—Postumo se ha escapado.
Cato y Macro se quedaron de pie a un lado de la puerta mientras los exhaustos jinetes entraban en el fuerte, cubiertos de polvo. Unos cuantos todavía llevaban las tiras de tela manchadas de sangre de las heridas superficiales que habían sufrido en la lucha con los asaltantes del desierto.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Macro.
—Postumo se puso enfermo. O al menos lo parecía. Sufrió un colapso y empezó a vomitar y a sacar espuma por la boca. El oficial de servicio hizo que lo trasladaran a la casa de curación. Cuando me informaron de ello a la mañana siguiente, Postumo había desaparecido. Al igual que uno de los caballos. Debió de salir por una de las poternas. Sin embargo, todas estaban cerradas por dentro cuando las inspeccioné.
—Pues no pasó por encima del muro con el caballo, de manera que alguien tuvo que abrirle la puerta.
—Supongo que algunos de nuestros oficiales siguen siendo leales a Escrofa —comentó Cato en voz baja.
—¿Escrofa? ¿Sigue aquí?
—Sí. Ahora bajo vigilancia extraordinaria.
—¿Cuánto hace de esto?
—Fue el día después de que os marcharais.
Macro miró fijamente a Cato y ambos entendieron la situación al instante.
—Mierda —dijo Macro con voz queda—. Ya sabes adonde ha ido, ¿no?
—Supongo que al norte, hacia Siria. A buscar a Longino.
—¿Adonde si no? —Macro se golpeó el muslo con el puño—. Si cabalga duro podría estar con el gobernador en cuatro días, o quizá cinco. De manera que podemos suponer que Longino sabe que he asumido el mando aquí. Eso significa que está al tanto de la autorización imperial y de lo que ello implica.
Cato movió la cabeza en señal de asentimiento.
—¿Qué crees que hará?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —De pronto Macro se sintió mas cansado que nunca con la noticia de aquel último contratiempo. Necesitaba descansar. Tomar un baño y descansar, decidió, pero se quitó de encima esa sensación. Era el prefecto a cargo de aquella cohorte y mientras estuviera al mando no podía permitirse el lujo de bajar la guardia. Demasiadas cosas dependían de ello. Macro se frotó la mejilla y miró a Cato—. ¿Tú qué crees?
—En cuanto Longino sepa cómo están las cosas va a querer vernos. Averiguar cuánto sabemos y cuánto sospechamos. Yo diría que ya habrá mandado a un mensajero para convocarnos en Antioquía y que lo informemos.
—El mensajero podría llegar en cualquier momento. —Sí.
—Mierda —Macro meneó la cabeza—. Una cosa después de otra, maldita sea. No tenemos tiempo de ver a Longino. No mientras Bannus siga suelto.
—Pero no podemos hacer caso omiso de su llamada. Si lo hacemos pondremos en duda la autoridad del gobernador.
—Nuestra autorización anula su autoridad, ¿verdad?
—Por supuesto que sí. No obstante, dudo que Narciso tenga una buena impresión de nosotros si nos enfrentamos abiertamente al hombre más poderoso que hay fuera de Roma. ¿Y si precipitamos el complot que nos han mandado investigar y evitar? Si Longino exige que le informemos, creo que sería mejor que fuéramos.
—Tal vez —respondió Macro, que se agarró a una esperanzadora posibilidad—. Claro que podría ser que Postumo hubiera tenido problemas con algunos de los hombres de Bannus. Al fin y al cabo, cabalgaba solo. Dudo que ninguna de las aldeas de por aquí le ofrezca refugio para pasar la noche.
—Si Bannus se lo hubiera llevado creo que ya lo sabríamos. Nos hubiera llegado una petición de rescate, o Bannus lo habría utilizado de ejemplo para que supiéramos la suerte que le espera a todo romano que caiga en sus manos. En cualquier caso, estamos haciéndonos ilusiones. Debemos suponer que ha conseguido llegar hasta Longino. Y debemos suponer que sabremos su reacción a la noticia en cualquier momento.
—A menos que Bannus capture al mensajero.
—Ahora sí que te aferras desesperadamente a una ilusión. —Los labios de Cato esbozaron una sonrisa antes de que volviera a adoptar su expresión seria—. Supongamos que recibimos la citación. En tal caso tendríamos que asegurarnos de que la cohorte estará a salvo durante nuestra ausencia.
—¿A salvo?
—Y asegurarnos de que Escrofa no recupere el control. Creo que sería mejor que nos lo lleváramos con nosotros. Dejar a Parmenio como prefecto interino.
—¿Podemos fiarnos de él?
—Creo que sí. Otra cosa. Si nos ordenan informar a Longino, creo que deberíamos tener una pequeña charla con Escrofa lo antes posible y averiguar hasta qué punto está implicado en cualquier complot, ver qué nos puede contar sobre Longino.
—De acuerdo, hablaremos con Escrofa —asintió Macro—, pero después de que haya tomado un baño y descansado. Ahora mismo estoy tan agotado que no puedo pensar con claridad.
Por un momento Cato frunció el ceño, decepcionado; entonces se dio cuenta de que su amigo estaba realmente exhausto.
—Muy bien, señor. Me encargaré de que no le molesten.
Macro sonrió y le dio unas palmaditas en el brazo a Cato.
—Gracias.
Se dio la vuelta y empezó a caminar con rigidez hacia sus aposentos, pero se detuvo y se volvió de nuevo hacia Cato.
—¿Hay alguna novedad en el tema de Bannus?
—No ha ocurrido nada mientras estaba fuera, señor. En realidad, los forajidos no han sido vistos en ningún momento. Tengo patrullas a caballo buscándolos. Deberían regresar mañana. Si hay alguna noticia de Bannus la sabremos entonces.
Macro asintió cansinamente con la cabeza y se dirigió hacia la comodidad de las dependencias del prefecto.
* * *
Aquella misma noche Macro y Cato descendieron por las estrechas escaleras hacia las celdas situadas debajo de una de las esquinas del edificio del cuartel general. Para iluminar el camino Cato llevaba una antorcha que brilló con luz trémula en la tosca mampostería mientras los oficiales se abrían paso a lo largo de la hilera de celdas. Sólo una de ellas estaba ocupada, en el extremo más alejado y custodiada por dos auxiliares. Los soldados, que estaban sentados en sendos taburetes jugando a dados, alzaron la mirada al ver acercarse a Macro y Cato, se levantaron de un salto y se cuadraron.
—Descansen —dijo Cato, que hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta—. ¿Cómo está el prisionero?
—Muy tranquilo, señor. Ha dejado de exigir una comida y alojamiento mejores.
—Bien —asintió Cato—, porque no los va a tener. Abre la puerta. Tenemos que hablar con él.
—Sí, señor.
El guardia descorrió el pesado cerrojo de hierro, levantó el pestillo y tiró de la puerta para abrirla. Cato agachó la cabeza bajo el dintel y entró en la celda, con Macro pegado a sus espaldas. Dentro había una habitación pequeña pero limpia, con una cama a cada lado y un cubo que servía de orinal junto a la puerta. En lo alto había una ventana con enrejado que dejaba entrar la luz del sol durante el día. Ahora que era de noche, una única lámpara de aceite brillaba en un soporte por encima de la cama en la que estaba tumbado Escrofa, que leía un rollo bajo la escasa iluminación de la llama temblorosa. Se incorporó cuando ellos entraron y los miró con recelo.
—¿Qué queréis?
Macro sonrió.
—Sólo charlar un poco, Escrofa. Nada más.
Se sentó en la cama de enfrente de la de Escrofa. Cato colocó la antorcha en un soporte de la pared y tomó asiento al lado de Macro. Escrofa pasó nerviosamente la mirada de uno a otro.
—No hace falta que te alarmes, Escrofa —dijo Macro—. Sólo tenemos que hablar.
—De momento —añadió Cato con aire misterioso.
—Basta —terció Macro con expresión irritada—. No hay necesidad de asustarlo.
—No estoy asustado —Escrofa intentó aparentar valentía y le dirigió una mirada fulminante a Cato—. No te tengo miedo, chico.
Cato se inclinó hacia delante y agarró el mango de su daga, lo cual hizo que Escrofa se encogiera, asustado, y soltara un grito ahogado.
Macro agarró firmemente el brazo de su amigo.
—¡Tranquilo!
Los tres hombres permanecieron inmóviles unos instantes: Cato inclinado con una expresión de intensa furia cruel, Escrofa mirándolo con preocupación y Macro esforzándose por no echarse a reír del papel que estaba representando Cato. Al menos, él suponía que Cato estaba haciendo teatro. Se aclaró la garganta.
—Ya es hora de que seas sincero con nosotros, Escrofa.
—¿Sincero?
—Sí. Estoy seguro de que no te resulta fácil, pero necesitamos que nos digas la verdad. Veamos, en vista de la insólita manera en que te he reemplazado como prefecto de la Segunda iliria y dado que el documento que viste llevaba la autorización personal del emperador, supongo que te has dado cuenta de para quién trabajamos.
—Para Narciso.
—El mismo. Como ya sabes perfectamente, su labor consiste en cuidar de la seguridad del emperador. Así pues, comprenderás que esté un tanto inquieto por el giro que han tomado los acontecimientos aquí en el este. Sobre todo en lo concerniente a las ambiciones malsanas de tu amigo, Casio Longino, gobernador de Siria.
Escrofa frunció el ceño, desconcertado.
—¿A qué te refieres?
—Vamos, no nos tildes de idiotas, Escrofa. Longino está revolviendo las cosas deliberadamente aquí en el este para poder pedir refuerzos y aumentar su ejército. Por eso te eligió para que comandaras la Segunda iliria. Tu tarea consistía en provocar a los habitantes de los pueblos y convertirlos en rebeldes. Debo admitir que habéis hecho un trabajo excelente. No sólo eso, sino que os las habéis arreglado para amasar una fortuna considerable en el proceso gracias a ese chanchullo de protección que montasteis Postumo y tú. El hecho de que cabrearais a los nabateos debe de haber sido como un extra para Longino, claro —Macro endureció el tono de voz—. Por el cariz que han tomado las cosas, va a haber mucho derramamiento de sangre durante los próximos días, o incluso meses. Gracias a Postumo y a tí. Podrías pensar en ello.
Escrofa meneó la cabeza.
—No tengo ni idea de lo que me estás hablando.
—¡Embustero! —le espetó Cato—. ¡Tú estás metido en la conspiración! Metido hasta tu apestoso cuello.
—¡No! Yo no tengo nada que ver con ninguna conspiración.
—¡Tonterías! —exclamó Macro— Longino te puso al mando de la Segunda iliria. Te ordenó que provocaras una revuelta y tú has hecho todo lo que él te pidió y más. No intentes negarlo.
—¡Pero es que no es cierto! —gimió Escrofa—. Nunca me dio órdenes semejantes. Lo juro. Se suponía que iba a ser un nombramiento temporal. Dijo que quedaría bien en mi expediente. Dijo que me ayudaría a encontrar un puesto de mando en una buena cohorte en un destino mejor.
—No te creo —repuso Macro— me dijiste que estabas esperando a que el nombramiento se hiciera permanente.
—¡Mentí! Sólo tenía que ser prefecto hasta que la persona que él quería de verdad para el puesto tuviera la aprobación.
—¿Y quién era esa persona? —lo interrumpió Cato—. ¿A quién quería de verdad para el puesto?
Escrofa puso cara de sorpresa.
—A Postumo. ¿A quién si no?
Macro y Cato se miraron el uno al otro y Macro frunció el ceño.
—¿A Postumo? No tiene sentido. El gobernador podría haber nombrado un prefecto interino por iniciativa propia. Si quería a Postumo, ¿por qué no se limitaba a nombrarlo desde el principio? Estás mintiendo, Escrofa.
—No. ¿Por qué iba a mentir?
—Para proteger tu escuálido cuello. Postumo no era más que un centurión subalterno. Nunca habría dado la talla para que lo ascendieran y asumir el mando de una cohorte auxiliar. ¿Por qué nos mientes?
—No estoy mintiendo —replicó Escrofa con parsimonia.
—Sí. Nos estás mintiendo, y ya es hora de que te des cuenta de que ya no vamos a andarnos con bromas. Hay demasiadas cosas en juego para eso. Ahora nos contarás todo lo que queremos saber y nos dirás la verdad. Tengo que asegurarme de que entiendas que vamos muy en serio. Cato, pásame tu daga.
Cato desenvainó la hoja con un áspero mido metálico y se la ofreció a su amigo.
—Gracias —le dijo Macro con una sonrisa, y acto seguido atrevesó el espacio entre los dos camastros, con la otra mano agarró a Escrofa del cuello y le golpeó la cabeza contra la rugosa pared de piedra de la celda—. ¡Cógele la mano, Cato!
Cato tardó un instante en reaccionar ante la agresión repentina de su amigo contra el prisionero. Se inclinó, le agarró la mano derecha a Escrofa con las suyas y lo sujetó con firmeza mientras el otro intentaba zafarse a tirones. Macro golpeó a Escrofa en los ríñones con el pomo de la daga y el hombre soltó un grito ahogado de dolor.
—Deja de forcejear, ¿entendido? —gruñó Macro, y esperó a que el otro asintiera con un rápido movimiento de la cabeza. Entonces Macro se volvió hacia Cato—. Sujétale la mano plana contra esa pared de ahí, donde yo pueda verla. Bien. Bueno, Escrofa, ésta es tu última oportunidad. Me darás las respuestas que estoy buscando o te rebanaré los pulgares. Para empezar.
Macro le asía el cuello con fuerza con una mano en tanto que con la otra sostenía firmemente el mango de la daga e hizo descender el filo de la hoja ancha hacia la unión del pulgar de Escrofa con el resto de la mano. Escrofa abrió desmesuradamente los ojos, aterrorizado, y se oyó un leve lamento en su garganta antes de que lograra hablar.
—Os lo juro…, por mi vida… ¡No sé nada! ¡Nada! ¡Lo juro!
Macro retiró la hoja del dedo y miró fijamente a Escrofa un momento, escudriñándole el gesto. Chasqueó la lengua.
—Lo siento, no me convence. Veamos si la pérdida de un pulgar puede servir de incentivo. Cato, sujétalo para que no se mueva.
Macro hizo descender nuevamente la daga de manera que el filo presionó la carne de Escrofa. La piel se partió, salió un hilo de sangre y Escrofa profirió un grito. Macro tensó el brazo, listo para empezar a cortar el músculo y el hueso.
—Espera —dijo Cato—. Creo que está diciendo la verdad.
—Está mintiendo.
—¡No miento! —gimoteó Escrofa.
—¡Tú calla! —Macro lo sacudió por el cuello y se volvió nuevamente hacia Cato—. ¿Qué te hace pensar que este gusano está diciendo la verdad?
—Longino lo ha colocado en el puesto. Piénsalo. Longino es lo bastante astuto como para no dejar rastro si puede. De manera que manda aquí a Postumo para que enrede las cosas. Lo que pasa es que el anterior prefecto resultó ser un obstáculo para los planes de Longino. Así que Postumo lo eliminó. A Escrofa lo nombraron para llenar el vacío.
—¿Por qué él?
—Porque Longino sabe que es vanidoso y codicioso. Apuesto a que Longino le dijo a Escrofa que lo había elegido para el puesto porque prometía mucho. Supongo que también lo animó a tratar con dureza a los lugareños para demostrar su valía. ¿Es correcto?
Escrofa movió la cabeza en señal de afirmación.
—Así pues, Escrofa aparece aquí y se convierte en el instrumento de Postumo, que lo anima a emprenderla con la gente de aquí, lo involucra en el chanchullo de la protección de las caravanas y además es el verdadero comandante de la cohorte. Y si al final los planes de Longino no salen bien, se le puede echar la culpa a Escrofa. Longino culpa a Escrofa de cualquier rebelión y lo elimina antes de que puedan hacerlo regresar a Roma para investigarlo. A Longino se le ve actuar con decisión, los judíos nos ven castigar al hombre responsable de causar los problemas y Postumo sigue en su puesto. Longino sale ganando en todos los sentidos. —Cato meneó la cabeza—. Tenemos al hombre equivocado. Es Postumo. Él es el agente de Longino.
Macro lo consideró un momento, tras el cual soltó a Escrofa y retrocedió para volver a sentarse en la otra cama. Le devolvió la daga a Cato y señaló a Escrofa con un gesto de la cabeza.
—¿Y qué hacemos con él?
—Mantenerlo a salvo. Por si se le necesita como testigo contra Longino. —Cato miró a Escrofa—. ¿Entiendes lo que está pasando? Te han utilizado desde el principio.
—No. —Escrofa puso mala cara—. Longino es mi patrono. Mi amigo.
—¡Menudo amigo! —exclamó Macro con un resoplido, y miró a Caíto con expresión irónica—. Ahora ya sabes por qué eligió a esta maravilla para hacer el trabajo.
—Ya lo creo —Cato no apartó la vista de Escrofa—. Escucha, sabes que lo que he dicho tiene sentido. No le debes ninguna lealtad a Longino. Ese hombre te ha traicionado. Y traicionará al emperador y a Roma en cuanto se le presente la ocasión. Tienes que ayudarnos.
—¿Ayudaros? —Escrofa sonrió—. ¿Y por qué debería hacerlo? Me estaba forrando hasta que aparecisteis vosotros. Me habéis arrebatado el mando, me habéis arrojado a esta celda y ahora me agredís. ¿Por qué iba a ayudaros?
—Tiene razón —comentó Macro.
—No tiene alternativa —repuso Cato—. Longino no puede permitirse el lujo de dejarlo con vida. Ya sabe demasiado, aunque todavía no pueda acabar de creérselo. O nos ayuda o está muerto. Tan sencillo como eso.
Escrofa miró a Cato y se mordió el labio.
—¿Dices en serio lo de Longino?
—Muy en serio.
Escrofa meneó la cabeza.
—No me lo creo.
Por unos instantes nadie dijo nada y Macro no pudo evitar sentir lástima por el infeliz de la otra cama. En el ejército no había lugar para Escrofa. Era holgazán, corrupto, incompetente y demasiado estúpido para ver nada más allá de sus sueños de gloria. No obstante, todavía podía resultar útil. Aún podía redimirse. Macro se puso de pie.
—Venga, Cato. Vámonos. Aquí ya no nos enteraremos de nada más.
Justo antes de que la puerta se cerrara, Escrofa les dijo:
—Dejadme salir de esta celda, por favor. Juro que no causaré problemas.
Macro consideró la petición un momento y luego negó con la cabeza.
—Lo siento. Necesito toda la lealtad y obediencia de los soldados. El hecho de que te vean andando por el fuerte sólo servirá para confundir las cosas. Tienes que quedarte aquí, sin que te vean ni piensen en ti. Al menos durante un tiempo. Es por el bien de todos.
Macro cerró la puerta al salir, volvió a deslizar el pestillo en su sitio y Escrofa empezó a insultarlo a voz en cuello. Macro se dirigió a los guardias:
—Si continúa así mucho rato tenéis mi permiso para entrar ahí y darle una paliza.
—Sí, señor. Gracias, señor.
—Vámonos Cato.
Mientras subían de nuevo por las escaleras hacia la planta baja del edificio del cuartel general, Cato dijo:
—¿Y ahora qué? Longino ya sabe que Narciso anda tras él. Estará alerta, y apuesto a que en este mismo instante ya está borrando sus huellas. No tendremos demasiadas pruebas que presentar contra él. Sólo lo poco que puede decir Escrofa, que se le ordenó actuar con dureza. La peor acusación que Narciso podrá achacarle a Longino será de incompetencia premeditada.
—Eso bastaría para destituirlo.
—Tal vez.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Sugiero que concentremos nuestros esfuerzos en Bannus. Si podemos destruirle seremos capaces de restablecer la paz en la zona, y si lo hacemos, podremos echar por tierra cualquier intento de pedir refuerzos por parte de Longino.
Macro asintió.
—Pues que sea Bannus. Hablaremos de ello por la mañana. Estoy tan cansado que a duras penas puedo pensar. Será mejor que tú también duermas, Cato. No sé por qué, pero tengo la sensación de que no vamos a poder descansar como es debido durante un tiempo. Será mejor que lo aprovechemos ahora.
—Sí, señor.
Macro sonrió levemente.
—Está bien. Puedes dejarte de formalidades cuando no haya nadie cerca.
Cato señaló con la cabeza por encima del hombro de Macro, quien se volvió y atisbó a uno de los portaestandartes que vigilaban la entrada al santuario del cuartel general donde se guardaban los estandartes de la cohorte. Macro carraspeó y habló formalmente.
—Bien, centurión. Voy a acostarme. Te veré por la mañana.
—Sí, señor.
Cato saludó. Macro se dio la vuelta y salió andando cansinamente del edificio en dirección a sus aposentos. Al llegar a la casa del prefecto se dejó caer en la cama y cerró los ojos un momento. Se quedó dormido; tan profundamente dormido que no notó que el criado de Escrofa le quitaba las botas, le ponía las piernas sobre la cama y lo tapaba con una manta gruesa. Cuando el criado cerró la puerta al salir, las primeras notas graves y estruendosas de los ronquidos de Macro resonaban por la habitación.
Macro se despertó bien entrada la mañana y se maldijo por no haber dado órdenes de que lo despertaran al amanecer. No iba a dejar que pensaran que estaba cortado por el mismo patrón que el anterior prefecto. Macro se enorgullecía de llevar una vida tan dura como la de los soldados que tenía a sus órdenes, por lo que salió de sus aposentos de mal humor e hizo caso omiso de la comida que el criado había dispuesto en el comedor. Cuando Macro entró a grandes zancadas en el despacho del prefecto en el cuartel general, Cato lo estaba esperando inclinado sobre un mapa extendido en la mesa.
—¿Por qué diablos no me despertó nadie?
—Usted es el prefecto. No somos quién para molestarlo sin órdenes, a menos que haya una emergencia. Además, necesitaba descansar.
—Ya decidiré yo lo que necesito, ¿de acuerdo?
—Sí, señor.
—Bien. —Macro miró el mapa—, ¿ya estás planeando el próximo paso contra Bannus?
—Sólo estaba pensando, señor.
—¿Ah sí? Eso suena peligroso. —Sonrió al ver la expresión dolida de Cato—. Cuando empiezas a pensar, sé que nos esperan problemas, Cato. Continúa.
Cato volvió a concentrarse y bajó la mirada hacia el mapa. Señaló con un gesto de la mano la serie de pueblos que había entre Bushir y el río Jordán.
—Dada la magnitud del ejército que creemos que Bannus tiene respaldándolo, va a necesitar acceso a comida y agua. Ahora ya no tiene nada que temer por parte de nuestras patrullas. El único peligro sería que pudiéramos acorralarlo con toda la cohorte y hacer que entrara en combate. Supongo que ha salido de las montañas y está acampado en cualquier sitio cerca de alguna de estas aldeas.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—No puedo. Al menos hasta que regresen las patrullas a caballo. Les ordené que exploraran la zona. Deberían volver hoy mismo. Entonces averiguaremos si han localizado a Bannus. Si es así, tendrá que buscar una manera de obligarle a entablar combate, señor.
—Eso no será fácil —dijo Macro entre dientes—. Ya sabes cómo luchan estos forajidos. Golpean y echan a correr. Ése es su estilo. ¿Entonces, qué? ¿Tienes alguna idea brillante?
Cato ladeó la cabeza y pensó en ello. Antes de que pudiera responder se oyó el sonido de unas botas en el exterior de la estancia y luego un golpe en la puerta.
—¡Adelante!
Un ordenanza entró por la puerta y saludó.
—El centurión de servicio informa, señor.
—¿Y bien?
—Una columna de jinetes se acerca al fuerte, señor.
—Será una de tus patrullas, Cato. Bien. Con un poco de suerte tendremos alguna noticia de Bannus.
El ordenanza lo interrumpió.
—Disculpe, señor, pero los jinetes vienen por el norte. Las patrullas fueron hacia el oeste.
—Por el norte, ¿eh? —Macro empezó a sentir un peso en el estómago. Se volvió hacia Cato—. Será mejor que echemos un vistazo.
Cuando llegaron a la torre fortificada por encima de la puerta norte, la pequeña columna de jinetes se hallaba ya a menos de una milla del fuerte y unos destellos de luz relucían en las armaduras y cascos bruñidos. Cato se protegió los ojos del sol, los entrecerró y distinguió el parpadeo de un estandarte escarlata por encima de la cabeza de la columna.
—Son de los nuestros. Romanos, al menos.
—¿Entonces qué diablos hacen viniendo de esa dirección? —preguntó Macro.
—No lo sé.
Observaron en silencio mientras los jinetes se iban acercando hasta que al fin quedó clara la identidad del grupo y Cato sintió que se le helaban las entrañas cuando aquéllos frenaron las monturas y las condujeron a una corta distancia de las puertas. Al frente de la columna cabalgaba un hombre con un peto bruñido. Llevaba una capa roja y un ornamentado casco bañado en plata con un penacho colorado.
—Es el gobernador —dijo Macro entre dientes—. El condenado Longino en carne y hueso.
—Sí, y mira quién va montado detrás de él.
Macro parpadeó, vio a un oficial a caballo que iba al lado del gobernador, a una corta distancia y ligeramente detrás de él, y respiró hondo.
—Es el cabrón de Postumo.