Capítulo XXIII

Macro recorrió los rostros de sus oficiales con la mirada, mientras se aseguraba de que le prestaban toda su atención antes de empezar.

—Dentro de dos días, Bannus y sus tropas acamparán en las afueras del fuerte Bushir. Aunque no sabemos exactamente con cuántos efectivos cuenta, nuestros exploradores informan que nos superan en número con creces. Y lo que todavía es peor, Bannus y sus hombres se han armado gracias a los partos, quienes también le han mandado un contingente de sus arqueros montados. He enviado mensajeros a la plaza fuerte de Jerusalén y al procurador de Cesarea. Dudo que haya tropas suficientes para que nos puedan mandar refuerzos. Y peor aún, no es probable que nos llegue ninguna columna de refuerzo de Siria.

Aquel comentario causó expresiones de sorpresa y unos murmullos de ira contenida recorrieron la sala. Macro alzó la mano para llamar la atención de todos.

—¡Caballeros! Silencio… El gobernador de Siria se enfrenta a una importante amenaza por parte de Partia al otro lado de la frontera. No puede prescindir de ningún soldado. Estamos solos. No voy a fingir que tenemos las de ganar, pero sí que contamos con ciertas ventajas.

El enemigo no tiene más remedio que venir a nosotros por lo cual podemos tenderle unas cuantas trampas para recibirlo. Bannus está al frente de un ejército integrado en su mayor parte por aldeanos sin entrenamiento. Llegado el momento serán muy valientes, pero la valentía no está a la altura de una buena instrucción y experiencia. También contamos con el beneficio de unas buenas defensas. Las murallas de Bushir son de las más sólidas que puede tener un fuerte de este tamaño. Al carecer de equipo de asedio tendrán que escalar los muros para atacarnos, y si alguna vez habéis visto ese tipo de asaltos sabréis lo costoso que puede llegar a ser. —Macro hizo una pausa para que sus palabras hicieran mella y luego prosiguió—. Estas son las buenas noticias. La mala noticia es que Bannus no puede permitirse el lujo de fracasar en su intento por tomar Bushir. Se arrojará contra nosotros con todos los medios a su alcance. No podemos tener la seguridad de derrotarlo. Pero aunque caigamos frente a su ejército de forajidos, debemos asegurarnos de que el precio de su victoria sea tan alto que sus hombres no estén dispuestos a seguirle contra ninguna otra unidad romana. Si podemos acabar con esta rebelión ahora, antes de que se extienda, entonces la derrota es segura, aunque nosotros no vivamos para verla.

—El centurión Cato y yo hemos hecho planes para el combate que se prepara. Hay mucho trabajo que hacer antes de que llegue Bannus. Mis ayudantes os harán llegar las órdenes pertinentes. ¡Podéis retiraros!

Los oficiales salieron en fila de la sala. Postumo miró al prefecto con acritud.

—¿Qué quiere que haga, señor?

—Todavía no lo he decidido —Macro sonrió—. Puesto que estás tan ansioso por atacar al enemigo, cuando empiece la lucha te quiero en lo más reñido del combate. Ahora espérame fuera.

—Sí, señor —Postumo saludó y abandonó la sala.

—¿De verdad lo quieres a tu lado en un combate? —le preguntó Cato entre dientes—. Eso es buscarse problemas.

—Sé cómo manejarlo. De ninguna manera voy a permitir que esa escoria nos deje plantados. Él es quien volvió a los aldeanos contra nosotros. Ahora podrá cargar con su parte de las consecuencias.

Cato movió la cabeza en señal de aprobación.

—De todos modos, yo lo vigilaría de cerca.

—Lo haré, créeme —repuso Macro con firmeza—. ¿Crees que estaba en lo cierto con lo del gobernador?

—Sí. Tiene sentido. No podemos esperar ningún tipo de ayuda por ese lado.

—¡Ojalá tuviéramos más hombres! Antes de la reunión comprobé el recuento de efectivos de la mañana. La cohorte tiene menos de setecientos hombres. No pinta bien.

—No, señor. Nada bien. ¿Cuáles son mis órdenes?

—Necesito un buen par de ojos ahí afuera. Quiero que te pongas al mando de los exploradores. Llévate a diez soldados y cabalga hacia Bannus. Mándame informes sobre su avance con regularidad. No tienes que entablar combate con ninguno de sus exploradores. No quiero heroicidades, Cato. ¿Lo has entendido?

—Sí, señor. Ya habrá tiempo de sobra para eso más adelante.

Macro se echó a reír.

—¡Así me gusta! Bueno, será mejor que empiece con los preparativos. Tienes que ponerte en marcha lo antes posible.

—Sí, señor —respondió Cato, pero no hizo ningún movimiento hacia la puerta.

—¿Qué pasa?

—La gente de Heshaba. Creo que tengo que ofrecerles refugio en el fuerte. Se lo debo; me salvaron la vida.

—No. Estarán más seguros en su aldea, sobre todo si Bannus consigue tomar el fuerte.

—No estoy convencido de eso. Los partos no son famosos precisamente por el buen trato dispensado a los que no luchan. Además, tengo la sensación de que Bannus y esa gente no se llevan nada bien. Si los dejamos ahí fuera estarán a merced de los forajidos y de esos partos.

Macro se lo quedó mirando un momento antes de tomar una decisión.

—De acuerdo. Ofréceles refugio. Pero si aceptan, que vengan al fuerte al anochecer. No quiero que queden atrapados entre los dos bandos cuando empiece el combate.

—Gracias, señor.

—Puedes preguntárselo, Cato, pero dudo que esa mujer, Miriam, o sus seguidores, acepten la oferta. Los que marchan contra nosotros son su gente. Lo más probable es que se unan a ellos en el ataque al fuerte.

Cato meneó la cabeza.

—No lo creo. Miriam y sus seguidores tienen algo distinto. No creo que quieran luchar contra nosotros. Ni contra nadie, en realidad.

—Bien. —Macro señaló la puerta con la mano—. Pues haz tu oferta y acaba de una vez. Pero date prisa. No tenemos mucho tiempo.

* * *

Cuando la columna de exploradores de Cato salió trotando del fuerte ya había muchos grupos de soldados trabajando duro, golpeando el suelo con los picos para excavar pequeños fosos en torno al fuerte. Resultaba una tarea agotadora bajo el resplandor del sol, pero era imposible pararse a descansar. Aquellos hombres cavaban para sobrevivir. Cualquier cosa que contuviera la marea de enemigos que se aproximaba podría contribuir a salvarlos. Así pues, con sus sombreros de paja como única concesión a la comodidad, los soldados manejaban los picos bajo el calor sofocante en un esfuerzo desesperado por prepararse para el ataque en el poco tiempo que les quedaba.

Los habitantes de Heshaba descansaban en el interior de sus viviendas cuando Cato y sus hombres penetraron en la pequeña plaza del centro del pueblo. El hombre al que Escrofa había ordenado crucificar aún seguía colgado de la cruz. O mejor dicho, lo que entonces pasaba por ser un hombre, pues el sol había cocido y secado su cuerpo, que había encogido visiblemente bajo la piel seca. Los cuervos y otras aves carroñeras habían picoteado las partes más blandas de su carne y unas cuencas vacías, sin párpados, contemplaban el pueblo. Cato ordenó desmontar a la columna. Le dio las riendas a uno de los exploradores y ordenó a los hombres que abrevaran los caballos y lo esperaran en la plaza. Se dirigió entonces al callejón más cercano, se acercó a una puerta y llamó dando unos golpecitos en el marco. Al cabo de un momento la puerta se abrió con un chirrido y un preocupado rostro masculino se asomó a la calle bañada por el sol.

—Busca, a Miriam —le dijo Cato en griego—. Dile que el centurión Cato debe hablar con ella sobre un asunto de la máxima urgencia. Estaré en el embalse. ¿Lo has entendido?

El hombre dijo que sí con la cabeza; Cato se marchó y subió por la colina a grandes zancadas, pasando junto a las últimas casas de pueblo, hasta llegar a la sombra de una de las palmeras polvorientas que crecían junto al embalse. Allí había menos agua que nunca, un mero charco rodeado por tierra agrietada, y se preguntó cómo había gente que podía sobrevivir en aquel territorio árido. El dios de los judíos, Yahvé, debía de ser muy cruel para someter a sus creyentes a una existencia tan dura, pensó Cato. Tenía que haber una vida mejor que aquélla. Quizá fuera ése el motivo por el que aquella gente era tan sumamente religiosa: la necesidad de encontrar alguna especie de compensación espiritual a una existencia física tan difícil e ingrata.

El suave crujido de la grava lo alertó de que se aproximaba Miriam, por lo que Cato se puso de pie e inclinó la cabeza respetuosamente.

—Me han dicho que querías hablar conmigo —Miriam sonrió—. No hace falta que te quedes de pie por mí, jovencito. Siéntate.

Cato hizo lo que le decía y Miriam se arrodilló frente a él y se puso cómoda.

—Nos han dicho que Bannus se dirige hacia aquí con un ejército. He venido para avisaros.

—Ya lo sabíamos. Esta mañana llegó un jinete al pueblo. Tenemos que ofrecer a sus hombres toda la ayuda que nos pidan o considerarán que colaboramos con los romanos y seremos tratados en consecuencia.

Cato se la quedó mirando.

—¿Qué vais a hacer?

—No lo sé. —Meneó la cabeza con tristeza—. Si nos resistimos, Bannus nos destruirá. Si hacemos lo que él dice, entonces vosotros lo romanos nos trataréis como a sus cómplices. ¿Dónde está el camino intermedio, Cato?

—No lo sé. Ni si quiera sé si hay alguno. He venido para ofreceros a ti y a tu pueblo refugio en nuestro fuerte.

Miriam sonrió.

—Una oferta muy amable, ya lo creo. Dime, ¿qué posibilidades tenéis de sobrevivir a este ataque de Bannus?

—No voy a mentirte, Miriam. Nos superan en número y no habrá ayuda exterior. Bien podría ser que nos arrasaran.

—En cuyo caso sería mejor para mi gente que no nos encontraran resguardados en vuestro fuerte.

—Estoy de acuerdo. Eso si nos vencen. Pero si os quedáis aquí seguro que tendréis problemas con uno u otro bando.

Miriam se miró las manos.

—Vinimos aquí para escapar de este tipo de conflictos. Lo único que queríamos era la paz y una oportunidad de vivir nuestra vida como quisiéramos. Sin embargo, parece ser que no se puede escapar de los conflictos que aquejan a los hombres. Los llevan con ellos incluso hasta aquí, en el desierto. Mira a tu alrededor, centurión. ¿Qué hay aquí que valga la pena tener? ¿Qué hay aquí que despierte la avaricia de una persona? Nada. Es por eso que mi gente se estableció en este lugar desolado. Nos apartamos de cualquier otro territorio que un hombre pudiera codiciar. Repudiamos cualquier posesión que pudiera inspirar envidia o deseo en otros. Todos somos lo que somos y nada más. Aun así, nos vemos arruinados por las ansias de los otros. Aun cuando no les deseemos ningún mal, nos destruirán. —Alzó una mano y se agarró el pecho—. Ese fue el destino de mi hijo. No dejaré que sea también el de mi nieto. Ahora Yusef es lo único que me queda. Él y los borrosos recuerdos de una vieja.

Miriam agachó la cabeza y guardó silencio. Cato no podía ofrecerle ninguna palabra sincera de consuelo, por lo que permaneció sentado y esperó. Ella agitó los hombros una vez y una lágrima cayó en la arena entre sus rodillas, dejando una mancha oscura. Cato carraspeó.

—¿Aceptarás nuestra protección, tal y como están las cosas?

Miriam se enjugó los ojos con la manga de su vestido y levantó la mirada.

—De todo corazón, no. Este es nuestro hogar. No podemos ir a ningún otro sitio. Nos quedaremos aquí y o bien se nos perdonará la vida, o seremos destruidos, pero gracias por la oferta.

Cato respondió asintiendo con la cabeza.

—Tengo que marcharme. —Se puso de pie y la miró a los ojos—. Buena suerte, Miriam. Que tu dios os proteja a ti y a tu pueblo.

Ella levantó la vista al cielo y cerró los ojos.

—Hágase su voluntad.

—¿Cómo dices?

Ella sonrió.

—Es algo que solía decir mi hijo. —Ah.

—Adiós, centurión. Espero volver a verte.

Cato se dio la vuelta y empezó a andar a grandes zancadas de regreso al pueblo para reunirse con sus hombres; en cuanto desapareció entre los edificios, Miriam dio rienda suelta a sus lágrimas con un quedo gemido tembloroso.

* * *

Bannus y sus aliados partos no habían desplegado a ningún explorador que ocultara sus movimientos. En lugar de eso marchaban directamente hacia el fuerte a plena vista de Cato y sus soldados. Cato sonrió forzadamente para sus adentros. Si Bannus intentaba amedrentarlos con el tamaño de su ejército, lo estaba consiguiendo de forma admirable. Según los cálculos de Cato, se enfrentaban a más de tres mil hombres, de los cuales quizás unos quinientos iban a caballo y debían de ser en su mayoría partos, mortíferos con el arco y la flecha y diestros espadachines en un combate cuerpo a cuerpo. No había resultado difícil localizar la columna enemiga bajo la densa nube de polvo que levantaban a su paso. A la cola de la columna iba un pequeño tren de bagaje formado por unos cuantos carros que apenas eran visibles en la polvareda, aunque era imposible determinar qué transportaban. La columna avanzaba a un paso acompasado, sin apresurarse hacia la batalla pero con la seguridad de que podía atravesar el territorio impunemente.

En cuanto hubo calculado sus efectivos y observado el alcance de su equipo y armamento, Cato grabó la información en la cera de una tablilla que sacó de la alforja y llamó a uno de sus hombres.

—Llévale esto al prefecto. Hazle saber que en el momento de este informe el enemigo se hallaba a unas veinte millas del fuerte. Si siguen a este paso no deberían llegar antes de mañana por la noche. ¿Lo has entendido?

—Sí, señor.

—Pues vete.

Mientras el hombre se alejaba al galope dejando tras de sí una fina estela de polvo, Cato vio que algunos de los batidores de la columna enemiga se daban la vuelta y señalaban al pequeño grupo de romanos, pero nadie salió en su persecución y durante el resto del día cabalgaron por delante de Bannus y de sus hombres, asegurándose de tener espacio suficiente para escapar de cualquier ataque repentino por parte de la caballería parta. Al caer la noche la columna enemiga hizo un alto. Sólo lograron encontrar leña suficiente para encender unas cuantas fogatas, puesto que escaseaba en aquel paisaje árido. Cato no permitió que sus hombres encendieran fuego. Resultaría peligroso anunciar tan descaradamente su presencia. En lugar de eso, aguardó a que se hiciera de noche y se trasladó por delante de la línea de avance enemiga hasta el otro flanco, por si acaso Bannus decidía intentar sorprender a los exploradores romanos que habían estado examinando sus movimientos. Entonces, después de que sus hombres hubiesen desmontado y se hubiera apostado una guardia, Cato se metió bajo su manta y trató de encontrar un trozo de suelo cómodo donde dormir mientras la temperatura descendía a un frío intenso.

* * *

Con las primeras luces del día siguiente, Macro salió del fuerte a caballo para inspeccionar el trabajo que sus hombres habían realizado. Los hoyos que habían estado cavando la tarde anterior se habían completado y presentaban un peligroso obstáculo para una caballería atacante. Al otro lado de los fosos se hallaba la segunda línea de defensa. Los soldados habían sembrado un amplio perímetro con los abrojos de cuatro puntas de hierro que habían cogido de los almacenes de la cohorte. Los pinchos perforarían los cascos de cualquier caballo, o las botas o pies descalzos de cualquier atacante que se abalanzara descuidadamente contra la línea romana, inutilizándolos al instante. Una vez pasada la segunda línea defensiva lo único que se interpondría en su camino serían las murallas del fuerte. Macro ofreció una breve plegaria a la diosa Fortuna y al dios Marte, rogándoles que el enemigo no trajera muchas escaleras de asalto ni arietes. Si los tuvieran, sería sólo cuestión de tiempo que su superioridad numérica decidiera el resultado de la batalla inminente.

La atmósfera todavía era helada y Macro se estremeció mientras terminaba su inspección y se dirigía de nuevo hacia el fuerte. Al aproximarse a la puerta se fijó en un jinete que se acercaba desde el norte y frenó su montura, aguzando la vista para intentar identificar a aquel hombre. No era romano, eso seguro, pues llevaba la banda de tela cubriéndole el cuerpo y la cabeza. Macro llevó la mano que tenía libre a la empuñadura de su espada, sacudió las riendas e hizo dar la vuelta a su caballo en dirección al jinete que se aproximaba. Finalmente los centinelas también lo habían avistado, sin duda, y se oyó el sonido de unas botas en los muros cuando apareció el centinela de guardia. Macro puso mala cara ante aquel modo tan descuidado de vigilancia. Los centinelas deberían haber visto al jinete mucho antes que él. Alguien iba a ser castigado por esto, decidió Macro.

De pronto el jinete empezó a saludar a Macro con la mano y al cabo de un momento se retiró el velo y gritó:

—¡Centurión! ¡Soy yo! ¡Simeón!

Macro relajó el brazo de la espada y soltó el aire con un suspiro de alivio. Levantó la mano, le devolvió el saludo a Simeón y espoleó a su caballo hacia el guía que se acercaba, en tanto que Simeón se abría paso cuidadosamente a través de las defensas.

—Has elegido muy mal momento para visitarnos —le dijo Macro con aire compungido.

—¿Acaso hay alguno bueno? —Simeón se rio y a continuación hizo un gesto con la mano hacia los hombres que estaban atareados plantando los abrojos—. Vamos, centurión, dime: ¿por qué has puesto todas estas baratijas en torno a tu fuerte?

—Bannus viene hacia aquí. Esperamos su llegada frente a los muros al caer la noche.

Simeón tomó aire.

—¿Cómo puede haberse hecho tan fuerte con tanta rapidez?

—Ha encontrado nuevos amigos. Los partos le han mandado ayuda.

—¿Partos? —A Simeón se le ensombreció el semblante— Bannus es un idiota. ¿Qué se imagina que hará Partia si algún día echan a Roma de esta región? Su odio hacia los kittim lo ciega. Judea, Siria y Nabatea, todas caerán en poder de Partia. —Agarró a Macro del hombro—. ¡Debemos detener a Bannus! ¡Aquí!

—Es más fácil decirlo que hacerlo —repuso Macro en tono cansino—. Nos superan en número. El gobernador de Siria nos ha abandonado. No estoy seguro de que podamos rechazar a Bannus. —Macro hizo una pausa, como si se le hubiera ocurrido algo. Una idea desesperada, sin duda—. A menos que obtengamos ayuda. ¿Cuánto tardarías en llegar a Petra?

—Podría salir de inmediato, centurión. Son dos días cabalgando sin parar. ¿Por qué?

Macro sonrió.

—Necesito reclamar una deuda.