Capítulo XXVI

En cuanto se extinguieron las llamas del onagro que se había salvado, los ingenieros partos empezaron a hacer reparaciones y los sonidos de su trabajo no dejaron de oírse durante el resto de la noche. Al clarear el día Macro y Cato subieron a la torre de la esquina para evaluar los resultados de la incursión de la noche anterior. Del primer onagro quedaba poco más que un armazón negro y chamuscado. A una corta distancia de él, el segundo casi parecía estar intacto y el enemigo se arremolinaba a su alrededor. Se habían colocado unas cuerdas de torsión nuevas y estaban atareados tensándolas con unas largas palancas en cada una de las cuales forcejeaban varios hombres que forzaban todos sus músculos para conseguir la máxima potencia del brazo del arma.

—Dentro de poco volverá a entrar en acción —dijo Cato entre dientes—. Han trabajado mucho.

—No sabes ni la mitad —repuso Macro, que señaló con un gesto hacia el terreno por delante del fuerte—. Poco después de que volvieras empezaron a quitar las trampas. Intentamos arrojar antorchas para que los arqueros vieran el objetivo, pero el enemigo tenía cortinas protectoras y se agacharon tras ellas en cuanto empezaron a volar las primeras flechas. No pararon hasta el amanecer.

Cato miró hacia abajo y vio que una larga franja de las defensas se había despejado; se habían llenado las zanjas y retirado los abrojos. Ahora Bannus y sus hombres podían acercarse casi hasta el foso del lado del fuerte en el que se alzaba la torre de entrada en ruinas. Cuando llegara el momento de atacar no iban a quedar muchos obstáculos entre el enemigo y la cohorte. Cato miró hacia la torre de entrada. Con los escombros habían intentado levantar un parapeto que continuaba la línea del muro y tras el cual Macro había apostado a soldados suficientes para convencer al enemigo de que los romanos no rendirían fácilmente la torre. Cato se dio cuenta de que era un intento vano. En cuanto el onagro reparado estuviera listo para reanudar el lanzamiento de proyectiles, derribaría el parapeto y haría salir disparados a los romanos, que tendrían que refugiarse en el muro interior.

—¿Sycorax y los demás no han dado señales de vida?

—Todavía no —respondió Macro en voz baja—. Supongo que no volveremos a verlos.

Cato meneó la cabeza con aire cansado.

—Todos esos hombres perdidos y sólo conseguimos destruir un arma.

—Destruir una y dañar otra. Lo mires como lo mires es un buen resultado, Cato. Habéis reducido a la mitad la intensidad de sus disparos y los habéis retrasado hasta que terminen las reparaciones. Tanto tú como los demás hicisteis lo que sería razonable esperar. De modo que no te minusvalores y no pongas por los suelos el esfuerzo de los soldados que anoche no regresaron. —Macro hablaba en tono gélido—. Dadas las circunstancias teníamos que hacer algo o limitarnos a quedarnos de brazos cruzados y esperar a que vinieran a por nosotros. Hicimos lo correcto.

—Tal vez, pero no supone mucho consuelo si sólo ha servido para posponer lo inevitable. Me pregunto si los soldados que… —a Cato se le fue apagando la voz y su mirada se desvió hacia un grupo de hombres que trabajaban cerca del onagro quemado. Habían estado atareados cortando la madera que se podía salvar y construyendo algo en el suelo junto a los restos del arma de asedio. En aquellos momentos había varios grupos pequeños de enemigos que distribuían trozos de madera ensamblados que formaban una especie de cruz. Se los señaló a Macro.

—¿Qué están tramando?

El oficial de más edad aguzó la vista un momento y meneó la cabeza.

—No lo entiendo. El armazón para un ariete, quizá.

Mientras ellos miraban hubo un breve alboroto en el campamento enemigo y a continuación una multitud de hombres se dirigió hacia las máquinas de guerra. Cuando se acercaron más Cato vio que iban empujando a un pequeño grupo de cautivos vestidos con túnicas oscuras y con la piel manchada. Se le cayó el alma a los pies al reconocer a uno de los prisioneros.

—Creo que ése es Sycorax…

Mientras los veía acercarse a las estructuras que habían montado a toda prisa en el suelo, Cato se imaginó lo que pasaría después, notó que se le cerraba el estómago y se temió que iba a vomitar. Separaron a los prisioneros y arrastraron a un hombre hacia cada uno de los travesaños. Les arrancaron las túnicas del cuerpo y luego los sujetaron contra la madera mientras les atravesaban las muñecas y los tobillos con unos pesados clavos de hierro. El sonido de los martillazos resonó por el terreno abierto acompañado por los aterrorizados gritos de dolor de los prisioneros romanos.

Ni Macro ni Cato dijeron ni una palabra mientras observaban cómo se alzaba en posición la primera de aquellas improvisadas cruces y se colocaba pesadamente en el agujero que se había cavado para insertar la base. Se oyó un golpe sordo y el fuerte impacto hizo que a uno de los prisioneros se le desgarrara y soltara la muñeca, con lo que su brazo destrozado cayó bruscamente y el hombre profirió un penetrante alarido. El incidente no perturbó al enemigo. Uno de ellos apoyó tranquilamente una escalera de asedio en la parte posterior de la cruz, trepó por ella, alargó la mano por encima de la viga para agarrar el brazo desgarrado y volvió a clavarlo en su sitio. Por suerte, el tormento del prisionero era tal que éste se desmayó tras los primeros golpes, para alivio de sus compañeros que observaban horrorizados desde las murallas del fuerte. Sin embargo, el alivio les duró poco, pues uno a uno los demás prisioneros fueron alzados hasta que se formó una hilera de cruces que se extendía a cierta distancia frente al onagro reparado.

Cato tragó saliva y notó un sabor agrio en la boca.

—Supongo que eso es lo que le espera a cualquiera de nosotros que atrapen con vida.

—Sí —respondió Macro en voz baja—. Bannus intenta meterles miedo a nuestros muchachos.

—Pues creo que lo ha conseguido. —Cato miró por el muro y vio que uno de los auxiliares se inclinaba y vomitaba sobre el adarve.

—Claro que hay un elemento de lo más irónico por su parte —continuó diciendo Macro cansinamente—. Después de todos los rebeldes a los que hemos crucificado en los últimos años ahora las víctimas somos nosotros. ¡Escúchalos! Les encanta.

Cuando se alzó la última de las cruces el enemigo se puso a vitorear con entusiasmo, luego su tono cambió rápidamente a risas crueles, burlas y abucheos desdeñosos mientras sus víctimas se retorcían de dolor y la sangre les corría por los brazos y manchaba sus pechos desnudos de un rojo brillante.

—Ya se han divertido bastante —gruñó Macro—. Ahora nos toca a nosotros. ¡Arqueros! —Se volvió hacia los soldados apostados en el muro. Entre ellos había secciones de hombres armados con arcos compuestos—. ¡Arqueros! ¡Disparad contra esa multitud! ¡Disparad, maldita sea!

Su manifiesta furia animó a los soldados a entrar en acción. Encordaron apresuradamente los arcos y los más rápidos colocaron las flechas, tensaron las cuerdas e inclinaron las astas hacia lo alto antes de soltarlas. La primera descarga irregular cayó sobre la muchedumbre, abatiendo a un puñado de enemigos antes de que éstos pudieran dispersarse y salir corriendo para ponerse a cubierto. Las flechas cayeron con creciente intensidad y alcanzaron a unos cuantos hombres más. Una saeta le dio a uno de los romanos de las cruces y se enterró en su garganta, con lo que el hombre se sacudió, forcejeó unos instantes y luego quedó colgando sin fuerzas y completamente inmóvil.

—¡Les están dando a los nuestros! —exclamó Cato en tono horrorizado—. ¡Detenlos!

—No —Macro meneó la cabeza—. Es lo que esperaba.

Cato se volvió a mirarlo.

—¿Cómo dices?

Macro no le hizo caso y se dio la vuelta para gritarles a los arqueros:

—¡Eso es, muchachos! ¡Seguid así! ¡Dadles duro!

Los arqueros siguieron disparando con toda la rapidez de la que eran capaces y no tenían tiempo para seguir la trayectoria de sus flechas, por lo que al principio no eran conscientes de que estaban alcanzando a sus compañeros. Macro aguardó a que el enemigo se hubiera dispersado y a que los prisioneros hubieran dejado de gritar antes de dar la orden para que los arqueros dejaran de disparar. Sólo entonces tuvieron plena conciencia del resultado de su ataque y se quedaron mirando las líneas enemigas en un silencio atontado hasta que Macro dio otra orden y su bramido resonó por todo el fuerte.

—¡La primera centuria permanecerá de guardia! ¡Todas las demás centurias a desayunar!

Cuando los soldados se alejaron lentamente de los muros, Macro dio un puñetazo al parapeto.

—¡Oficiales! ¡Poned en marcha a vuestros soldados! ¡No les pagan por horas, maldita sea!

Lanzó una mirada fulminante a los oficiales, que se apresuraron a obedecer su orden y enseguida quedó únicamente una fina cortina de guardias repartidos a lo largo del muro. Entonces Macro movió la cabeza en señal de satisfacción.

—No quiero que nuestros hombres estén expuestos a este espectáculo más de lo necesario. Quiero que se concentren en la lucha, no en lo que podría ocurrir después.

—Si saben lo que Bannus les tiene reservado lucharán hasta la muerte.

—Es posible —repuso Macro—, pero no lucharán tan bien si les doy la oportunidad de pensar demasiado en la suerte que han corrido esos pobres desgraciados.

Cato vio que aquello tenía sentido. Macro había demostrado tener una magnífica comprensión del funcionamiento de la mente de los soldados y, aunque los hombres del fuerte Bushir estuvieran condenados, Macro se encargaría de que se concentraran en matar a todos los enemigos que fuera posible antes de que los mataran a ellos. Cato se dio cuenta de que su amigo era un profesional hasta el fin. Lo más probable era que en algún momento de los próximos días ese fin llegara. Cato volvió a mirar hacia los cuerpos colgados de las cruces.

—¿Era realmente necesario matarlos?

Macro soltó un resoplido.

—¿Qué hubieras hecho tú? ¿Dejarlos allí para que tuvieran una muerte lenta y dolorosa? Fue un acto de misericordia, Cato.

Cato frunció el ceño cuando se le ocurrió una idea desagradable. Miró a su amigo.

—¿Y si anoche me hubieran capturado a mí junto con Sycorax y los demás? ¿Les hubieras ordenado a los arqueros que me dispararan?

Una expresión divertida cruzó fugazmente por el rostro de Macro.

—Por supuesto que sí, Cato. Sin dudarlo ni un instante. Y, créeme, si hubieras estado clavado junto a esos hombres me lo hubieses agradecido.

—No estoy seguro.

—En cualquier caso, no te hubiera dado la oportunidad. —Macro sonrió forzadamente antes de seguir hablando en un tono más serio—. Y si hubiera sido yo el que hubiese estado ahí fuera habría esperado que tú hicieras lo mismo. Lo que pasa es que no estoy seguro de que hubieses tenido las pelotas de dar la orden… ¿Y bien?

Cato lo miró un momento y meneó la cabeza en señal de negación.

—No lo sé. No sé si podría hacer eso.

Macro frunció los labios con tristeza.

—Eres una buena persona. Un buen soldado y un buen oficial casi todo el tiempo. Si salimos de ésta algún día tendrás tu propio mando y yo no estaré allí. Será entonces cuando tendrás que tomar las decisiones verdaderamente difíciles, Cato. Puedes estar seguro. La cuestión es, ¿estás preparado para eso? —Miró atentamente a su amigo un instante y a continuación le dio un leve puñetazo en el hombro—. Piénsalo. Mientras tanto, quiero que te asegures de que la torre de entrada se repare todo lo posible antes de que ese onagro vuelva a entrar en acción.

—No creo que eso sirva de nada, señor. Echarán abajo nuestras reparaciones enseguida.

—Servirá para mantener ocupados a nuestros soldados y evitar que piensen demasiado. Eso te incluye a ti. También les demostrará a Bannus y a sus amigos que la Segunda iliria no va a rendirse, darse la vuelta y esperar a que nuestros enemigos nos den la patada. Somos mejores que eso. ¿Comprendes lo que te digo?

—Por supuesto —repuso Cato con irritación—. No soy idiota.

—Ni mucho menos. Sin embargo, incluso las mentes más brillantes pueden aprender algo de los que tenemos experiencia, ¿eh? —Macro sonrió—. Ahora encárgate de hacer un buen trabajo en ese parapeto.

—Sí, señor —asintió Cato—. Lo haré lo mejor que pueda.

—Pues claro que sí. No espero menos de ti. No te quedes ahí parado, centurión. ¡En marcha!

* * *

Los soldados trabajaron sin descanso durante toda la mañana para levantar el parapeto sobre los restos de la torre de entrada y reforzar el muro interior. Teniendo presentes las palabras de Macro, Cato los hizo trabajar duro y les permitió pocas pausas para descansar mientras hacían más gruesas las defensas improvisadas y más alto el muro interior. Si el enemigo lograba abrirse camino a la fuerza a través de aquel último obstáculo, entonces la Segunda cohorte iliria sería aniquilada. Mientras los soldados trabajaban en el interior del fuerte, el enemigo seguía despejando más trampas de las que habían sido colocadas fuera, mientras protegía a sus trabajadores con una línea delgada de arqueros listos para disparar contra cualquier blanco que asomara por los muros. Tras ellos, los ingenieros sudaban bajo el intenso sol para conseguir que el onagro que les quedaba pudiera volver a utilizarse. Poco después de mediodía el enemigo se retiró al fin del arma de asedio, el brazo lanzador se echó hacia atrás con cuidado y, mientras el arma se disponía para atacar nuevamente el fuerte, los ingenieros comprobaban que no mostrara más indicios de estar dañada. Al final se convencieron de que no había peligro en seguir adelante. Se gritó una orden seca, la palanca del disparador se retiró de golpe y el brazo se alzó y golpeó el tope con un fuerte porrazo al tiempo que soltaba el proyectil, el cual se elevó en el aire dando vueltas para luego describir un arco hacia la torre de entrada. Cato y la cuadrilla de trabajo soltaron las herramientas de inmediato y corrieron a guarecerse detrás del muro.

Los ingenieros de asedio partos eran de primera, o al menos tuvieron mucha suerte, pensó Cato cuando el primer disparo se estrelló contra el parapeto y abrió un boquete en lo alto de las defensas reconstruidas. El bombardeo continuó con un interminable ciclo de ruidos metálicos, un golpe y el estruendo de la mampostería. En cuanto cayó el primer proyectil, Cato hizo que sus hombres se retiraran tras el muro interior y él trepó a la torre de la esquina para observar el desarrollo de la situación mientras iba transcurriendo la tarde calurosa. La paulatina destrucción de los restos de la torre de entrada se llevó a cabo de un modo metódico y completo, empezando por el muro para simplemente batir el resto hasta convertirlo en un montón de escombros sueltos que servirían de práctica brecha para que Bannus y su ejército efectuaran el asalto. Cuando la luz empezó a desvanecerse y el sol poniente bañó la arena caliente del desierto haciéndola resplandecer y tiñéndola de un rojo intenso, el onagro se detuvo al fin y los soldados del interior del fuerte ya no tuvieron que seguir apretujados a cubierto de un muro y encogerse cada vez que las piedras caían con estrépito. Cuando estuvo seguro de que habían cesado los disparos, Cato mandó a buscar a Macro. El prefecto se reunió con él detrás de la torre de entrada destruida y dio unos cuantos pasos vacilantes sobre los escombros.

—Podrán trepar por aquí sin mucha dificultad.

—¿Cuándo crees que vendrán? —preguntó Cato.

—Resulta difícil decirlo. —Macro levantó la vista al cielo que ya se oscurecía, adoptando un aterciopelado color azul salpicado por las primeras estrellas de la noche—. Creo que esperarán hasta el amanecer, cuando puedan ver cómo progresa el ataque. —Macro se encogió de hombros—. Al menos eso es lo que haría yo si estuviera en su pellejo.

Entonces oyeron un redoble de tambores y el toque discordante de una trompeta.

—¿Qué es eso? ¿Qué están tramando ahora?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —refunfuñó Macro—. Vamos, echemos un vistazo.

Le hizo señas a Cato para que lo siguiera y empezaron a trepar por encima de los montones de piedra, pedazos de roca y vigas de madera astilladas. Al llegar a lo alto de la pila de escombros Cato miró hacia el campamento enemigo. Una gran cantidad de hombres estaba formando frente a la torre de entrada, cómodamente situados fuera del alcance de las flechas. El sol, que estaba bajo en el cielo, los bañaba con una luz anaranjada que se reflejaba en sus armas como bronce fundido.

—¡Qué bonito! —Macro hizo un gesto con la cabeza hacia aquel baño de color que recorría la distante línea del horizonte—. Aunque creo que allí nuestros amigos estropean la vista. Ellos tienen otra cosa en la cabeza. —Se volvió hacia Cato con aire contrito—. Parece ser que estaba equivocado. No están dispuestos a esperar hasta mañana por la mañana. Van a atacar el fuerte ahora mismo.