Casio Longino fue astuto y esperó hasta que estuvieron en la intimidad de las dependencias del prefecto para emprenderla con Macro. Cuando el ordenanza cerró la puerta, el gobernador de la provincia de Siria se acercó a la mesa y tomó asiento en la silla. Miró a Macro y Cato, que estaban de pie a un lado de la habitación. Postumo se había dirigido sigilosamente al otro lado y se había sentado en el marco de la ventana de manera que su sombra se proyectaba en el suelo. Longino contempló a Macro un momento antes de hablar.
—El centurión Postumo me ha dicho que te has hecho con el control de esta cohorte ilícitamente. Y que los arrojaste a él y al prefecto Escrofa a una celda. ¿Es eso cierto?
—Si eso es lo que os ha contado, Postumo es un maldito embustero, señor. —Macro sonrió—. Claro que ahora lamento no haberlo metido en la celda. Así no hubiera podido escabullirse a la primera oportunidad.
Longino esbozó una sonrisa.
—Esta no es una actitud muy constructiva. Si tenemos que llegar al fondo de este asunto vas a tener que poner un poco más de tu parte, centurión Macro. Me he pasado los dos últimos días montado en la silla y, puesto que tengo que dirigir una provincia, me gustaría solucionar esta situación y regresar a mis obligaciones.
—Estoy seguro de ello, señor.
—Espero que lo que detecto en tu voz no sea un dejo de insolencia.
—No, señor. Es mi manera de ser. He sido soldado raso demasiado tiempo.
Longino lo miró con detenimiento.
—No intentes burlarte de mí. No lo toleraré… Tengo entendido que tienes cierto documento. Uno que afirmas que te da derecho a destituir al prefecto que nombré y a asumir su puesto.
—Así es, señor.
—En tal caso, me gustaría verlo.
—Muy bien, señor. —Macro señaló un pequeño arcón que había junto a la mesa—. ¿Puedo?
—Por supuesto.
Longino se recostó en el asiento mientras Macro se acercaba, levantaba la tapa del arcón y sacaba la funda de cuero en la que habían vuelto a guardar el rollo para protegerlo. Destapó la funda, extrajo el documento y lo colocó sobre la mesa delante de Longino. El gobernador cogió el pergamino con indiferencia, lo desenrolló y leyó rápidamente el contenido. Luego volvió a dejarlo encima de la mesa.
—Bueno, centurión Macro y centurión Cato, vuestras credenciales son impecables. El documento parece ser auténtico, en cuyo caso tenéis todo el derecho a actuar como lo hicisteis.
Postumo, que había estado observando con una expresión un tanto petulante, se sobresaltó al oír aquellas palabras y se apartó de un empujón del marco de la ventana.
—¡Protesto, señor! Sois el gobernador de Siria, nombrado por el mismísimo emperador. ¡Han desafiado flagrantemente la autoridad de vuestro cargo!
Longino dio unos golpecitos con el dedo en el rollo.
—Según los términos de este documento su autoridad supera la mía. Por lo tanto han actuado legalmente y te agradecería que a partir de ahora te callaras y esperaras a que se dirijan a ti, centurión Postumo.
Postumo abrió la boca para protestar, se lo pensó mejor y volvió a cerrarla. Asintió con la cabeza y retrocedió torpemente hacia la ventana.
—Eso está mejor —añadió Longino con una sonrisa—. Bueno, centuriones Macro y Cato, la situación es insólita. No es habitual que oficiales de vuestro rango aparezcan en una provincia remota llevando bajo el brazo un permiso del emperador para actuar como les plazca. De modo que os estaría agradecido si pudierais explicarme qué está ocurriendo.
Macro se volvió hacia Cato y enarcó una ceja. Era una situación incómoda. Los habían enviado desde Roma para investigar discretamente al gobernador de Siria y la mala suerte había perseguido su misión desde el momento en que entraron en Jerusalén. Si Macro no hubiera perdido su primera carta de nombramiento, aquella situación podría haberse evitado. En cambio, se habían visto obligados a utilizar el documento del secretario imperial y de ese modo revelar que estaban actuando directamente con la autorización del emperador Claudio. Cato se dio cuenta de que no ganarían nada negando la verdad.
—Señor —le dijo a Macro en voz baja—. Creo que es mejor que confesemos.
—¿Cómo dices? —Macro rehuyó la sugerencia. ¿Cómo diablos iba a hablar sin rodeos y decirle a uno de los oficiales de más rango de Roma que el emperador sospechaba que era un traidor? ¿Estás loco?
—Centurión Macro —interrumpió Longino, que entonces fingió avergonzarse—. Disculpa. Prefecto. Creo que lo mejor sería que habláramos sin tapujos. Ya no hay nada que ocultar. Creo que deberías empezar explicando qué estáis haciendo exactamente en Judea.
Macro tragó saliva.
—De acuerdo, señor, puesto que queréis que sea claro. Narciso había obtenido información según la cual planeabais provocar una revuelta en el este para obtener refuerzos para vuestro ejército. La misma fuente dijo entonces que teníais intención de utilizar dicho ejército ampliado para deponer al emperador y reclamar la púrpura para vos.
Se hizo un largo silencio, tras el cual Longino adoptó una expresión divertida.
—¡Qué idea más asombrosa! Yo más bien pienso que alguien debe de haberle gastado una broma a nuestro amigo Narciso.
—Pues a él no le resulta en absoluto graciosa, señor.
Por eso nos envió aquí. Para ver qué era lo que estabais planeando.
—¿Y a qué conclusión habéis llegado?
Macro carraspeó. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan nervioso.
—Por lo que hemos visto hasta ahora, diríamos que vuestra conducta parecería confirmar las acusaciones que se han hecho contra vos.
—¿Eso diríais, eh? —repuso Longino en tono apagado—. Si eso es lo que pensáis, será mejor que podáis demostrar vuestras conclusiones, porque de lo contrario dejaréis en ridículo a Narciso. En tal caso no me gustaría estar en vuestro pellejo. Así pues, ¿qué pruebas tenéis contra mí, Macro? —Antes de que Macro pudiera responder, Longino levantó la mano para silenciarlo y continuó hablando—. Dejadme que os diga lo que tenéis. Nada. Nada más que sospechas y coincidencias. No hay documentos que confirmen vuestra versión de los hechos. Ni testigos.
—¿Ah no? —Macro sonrió—. ¿Y qué me decís de Postumo aquí presente? Estoy seguro de que Narciso tiene a hombres que son más que capaces de sacarle información.
—Suponiendo que siga aquí para que lo interroguen —Longino le devolvió la sonrisa y luego miró a Postumo—. Me refiero, claro está, a que podría huir o esconderse antes de que pudiera hacérsele ninguna pregunta.
—Estoy seguro de que os referíais a eso —dijo Macro—. Al fin y al cabo, no querríais deshaceros de un sirviente tan leal como él.
—Exactamente. ¿Y eso dónde nos deja?
Hubo otro silencio mientras Macro consideraba la pregunta. No había pruebas sólidas contra el gobernador y todos los que estaban en la habitación lo sabían. Igual que sabían que estaba claro que había estado conspirando contra el emperador. Fue Cato quien habló primero.
—¿Y si aceptamos de momento que Narciso no puede actuar contra vos?
Longino enarcó las cejas.
—¿Y si lo hacemos?
—El propio hecho de que nos enviara a investigar la situación significa que debe de tener alguna razón para sospechar de vos, y que tomará todas las precauciones para asegurarse de minar cualquier plan que podáis tener para volveros en contra del emperador. —¿Y?
—Pues que no hay ninguna posibilidad de que os den refuerzos. Por muy peligrosa para los intereses de Roma que presentéis la situación, Narciso no os mandará fuerzas adicionales. En tal caso, cualquier complot que pudiera existir estaría condenado al fracaso. ¿No estáis de acuerdo, señor?
—Quizá. Suponiendo que existiera semejante complot.
—Partiendo de ésta base, todavía puede sacarse cierto provecho de la situación.
Longino se quedó mirando a Cato y acto seguido hizo un gesto con las manos.
—Explícate, por favor.
—Sí, señor. —Cato se concentró un momento y volvió a hablar—: Ya sabéis el peligro al que nos enfrentamos por parte de Bannus. Si su revuelta se extiende más allá de estas inmediaciones, toda la provincia de Judea podría volverse contra Roma. Lo que tal vez no sepáis es que hemos oído rumores de que Partia se ha ofrecido a ayudar a Bannus. Con armas, quizás incluso con soldados. Si éste es el caso, aún es mucho más lo que está en juego. Aparte de tener que sofocar la revuelta en Judea tendríais que hacer frente a los partos y convencerlos para que retiren su ayuda. Si tienen alguna duda sobre vuestra lealtad al emperador, la presencia de un general romano disidente en sus fronteras podría provocar un enfrentamiento diplomático que Partia podría utilizar para desencadenar otra guerra con Roma, señor —Cato hizo una pausa durante un instante, preocupado por haber dado demasiada rienda suelta a su imaginación—. Al menos es una posibilidad, señor.
—Es más que una posibilidad —repuso Longino, ceñudo—. Mis espías han informado de que se han divisado tropas partas avanzando por la orilla del Eufrates en dirección a Palmira. Su embajador dice que están realizando maniobras. Podría tratarse de una desafortunada coincidencia.
—Podría ser, señor. No obstante, tal vez resultara imprudente no prepararse para responder a la amenaza.
—Si es que se trata de una amenaza. ¿Cómo podrían saber nada del levantamiento que planea Bannus?
—Estoy seguro de que, al igual que nosotros, tienen espías, señor.
—Has dicho que podría sacarse algún provecho —le recordó Longino.
—Sí, señor. Si nos mandáis refuerzos para que nos ayuden a encontrar y destruir a Bannus, entonces podría evitarse el peligro en Judea. Eso os deja libre para enfrentaros a Partia. Un fuerte despliegue de armas debería disuadirlos de romper la paz. Cuando todo haya vuelto a su cauce, podéis informar de vuestros logros al emperador y al Senado. Diría que os considerarán algo así como un héroe. Seguro que bastará para disipar cualquier duda sobre vuestra lealtad, señor.
Longino consideró la perspectiva que Cato había concebido para él y luego miró al joven oficial con una sonrisa gélida.
—Tienes una mente taimada, centurión Cato. No soportaría tenerte como oponente político. Peor aún, como uno de los lugartenientes de Narciso. Entonces sí que serías una persona con la que habría que ir con cuidado.
—Soy un soldado, señor —repuso Cato con fría formalidad—. Nada más.
—Eso es lo que tú dices, pero este documento lo desmiente. Macro y tú sois mucho más de lo que parecéis a simple vista; pero no importa. —Longino tamborileó con los dedos sobre la mesa unos instantes y luego asintió moviendo la cabeza—. Está bien, hagamos lo que sugieres. Sin embargo, todavía hay una cosa que me tiene intrigado.
—¿Señor?
—Aceptaré que los partos podrían tener cierta información sobre Bannus, pero ¿cómo iban a saber ellos que Narciso sospecha de mí? Tendría que haber espías en el corazón mismo del servicio imperial. O eso o espías entre los miembros de mi personal.
Una breve expresión de sobresalto cruzó por el rostro del gobernador, pero antes de que pudiera proseguir se oyó el toque estridente de una trompeta cuyas notas resonaron por todo el fuerte desde donde se hallaba la puerta que daba al oeste.
Longino miró a Macro.
—¿Qué ha sido eso?
—La señal de alarma, señor. —Macro se volvió hacia Cato—. Tenemos que irnos.
—¡Esperad! —Longino se levantó de detrás de la mesa—. Yo también voy. Y tú también, Postumo.
Fuera, los soldados todavía estaban saliendo a trompicones de los barracones, agarrando el equipo mientras se apresuraban a ocupar sus posiciones en los muros del fuerte. Se hicieron a un lado para dejar que los oficiales pasaran a paso ligero y Macro y los demás llegaron a la torre de vigilancia sudorosos y jadeantes. A ambos lados las tropas auxiliares estaban formando por secciones, el sol hacía brillar sus cascos pulidos mientras se los ataban o ajustaban los últimos accesorios del equipo para luego alzar los escudos y esperar las órdenes. Había varias secciones armadas con arcos compuestos y los estaban encordando a toda prisa, apoyando uno de los extremos en la bota en tanto que hacían fuerza para combar el otro extremo y sujetar en él la lazada de la cuerda. En la torre, los oficiales se alinearon a lo largo del parapeto y miraron hacia el camino donde, a cierta distancia, un grupo de hombres a caballo galopaba hacia el fuerte. Tras ellos iba a toda velocidad una fuerza mucho más numerosa.
—¿Quién diablos son? —preguntó Longino.
Los dos grupos de jinetes todavía se hallaban muy lejos y no podía saberse con seguridad, pero a medida que iban acercándose al fuerte Cato aguzó la vista y captó detalles suficientes para reconocerlos por lo que eran.
—Es una de nuestras patrullas. —Se dio la vuelta, cruzó la torre a toda prisa y les gritó a la sección de soldados que había en la puerta—: ¡Abrid! Los que van delante son de los nuestros.
Macro también había evaluado la situación y estaba dando órdenes a los oficiales del muro.
—¡Disponed a algunos arqueros para proteger a la patrulla! ¡Disparad en cuanto esos cabrones que los persiguen estén a tiro!
Cuando Macro y Cato regresaron al lado del gobernador, Longino se volvió hacia ellos y les preguntó:
—Entonces, ¿quiénes son esos hombres que persiguen a vuestra patrulla?
Cato sintió un escalofrío en la nuca y respondió:
—Creo que son partos, señor.