Capítulo XXVIII

Los dos centuriones cogieron unos escudos de repuesto de los que se habían apilado cerca de las jabalinas y se abrieron camino hasta la banqueta. Detrás del muro interior los incendios del fuerte seguían ardiendo a pesar de los intentos del centurión Parmenio por controlarlos. Cato sabía que los honderos y arqueros enemigos distinguirían claramente sus siluetas recortadas en la luz, pero al menos las llamas proporcionaban cierta iluminación sobre el montón de escombros que se alzaba delante del muro interior. Los arqueros de las murallas ya estaban disparando sus flechas tan rápido como podían contra el enemigo que se aproximaba. Los proyectiles de honda llegaban volando hacia ellos desde la oscuridad y el constante aluvión de flechas ardiendo y proyectiles incendiarios que lanzaba el onagro continuó superando el muro en trayectorias parabólicas que descendían llameantes sobre los edificios del otro lado.

Los judíos subieron por la pendiente de escombros como antes, pero en aquella ocasión se detuvieron antes de llegar a lo más alto, fuera del alcance de las jabalinas, y empezaron a hacer molinete con las hondas por encima de la cabeza.

—¡Proyectiles de honda! —gritó Cato para advertir a sus hombres—. ¡No bajéis los escudos!

Por todas partes se oyó el silbido de los proyectiles momentos antes de que éstos alcanzaran la cara del muro y los escudos de los auxiliares en una cacofonía de fuertes golpes. Los judíos no hicieron ningún intento de avanzar, sino que continuaron bombardeando intensamente a los soldados que cubrían la muralla en tanto que otros concentraban sus disparos en los arqueros situados a ambos lados de la torre de entrada en ruinas. No tardaron en deshacerse de los arqueros, que caían abatidos por los mortíferos proyectiles de honda o se veían obligados a retroceder por el muro y refugiarse más allá. En cuanto terminaron con ellos, los honderos volvieron su atención al muro interior. De vez en cuando un proyectil se abría paso a través de algún escudo y alcanzaba su objetivo con una fuerza capaz de destrozarte un hueso.

Macro se arriesgó a echar una rápida mirada por encima del borde de su escudo. Cuando se convenció de que el enemigo seguía parado al otro lado de los escombros volvió a agacharse y tomó aire para hacerse oír por encima del estruendo de los golpes de los proyectiles de honda.

—¡Segunda iliria! ¡Poneos a cubierto detrás del muro!

A los soldados no hubo que repetírselo dos veces y se escondieron fuera de la vista de los honderos, se agacharon detrás del parapeto y bajaron los escudos, que apoyaron a su lado. Macro se volvió a mirar a Cato.

—Parece que han aprendido bien la lección. No efectuarán más asaltos frontales hasta que no nos hayan debilitado.

Cato estaba echando una última mirada al enemigo desde la protección de su escudo. Una piedra rebotó en el tachón central con un tremendo ruido metálico. Cato notó que el impacto le recorría el brazo con el que sujetaba el escudo y volvió a agacharse con el rostro crispado.

—¿Debilitado? Di más bien reblandecido.

Macro se rio.

—Deja que lo intenten. Siempre y cuando este muro esté entre nosotros y ellos no podrán hacer nada para reducir nuestros efectivos.

—Tal vez —repuso Cato en voz baja—, pero eso ellos también deben de saberlo.

—¿Y eso significa?

—Eso significa que tiene que haber un motivo por el que quieran que mantengamos la cabeza agachada.

Macro dejó su escudo en la banqueta.

—Están tramando algo. Regresaré dentro de un momento.

Se deslizó de la plataforma y corrió por detrás de ella hasta llegar a la escalera que llevaba al muro principal. Durante un desagradable instante podría ser visto por los honderos de la brecha, por lo que se preparó y se puso a subir rápidamente por los travesaños. Se oyó un grito y dos proyectiles de honda pasaron silbando muy cerca, luego Macro se arrojó hacia la muralla, rodó por el suelo y se perdió de vista. Uno de los soldados salió disparado hacia él y lo protegió con su escudo. Jadeante, Macro le dio las gracias con un gesto de la cabeza y se acercó al muro. Se aseguró de quedar protegido por una de las almenas y atisbo por encima.

En la brecha, por detrás de la línea de honderos, estaba el montón de cuerpos del primer asalto y, tras ellos, la silenciosa concentración de rebeldes judíos que esperaban para atacar. Mientras Macro los observaba, iluminados por el tembloroso resplandor anaranjado de las antorchas que rodeaban el onagro, vio que se hacían a un lado y que algo pasaba entre la multitud. Sin embargo, no podía distinguir de qué se trataba. Entonces, uno de los enemigos cuya vista era mejor que la de sus compañeros, vio la cabeza del prefecto y disparó su honda contra las murallas. El proyectil alcanzó la mampostería por encima de la cabeza de Macro e hizo saltar esquirlas de piedra de la pared, varias de las cuales le dieron a Macro en la cara y una de ellas le abrió la carne en la comisura del ojo izquierdo.

—¡Mierda! —Macro retrocedió y se agarró el rostro—. Mierda. Cabrón.

Cuando apartó los dedos los tenía cubiertos de sangre, por lo que se quitó el pañuelo del cuello apresuradamente y se secó la herida con él. No había perdido la visión del ojo izquierdo, pero veía muy borroso y sentía un dolor punzante en la cuenca.

—¿Señor? —El auxiliar que lo había protegido con el escudo apareció frente a Macro—. ¿Quiere que mande a buscar al cirujano?

—¡No! —Macro hizo un gesto de dolor—. He tenido heridas peores. Estaré bien.

El auxiliar lo miró con recelo y se alejó arrastrando los pies. Macro intentó contener la sangre antes de volver a intentar ver qué era lo que el enemigo estaba haciendo avanzar. Las filas delanteras se abrieron y dieron paso a una veintena de hombres que llevaban una viga de madera con punta de hierro. Macro comprendió que se trataba de eso. Un ariete. Volvió a deslizarse hasta el extremo de la muralla pero en aquella ocasión decidió no arriesgarse a bajar por la escalera, sino que descendió por el borde del muro, un poco más allá, y se dejó caer pesadamente al suelo. Fue a reunirse con Cato a toda prisa. Su amigo crispó el rostro al ver la herida que Macro tenía en la cara.

—Será mejor que se lo haga mirar, señor.

Macro meneó la cabeza.

—No hay tiempo para eso. Ahora sí que estamos listos. Traen un ariete. Estarán aquí en cualquier momento.

Echaron una rápida mirada por encima del parapeto y vieron que los honderos se apartaban y los hombres que llevaban el ariete subían como podían por la pendiente de escombros, lo hacían pasar por encima con gran esfuerzo y lo bajaban hasta el fuerte. Tras ellos se hallaban congregados los judíos, llevando todo un surtido de escudos y armas, así como varias escaleras, todos bañados con el pálido resplandor amarillo de los fuegos que ardían en el interior del fuerte. A ambos lados los honderos continuaron con su lluvia de proyectiles contra el parapeto. En cuanto los que llevaban el ariete terminaron de retirar los escombros se dirigieron directamente al centro del muro interior, donde Cato y Macro habían tomado posiciones.

—¡Muy bien! —les gritó Macro a los soldados que tenía a ambos lados—. Cuando dé la orden poneos de pie, reservad las jabalinas para los hombres que llevan el ariete.

Extendió la mano para coger una jabalina y se volvió hacia Cato mientras su amigo levantaba el asta de su arma.

—¿Estás listo?

—Sí, señor.

—¡Segunda iliria! ¡En pie y a la carga! —Macro se levantó detrás de su escudo, Cato hizo lo mismo a su lado y luego el resto de los soldados. Los hombres del ariete levantaron la vista por debajo de ellos pero no dudaron y siguieron avanzando pesadamente. Macro levantó el brazo, equilibró la jabalina y asestó la punta de hierro antes de lanzarla con todas sus fuerzas. El arma salió volando hacia el hombre que iba al frente del grupo que transportaba el ariete, pero éste la vio y se hizo a un lado, de modo que la jabalina no le alcanzó y atravesó el antebrazo del hombre que iba detrás de él. Macro soltó una maldición y alargó la mano para coger otra jabalina. Aunque él había fallado, muchos de sus soldados no, y fueron abatidos varios atacantes atravesados por las letales puntas de hierro de las armas. En cuanto los enemigos cayeron fueron sustituidos por otros que salieron a toda prisa de la densa concentración de hombres que había detrás y ocuparon su lugar en las cuerdas que se habían atado en torno al madero. La reaparición de los romanos por encima del parapeto hizo que los honderos reanudaran su furioso bombardeo y el auxiliar que estaba al lado de Cato soltó un grito agudo cuando fue alcanzado en la cara con un chasquido apagado. El auxiliar soltó su jabalina, dejó caer el escudo durante un momento e inmediatamente fue alcanzado de nuevo en el hombro. El impacto hizo que girase sobre sí mismo y se le combaran las rodillas. Cato no podía prestarle ayuda, por lo que arrojó su segunda jabalina y se volvió de nuevo hacia los hombres que había detrás del muro para coger otra sin esperar a ver si su lanzamiento había sido certero.

—¡Llevad a este hombre con los médicos!

Unas manos agarraron al auxiliar herido y tiraron de él para sacarlo de la banqueta. Al cabo de un instante otro soldado había ocupado su lugar, jabalina en ristre y listo para lanzar. Al otro lado del muro el suelo estaba cubierto de muertos y heridos, pero los supervivientes habían llegado a la pared y, mientras alguien marcaba el ritmo a gritos, echaron el ariete hacia atrás y lo balancearon luego hacia delante con gran fuerza. Cato sintió que la plataforma temblaba bajo sus pies y vio que, frente a él, una sección del parapeto se venía abajo.

—¡A por ellos! —les gritó a sus hombres con desesperación—, ¡a por ellos!

Los auxiliares respondieron a la orden con un frenesí de jabalinas que alcanzaron a tantos hombres que el enemigo ya no pudo sostener el ariete y éste cayó al suelo, hasta que más judíos avanzaron a toda prisa, agarraron las sujeciones de cuerda, volvieron a levantar el ariete y a golpearlo contra el muro. En aquella ocasión el impacto casi tiró a Macro y Cato al suelo y otro gran pedazo del improvisado muro se vino abajo. Macro agarró a Cato del brazo y tiró de él detrás del parapeto.

—El muro no va a tardar en ceder. Baja y prepara a unos cuantos hombres para ocupar la brecha. No tienes que dejarles entrar. ¡Vamos!

Cato bajó de la banqueta de un salto. Notó otro golpe de ariete y, al mirar atrás, vio saltar de la pared unos cuantos trozos de piedra sueltos. Se volvió de nuevo hacia los efectivos de reserva y se fijó en que junto a los barracones más próximos había una hilera de heridos que estaban siendo atendidos por los ordenanzas médicos. Se dirigió al optio más cercano.

—¿Qué hacen aquí los heridos? Llevadlos a la casa de curación.

El optio meneó la cabeza.

—No podemos, señor. Los incendios nos han aislado del centro del fuerte. Tenemos que atenderlos aquí.

Cato dirigió la mirada más allá del optio, calle abajo entre los edificios de barracones. Al final de éstos las llamas y el humo no le dejaban ver nada más. En aquel preciso momento surgieron de la humareda un par de soldados del grupo de extinción del centurión Parmenio, que iban inclinados y tosiendo. Llevaban unas esteras chamuscadas en las manos y al cabo de un momento reanudaron sus intentos por sofocar las llamas. Cato se volvió hacia el optio.

—Busca al centurión Parmenio. Dile que tiene que abrir paso. No me importa cómo lo haga, pero debe hacerse o vamos a quedar atrapados entre el fuego y el enemigo. —Cato le dio un empujón al optio para que se pusiera en marcha y se dirigió a los demás auxiliares que se hallaban detrás de la pared—. ¡Unidades de reserva! ¡Conmigo!

Los soldados se acercaron a él a toda prisa y formaron una sólida columna, con los escudos al frente y las jabalinas apoyadas en el suelo e inclinadas hacia delante, listas para utilizarlas como si fueran lanzas. El muro se sacudió frente a ellos con otro golpe del ariete y una lluvia de pedazos de piedra cayó al suelo. En la banqueta Macro conducía desesperadamente a los soldados lejos del parapeto derrumbado para que no quedaran atrapados bajo la mampostería que caería cuando el ariete abriera una brecha en el muro. Llegó el siguiente golpe, y otro más, y luego, tras un breve retraso, la pared cayó hacia fuera con un torrente de escombros y una arremolinada nube de polvo. Cato apretó la mano con fuerza en torno al asta de su jabalina y la levantó hacia el agujero del muro interior, lo bastante ancho como para que pudieran pasar por él dos hombres a la vez.

—¡Adelante! —gritó, y la reserva avanzó pesadamente en dirección al hueco, manteniendo el paso mientras sus escudos se alzaban y las puntas de las jabalinas descendían hacia el enemigo. El primer judío irrumpió por la nube de humo teñida de rojo profiriendo un grito de guerra que murió en sus labios cuando cayó directamente en las puntas de dos de los auxiliares que estaban al lado de Cato. Los soldados arrancaron sus armas del vientre de aquel hombre y se acercaron al hueco abierto en el muro justo cuando se apresuraban a pasar por él más hombres, gritando y blandiendo sus espadas bajo el brillo de las llamas que, como lenguas, se alzaban hacia el cielo nocturno por encima del fuerte. Por un instante hubo un espacio de la medida de una lanza entre los dos bandos y entonces los judíos quedaron apretujados contra los anchos escudos ovalados romanos, arremetiendo contra ellos con los pomos de sus espadas o utilizándolas contra cualquier parte del cuerpo de los defensores que quedara al alcance de sus hojas. La aglomeración impidió que la primera fila de auxiliares pudiera empuñar las jabalinas, por lo que se las pasaron a los soldados que había detrás antes de desenvainar las espadas y emprenderla a tajos y estocadas contra el enemigo que tenían delante. Los de la segunda y tercera filas sostuvieron las jabalinas por encima de la cabeza y las clavaron en los primeros rostros de la horda enemiga, que intentaba abrirse camino a la fuerza por la brecha.

Por encima de los chirridos y el ruido áspero de las armas y de los gruñidos y gritos de los hombres apiñados en torno a él, Cato oyó que la voz de Macro bramaba una advertencia a los soldados que todavía se hallaban en el muro.

—¡Escaleras! ¡Están trayendo escaleras! ¡Desenvainad las espadas!

De pronto Cato dejó de ser consciente del combate encarnizado que estaba teniendo lugar a ambos lados de la brecha al sentir que la punta de una hoja le rajaba la pantorrilla. Con los dientes apretados, soltó un gruñido de dolor y furia y miró hacia abajo. Un chico menudo y ágil se había agachado y se había metido debajo de su escudo aun cuando se arriesgaba a morir pisoteado. En la mano llevaba una corta daga curva que echó hacia atrás para volver a arremeter contra la pierna de Cato. Sin pensarlo siquiera, Cato golpeó al chico en la nuca con el borde del escudo. El muchacho se sacudió de un modo espasmódico, soltó el cuchillo y se desplomó en el suelo. Antes de que la mente de Cato pudiera siquiera caer en la cuenta de que había derribado a un niño, un rostro lleno de cicatrices horribles apareció en lo alto de su escudo y la punta oscilante de una espada avanzó hacia él. Cato tuvo el tiempo justo de volver la cabeza, la espada alcanzó la orejera del casco y se desvió por encima de su hombro. Cato quedó aturdido un instante por el golpe, pero cuando las manchas blancas desaparecieron de su visión uno de sus soldados casi le había cercenado el brazo a aquel hombre, que cayó dando un grito. Cato meneó la cabeza para intentar desprenderse de aquel mareo y volvió a empujar hacia delante, hincando el escudo en el apiñado agolpamiento de cuerpos que intentaban penetrar a la fuerza en el fuerte. Ya no había espacio para un intercambio general de golpes, pues los hombres de los dos bandos estaban apretujados unos contra otros por la presión que ejercían las filas traseras y la lucha se convirtió simplemente en una cuestión de fuerza. Cato apoyó el hombro en el interior de su escudo, afirmó las piernas y empujó contra el enemigo.

Macro miraba la brecha desde la banqueta y se sintió aliviado al ver que de momento estaban conteniendo a los judíos. La cimera de un centurión que se agitaba en el centro de la lucha demostraba que Cato seguía con vida y que dirigía a sus hombres desde el frente. Macro apartó entonces la mirada de la brecha y la dirigió hacia el centro del fuerte. Los incendios ardían furiosamente en torno a la lucha por el muro interior y aunque el centurión Parmenio y sus soldados estaban ocupados intentando extinguir las llamas, nuevas flechas incendiarias y vasijas de barro llenas de material inflamable continuaban cruzando el muro describiendo altos arcos llameantes antes de caer en picado y generar nuevos fuegos. Los soldados que rodeaban a Macro corrían peligro de quedar atrapados entre las llamas y las fuerzas que asaltaban la brecha. Sólo se podía hacer una cosa, decidió Macro sin dudar. Debían retener el muro interior a cualquier precio y luego ahuyentar al enemigo para poder concentrar sus esfuerzos en extinguir los incendios antes de que los judíos pudieran reunir el coraje para llevar a cabo otro intento de penetrar en las defensas.

A ambos lados de la brecha el enemigo intentaba arrojar sus escaleras de asalto y apoyarlas contra el parapeto. Cada vez que los largueros golpeaban contra los muros, los auxiliares intentaban frenéticamente volver a empujarlos hacia atrás antes de que el primero de los atacantes pudiera trepar por los travesaños y abrirse camino a la fuerza por encima del muro. Justo delante de Macro aparecieron dos palos de madera toscamente tallados y él se acercó a la pared de un salto con el escudo levantado y la espada lista. Al cabo de un instante apareció una cabeza envuelta con un turbante del que sobresalía la punta metálica de un casco cónico. Unos ojos oscuros le dirigieron una mirada fulminante a Macro y el hombre masculló algo entre sus dientes apretados al tiempo que subía otro peldaño y se detenía para arremeter contra el oficial romano con la pesada espada que llevaba en la mano libre. Macro movió su hoja para parar el golpe y a continuación estrelló el pesado pomo metálico en el rostro de aquel hombre, que quedó inconsciente y cayó junto a los demás en la base de la escalera después de soltar su arma a los pies de Macro. Macro enseguida apartó la escalera del muro, luego miró a su izquierda y vio, en lo alto de otra escalera, a un enemigo que luchaba con un legionario. Se dio la vuelta, se acercó a la escalera y hundió la punta de su espada en el pecho de aquel hombre. El impacto le recorrió el brazo a Macro y el enemigo murió soltando un gruñido explosivo cuando el golpe lo dejó sin aire en los pulmones. Macro liberó la hoja de un tirón y el cuerpo cayó por los travesaños.

No había ninguna amenaza inmediata, por lo que Macro volvió a echar un vistazo a su alrededor y vio que los auxiliares todavía resistían al enemigo. Éste no había podido afianzarse en ningún lugar del muro y Cato lo estaba conteniendo en la brecha del muro interior. Era momento de doblegarlo. Macro se golpeó el dedo del pie contra una piedra suelta que había en la banqueta, bajó la mirada con enojo y luego sonrió. Envainó la espada ensangrentada y agarró la piedra. Apuntó con cuidado y la lanzó contra la multitud apretujada contra Cato y sus soldados. La piedra alcanzó en la cabeza a un hombre que puso los ojos en blanco y cayó hacia atrás, inconsciente, con un corte sangrante en el cuero cabelludo. Macro agarró otra piedra, en aquella ocasión del muro, y la lanzó contra la muchedumbre. Dirigió la mirada hacia el espacio que lo separaba de unos cuantos auxiliares que miraban fijamente al frente, esperando a que los atacaran, en tanto que los grupos de las escaleras intentaban asaltar la muralla un poco más allá.

—¡Vosotros! —bramó Macro hacia el otro lado del hueco y los soldados, condicionados por el tono imperativo de la plaza de armas, se volvieron hacia él al instante—. ¡Utilizad piedras, jabalinas o cualquier cosa que podáis coger para golpearlos! ¡Así!

Macro miró al suelo, vio la espada del enemigo, la agarró y la arrojó contra la multitud, sonriendo con satisfacción cuando la hoja alcanzó a otro atacante en el hombro. Los auxiliares empezaron a arrancar pedazos de mampostería sueltos de la pared y a lanzarlos contra las cabezas de los enemigos que se hallaban apretujados por debajo de ellos sin poder hacer nada. Era imposible fallar y los judíos no podían hacer otra cosa que quedarse mirando mientras los romanos los iban eliminando con un frenesí asesino. Unos cuantos intentaron devolverles las piedras, pero los demás hombres que se aglomeraban a su alrededor les impedían moverse. Al final, aquellos que se encontraban en la parte menos compacta de la aglomeración del otro lado de la brecha empezaron a ceder terreno. El impulso que ejercían las filas traseras disminuyó y Cato y sus soldados empezaron a avanzar poco a poco, empujando con los hombros contra el interior de los escudos. A medida que se iba atenuando la presión por delante, ellos fueron acelerando el paso, arrastrando a los atacantes de nuevo hacia la brecha y a través de ella. Cuando la cimera del casco de Cato apareció al otro lado del muro interior seguido de más romanos, un quedo gemido de desesperación se alzó de las filas enemigas, que empezaron a retroceder aun cuando el más decidido de sus compañeros les gritaba que siguieran luchando. Pero en cuanto se extendió el contagio del miedo y la incertidumbre no hubo manera de detenerlos, y el enemigo se retiró del muro interior, trepando torpemente por la pendiente de escombros para salir del fuerte.

Mientras retrocedían, Cato vio la oportunidad de aprovechar la ventaja e hizo señas con la mano a sus tropas para que siguieran adelante.

—¡Están huyendo! ¡Id tras ellos! ¡Matadlos!

Los soldados salieron en tropel de la brecha por detrás de él y se desplegaron rápidamente por la zona cubierta de cuerpos frente al muro para dar caza al enemigo. Hacía unos momentos los judíos estaban logrando su objetivo y ahora estaban huyendo para salvar la vida. Cato se quedó asombrado por el repentino cambio en el curso de la batalla, pero recuperó el control sobre sí mismo y avanzó corriendo con sus hombres, persiguiendo al enemigo por la pendiente de escombros. Llegó a lo alto y se detuvo al ver que el enemigo se alejaba del fuerte en tropel, como ratas a la luz de las llamas de la fortaleza y de las antorchas de las líneas enemigas. No podía arriesgarse a que aquel breve momento de victoria se subiera a la cabeza de sus soldados o los aniquilarían. Enfundó la espada rápidamente y se llevó la mano a la boca para hacer bocina con ella.

—¡Segunda iliria! —bramó lo más fuerte que pudo—. ¡Segunda iliria, a mí! ¡Volved al interior del fuerte! ¡Ahora!

Los soldados que se hallaban más cerca lo oyeron y se dieron la vuelta para obedecer, dejando pasar de mala gana la oportunidad de matar a más enemigos. Otros siguieron andando unos cuantos pasos más antes de que su sed de sangre amainara y entonces se retiraron hacia el fuerte. Sin embargo, hubo unos cuantos que, enloquecidos por la furia de la batalla, siguieron a la carga y se perdieron entre las sombras oscuras de las filas judías. Cato aguardó a que el último de sus soldados volviera a bajar por la pendiente de escombros y entonces dio media vuelta y los siguió, agachando la cabeza cuando un proyectil de honda le pasó silbando muy cerca. Macro lo esperaba delante de la brecha con una amplia sonrisa.

—Cato, te estás volviendo majareta, te lo digo yo. Unas cuantas cargas salvajes más como ésta y te voy a mandar a la arena. Le darías un susto de muerte a cualquier gladiador.

Cato notó que se ruborizaba y al instante se sintió enojado por haber dado una imagen tan imprudente.

—¡Vamos, hombre! —Macro le dio una palmada en el hombro— los muchachos y tú lo habéis hecho bien. No les van a quedar ganas de volver.

—Quizá no les queden ganas —admitió Cato—, pero volverán.

—Por supuesto que sí —repuso Macro, que hizo un gesto con la cabeza por encima del hombro hacia las llamas que se alzaban de los edificios, a una corta distancia al otro lado del muro interior—. Mientras tanto, tenemos otros problemas de los que preocuparnos…