Escrofa se quedó observando a los partos que se acercaban en dirección contraria y a continuación se giró para mirar a Macro, como si le pidiera consejo. Macro soltó una maldición en voz baja y masculló entre dientes:
—Ya tienes tus órdenes. Será mejor que las lleves a cabo, maldita sea.
—También va a salir corriendo —decidió Cato, y agarró del brazo a su amigo—. Tenemos que irnos. ¡Ahora!
—¡Espera!
Macro levantó el brazo y lo clavó en el aire en dirección al enemigo. Escrofa se quedó inmóvil un momento, tras el cual asintió con la cabeza. Con un último saludo formal dirigido a Macro, blandió su espada hacia los partos y gritó la orden de atacar. Sus soldados espolearon las monturas y, con los escudos pegados al cuerpo y las lanzas firmemente agarradas, se lanzaron contra los partos. Macro meneó la cabeza asombrado antes de que Cato le tirara del brazo con insistencia. Los dos oficiales se dieron la vuelta y corrieron siguiendo el camino para alcanzar al resto de la columna que se apresuraba a regresar a la seguridad del fuerte. Por un instante oyeron el retumbo de los cascos a sus espaldas, luego el sonido del choque de las espadas, el ruido sordo de los golpes que recibían los escudos, los agudos relinchos de los caballos aterrorizados, los salvajes alaridos de guerra de los combatientes y los gritos de los heridos.
Por delante de ellos las primeras centurias habían llegado a la brecha y subían apresuradamente por los escombros manchados de sangre. Parmenio se asomó a un lado del muro, agitando desesperadamente el brazo para indicar a los soldados que siguieran adelante. A medida que iban llegando más miembros de la infantería, las unidades que ascendían como podían por los escombros confluyeron en una única barahúnda de soldados desesperados en tanto que sus compañeros avanzaban a empujones en la base del montículo dirigiendo miradas de preocupación por encima del hombro. Cuando Macro y Cato los alcanzaron y volvieron la mirada vieron que Escrofa y sus soldados se hallaban enzarzados en un combate sumamente desigual con los partos, que seguramente los harían pedazos como pago por salvar a sus compañeros. Cato miró hacia el norte y vio que Postumo y sus amigos ya no eran más que unas manchas oscuras en medio de la nube de polvo que levantaban. Tras ellos corría ya una gran cantidad de partos, decididos a no dejarlos escapar y Cato se sorprendió esperando que a Postumo le reservaran la muerte más horrible que los partos pudieran concebir.
Se dio la vuelta de nuevo y vio que los auxiliares seguían subiendo con dificultad por la pendiente de escombros.
—Si esto dura mucho más no va a sobrevivir ni un solo soldado de caballería.
—¡Vamos, soldados! —bramó Macro con frustración—, ¡daos prisa!
—¡Prefecto!
Macro se volvió hacia la voz y vio que el centurión Parmenio le hacía señas desde la muralla con una expresión excitada en el rostro.
—¿Qué pasa?
—¡Allí, señor! ¡Mire allí! —Parmenio extendió el brazo y señaló con el dedo hacia el sur.
Macro se abrió camino a empellones entre los soldados y trepó una corta distancia por la pendiente para poder ver algo. Al cabo de un instante Cato estaba a su lado y ambos oficiales escudriñaron el desierto en la dirección que Parmenio había indicado. En un primer momento la polvareda arremolinada que levantaba el ejército de Bannus hizo difícil distinguir el motivo por el que un veterano como Parmenio estaba tan animado. Entonces un capricho de la brisa se llevó el polvo y Cato vio más allá del enemigo. Allí había otro conjunto de hombres, cientos de ellos, que montados en caballos y camellos salían del desierto y cabalgaban directamente hacia los judíos. Macro los vio y dio un puñetazo en el aire.
—¡Es Simeón! ¡Simeón!
Los soldados que se hallaban en torno a él se detuvieron, se volvieron a mirar y retomaron el grito de Macro. Cato, por ser de naturaleza prudente, miró con detenimiento a los jinetes que se acercaban y no se unió a los vítores. A esa distancia era imposible saber quiénes eran. No obstante, el enemigo había visto ya a los hombres que se les venían encima y se alejaron del fuerte de inmediato. La ciega persecución de los odiados romanos se disolvió en un instante y, una vez más, el enemigo salió huyendo para salvar la vida. Entonces ya había luz suficiente para ver con claridad y sus jefes empezaron a reunir a algunos de sus hombres, haciéndolos formar para enfrentarse a la amenaza que se aproximaba; sin embargo, la mayoría de ellos echaron a correr, cruzaron el campamento e instintivamente se marcharon en la dirección de las aldeas que habían abandonado para unirse a Bannus en su lucha contra los romanos. Hasta que no vio que el adversario rompía filas y echaba a correr, Cato no se permitió creer que el recién llegado era Simeón, o al menos algún tipo de aliado. Los soldados aclamaban como locos a su alrededor y entonces los auxiliares empezaron a correr en dirección contraria al fuerte y a dirigirse de nuevo al campamento enemigo. Macro y Cato bajaron resbalando por los escombros y fueron tras ellos.
Más adelante, los supervivientes de los escuadrones de caballería de Escrofa se dejaron caer cansinamente en sus sillas y miraron confusos cómo de pronto los partos daban media vuelta y huían del campo de batalla, alejándose con toda la rapidez de sus monturas, haciendo caso omiso de sus antiguos aliados, a los que arrollaban al pasar. Cuando Macro llegó hasta allí miró a su alrededor.
—¿Dónde está Escrofa? —Se dio la vuelta—. ¡Escrofa!
—Está allí, señor.
Cato señaló con el dedo. A una corta distancia, tendido en el suelo debajo de un caballo sin jinete, había un cuerpo hecho un ovillo que llevaba una lujosa capa de color rojo y la cimera de oficial en el casco. Cerca de él yacían los cadáveres de dos partos. Macro y Cato se acercaron a toda prisa, se arrodillaron junto a Escrofa y suavemente lo pusieron boca arriba. Escrofa parpadeó y abrió los ojos. Miró a su alrededor con expresión aturdida cuando vio a los dos oficiales sobre él.
—Macro… —dijo en voz baja—. Tenía la esperanza de que también te hubieran matado.
Macro sonrió.
—No ha habido suerte.
Cato cruzó la mirada con él e hizo un gesto con la cabeza para señalar el costado de Escrofa. Un trozo de asta de flecha roto le salía del pecho al antiguo prefecto, justo por debajo del corazón. Una sangre espumosa manaba de la herida. Macro volvió de nuevo la mirada al rostro de Escrofa.
—Menuda carga que has llevado a cabo. Nos salvaste.
—Eso parece. —Sonrió débilmente y entonces hizo una mueca de sufrimiento que persistió unos momentos hasta que se le calmó el dolor—. ¿Quién hubiera pensado que algún día os salvaría la vida? No hay justicia.
—Deja de hacerte el duro, Escrofa. No te va.
Escrofa esbozó una sonrisa.
—Al final fui un buen soldado, ¿no?
—Sí, así es. Me aseguraré de que todo el mundo lo sepa.
—Hazlo… Otra cosa más.
—¿Qué?
—Postumo… —Escrofa levantó la cabeza con dificultad y de repente agarró con fuerza la mano a Macro—. Júrame que harás que ese cabrón pague por lo que ha hecho. Por abandonarnos. Por su traición…
—No te preocupes por Postumo. La última vez que lo vi había montones de partos dándole caza. No escapará. Y si lo hace y lo capturamos con vida me encargaré de que sepa lo que pensabas de él antes de… —Macro se calló en mitad de la frase, incómodo—. Bueno, puedes decírselo tu mismo. En cuanto te recuperes.
Escrofa se dejó caer de nuevo y susurró:
—No tendré tanta suerte.
—¡Espera! —Cato se inclinó sobre él—. ¡Escrofa! Has dicho traición. ¿Qué traición?
Escrofa pestañeó y se sacudió, arqueando el cuerpo cuando los músculos se le tensaron. Entonces se relajó bruscamente, se desplomó de nuevo en la arena y la cabeza le quedó colgando hacia un lado. Cato le agarró el brazo, le buscó el pulso pero no notó nada y lo dejó caer nuevamente a su costado.
—Ha muerto.
Macro se lo quedó mirando un momento y meneó la cabeza.
—¿Sabes? Nunca pensé que fuera a terminar siendo un héroe. Hacen falta agallas para hacer lo que hizo. Me equivoqué con él.
—No, estabas en lo cierto sobre él, hasta el final. —Cato se puso de pie—. Ésta fue su redención. Él lo sabía. Lo vi cuando te saludó. Tuvo suerte de tener la oportunidad de hacer algo bueno antes de morir.
—¿Suerte? —Macro se levantó—. Tienes una idea muy curiosa de la suerte, Cato.
—Es posible.
Cato echó un vistazo a su alrededor. Los auxiliares se hallaban desperdigados por el campamento, dando caza a los judíos. En aquella ocasión no se trataba de una estratagema para ganar tiempo. Los romanos habían puesto en fuga al enemigo y su desenfrenado triunfo y sed de sangre eran incontrolables. Por delante de ellos cabalgaban los recién llegados, que arrollaban de forma despiadada a los judíos rebeldes y a los aliados partos que habían sido desmontados.
Macro se fijó en un pequeño grupo de jinetes que se dirigía hacia ellos. A la cabeza iba Simeón y, cuando se acercaron y frenaron sus monturas, Macro reconoció a Murad entre sus compañeros e intercambiaron una sonrisa. Simeón se deslizó del caballo, agarró a Macro de los brazos y le plantó un beso en cada mejilla.
—Prefecto. ¡Gracias a Yahvé que estás a salvo! Tú también, centurión Cato —Simeón hizo un gesto hacia los jinetes que recorrían rápidamente el desierto tras el enemigo—. Pido disculpas por no haber llegado antes, pero fuimos lo más rápido posible.
—¿Quiénes son todos estos hombres? —preguntó Macro—. Me esperaba un poco de ayuda, no un condenado ejército.
—Estos hombres trabajan para los grupos de caravanas. Son escoltas de caravanas. La mayoría son mercenarios, pero buena gente.
—Parece que su trabajo les satisface, sin duda. ¿Cómo conseguiste reunir a tantos?
—Mis amigos dieron su palabra de que te resarcirían por haber salvado aquella caravana.
—Bueno, pues no hay duda de que me han devuelto el favor —respondió Macro—. Ahora tenemos que encontrar a Bannus, asegurarnos de que sea capturado con vida si es que no está muerto ya. Hay que darle un castigo ejemplar.
—¿Bannus? —Simeón se dio la vuelta y señaló camino abajo en dirección a Heshaba— vi a un grupo de jinetes que cabalgaban en esa dirección cuando atacamos. Quizá fueran unos veinte o treinta. Partos en su mayoría. Podría ser que fuera con ellos.
—Es más que probable —repuso Macro—. Tendré que ir tras él.
—Cabalga con nosotros —le ofreció Simeón—. Conocemos el terreno. Tú solo no llegarás muy lejos. Ningún romano lo haría. Además, tengo que solucionar mi propio asunto con Bannus.
Macro se lo pensó un momento.
—De acuerdo. Pero primero diles a tus hombres que pueden acuartelarse en el fuerte si lo desean. Podemos darles de comer y de beber. Dejaré al mando al centurión Parmenio con órdenes de que cuide de tus hombres. También puede soltar a los rehenes. Ya no los necesitamos. Espera. ¡Cato!
—¿Sí, señor?
—Consíguenos dos buenas monturas, equipo adecuado y provisiones para darle caza a Bannus.
—Sí, señor. —Cato lo miró con expresión preocupada.
—¿Qué pasa?
—Me preocupa la aldea, señor. La que nos refugió a Simeón y a mí.
—¿Qué le ocurre?
—Simeón dijo que Bannus iba en esa dirección, y antes de seguir adelante tendrá que dar de beber a sus caballos y conseguir provisiones para él. Bannus es un hombre desesperado. Con su actual estado de ánimo, ¿quién sabe lo que hará al llegar allí?
—Bueno, pues no tardaremos en averiguarlo —le respondió Macro con seriedad—. Vamos, no perdamos más tiempo.
Se dio la vuelta y empezó a andar hacia el fuerte a grandes zancadas.
* * *
Cato sintió una punzada en el estómago en el momento en que doblaron la última curva del camino que bajaba por el wadi hacia el pueblo de Heshaba a primera hora de la tarde. Habían divisado una estela de humo a cierta distancia y ahora tenían el pueblo a la vista por debajo de ellos, cubierto por una humareda oscura. Varias viviendas del centro del pueblo ardían furiosamente y algunos de los habitantes intentaban apagar las llamas a golpes en tanto que otros formaban una cadena desde el abrevadero de la plaza y arrojaban cubos de agua sobre las llamas. Simeón pareció aterrado al verlo, puso su montura al galope y el resto de la columna se apresuró a seguirlo. Ataron los caballos a un grupo de olivos que había fuera del pueblo y corrieron hasta la plaza. Varios aldeanos yacían muertos a un lado rodeados por grandes charcos de sangre, todos ellos degollados. Simeón les espetó una serie de órdenes a sus hombres, que fueron a prestar toda la ayuda posible para apagar los incendios. Cato miró a su alrededor alarmado.
—¿Dónde está Miriam? No la veo.
Simeón miró con preocupación y luego señaló calle arriba, donde había una mujer sentada, desmadejada contra un edificio, a la sombra.
—Creo que es ella. Vamos.
Corrieron hacia la mujer, que estaba sentada con las piernas cruzadas y la cabeza entre las manos, llorando.
Simeón se acuclilló a su lado.
—¿Miriam?
Ella se enjugó los ojos y levantó la mirada, revelando un corte en una mejilla magullada. Por un instante pareció aturdida y confusa pero luego recuperó cierta claridad de pensamiento. Tragó saliva y carraspeó.
—¿Qué hemos hecho para merecer esto?
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Simeón con delicadeza. Le tomó la mano y se la acarició—. ¿Qué ha pasado, Miriam?
Ella lo miró con los labios temblorosos.
—Bannus. Vino aquí con unos cuantos hombres. Exigieron comida y el poco oro y plata que tenemos. Cuando mi gente protestó, Bannus agarró a la familia más cercana y los mató, uno a uno, hasta que le dimos lo que quería. —Se volvió a mirar a Cato, y Macro—. Se llevó el cofre de mi hijo… y…, y se llevó a mi…, a mi Yusef —Se le contrajo el rostro y empezó llorar de nuevo con fuertes sollozos de dolor y desesperación que sacudían su delgado cuerpo. Simeón pasó el brazo por los hombros con ternura y le acarició el pelo con la otra mano.
—¿Yusef? —dijo Cato con el ceño fruncido— ¿Por qué querría llevarse a Yusef? No tiene sentido. Si está intentando huir de nosotros, ¿por qué cargar con un prisionero?
—No es un prisionero —farfulló Miriam—. Es un rehén. Te reconoció cuando lo atacaste esta mañana, Simeón. Sabe que vas tras él y sabe que no permitirás que Yusef sufra ningún daño. Así pues, se lo llevó con ellos.
—Muy bien —intervino Macro—. Puedo entender lo del chico, pero, ¿y el cofre de que hablas? ¿De qué va eso?
Miriam le respondió en voz baja:
—Bannus afirma ser el continuador de la obra de Yehoshua. Tenía muchos seguidores entre nuestro pueblo. Ellos valoran mucho el contenido del cofre.
—¿Es un tesoro?
Miriam se encogió de hombros.
—Algo parecido. Ahora está en manos de Bannus, que querrá utilizarlo para afirmar que el sucesor legítimo de mi hijo.
—¿Qué hay en el cofre? —le preguntó Macro a Simeón.
—No lo sé —respondió Simeón—. Miriam es la única que lo sabe.
Macro se volvió hacia ella.
—¿Y bien?
La mujer meneó la cabeza en señal de negación y Macro dio un suspiro de impaciencia.
—Vale, pues no me lo digas… En cualquier caso Bannus tiene el cofre, tiene un rehén y nos lleva ventaja. ¿Sabes hacia dónde iba?
—Sí. —Miriam levantó la mirada y se enjugó las lágrimas con los puños del vestido—. Dijo que le dijera a Simeón que lo encontraría en Petra.
—¿En Petra? —Cato estaba confuso—, ¿por qué Petra? ¿Y por qué nos dice hacia dónde se dirige?
—Quiere hablar con Simeón. En algún lugar donde pueda hacerlo sin correr peligro.
—Tiene cierto sentido —admitió Simeón—. Petra es neutral aunque estos amigos míos no lo sean. Fue enemiga de Judea en el pasado, pero ahora les preocupa que Roma tenga la mirada puesta en Nabatea. Bannus cuenta con la desconfianza de su rey hacia Roma. Bannus cree que allí estará seguro.
—¿Cuánto hace que se fueron? —la interrumpió Macro— ¿Miriam?
—Poco antes de mediodía.
—¿Cuánto hay hasta Petra? ¿Dos días a caballo?
Simeón asintió con la cabeza.
—Dos días, o algo menos si fuerzas el paso.
—¿Podríamos alcanzarlo?
Simeón se encogió de hombros.
—Podríamos intentarlo.
—Pues pongámonos en marcha… Ya hemos perdido demasiado tiempo aquí. —Macro vio la expresión dolida de Simeón mientras éste consolaba a Miriam y se dio cuenta de que Cato fruncía el ceño con desaprobación. Se volvió hacia Miriam y trató de mostrarse razonable y tranquilizador—. Escucha, Miriam, cuanto antes salgamos tras ellos más probabilidades tendremos de traerte de vuelta a tu nieto, y ese cofre.
De pronto Miriam le agarró la mano y miró a Macro a los ojos con expresión intensa.
—¡Júrame que me devolverás a Yusef! ¡Júralo!
—¿Cómo dices? —Macro puso cara de enojo e intentó retirar la mano, pero la mujer lo aferró con una fuerza sorprendente—. Mira, no puedo jurarlo, pero haré todo lo que pueda.
—¡Júralo! —insistió ella—. Que Yahvé sea tu testigo.
—Yo no sé nada de ningún Yahvé —respondió Macro, incómodo—, pero si quieres que te lo jure por Júpiter y Fortuna lo haré, si eso te sirve de algo.
—Por tus dioses entonces —asintió ella—. Jura que me devolverás a Yusef.
—Juro que haré todo lo que pueda —transigió Macro, que se volvió hacia Cato y Simeón—. Y ahora vámonos.
Regresó junto a los caballos caminando a grandes zancadas. Simeón le dio un suave apretón en el hombro a Miriam una última vez y salió detrás de Macro al tiempo que les gritaba a sus hombres que dejaran los incendios y lo acompañaran. Cato vaciló un momento. Estaba harto del sufrimiento que había presenciado en aquella provincia. Harto del papel que jugaba en su perpetuación. Le vino a la cabeza la imagen del chico al que había golpeado con el escudo. Un chico de la misma edad que Yusef. Sintió que lo invadía una gran tristeza, como una pesada carga. Tenía que hacerse algo con aquella situación. Cato necesitaba sacar algo bueno de todo aquello. Sólo para volver a sentirse limpio.
—¿Miriam?
La mujer levantó la mirada.
—Lo encontraremos y lo traeremos de vuelta —dijo Cato—. Prometo que no descansaré hasta que lo hagamos.