el humor. Allí fuera, por algún lugar de las calles y casas de la ciudad, merodeaban Bannus y sus amigos partos. Macro juró que, fuera cual fuera la decisión del rey a su regreso, se saldarían las cuentas. No debía permitirse que Bannus siguiera con vida y generara aún más rebeliones en la atribulada y sufrida provincia de Judea.

* * *

Los días transcurrían despacio y Cato y Macro no tardaron en sentirse cada vez más frustrados debido a las restricciones que limitaban sus movimientos por la ciudad. Sobre todo Cato, que estaba fascinado con la mera peculiaridad de las vastas tumbas y templos que con tanta habilidad se habían excavado en la roca. De día exploraban el mercado y se maravillaban ante la amplia variedad de artículos de lujo que no tenían nada que envidiar a los establecimientos de Roma, excepto a los más prestigiosos. Había una biblioteca en la que Cato descubrió una colección de mapas, muchos de los cuales mostraban en detalle unas tierras que ningún romano había visto nunca, pues ni siquiera habían oído hablar de ellas. Macro, por su parte, se contentaba con degustar la comida y el vino y recuperar horas de sueño en el fresco jardín de casa de Simeón. Poco después de su llegada, Simeón les informó que había descubierto dónde se alojaban Bannus y los partos. Un rico mercader del otro extremo de la ciudad les había ofrecido su casa. El hombre no le tenía ningún cariño a Roma, al igual que muchos nabateos a quienes preocupaba la expansión del imperio.

Entonces, una tarde, cuando Cato cruzaba el recinto del gran templo frente al amplio foro de Petra, Bannus salió de una columnata justo por delante de él. Los dos se detuvieron al instante, empezaron a disculparse y al cruzar la mirada sus palabras se apagaron en sus labios. Se hizo un tenso silencio y Bannus hizo amago de marcharse.

—¡Espera! —le dijo Cato—. Quiero hablar contigo. Tenemos que hablar.

Bannus siguió andando unos cuantos pasos antes de detenerse y darse la vuelta.

—¿Olvidas los términos del juramento que le hicimos al chambelán?

—No. Pero eso era para evitar que nos peleáramos. Yo sólo quiero hablar.

—¿Hablar? —Bannus sonrió—. ¿Hablar de qué? ¿Del tiempo? ¿Del precio del grano? ¿De la retirada de Roma de Judea?

Cato hizo caso omiso de su sarcasmo y señaló una pequeña bodega que había en el otro extremo del foro.

—Entremos allí, por si alguno de los hombres del chambelán nos ve juntos.

Se dirigieron a la bodega en silencio y se sentaron en unos taburetes en los extremos opuestos de una mesa pequeña.

—Permíteme —dijo Bannus, que pidió una jarra de vino y luego se volvió nuevamente hacia Cato—. Bueno, habla.

—Tu revuelta ha terminado. Tu ejército ha sufrido una derrota aplastante y los supervivientes han regresado a sus aldeas.

—En esta ocasión he fracasado —admitió Bannus—, pero habrá otra rebelión. Mientras la presencia de los romanos corrompa nuestro territorio siempre habrá rebelión.

A Cato se le cayó el alma a los pies.

—Pero no puedes imponerte a Roma. Tus hombres no están a la altura de las legiones, eso ya debes de saberlo.

—Por eso he hecho un trato con Partia —repuso Bannus con una sonrisa—. Creo que hasta un romano debe de haber oído lo que le ocurrió al ejército de Craso en Carrhae. ¿O acaso no se menciona eso en vuestras historias?

—Sí se menciona.

—Entonces debes de saber que Partia puede darle una buena paliza a Roma en los campos de batalla de Oriente.

—Es posible. Pero si Partia se impone no vayas a creer que dejarán que Judea exista como un estado independiente, a pesar de lo que te hayan prometido.

Bannus se encogió de hombros.

—Si intentan imponernos su gobierno nos rebelaremos contra ellós del mismo modo que hemos hecho contra Roma.

—Y volverán a derrotaros —Cato meneó la cabeza—. ¿Es que no lo ves? Judea está condenada a ser vasalla de uno u otro imperio. Al igual que muchos otros estados. La mayoría de ellos han encontrado su lugar en nuestro mundo y en ellos reina la paz y la prosperidad. ¿Por qué no podría ser igual en Judea?

—Has pasado demasiado tiempo en compañía de ese traidor de Simeón —dijo Bannus con sorna—. El hecho de que sea así en otras provincias no justifica la imposición de vuestro dominio sobre nosotros. Somos distintos y queremos recuperar nuestra soberanía. Hasta que eso no ocurra no podrá haber paz.

Cato se lo quedó mirando en silencio unos instantes. Sintió en su interior el dolor de la desesperación. Bannus era un fanático. Con las personas como él no se podía razonar. Decidió cambiar de tema.

—Muy bien. Entiendo tu postura. Pero te llevará un tiempo reunir otro ejército. Así pues, ¿qué sentido tiene retener al chico, a Yusef? Ya ha cumplido con su cometido. Ya no necesitas un rehén.

—Yusef se queda conmigo.

—¿Por qué?

—Es el hijo del fundador de nuestro movimiento. Debe tomar conciencia de su herencia. Con el tiempo puede ser mi lugarteniente. Con él a mi lado, y con las reliquias de su padre en mi poder, podremos ganarnos de nuevo a los que han olvidado el verdadero camino.

—¿Te refieres a Miriam y a su pueblo?

—A ellos y a todas las comunidades como la suya de todas las ciudades del mundo oriental. Ahora mismo están confusos. Miriam, y los traidores como Simeón, han estado corrompiendo el mensaje de Yehoshua, diciendo a sus seguidores que la resistencia armada es inútil y que debemos utilizar medios pacíficos para vencer a nuestros enemigos. Que debemos tener fe en el futuro a largo plazo. —Miró fijamente a Cato—. Dime, romano, ¿qué puede conseguir la fe que no pueda conseguir la fuerza? La libertad empieza en la punta de una espada. Este es mi credo. Y éste era también el credo de Yehoshua antes de que se debilitara en el momento de crisis. Este es el credo que Miriam, Simeón y todos sus seguidores han traicionado. Es el credo que le enseñaré a Yusef, y algún día cabalgará a mi lado al frente de nuestro ejército cuando liberemos Jerusalén. Pero entonces habremos llevado a cabo el sueño de Yehoshua.

—Contigo como el mashiah, naturalmente.

—Por supuesto. He heredado dicho papel de Yehoshua.

Cato se percató de algo que se había dicho hacía un momento y frunció el ceño.

—¿A qué te refieres con eso de «antes de que se debilitara»?

—Ah. —Bannus se inclinó hacia delante y sonrió—. ¿Por qué no le preguntas a tu amigo Simeón al respecto? Que te cuente cómo terminó todo. Y ahora discúlpame, por favor, pero no creo que sirva de nada continuar con esta discusión, la verdad. Si volvemos a encontrarnos, romano, te mataré.

Se puso de pie, salió de la bodega a grandes zancadas y cruzó el foro. Cato se lo quedó mirando hasta que desapareció por una calle lateral. Lo embargó un sentimiento de cansada desesperación, como un gran peso en su interior. Había albergado la esperanza de poder razonar con aquel hombre e intentar convencerlo al menos de que dejara libre a Yusef. Ahora todo dependía de la voluntad del rey de Nabatea.

* * *

Aquella noche, mientras cenaban en el jardín de Simeón, Cato estaba nervioso. Había pasado el resto del día pensando en los comentarios de Bannus sobre Simeón y estaba decidido a averiguar qué había detrás del intenso odio que ambos se profesaban. Cuando Bazim retiró las fuentes de mensafy les trajo una jarra de vino caliente especiado, los tres se quedaron un momento en silencio mirando las estrellas que resplandecían en el cielo despejado. La luna llena flotaba por encima del contorno oscuro del precipicio que descollaba sobre el palacio real.

Entonces oyeron unos golpes sordos en la puerta y los pasos lentos de Bazim que fue a abrir. Al cabo de un momento salió de la casa y le entregó a su amo una pequeña tablilla encerada con bisagras. Simeón la abrió y leyó rápidamente el mensaje que había en su interior.

—Es del chambelán. El rey regresó a Petra al anochecer. Está reunido con el chambelán y sus consejeros. Se nos comunicará su decisión por la mañana.

—¡Bien! —Macro dio un golpe en el almohadón de su asiento—. Tendremos a ese cabrón de Bannus en nuestras manos y podremos zanjar el asunto de una vez por todas.

Simeón lo miró.

—Pareces muy seguro de que el rey decidirá a vuestro favor.

—¿Por qué no tendría que estar seguro? Tiene más motivos para temer a Roma que a Partia.

—Puede que eso sea cierto, prefecto, pero, por lo que más quieras, aquí en Petra no digas nada parecido delante de otras personas. Lo último que necesitamos ahora es que alguien suscite la histeria antirromana.

Macro quedó escarmentado y tomó un sorbo de vino.

—Sólo decía las cosas tal como son.

Simeón se rio.

—Por eso eres un buen soldado y no un diplomático.

—¡Y doy gracias por eso, caramba! —Macro alzó el vaso—. Prefiero mil veces ser un luchador honesto que alguien que lucha contra la honestidad.

Simeón dio una palmada.

—¡Ha nacido un aforismo!

—Hoy he hablado con Bannus —soltó Cato.

Los otros dos dejaron de sonreír y se volvieron a mirarlo. Macro fue el primero en recuperarse.

—¿Por qué diablos lo has hecho? ¿Quieres que nos arrojen otra vez a esa maldita celda?

—No.

—Muy bien —Macro meneó la cabeza, exasperado—. ¿Por qué lo hiciste?

—Traté de convencerle de que entregara a Yusef.

—Por lo que veo te dijo que no.

—Dijo eso, y más. —Cato volvió la mirada hacia Simeón—. Bannus me dijo que debía preguntarte a ti lo que le ocurrió a Yehoshua al final.

Simeón respiró hondo y bajó la mirada hacia el líquido rojo oscuro de su vaso. Se hizo un largo silencio durante el cual Macro atrajo la atención de Cato y arqueó las cejas. Con un gesto, Cato le indicó que tuviera paciencia. Al final Simeón habló.

—Te contaré lo que ocurrió y entonces entenderás por qué ahora entre Bannus y yo no hay más que un odio intenso. Ya sabes que ambos éramos seguidores de Yehoshua, pero en aquella época también éramos amigos. En realidad éramos de lo más amigos, como hermanos. Había un tercer amigo, pero ya os hablaré de él dentro de un momento. Nos unimos al movimiento porque Yehoshua proporcionaba esperanzas de liberar Judea. A medida que atraía a cada vez más seguidores, algunas personas empezaron a decir que era el mashiah. Al principio él no les hizo caso, pero al cabo de un tiempo pareció sentirse atraído por la idea. Confieso que yo lo animé en ese sentido. Ahora me avergüenzo de ello, dado lo que pasó. En cualquier caso, la profecía del mashiah es muy precisa. Debe liberar Jerusalén, ocupar el trono de David y conducir a Judea a la victoria sobre el resto del mundo.

—Eso es mucho pedir —comentó Macro en voz baja.

—Estoy de acuerdo. —Simeón sonrió levemente y prosiguió—. Así pues, con el apoyo de varios miles de nuestros seguidores, partimos hacia Jerusalén. Al principio todo fue muy bien. Las calles estaban llenas de gente que nos saludaba histéricamente y colmaba de bendiciones a Yehoshua. Logramos tomar el recinto del Gran Templo. Yehoshua ordenó que echaran de allí a los prestamistas y recaudadores de impuestos y que se destruyeran sus archivos. Ya os podéis imaginar lo bien que les vino eso a los pobres que se contaban entre sus seguidores. Luego nos hicimos con el depósito de armas de los guardias del templo. Al principio nos dejamos llevar por la euforia. Ya sólo quedaba enfrentarse al Sanedrín, convencerlos de que se pasaran a nuestro lado y se levantaran contra la guarnición romana.

—¿Qué hacían ellos al respecto? —lo interrumpió Macro—. ¿La guarnición? Debieron de intervenir en cuanto tomasteis el templo, ¿no?

—Se encerraron en el palacio de Herodes. En aquella época las tensiones entre mi gente y los funcionarios romanos habían llegado al límite. Se habían producido altercados unos años antes y el procurador no quería arriesgarse a volver a empeorar la situación, de manera que no hizo nada.

Macro se reclinó en su asiento con expresión indignada.

—Yo os hubiera arreglado en un santiamén.

—Ya me lo imagino. Pero tú no eres Pilatos. En cual quier caso, los miembros del Sanedrín se negaron a unirse a nosotros. Tenéis que entender que los sumos sacerdotes provenían de las familias más ricas y poderosas y Yehoshua creía que los judíos tenían que ser liberados de la pobreza y la explotación tanto como de la tiranía romana. El suponía que los consejeros del Sanedrín antepondrían su nación a sus bolsillos y su negativa a cooperar lo dejó muy desconcertado. Fue entonces cuando perdió el juicio. De repente dijo que no podíamos ganar por la fuerza de las armas. Debíamos ganar con argumentos. Debíamos ganar la batalla por el corazón y entendimiento de nuestros enemigos.

—Corazón y entendimiento —Macro se rio—. ¿Dónde he oído eso antes? ¡Mierda! ¿Cuándo aprenderá la gente a…? Perdona, sigue, por favor.

—Gracias —Simeón frunció el ceño antes de proseguir—. Cuando lo oímos pronunciar aquella nueva postura nos quedamos horrorizados. Bannus y yo nos reunimos en secreto y decidimos que tenía que marcharse. El movimiento necesitaba a un dirigente más firme o no habría revuelta. No habría un nuevo reino de Judea. Por eso decidimos traicionar a Yehoshua. Entregarlo a las autoridades. Seguramente lo ejecutarían y tendríamos un mártir, así como un nuevo líder.

—¿Quién? —preguntó Cato—. ¿Tú o Bannus?

—Yo. Bannus sería mi lugarteniente.

—¡Menudos amigos resultasteis ser! —terció Macro—. Con amigos como Bannus y tú, ¿para qué necesitaba Yehoshua enemigos?

—No lo entiendes, prefecto —respondió Simeón con vehemencia—. Nosotros queríamos a Yehoshua. Todos lo queríamos. Sin embargo, era más fuerte nuestro amor por Judea. Teníamos que salvar a nuestro pueblo. ¿Qué es la vida de un hombre, por muy amado que sea, comparada con el destino de toda una nación? —Hizo una pausa y bebió un sorbo de su vaso—. Preparamos un mensaje comunicando a las autoridades dónde podían encontrar a Yehoshua. Sólo había una persona allegada en quien podíamos confiar para que entregara el mensaje, el tercer amigo de nuestro círculo que os mencioné antes. Se llamaba Judas. Con todo, no nos atrevimos a decirle cuál era el contenido del mensaje. De modo que Judas llevó el mensaje al Sanedrín. A Yehoshua lo arrestaron, lo torturaron y lo ejecutaron. Sus seguidores quedaron anonadados. Tan atónitos que no reaccionaron a los acontecimientos. Antes de terminar el día las tropas romanas estaban en las calles arrestando a los cabecillas y desarmando y dispersando a sus seguidores. Yo conseguí escapar por las cloacas, con Bannus. Nos separamos al salir de Jerusalén. El se dirigió hacia el norte para continuar la lucha. Yo me fui al sur, a Petra. Pasé un tiempo desolado, demasiado avergonzado por lo que hicimos como para que nada me importara. Pero poco a poco rehíce mi vida y empecé a viajar, a recobrar mis contactos con los supervivientes del movimiento, como Miriam. Al principio no me di cuenta de que había cambiado. En aquella época era joven e inexperto y nunca había visto una batalla. ¡Y pensar que incluso creía que podíamos vencer a las legiones! —Meneó la cabeza—. El apasionamiento de las grandes causas y la locura de la juventud sólo conducen a la muerte. Con el tiempo caí en la cuenta de que Yehoshua tenía razón al fin y al cabo; no podíamos derrotar a Roma con las espadas, sólo con las palabras, con las ideas. Bannus nunca lo aceptó.

—¿Y Judas? —preguntó Cato—. ¿Qué fue de él?

Simeón agachó la cabeza, avergonzado.

—En cuanto se dio cuenta del contenido del mensaje se ahorcó —a Simeón le tembó la voz—. Nunca he podido perdonarme por ello. Ahora ya sabéis mi historia. —Se levantó del diván bruscamente, hizo una reverencia y, con paso rápido, volvió a entrar en su casa.

Macro lo miró mientras se alejaba y luego se volvió hacia Cato con cara de lástima.

—Este lugar es una maldita tragedia sin fin. Cuanto antes terminemos el trabajo y salgamos de aquí, mejor. Ya he tenido bastante. Estoy harto de ellos. De todos ellos.

Cato no respondió. El estaba pensando en Yusef. Ahora estaba más decidido que nunca a que había que rescatar al chico de manos de Bannus y devolvérselo a Miriam. Sólo entonces podría romperse aquel pequeño fragmento del ciclo de destrucción y desesperación.

* * *

El mensajero llegó a primera hora de la mañana. Macro y Cato estaban desayunando higos y leche de cabra cuando Simeón salió de la casa con una sonrisa en los labios.

—El rey ha accedido a entregarnos a Bannus. El príncipe parto regresará a su reino. Los soldados ya van camino de la casa donde se alojan Bannus y sus amigos, con órdenes de arrestarlos.

Cato sintió que se le desvanecía la opresión del pecho.

—Entonces, todo ha terminado.

—Sí —repuso Simeón con una sonrisa—. Ha terminado, y de momento habrá paz en Judea. El rey nos ha pedido que en cuanto recibamos el mensaje vayamos a palacio para concluir formalmente las cosas.

Macro se levantó de un salto y se limpió los pegajosos restos de comida con los pliegues de su túnica. Sonrió abiertamente.

—¡Bueno! ¿Qué estamos esperando?

Una vez más, los condujeron a la sala de audiencias del chambelán y en aquella ocasión les proporcionaron sillas. Unos cuantos empleados y funcionarios se sentaron con ellos y esperaron a que el chambelán y el rey aparecieran. Macro permaneció un rato sentado pacientemente en su asiento, pero poco a poco el creciente retraso lo fue irritando y empezó a dar golpecitos con los pies. El sonido resonó débilmente en las paredes hasta que Simeón alargó la mano y le sujetó la rodilla para que dejara de moverla.

—¿Dónde está ese dichoso rey? —refunfuñó Macro—. Llevamos siglos esperando.

Se abrió una puerta lateral por la que entró un sigiloso administrativo que le susurró algo a uno de los consejeros del chambelán. El consejero les dirigió una mirada a los oficiales romanos, luego le hizo una señal con la cabeza al administrativo y cruzó la sala en dirección a Cato y Macro.

—Algo va mal —dijo Cato—. Ha ocurrido algo.

—¿A qué te refieres? —le susurró Macro con irritación—. ¿Qué podría ir mal?

—¡Chsss!

El consejero los saludó con una inclinación de la cabeza y se dirigió a Simeón en el idioma local. Cato observó la reacción de Simeón y vio su expresión horrorizada.

—¿Qué pasa?

Simeón levantó la mano para que Cato se callara y dejó que el consejero terminara de darle el mensaje. Entonces se volvió hacia Macro y Cato.

—Bannus se ha ido. Esta mañana, cuando los soldados llegaron a la casa para arrestarlo, los partos seguían allí, pero Bannus no estaba en su habitación. Faltan dos caballos de los establos del propietario de la casa. Los soldados avisaron de inmediato a los guardias de la entrada al siq para que no dejaran salir a nadie de la ciudad. Llegaron demasiado tarde. Los guardias del siq informaron que un hombre salió de Petra al amanecer. Dijo ser un mercader y llevaba con él a un chico.