En tanto que el enemigo concentraba sus efectivos en el exterior, Macro dio órdenes apresuradas para la defensa del fuerte. Los cornetas tocaron la alarma y los soldados salieron corriendo de sus barracones, con el equipo en la mano, para ocupar sus puestos en la plaza de armas, a la sombra cada vez más larga del edificio del cuartel general. Además de la centuria de guardia que seguía en los muros, había otras nueve centurias de infantería y cuatro escuadrones de caballería que combatirían desmontados. No había tiempo de pronunciar el acostumbrado discurso previo a la batalla para exaltar el espíritu de lucha de la unidad. En lugar de eso, Macro ordenó rápidamente que los soldados de caballería se mantuvieran firmes como reserva. Se mandó una centuria a cada uno de los demás lienzos de la muralla en tanto que las seis restantes se enviaron al muro frente al que se hallaba el enemigo.
Macro se volvió hacia Cato.
—Te quiero al mando en el muro interior. Voy a tener que mantenerme a distancia y tomar el mando general. De modo que quiero a mi mejor oficial en la posición más crítica.
—Gracias, señor. Juro que no le defraudaré.
—Si lo haces, ninguno de los dos va a vivir para lamentarlo. —Macro se rio forzadamente—. Así que no dejes pasar a esos cabrones.
—No lo haré —repuso Cato—. Los contendremos hasta que lleguen Simeón y sus amigos.
—Sí, vendrá —afirmó Macro con seguridad—. Tengo buen ojo para la gente y diría que es la clase de persona que nunca se perdería un combate, de manera que procuremos dejarle unos cuantos de esos partos para él.
Cato sonrió.
—Veré lo que puedo hacer.
Macro le tendió la mano.
—Buena suerte, muchacho. Esta noche vamos a necesitarla.
Cato le estrechó firmemente la mano a su amigo.
—Buena suerte para usted también, señor.
Macro asintió con la cabeza; se hizo un incómodo silencio entre los dos y se preguntó si seguirían vivos para poder saludarse por la mañana. Cato pareció adivinar lo que estaba pensando y dijo en voz queda:
—En esta vida nos hemos enfrentado a enemigos aún más duros, señor.
—Sí, pero eso fue en la Segunda legión. —Macro echó un vistazo a los soldados que abandonaban el patío de armas en fila para ir a ocupar sus puestos—. Estos auxiliares no pueden compararse con los legionarios ni de lejos. Pero parecen competentes —admitió de mala gana—. Bueno, no tardaremos en averiguar su calidad. Ahora vete, vamos.
Mientras alcanzaba a sus hombres y conducía al grueso principal a su posición en el muro frente al enemigo, Cato pensó una vez más en Simeón y esperó que Macro no se hubiera equivocado al juzgarlo. No obstante, aunque así fuera, ¿estarían dispuestos los hombres que Simeón conocía en Petra a cumplir la promesa hecha a los romanos? Cato no estaba seguro de ello. Su conocimiento de las gentes de la frontera oriental era demasiado escaso como para juzgar su carácter. Lo único que podían hacer tanto él como cualquier otro soldado de la cohorte era tener esperanza. O bien los salvaban Simeón y los nabateos o morirían. Las fuerzas romanas en Siria no acudirían en su ayuda. Eso era prácticamente seguro. Longino contaba con que Bannus destruyera Bushir y con él a los hombres que estaban al corriente de su deslealtad con el Emperador. Cato sonrió. Estaría bien sobrevivir sólo para ver la cara horrorizada del gobernador.
Al llegar al muro interior, Cato apostó dos centinelas en la banqueta, detrás del parapeto. A los que iban armados con arcos los mandó a la muralla a ambos lados de la torre de entrada en minas y a los tejados de los edificios situados detrás de la pared interior. Todas las flechas y jabalinas de las que las demás centurias del fuerte podían prescindir se apilaron frente a las cuatro centurias restantes, cuyo mando había sido asignado al centurión Parmenio, para que sirvieran de reserva inmediata. La primera oleada de rebeldes judíos que penetrara en la brecha iba a ser recibida con una lluvia de proyectiles que se les vendrían encima por tres lados distintos. Cato podía imaginarse perfectamente su efecto devastador y esperaba que bastara para quebrantarles el ánimo. ¡Ojalá pudieran convencerlos de que abandonaran el asedio y regresaran a sus aldeas ahora, antes de que se derramara tanta sangre que Roma y Judea le tomaran un gusto insaciable! Si caía Bushir, toda la provincia quedaría condenada a años de luchas, fuego y muerte de una magnitud terrible. Por lo tanto, por difícil que pareciera, Cato debía asegurarse de que sus hombres y él mataban a la primera oleada de atacantes con toda la fiereza, saña y brutalidad de las que fueran capaces.
Mientras los últimos soldados ocupaban sus posiciones en silencio, el sol, que empezaba a ponerse, les bruñía los rostros y armaduras con un brillo rojizo. Fue una pequeña bendición que el resplandor del sol, que se desvanecía rápidamente, les impidiera ver al enemigo que se les venía encima, pero los romanos sí que oían claramente los vítores y gritos de triunfo de los rebeldes que avanzaban hacia la brecha. Cuando se acercaron al fuerte empezó a percibirse el roce rítmico de lanzas y espadas contra el borde de los escudos, un estruendo discordante que acabó oyéndose por todas partes y que aumentaba y exageraba la sensación de amenaza que reinaba al otro lado del montículo de escombros, donde antes se había alzado la torre de entrada.
Cato subió a la banqueta y fue pasando junto a sus hombres hasta situarse en el centro del muro interior. Se colocó el escudo frente a él y desenvainó la espada mientras el ruido del enemigo que se acercaba iba aumentando hasta hacerse ensordecedor. En el muro principal los primeros arqueros empezaron a soltar sus flechas contra un objetivo todavía invisible para aquellos que cubrían la línea de defensa interior. Los proyectiles de honda surcaron el aire hacia ellos y casi de inmediato causaron el primer herido romano del asalto de aquella noche; un proyectil de plomo le destrozó la mano a uno de los arqueros. Cato vio que el soldado soltaba el arco y se agarraba la mano contra el pecho al tiempo que se erguía detrás del parapeto. Un segundo proyectil lo alcanzó enseguida en la cara y el hombre salió despedido hacia atrás y cayó del muro.
Cato miró a los soldados que tenía a ambos lados y se tranquilizó al ver que la mayoría de ellos seguían preparados, mirando fijamente los escombros que tenían delante. Algunos parecían estar tan nerviosos como se sentía Cato, que se dio cuenta de que debía decir algo para animarlos.
—¡Tranquilos, muchachos! No son más que unos cuantos corderos que se dirigen al matadero. Así pues, ¡no los decepcionéis!
Cato se sintió aliviado al ver que el comentario había suscitado sonrisas e incluso alguna leve carcajada. Sin embargo, el ligero regocijo duró poco, pues de repente los proyectiles se hicieron más virulentos y otros tres romanos cayeron de los muros principales. Entonces Cato vio aparecer las puntas de las primeras lanzas por encima de los escombros y los mampuestos, negras como el carbón contra el horizonte rojo. Agarró la espada con más fuerza y se volvió para gritarles una orden a los soldados que se hallaban preparados tras el muro interior.
—¡Aseguraos de pasar esas jabalinas al frente todo lo deprisa que podáis!
Se dio la vuelta justo cuando los primeros enemigos aparecieron en lo alto, levantando una nube de polvo mientras se abrían paso por la brecha con dificultad. Las flechas cayeron sobre ellos desde ambos lados y varios de ellos desaparecieron de la vista, pero hubo más que ocuparon su lugar y se abalanzaron hacia la cima de la pendiente irregular e inestable para penetrar en el fuerte profiriendo un estridente grito de guerra. Hubo una oleada negra de siluetas que se lanzaron hacia delante, coronaron la pendiente y descendieron a trompicones a la sombría zona de matanza frente al muro interior.
—¡Enristrad las jabalinas! —gritó Cato. Los soldados del muro alzaron las jabalinas y echaron los brazos hacia atrás. Cato aguardó un momento para dejar que fueran más los hombres que rebasaran penosamente los escombros y proporcionaran así a sus soldados un objetivo más compacto. Entonces levantó la espada.
—¡Preparados!… ¡Soltad jabalinas!
Con un resoplido de esfuerzo colectivo los auxiliares arrojaron sus brazos hacia delante y soltaron las astas con punta de hierro contra la furiosa multitud que se apretujaba en la pequeña zona delante del muro interior. Resultaron abatidos montones de rebeldes judíos, atravesados por las jabalinas romanas. Los gritos de triunfo que salían de sus labios momentos antes murieron con ellos y en el interior del fuerte reinó un breve silencio cuando los atacantes se detuvieron unos instantes, horrorizados por el efecto de la primera descarga. En el lado romano los auxiliares ya estaban cogiendo las jabalinas de repuesto que les pasaban desde detrás y se preparaban para la siguiente descarga.
Cato se llenó los pulmones y gritó:
—¡Lanzad a discreción!
Una continua lluvia de jabalinas cayó sobre el enemigo apretujado frente al muro interior y cada vez eran más los cuerpos desparramados en el suelo mientras las astas de las jabalinas quedaban apuntando hacia lo alto como matorrales de juncos. Aun así, los judíos seguían viniendo, salían de la densa polvareda para entrar en el fuerte como podían y se sumaban al apretado objetivo, haciendo imposible que los romanos fallaran. A Cato le entraron ganas de vomitar al ver aquella carnicería. El suelo ya estaba cubierto de muertos y heridos, empapado de sangre, y Cato tuvo que contener el impulso de ordenarles a sus soldados que pararan. Si querían quebrantar la voluntad de seguir luchando del enemigo, la espantosa matanza debía continuar.
Los judíos siguieron acudiendo durante lo que pareció una eternidad y los que quedaron atrapados en la trampa empezaron a gritar de pánico, frustración y rabia, puesto que no podían ni avanzar para entablar combate con los romanos ni retroceder para escapar de la terrible lluvia de jabalinas. La constante presión que ejercían por detrás los que todavía no eran conscientes de la masacre que tenía lugar en el interior del fuerte continuaba empujando a los que iban delante, obligándolos a ir hacia la muerte.
Entonces, por fin, de algún modo hicieron correr la voz al otro lado de la brecha y se dio la orden de suspender el ataque. Las jabalinas y las flechas siguieron cayendo sobre los judíos que empezaron a replegarse en tropel, pasando como podían por encima de los escombros y los cuerpos de sus compañeros hasta que se fueron para sumirse de nuevo en la luz púrpura, cada vez más débil, del anochecer. Cato envainó la espada y contempló una escena digna de pesadilla con cuerpos enmarañados, astas de jabalina en todas direcciones y sangre oscura que lo salpicaba todo. No obstante, en aquella marea de destrucción humana todavía había vida. Aquí y allá había cuerpos que se retorcían de dolor o que se movían débilmente y los heridos gemían, gritaban pidiendo ayuda o un final compasivo. Cato dio media vuelta, bajó de un salto de la banqueta, rodeó la base del muro interior a grandes zancadas hasta llegar a la escalera que conducía al muro principal y trepó por sus travesaños. Desde lo alto de la muralla se divisaba el campamento enemigo. Los judíos se alejaban del fuerte en gran número, empujados por las flechas que todavía salían volando tras ellos desde los muros. Unos cuantos enemigos, más decididos que sus compañeros, se mantuvieron firmes y hacían revolear las hondas por encima de sus cabezas para seguir soltando sus proyectiles contra los romanos.
Cato se asomó por encima de la brecha y se quedó mirando los cuerpos apilados delante del muro interior. Debía de haber más de un centenar, y quizás otros veinte o treinta abatidos en el exterior de la torre de entrada. Las bajas de aquel primer asalto habían sido terribles y a Bannus le iba a costar mucho convencer a sus hombres para que volvieran a la brecha, reflexionó Cato. Levantó la cabeza y dirigió la mirada hacia el campamento enemigo, preguntándose qué estaría pensando Bannus mientras contemplaba el fracaso del primer intento de invadir el fuerte.
—¡Señor! —Uno de los arqueros que estaban a su lado le hizo señas a Cato con preocupación para que éste se agachara—. Si esos malditos honderos ven la cimera de su casco atraerá sus disparos como la miel a las abejas.
Como si aquellas palabras hubieran sido una señal, empezó a oírse el silbido de los proyectiles de honda por todas partes y Cato se agachó. Le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza al arquero.
—Gracias por la advertencia.
—¿Advertencia? —El hombre enarcó las cejas, sorprendido—. No le estaba advirtiendo, señor. Lo que pasa es que no quería que apuntaran en mi dirección.
—Ah —Cato se rio—. Gracias de todos modos.
El arquero se encogió de hombros, a continuación colocó otra flecha en su arco y miró con cautela por encima de la muralla en busca de un blanco adecuado. De pronto se asomó, soltó su flecha y volvió a esconderse. Al cabo de un instante un proyectil de plomo se estrelló contra el otro lado de las murallas. Con los muros todavía bañados por la luz que se iba debilitando y mientras las sombras engullían el desierto que tenían delante, Cato se dio cuenta de que los honderos tendrían ventaja hasta que no se hubieran desvanecido los últimos rayos de sol.
Regresó con los arqueros.
—Seguid así hasta que estén fuera de vuestro alcance. ¡Seleccionad bien los objetivos! No quiero que nadie malgaste flechas. Vamos a necesitarlas.
Intercambiaron un rápido saludo y Cato volvió a bajar al interior del fuerte para reunirse con los soldados del muro interior. Eran tantos los enemigos que habían muerto justo al pie de la pared que ya proporcionaban la base para una rampa, por lo que Cato decidió ocuparse de ello enseguida. Buscó al centurión Parmenio con la mirada por la penumbra y le hizo señas para que se acercara.
—Tenemos que apartar esos malditos cadáveres del muro interior. Coge a dos centurias de reserva y saca a los muertos fuera del fuerte. Dejadlos a la vista de los atacantes. Haced un montón con los cuerpos, algo que puedan ver. En cuanto acabéis con eso recoged las jabalinas que haya por ahí y que todavía se puedan usar y traedlas al interior de las murallas. ¿Entendido?
—Sí, señor —respondió Parmenio—. Después de lo que le hicieron a Sycorax les demostraremos que son dos los que pueden jugar con la moral.
Cato le dio una palmada en el hombro.
—¡Así me gusta! Pon a los soldados manos a la obra.
Mientras Parmenio daba las órdenes a gritos Cato regresó al muro principal para seguir observando al enemigo. Los judíos se habían replegado a cierta distancia y sus jefes estaban haciendo todo lo posible para volver a formarlos e intentar un nuevo ataque. En el campamento judío ya se habían encendido algunas fogatas y se sostenían antorchas para iluminar a unos hombres que hacían rodar haces de ramas en dirección al fuerte. Al mismo tiempo, unos soldados que llevaban el casco cónico de los partos estaban realizando un gran esfuerzo para empujar el onagro que les quedaba y acercarlo al objetivo. Cato miró hacia abajo y vio que Parmenio y sus hombres habían echado unas escaleras por encima del muro interior y ya se habían puesto a trabajar levantando los cuerpos por los hombros para arrastrarlos hasta lo alto del montón de escombros, bajarlos por el otro lado y dejarlos en una pila creciente delante de la brecha. Algunos de los enemigos todavía estaban vivos y los auxiliares los despacharon con rápidas estocadas en el corazón, o degollándolos, antes de llevárselos a rastras.
Cuando la oscuridad se cernía sobre el desierto y las primeras estrellas centellearon fríamente en un cielo negro como la tinta, el enemigo acometió de nuevo. Hubo un grito de advertencia y al cabo de un momento los hombres que tenían la tarea de retirar los cadáveres empezaron a volver apresuradamente al muro interior, llevándose las escaleras con ellos.
En aquella ocasión no hubo ningún rugido arrogante de triunfo, ni el vehemente traqueteo de las espadas y lanzas contra el borde de los escudos, sino únicamente la silenciosa aproximación de una oscura masa de hombres que se acercaban sigilosamente al fuerte. Se detuvieron justo en el límite del alcance de las flechas y esperaron a que el onagro se adelantara. La luz parpadeante de una antorcha se filtró por entre la concentración de hombres y un fuego llameó en un brasero, cerca del onagro, dejando ver a la multitud apiñada en torno a aquel arma gigantesca.
No llevó mucho tiempo entender qué era lo que estaban esperando. En la cuchara del onagro se colocó una fajina a la que prendieron fuego rápidamente antes de soltar el brazo lanzador con un ruido metálico y al cabo de un instante se oyó el golpe sordo de la barra que servía de tope. El haz de leña ardiendo se alzó en el cielo nocturno con una estela de lenguas parpadeantes de llamas, se dirigió hacia el fuerte hasta chocar en lo alto de la muralla con una lluvia brillante de chispas, rebotó por encima del muro y se estrelló más abajo, en la calle, junto a un establo. Al cabo de un momento le siguió la primera flecha incendiaria, y luego más, hasta que un continuo aluvión de flechas encendidas cayó sobre el fuerte, entre las que se intercalaban grandes haces de leña, rociados de aceite, que caían sobre los edificios situados en el interior de las murallas. La ausencia de lluvias había secado la madera del fuerte volviéndola inflamable y no tardaron en iniciarse varios incendios al otro lado de la brecha.
Desde el muro interior Cato volvió la vista atrás cuando las llamas envolvieron el extremo de uno de los barracones más próximos. Bajó y se dirigió dando grandes zancadas al centurión Parmenio que estaba al frente de las tropas de reserva. Cuando Cato se acercó, la mayoría de los soldados estaban agachados y nerviosos, esperando a que el siguiente proyectil incendiario pasara por encima del muro.
—Tenemos que ocuparnos de esos fuegos antes de que se descontrolen. Coge a dos centurias de la reserva, haz que formen en grupos de extinción y ponlas a trabajar.
—Sí, señor.
Cuando Parmenio mandó a sus soldados a extinguir los incendios, Macro se acercó para comprobar cuál era la situación de Cato. Señaló las llamas con un gesto de la cabeza y una expresión adusta en el rostro.
—Me recuerda a ese combate que tuvimos con los germanos en esa aldea cerca del Rin.
—Me acuerdo muy bien, señor. Era la primera vez que me enfrentaba a un enemigo. Entonces era optio.
—Sí, así es —reflexionó Macro—. Eso fue hace más de tres años. Parece que haya pasado mucho más tiempo. Mucho más. Aunque la última vez fuiste tú quien prendió fuego a las defensas.
—Y aquí estamos, a punto de que el fuego nos haga salir de nuestro refugio una vez más.
—Eso habrá que verlo. —Macro hizo un gesto con la cabeza hacia el muro interior—. ¿Cómo ha ido? Vi el inicio de su ataque desde una de las torres.
Cato recordó la anterior carnicería con expresión tensa.
—Quedaron atrapados frente al muro, tal como habíamos esperado.
—Así pues, ¿les disteis una buena paliza?
—Sí.
—¿Y en nuestro bando? ¿Ha habido muchas bajas?
—Sólo unas cuantas.
—Bien —dijo Macro con satisfacción—. Estoy seguro de que volverán. La próxima vez no se harán tanto los gallitos, de manera que tendrás que enfrentarte a un combate.
—Me lo imagino. ¿Han intentado algún ataque en los otros muros?
Los interrumpió una flecha en llamas que, disparada hacia lo alto, cayó en el suelo con un traqueteo cerca de ellos y se hizo pedazos en medio de un rocío de chispas brillantes. Los dos oficiales se apartaron instintivamente y luego continuaron con su conversación. Macro agitó el pulgar por encima del hombro.
—Hubo un amago hacia el muro del este. Nada serio, sólo un intento de atraer a los soldados apostados aquí.
—¡Ahí vienen! —gritó una voz desde el muro principal.
Cato giró sobre sus talones e hizo bocina con la mano:
—¡A las armas! ¡Subid al muro! ¡Grupos de extinción, seguid con lo que estáis haciendo!
Los auxiliares situados en la banqueta alzaron sus escudos y sostuvieron las jabalinas preparadas mientras miraban la mole oscura de las ruinas de la torre de entrada.
—Me uniré a vosotros —le dijo Macro a Cato entre dientes—. Aquí es donde se decidirá el combate.
—La verdad es que nos vendría muy bien aquí, señor.
Macro le dio una palmada en el hombro y a continuación les gritó a los auxiliares que tenía a su alrededor.
—¡Bien! ¡Vamos a hacer que lamenten haber decidido meterse con la Segunda iliria!