Capítulo XXV

Se acuclillaron con la espalda encorvada y esperaron oír el impacto con los dientes apretados. La primera de las rocas pasó por encima de la torre de entrada y atravesó el tejado de uno de los barracones del otro lado con un estrépito demoledor. Fragmentos de tejas salieron disparados con el impacto y cayeron con un golpeteo a la calle en torno al edificio. El segundo proyectil cayó en el suelo a una corta distancia del anterior, mandando contra la pared una lluvia de piedras y arenilla y levantando una pequeña nube de polvo sobre el lugar en el que había aterrizado. Cato y Macro notaron el golpe y éste miró a su amigo con una sonrisa nerviosa.

—¡Menudo equipo tienen! El alcance es muy bueno y pueden lanzar un buen peso. Eso va a ser una lata.

Cato se puso de pie y miró los onagros. Los servidores ya estaban atareados preparando el próximo lanzamiento. Oyó una serie de leves traqueteos cuando el brazo lanzador se echó hacia atrás. Macro se había apresurado hacia el otro lado de la torre y estaba mirando al edificio de barracones que había recibido el primer impacto. Había un agujero en el tejado y una neblina de polvo flotaba sobre la construcción.

—¡Eh, tú! —le gritó Macro a uno de los soldados que había en la calle. El hombre se dio la vuelta, miró hacia arriba y se puso en posición de firmes.

—¡Sí, señor!

—Mira en el interior de ese edificio. Asegúrate de que todo el mundo esté bien. Haz que los sanitarios se ocupen de cualquier baja que haya. ¡Deprisa!

En cuanto hubo dado la orden, Macro se reunió con Cato. El primer onagro estaba casi listo para ser cargado y en la luz creciente vieron a dos hombres que alzaban una roca con gran esfuerzo para colocarla en la cuchara que había en el extremo del brazo. Se gritó una orden y al cabo de un instante la viga de madera volvió a levantarse, golpeó con un chasquido contra el tope y otro proyectil describió un arco en dirección al fuerte. Al igual que antes, pareció que se les venía directamente encima y Cato miró a Macro. Éste estaba siguiendo la rápida trayectoria de la roca, por lo que Cato tuvo que obligarse a permanecer sereno y resistir el impulso de echarse a un lado. La roca golpeó la base de la torre de entrada y Cato notó la sacudida del impacto por todo su cuerpo. Un pedazo de mampostería cayó del muro cerca de allí y el polvo y la arenilla se desprendieron del seco techado de juncos que tenían encima.

Macro lo miró.

—¿Estás bien?

Cato le dijo que sí con la cabeza.

—Será mejor que comprobemos los daños.

Se inclinaron por encima de la muralla y miraron hacia abajo. La roca seguía entera allí donde había caído al rebotar en el muro y la manpostería tenía un pequeño cráter cerca del arco, del cual radiaban unas cuantas grietas.

Macro crispó el rostro.

—Espero de verdad que eso haya sido casualidad.

El segundo onagro entró en acción y otra piedra voló por los aires hacia el fuerte. Volvió a quedarse corta y rebotó en el suelo pedregoso antes de golpear contra la base del muro junto a la torre de entrada sin causar daños. Despuntaba el día en el desierto y el bombardeo continuó con el ritmo constante del traqueteo del trinquete, el crujido del brazo al golpear contra el tope y el chasquido del impacto. Casi la mitad de los proyectiles se quedaron cortos, o se desviaron y alcanzaron las murallas, o pasaron por encima de las defensas y cayeron en los edificios del otro lado. Todos los disparos que alcanzaron la torre de entrada hicieron caer más trozos de mampostería y las finas grietas se fueron ensanchando poco a poco. Un disparo afortunado dio justo en la parte inferior de la propia puerta e hizo vibrar las bisagras. Macro no tardó en dar la orden para que la mayoría de los soldados se refugiaran tras los muros, dejando que los que guarnecían las torres de las esquinas vigilaran al enemigo. Al cabo de un rato Macro y Cato descendieron de la torre de entrada y tomaron asiento en la garita junto a los troncos de la puerta.

—¿Alguna vez había estado en el lado de los que reciben? —preguntó Cato.

—No, y no puedo decir que esté disfrutando con la experiencia —Macro esbozó una débil sonrisa— tengo que reconocer que Bannus y sus amigos partos han conseguido darnos una sorpresa muy desagradable. Y yo dejé que esos malditos onagros me pasaran por delante de las narices.

—No sea demasiado duro consigo mismo, señor. Nadie podría habérselo esperado.

—Tal vez, pero eso no va a servir de mucho consuelo si logran echar abajo la torre de entrada y arrollarnos.

—¿No podríamos intentar destruir los onagros?

—¿Y cómo sugieres que lo hagamos?

—Mandemos fuera a nuestra caballería, que se dirija hacia allí antes de que puedan reaccionar e intente prender fuego a los onagros, o al menos al mecanismo de torsión.

Macro meneó la cabeza.

—No funcionaría. Sólo hay una ruta por la que los caballos pueden atravesar el terreno que he preparado con los abrojos y los fosos, y es en dirección este. Tendríamos que tomarla hasta haber dejado atrás las trampas antes de poder dar la vuelta hacia los onagros. Les daría tiempo a situar una gran cantidad de hombres entre nosotros y las preciosas armas de asedio. Sería un desperdicio de efectivos.

—¿Y si lo intentamos esta noche a pie?

—Más o menos el problema es el mismo. Hay un paso estrecho a través de los obstáculos en dirección oeste, y otro hacia el norte. Si nos apartamos del camino quedaremos atrapados entre el enemigo y nuestras propias defensas. Es casi imposible encontrar el camino en la oscuridad. Sería un desperdicio de efectivos.

Por mucho que Cato quisiera destruir los onagros, sabía que su amigo tenía razón. Sería una operación peligrosa, tanto de día como de noche. Se pasó una mano por el cabello.

—Si no podemos detener a esos onagros, supongo que será mejor que dispongamos los medios para contrarrestarlos.

Macro asintió.

—Vamos.

Se alejaron del muro a grandes zancadas y Macro tomó una jabalina de uno de los auxiliares. Se colocó a un lado de la torre de entrada, corrigió su posición y entonces empezó a marcar una línea en la arena y la grava con la punta de la jabalina. Continuó hasta que hubo descrito un arco en torno a la parte trasera de la torre y entonces le devolvió la jabalina al auxiliar.

—Esto servirá, Cato. Quiero un parapeto a lo largo de esta línea. Constrúyelo lo más alto que puedas. Instala unas cuantas plataformas cubiertas a cada lado. Si el enemigo cruza la brecha lo recibiremos con flechas y jabalinas por los tres lados. ¿Lo has entendido?

—Sí, señor.

—Pues manos a la obra.

* * *

Cato congregó a un grupo de trabajo y dio órdenes para que se destruyeran los barracones más próximos a la torre de entrada. Ello proporcionaría un cómodo suministro de materiales para la segunda línea de defensa así como espacio libre detrás del parapeto para concentrar allí una fuerza de defensores que hiciera frente a cualquier ataque a través de la brecha. Los auxiliares utilizaron ganchos de hierro y trozos de cuerda para echar abajo las vigas del techo y luego las paredes de cada uno de los edificios. Otros cogieron los picos y empezaron a cavar agujeros en los que plantar las vigas a modo de postes. Se clavaron maderos entre las vigas antes de utilizar los escombros de mayor tamaño para construir los cimientos de aquella pared improvisada. Los trabajos se prolongaron durante toda la mañana y buena parte de la tarde, bajo el resplandor del sol, y los onagros no interrumpieron su ataque contra la torre en ningún momento. Algunas rocas seguían cayendo por encima de los muros y alcanzaban algún edificio con un fuerte estrépito que hacía que los defensores se sobresaltaran y se pusieran a cubierto hasta que los oficiales les gritaban que siguieran trabajando. Fueron bastante afortunados y no sufrieron bajas graves hasta mediodía, cuando una de las rocas que cayó en medio de un grupo de trabajo pulverizó a un soldado y lo redujo a una maraña de miembros ensangrentados apenas reconocible, además de herir a la mayoría de sus compañeros con las esquirlas de piedra que salieron disparadas del lugar donde la roca impactó contra el suelo. Cato gritó una serie de órdenes de inmediato para que retiraran el cuerpo y para que los heridos fueran trasladados al hospital y puso al resto a construir de nuevo la pared interior.

A media tarde, cuando otra de las rocas se estrelló contra la torre de entrada, se oyó un retumbo de piedra que no presagiaba nada bueno y se abrió una grieta en la muralla que bajaba en diagonal hasta llegar casi al suelo. Los soldados se detuvieron un momento a mirar y reanudaron sus tareas con determinación renovada. Cato se acercó tranquilamente a Macro.

—Ya no durará mucho más, señor.

—Tal vez —respondió Macro—, pero de momento aguanta. Sólo espero que resista hasta el anochecer. Dudo que emprendan ningún ataque directo hasta que puedan ver con claridad lo que están haciendo. Mientras tanto, tendremos que hacerlo lo mejor posible con el muro interior.

Al cabo de unos cuantos disparos más la esquina de la torre de entrada cayó contra el suelo del exterior del fuerte y en cuanto se desvaneció el ruido de la mampostería que se desmoronaba los defensores oyeron los gritos de triunfo del enemigo. Cato levantó la vista hacia la torre y vio el ancho hueco en lo alto del muro junto a la sección que se había derrumbado, como si un enorme Titán hubiera arrancado un pedazo de las defensas con los dientes. Aun así, el bombardeo continuó sin cesar. De hecho, en cuanto cedió la esquina, Cato fue contando el tiempo que transcurría entre cada impacto y calculó que el enemigo había aumentado la frecuencia de las rocas que lanzaba por lo alto hacia el fuerte. Cada golpe contra la mampostería suelta provocaba que la estructura se desmoronara aún más sobre los escombros ya existentes con un retumbo de piedras pesadas y el deslizamiento y traqueteo de otras más pequeñas. Cuando el sol descendió hacia el horizonte por detrás del campamento enemigo, las ruinas de la torre de entrada se convirtieron en una silueta recortada hasta que al fin el arco por encima de la puerta se vino abajo y no quedó más que un enredado montón de cascotes y vigas de madera hechas pedazos.

La penumbra se cernía en el desierto circundante y Macro y Cato treparon a una de las torres de las esquinas para evaluar la situación. Unos cuantos enemigos, envalentonados por la destrucción de la torre de entrada, se habían aventurado a acercarse al fuerte lo suficiente como para atraer la atención de los arqueros apostados a intervalos a lo largo del muro y de vez en cuando una flecha salía zumbando del fuerte hacia los enemigos más próximos, haciendo que se dispersaran y se tiraran al suelo para protegerse. Macro se animó al ver a un hombre, más lento en reaccionar que sus compañeros, que por casualidad levantó la vista en el preciso momento en que la punta arponada de un asta le dio en la cara y le salió de repente por la parte posterior del cráneo.

—¡Buen disparo! —le bramó Macro a un arquero situado más adelante en el muro, el cual respondió con una inclinación de la cabeza antes de colocar rápidamente otra flecha y buscar con la mirada a su próximo objetivo.

Cuando empezó a desvanecerse la última luz del día, el enemigo batió los restos de la torre de entrada y luego cesó el bombardeo. Lo reanudarían por la mañana y tras unas cuantas horas más la brecha permitiría que Bannus y su ejército iniciaran el ataque. Las fogatas aparecieron en el campamento enemigo y las risas y cantos se hicieron perfectamente audibles para los defensores, que continuaron levantando el muro interior. Macro y Cato inspeccionaron el trabajo de sus soldados a la luz de las antorchas. La nueva pared se alzaba a una altura de casi dos metros y medio y era lo bastante gruesa para resistir la presión de una oleada de hombres apretujados contra ella. En la parte interior había una estrecha banqueta desde la que los defensores podían atacar al enemigo mientras éste trepaba por los escombros esparcidos por el suelo frente a la pared.

Macro dio unas palmaditas en la superficie rugosa.

—Servirá.

—Tendrá que servir —replicó Cato en voz baja—. Cuando terminen con lo que queda de la torre de guardia esto es lo único que podrá impedirles el paso.

Macro se volvió a mirar a su amigo bajo el resplandor trémulo de la antorcha que llevaba en la mano.

—Tienes razón, por supuesto. Terminarán el trabajo por la mañana.

—A menos que esta noche se haga algo con esos onagros.

—Ya te lo dije —respondió Macro en tono cansino—. Es demasiado peligroso.

—Corremos peligro de todos modos —dijo Cato—. Al menos, si intentamos hacer algo tal vez pudiéramos retrasarlos un día o así y ganar un poco más de tiempo. Tiene que valer la pena intentarlo, señor.

Macro no estaba convencido de ello.

—Ya te dije que cualquiera que salga ahí fuera al amparo de la oscuridad seguro que se pierde por las defensas.

Cato estaba mirando la antorcha de Macro y éste se fijó en el excitado brillo que su amigo tenía en los ojos y que siempre acompañaba al torrente de ideas que lo asaltaban cuando se le ocurría uno de sus planes descabellados. Macro se sintió desazonado.

—Déjeme encabezar un asalto, señor.

—¿Tan harto estás de la vida, Cato?

—No, pero no quiero quedarme aquí sentado esperando a que me maten. Además, creo que hay un modo de atravesar nuestras líneas de defensa sin ningún percance.

* * *

—¿Estás seguro de lo que haces? —dijo Macro en voz baja mirando a Cato. El joven centurión se había ennegrecido el rostro y el resto de carne que no quedaba cubierta por la oscura túnica parduzca con la que iba vestido. Llevaba el talabarte atado a la cintura y un morral colgado del hombro que contenía una caja de yesca y varios recipientes pequeños llenos de aceite. Tras él había un grupo de veinte soldados, equipados de forma parecida para aquella noche de trabajo.

—No me pasará nada, señor. Usted encárguese de que esas lámparas se mantengan encendidas.

Cato hizo un gesto con la cabeza hacia lo alto de la muralla, donde el brillo pálido de una lámpara de aceite parpadeaba en la oscuridad. En el cuartel general se había encendido otra lámpara que se había colocado en la ventana más alta, alineada con la que estaba en el muro y con el camino estrecho a través de la cortina de trampas y obstáculos que se extendía al otro lado del muro norte del fuerte.

Macro agarró del brazo a su amigo.

—Haz lo que tengas que hacer y vuelve enseguida. No te dejes llevar, que te conozco.

Cato sonrió abiertamente.

—Confíe en mí, señor. No quiero estar ahí fuera más de lo necesario.

Macro le dio un breve apretón en el brazo.

—Pues buena suerte.

Retrocedió un paso y le hizo una señal con la cabeza al centinela, quien, haciendo el menor ruido posible, descorrió los cerrojos de la poterna y abrió lentamente la puerta. Las bisagras emitieron un débil chirrido y Macro contuvo la respiración al oírlo, de lo fuerte que parecía en medio de la calma del otro lado de la muralla. El centinela se detuvo un momento y luego continuó abriendo la puerta más despacio hasta que quedó hueco suficiente para que Cato y sus hombres pudieran pasar por él en fila.

—En marcha —susurró Cato, que tras dirigirle una última mirada tranquilizadora a la figura oscura del prefecto salió del fuerte con sigilo.

No había luna en el cielo y unas tenues nubes filamentosas cubrían la mayor parte de las estrellas, por lo que el paisaje se hallaba envuelto en la negrura: una protección perfecta para Cato y su grupo. Claro que aquella misma falta de luz era el mayor peligro al que se enfrentaban los romanos. En tales condiciones resultaría muy fácil toparse con un centinela o una patrulla enemigos. Por ese motivo Cato estaba decidido a avanzar con toda la cautela posible. Cuando el último de los soldados hubo salido del fuerte, la poterna se cerró suavemente tras ellos. Cato esperó un momento por si veía u oía algo que revelara que su presencia había sido detectada, luego le hizo señas al hombre que iba tras él y empezó a avanzar poco a poco siguiendo la base del muro. A lo lejos oía los sonidos de los soldados de la puerta principal que a toda prisa intentaban reparar un poco los daños causados en la torre de entrada durante el día. Si el bombardeo de los onagros continuaba por la mañana, el trabajo nocturno quedaría deshecho en pocas horas, pero al menos le proporcionaría un poco más de tiempo a la guarnición del fuerte. Cato se encaminó hacia el sendero estrecho que salía de la cara norte del fuerte.

Cato se detuvo al llegar al punto en que la lámpara brillaba débilmente en el muro y dejó que sus soldados se acercaran. Ya estaba temblando, en parte por el frío penetrante del aire y en parte por el estado de excitación nerviosa que le provocaba el hecho de conducir a sus soldados en aquella peligrosa incursión en el campamento enemigo. Respiró hondo para intentar calmar su ansiedad y a continuación se metió en la zanja que rodeaba el fuerte y trepó por el otro lado. Tomó como punto de referencia la masa negra de un distante afloramiento rocoso y empezó a avanzar hacia él a tientas, a cuatro patas. Su mano izquierda retrocedió al entrar en contacto con la punta afilada de un abrojo, palpó el suelo por delante y enseguida encontró otro, lo cual le proporcionó cierta noción de aquel lado del camino. Cuando a Cato le pareció que habían avanzado más de cien pasos desde el muro miró hacia atrás y vio también la lámpara del cuartel general, casi perfectamente alineada con la de la muralla. Corrigió su posición hasta que las dos lámparas estuvieron en línea y entonces siguió avanzando lentamente.

Les llevó mucho tiempo llegar al límite de las defensas que Macro había preparado y entonces Cato notó una mano en el hombro cuando el soldado que iba detrás de él lo agarró de pronto. Cato se volvió y vio que el brazo de aquel hombre señalaba hacia la derecha. A menos de unos cien metros de distancia Cato distinguió las siluetas de dos judíos contra el cielo nocturno, ligeramente más claro. Se oyeron fragmentos de conversación y risas y las dos figuras se alejaron poco a poco, siguiendo con su ronda por el perímetro del fuerte. El pequeño grupo de romanos continuó adelante hasta que dejaron bien atrás las defensas; entonces Cato giró en paralelo al muro del fuerte y los condujo hacia el resplandor rojo de las fogatas del campamento enemigo.

Aguzó todos sus sentidos para detectar cualquier presencia en torno a él, cualquier señal de peligro. El frío se le había metido en el cuerpo, tenía una opresión en el pecho y no podía hacer nada por contener sus temblores mientras se aproximaban al enemigo, agachados y avanzando lentamente por la oscuridad. Al final vio las estructuras perpendiculares de los onagros a cierta distancia, resaltadas por el brillo de una fogata cercana. Detuvo a sus hombres y les indicó que formaran un círculo a su alrededor.

—¿Sycorax? —susurró.

—Aquí, señor.

Cato se volvió hacia la figura oscura arrodillada a una corta distancia.

—Los carros y sus animales están por ahí. —Señaló la forma de un montículo en el terreno, a unos cuatrocientos metros de los onagros—. Deshaceos de los centinelas y causad un incendio. Haced tanto fuego como os sea posible y cuando captéis su atención haced todo el ruido que podáis. Entonces regresad al fuerte.

—No se preocupe, señor. Sabemos lo que tenemos que hacer.

—Pues buena suerte. En marcha.

Cato observó cómo Sycorax y sus hombres se alejaban arrastrando los pies y la noche los engullía. Luego hizo una señal con la mano a sus hombres y se fueron acercando sigilosamente a los onagros. A medida que se iban aproximando, los sonidos del campamento enemigo fueron aumentando de volumen y Cato temió que el ruido encubriera la posición de los hombres que vigilaban los onagros, aun cuando pudiera ayudar a ocultar la aproximación de Cato y su grupo. En cuanto vio al primer hombre de pie junto a las máquinas de guerra, Cato dio el alto a sus soldados.

—Esperad aquí.

Cato se puso boca abajo y avanzó deslizándose por el suelo con la cabeza ligeramente levantada para escudriñar el terreno que tenía por delante. Se fue abriendo camino hasta llegar junto a uno de los onagros y vio que había al menos diez hombres al lado de las máquinas de asedio, un número al que Cato y sus auxiliares podrían enfrentarse si los guardias no se sentían tentados de abandonar sus puestos cuando Sycorax iniciara su distracción. Cato regresó arrastrándose junto a sus hombres y esperaron todos en la oscuridad.

No pasó mucho tiempo antes de que se oyera un grito en la distancia y al cabo de un momento se vio el parpadeo de las llamas cuando unas furiosas lenguas de color naranja y amarillo empezaron a consumir un carro pesado. A la luz del resplandor que se proyectaba en torno al carro, Cato vio que los caballos y muías tiraban de sus sogas para intentar escapar del calor desesperadamente. Los agudos relinchos y rebuznos llegaron a ser de verdadero terror. Cato se volvió hacia los onagros. Los guardias se habían desplazado todos a un lado para ver el fuego. Más allá de donde estaban sonó un cuerno en el campamento enemigo y de repente el suelo oscuro del desierto quedó repleto de figuras que corrían hacia las llamas. Uno de los guardias gritó algo, corrió unos cuantos pasos hacia el incendio y entonces se detuvo y les hizo un gesto enojado a los demás para que lo siguieran. Uno de ellos negó con la cabeza y le gritó una respuesta señalando con el dedo el suelo a sus pies, resuelto al parecer a no moverse de allí. Pero unos cuantos se apresuraron a unirse al primero y salieron todos corriendo hacia la noche.

Cato se volvió hacia sus hombres.

—Seguidme. Que nadie ataque hasta que yo lo diga.

Cato se levantó para ponerse en cuclillas y corrió hacia el onagro que se hallaba más alejado de los guardias que quedaban; sus hombres lo siguieron con paso suave. Al llegar junto al onagro, Cato se descolgó el morral y lo abrió.

—En cuanto le haya prendido fuego a éste id a por esos guardias. Desenvainad las espadas.

Hubo un coro quedo de ruidos ásperos cuando los soldados sacaron poco a poco las espadas de sus vainas y las sostuvieron dispuestas para ser utilizadas. En tanto que dos de ellos empezaban a rociar con el aceite la estructura y las cuerdas tensoras del onagro, otros encontraron cuerdas de recambio y combustibles que colocaron debajo del armazón. Cato preparó un trozo de lino carbonizado en su yesquero junto con unos pedazos de corteza seca. Entonces golpeó un pedernal con otro. Tras los primeros intentos frustrados, una pequeña lluvia de chispas prendió el lino y Cato sopló suavemente hasta que, con una minúscula deflagración, apareció una pequeña lengua de fuego. Con mucho cuidado colocó un poco de corteza encima para alimentar la llama y cuando se oyó una buena crepitación la acercó a los materiales combustibles. Hubo un exasperante retraso antes de que las llamas se extendieran desde la caja de yesca, pero al fin el fuego prendió en la base del onagro y se propagó rápidamente cuando el aceite se inflamó y bañó el área circundante con un resplandor refulgente.

Entonces se oyó el grito de alarma de uno de los guardias que habían permanecido en su puesto y que se dieron la vuelta hacia el incendio.

—¡A por ellos! —les gritó Cato a sus hombres, que se levantaron y atacaron a los guardias. Cato agarró un pedazo de madera de entre las lenguas de fuego que se alzaban en torno al onagro y corrió tras el resto del grupo incendiario en dirección a la otra máquina de guerra. En aquella ocasión ya no era necesario utilizar la caja de yesca y Cato arrojó la madera ardiendo en el combustible que sus hombres habían apilado bajo las cuerdas tensoras. El fuego prendió rápidamente y Cato lo observó el tiempo suficiente para cerciorarse de que ardía bien antes de desenvainar la espada y echar un vistazo a su alrededor.

Sus soldados habían acabado rápidamente con los guardias, pero bajo la luz que desprendían las llamas Cato vio a más enemigos que salían en tropel de la oscuridad hacia los onagros en llamas. Era fundamental que los mantuviera alejados el tiempo suficiente para que las llamas vivas consumieran las armas de asedio tanto como fuera posible.

—¡A mí! —exclamó— ¡A mí, Segunda iliria!

Sus hombres se acercaron corriendo, Cato les hizo formar en una línea suelta frente a los onagros ardiendo y se quedaron allí preparados, con las espadas en ristre y ligeramente agachados mientras se disponían a atacar al enemigo que se abalanzaba hacia el resplandor ondulante de las llamas. Con el fuego a sus espaldas, los romanos eran unas densas siluetas negras que proyectaban unas alargadas sombras oscuras frente a ellos, por lo que, al verlos, el primero de los judíos vaciló. Entonces, con un fuerte gruñido de ira y desprecio, un parto se abrió paso a empujones hacia ellos y se arrojó directamente contra la línea romana. El auxiliar que se hallaba frente a él se preparó para el impacto y en el último momento dio un puntapié en el suelo con el que arrojó arena y grava al rostro del parto. El hombre titubeó instintivamente y levantó el brazo para protegerse los ojos. El instinto lo mató, pues el romano se abalanzó hacia él, le clavó la espada en el vientre y arrancó la hoja de un golpe profiriendo un feroz rugido. El parto se desplomó de rodillas, mirando horrorizado la sangre y los intestinos que salían de la terrible herida.

El enemigo se detuvo en seco por detrás del parto, reacio a atacar a los romanos, y Cato vio su oportunidad. Respiró hondo y bramó:

—¡Al ataque!

Se lanzó hacia delante y sus soldados lo siguieron al momento, sumando sus gritos al suyo. Justo antes de alcanzar al enemigo, Cato estaba poseído por una ira furiosa y notó una corriente de energía que le recorría las venas como si fuera fuego. Al asestarle un rápido tajo con la espada al hombre que tenía más cerca, pequeño, de rasgos morenos y aterrorizado, Cato se oyó gritar con una furia sin sentido. El hombre levantó el brazo y sus dedos intentaron agarrar la empuñadura de la espada de Cato cuando ésta se abalanzó hacia él. El filo de la hoja le aplastó la mano y continuó descendiendo, destrozándole la clavícula cuando penetró en su hombro. El hombre soltó un grito de miedo y de dolor, Cato recuperó la hoja de un tirón y empujó al hombre para apartarlo al tiempo que buscaba con la mirada a su próximo contendiente. A un lado y a otro su pequeño ejército se había arrojado contra el enemigo, arremetiendo a tajos con salvaje abandono, gritando y chillando sin parar, atrapados en el brillante resplandor rojizo de las llamas y las sombras saltarinas de otros hombres.

Cato fijó la mirada en un hombre de hombros anchos y larga barba oscura. Iba armado con una pesada espada curva que sujetaba con ambas manos y en cuanto vio que el romano lo había elegido la blandió por encima de la cabeza y se abalanzó hacia Cato. La cara de la hoja emitió un brillo de un color naranja encendido al reflejar la luz de las llamas, luego se hizo borrosa cuando descendió describiendo un arco hacia la cabeza de Cato. Él supo que no podía parar el golpe. El mero hecho de intentarlo le supondría una muerte certera. En lugar de eso dio un salto hacia un lado, chocó contra otro hombre y ambos cayeron al suelo. La espada curva golpeó contra el suelo junto a Cato e hizo saltar chispas del borde de una pequeña roca. Cato la emprendió a patadas y notó que la suela claveteada de su bota golpeaba con fuerza la muñeca de aquel hombre. Con un grito de dolor el judío aflojó la mano y la pesada espada cayó al suelo. Sin embargo, antes de que Cato pudiera asestar un golpe mortal, el hombre con el que había chocado se arrojó sobre él y unos dedos desesperados le arañaron el cuello y la cara. Cato tenía la mano de la espada inmovilizada contra el costado; apretó la mano izquierda y le asestó un puñetazo en la cabeza a aquel hombre. El golpe le hizo soltar un grito ahogado, pero siguió aferrado a Cato con los dientes apretados mientras sus pulgares descendían y le presionaban la tráquea al romano con una fuerza terrible.

—¡No! —gruñó Cato—. ¡No hagas eso, joder!

Alzó la rodilla con fuerza entre las piernas de su adversario y notó que la rótula le golpeaba los genitales. El hombre soltó un grito ahogado, puso los ojos en blanco y aflojó las manos un instante. Cato se lo quitó de encima con una convulsiva sacudida de todo el cuerpo y en cuanto tuvo el brazo libre le clavó la espada en el costado. La hoja salió de la herida con un húmedo ruido de succión y Cato se puso de pie apresuradamente. A ambos lados sus soldados habían matado a varios enemigos, pero ya estaban apareciendo muchos más en el resplandor de las llamas. Eran demasiado numerosos para hacerles frente y, con la seguridad que les proporcionaba su superioridad numérica, el enemigo se abalanzó en tropel hacia los romanos. Cato se dio cuenta de que sus hombres y él habían hecho todo lo que habían podido. Permanecer allí un instante más era encaminarse a la muerte.

—¡Retirada! —gritó—. ¡Vamos!

Se dio la vuelta y echó a correr lejos del enemigo, entre los onagros que ardían, de vuelta a la seguridad de la noche. Sus hombres se apresuraron a ir tras él, jadeantes por el esfuerzo y la excitación. El enemigo los siguió, precipitándose tras ellos en una oleada. Algunos cayeron en la cuenta de cuál era su verdadera prioridad y corrieron hacia los onagros en llamas, haciendo caso omiso del calor infernal mientras intentaban retirar desesperadamente la madera en llamas apilada en torno a los gruesos maderos de los armazones. Unos cuantos arrojaron arena con las manos para tratar de sofocar las llamas en tanto que otros se desprendieron de sus capas e intentaron apagar el fuego dando golpes con ellas. Sin embargo eran más, muchos más, los que deseaban por encima de todo vengarse de aquellos romanos que habían osado aventurarse a salir del fuerte para atacar su campamento. Pasaron en estampida junto a los onagros ardiendo y fueron detrás de Cato y de sus hombres, persiguiéndolos en la oscuridad más allá del contorno anaranjado de las llamas.

—¡A mí! —gritó Cato. Quería tener a sus hombres cerca, para asegurarse de que atravesaban juntos las defensas. A su derecha se hallaba la oscura mole del fuerte, con las antorchas ardiendo en cada una de las torres de las esquinas. Y allí, a la mitad de la longitud del muro, la chispa de luz de la lámpara de aceite, y detrás, formando un ángulo con ella, la llama más débil de la lámpara de la ventana del edificio del cuartel general.

—Seguid adelante —les dijo Cato entre dientes a las tenues sombras que tenía al lado y detrás. Más lejos oyó los gritos de los hombres que los perseguían—. No os separéis de mí.

Siguieron corriendo, dirigiéndose instintivamente hacia el fuerte mientras las dos pequeñas luces se acercaban la una a la otra. Entonces ocurrió lo inevitable. En el preciso momento en el que Cato llegó al punto en que las llamas se solapaban, se oyó un grito de dolor justo detrás de él. Se dio la vuelta rápidamente y vio una forma oscura que rodaba por el suelo, gimiendo con los dientes apretados.

—¿Qué ha pasado?

—Es Petronio, señor. Ha pisado un abrojo.

Cato se agachó junto a aquel hombre, le palpó la pantorrilla y fue deslizando la mano por encima de la bota hasta que sus dedos rozaron las puntas de hierro. No había tiempo que perder, por lo que Cato agarró los pinchos y le arrancó el abrojo de la bota. Petronio soltó un grito de sorpresa y dolor y enseguida se oyó una exclamación por parte de sus perseguidores, que se dirigieron hacia el ruido.

—Mierda —masculló Cato—. Levantadlo. Estamos enfilados con el camino. Dirigios hacia el muro y mantened esas luces siempre en línea.

Cato contó a siete soldados que pasaron junto a él y esperó un momento a los demás, pero entonces oyó gritar al enemigo cerca de allí y se dio media vuelta para seguir a sus hombres. Sus perseguidores se hallaban más cerca de lo que él había pensado y de la oscuridad aparecieron varias figuras que avisaron a gritos a los demás en cuanto vieron que Cato se alejaba, con toda la rapidez de la que era capaz, a través de las defensas exteriores del fuerte. Con su presa a la vista, el enemigo corrió descuidadamente hacia Cato, directos a las defensas y en ángulo con la línea que los romanos hacían todo lo posible por seguir. Cato siguió andando unos cuantós pasos más, entonces dio media vuelta y se agachó, listo para defenderse. Se oyó un grito agudo y el hombre más próximo cayó al suelo y se agarró el pie. Luego cayó otro hombre y un tercero fue a parar a una de las zanjas poco profundas. Sólo uno de ellos logró llegar hasta Cato y se abalanzó contra el romano con su espada de hoja larga, tirando una estocada dirigida al centro del cuerpo del centurión. Cato tuvo el tiempo justo de responder al golpe y entonces el hombre efectuó un tajo horizontal que lo obligó a poner una rodilla en el suelo y agachar la cabeza. Cuando la hoja le pasó silbando por encima, Cato arremetió con su propia espada a la altura de la rodilla del contrario y notó que penetraba en la articulación con un ruido húmedo y discordante que cercenó tendones, destrozó huesos e hizo caer al enemigo de espaldas, gritando. Cato lo dejó y se puso a andar de lado arrastrando los pies hasta que las luces quedaron alineadas. Entonces avanzó de nuevo.

Tras él, los judíos se habían dado cuenta del peligro y se habían detenido a poca distancia de las defensas exteriores. Cato sonrió. Su plan había funcionado tal y como esperaba. Ya sólo faltaba llegar al muro, avanzar a lo largo de él para llegar a la poterna y la incursión nocturna habría terminado. Algo cayó en la arena con un ruido sordo, a su lado. Luego otra vez, justo detrás de su bota, pues la arena que se levantó le rozó en la pantorrilla. El enemigo, frustrado por las defensas, les estaba arrojando piedras a los romanos.

Cato se encorvó, agachó la cabeza y aceleró el paso a un lento trote, con el temor de notar en cualquier momento el pinchazo del hierro atravesando las suelas de sus botas, dejándolo tullido e indefenso. De pronto se topó con sus soldados y se detuvo bruscamente, con lo que estuvo a punto de caer encima de ellos.

—¿Qué coño estáis haciendo? Moveos.

—No podemos, señor —respondió uno de los soldados que estaba ayudando a Petronio—. Una piedra le ha dado a Glabaro. Lo ha dejado inconsciente.

Cato experimentó un instante de pánico mientras miraba fijamente a los tres soldados, uno de ellos tendido en el suelo, Petronio desplomado sobre una rodilla y el tercero sujetándolo por debajo del hombro e intentando levantarlo. Volvió la vista atrás y vio que, por detrás de ellos, los judíos avanzaban siguiendo el borde de las defensas. En cualquier momento llegarían a la entrada del paso y era posible que alguno de ellos fuera lo bastante perspicaz para deducir el significado de las lámparas alineadas. Al cabo de un momento sus temores se confirmaron cuando el hombre que se hallaba más próximo a ellos fue avanzando poco a poco y con cautela por el camino estrecho que había entre las trampas. Cato tragó saliva, nervioso, y se dio cuenta de que tenía la boca tan seca como la arena que se extendía en torno a ellos. Tomó la única decisión que podía tomar, se inclinó, sujetó a Petronio por su costado libre y lo levantó.

—Vámonos.

—¿Y qué pasa con Glabaro, señor?

—Tenemos que dejarlo aquí.

—¡No!

—Camina y calla.

—¡Pero es que es mi amigo!

Cato contuvo la furia que amenazaba con estallar y le contestó con toda la calma de la que fue capaz:

—No podemos llevarlos a los dos. Tenemos que dejarlo aquí o moriremos todos. Venga, vamos.

Empezó a caminar y cuando el otro soldado notó el tirón del peso de Petronio se vio obligado a avanzar y sólo tuvo tiempo de dirigirle una última y breve mirada a su amigo. Cato no dejó de levantar la vista hacia las luces para asegurarse de que no se desviaban del recorrido y no osó mirar por encima del hombro al enemigo que iba tras ellos. Llegaron a la zanja y bajaron precipitadamente por el talud, medio resbalando, cruzaron el fondo y subieron por la pendiente contraria cargados con el herido. Luego avanzaron por la estrecha franja de tierra llana de la base del muro en dirección a la poterna. Cato apenas distinguía las formas del resto de su grupo por delante de él y se obligó a seguir adelante con toda su voluntad. La seguridad de las murallas del fuerte se hallaba al alcance de su mano.

Hubo un destello por encima de sus cabezas, se oyó un crepitar de astillas ardiendo y una bola de fuego se elevó describiendo un arco desde el muro, cayó y rebotó al interior de la zanja, que se iluminó con la luz de la fajina en llamas. Oyó la voz de Macro que bramó:

—¡Arqueros! ¡Disparadles!

Las astas emplumadas hendieron el aire y con un ruido sordo cayeron sobre los hombres que perseguían a Cato y a los otros soldados, derribando a algunos de ellos y haciendo que los demás se detuvieran y se quedaran mirando el nuevo peligro. Más flechas alcanzaron su objetivo y los obligaron a pararse en seco. Cato apartó la mirada, la dirigió nuevamente hacia la poterna y siguió adelante a toda prisa. Cato empujó a Petronio por la gruesa puerta de madera que ya estaba abierta, luego se metió él y se dejó caer al suelo, respirando con dificultad.

—Cerrad la puerta —ordenó Cato.

El optio de la sección encargada de vigilar la poterna echó un vistazo por ella hacia el otro lado del muro.

—¿Dónde está el resto de sus hombres, señor?

—Tendrían que estar aquí. Sycorax y los demás.

—No han aparecido, señor.

—Cierra la puerta —repitió Cato—. Si no han vuelto ya es que nunca lo harán.

El optio vaciló un momento, luego asintió con la cabeza, empujó de nuevo la puerta a su posición y corrió los cerrojos en las armellas. Cato se obligó a ponerse de pie, respiró hondo unas cuantas veces y señaló a Petronio.

—Llevadle al hospital de inmediato.

Mientras el optio ejecutaba la orden, Cato subió a la muralla y pasó apretadamente junto a los arqueros hasta que encontró a Macro. El prefecto lo recibió con una sonrisa.

—¡Cato! Lo has conseguido. ¿Y el resto de los soldados?

—Perdí a seis miembros del grupo, y no hay ni rastro de Sycorax.

—Lo sé —repuso Macro sin rodeos—. Pero seguiremos buscándolo a él y a sus hombres. Mientras tanto, mira allí. —Señaló por encima del muro hacia los onagros. Uno de ellos ardía vivamente y el sonido de su chisporroteo se oía con claridad desde donde ellos estaban.

El otro también seguía en llamas pero, mientras ellos miraban, el enemigo estaba logrando sofocarlas. Poco después habían extinguido el fuego.

—No importa —dijo Macro con un dejo de satisfacción—. Estará inutilizado durante un rato y el otro está destruido. Eso ha mejorado nuestras posibilidades a más no poder. Buen trabajo, Cato.

Cato intentó sentirse satisfecho por lo que había conseguido, pero se sentía desanimado, vacío y agotado. Si habían perdido a Sycorax y sus hombres la incursión había resultado realmente costosa, fuera lo que fuera lo que se hubiese logrado con ella. Se sintió culpable por haber sido la causa de la muerte de aquellos soldados y por un instante se quedó mirando fijamente por encima del muro, más allá de la fajina ardiendo y de los cuerpos desperdigados a su alrededor, hacia el desierto, intentando penetrar en la oscuridad hasta el lugar donde se habían visto obligados a abandonar a Glabaro, como si en cierto modo esperara verlo salir de la oscuridad tambaleándose. Pero Glabaro debía de estar muerto. Y Sycorax y los demás también. Cato comprendió que lo mejor era que estuvieran muertos. El enemigo no se mostraría muy clemente con ningún soldado romano al que atraparan con vida.

Extendió los brazos ligeramente, bajó la cabeza y se apoyó en el muro. Macro lo miró.

—Estás agotado, muchacho. Es mejor que vayas a descansar un poco.

—Esperaré un rato, señor. Por si acaso vuelve Sycorax.

—Lo buscaré —le dijo Macro en tono suave—. Tú descansa un poco, centurión. Es una orden.

Cato levantó la mirada y la cruzó con la de su amigo. Pensó en protestar, pero sabía que Macro tenía razón. No iban a ganar nada agotándose los dos.

—Está bien, señor. Gracias.

Cato dirigió una última mirada al onagro que ardía y esperó que el tiempo que había ganado para sus compañeros justificara el sacrificio de Glabaro, Sycorax y los demás. Pronto lo sabría, cuando amaneciera el próximo día.