Capítulo XVIII

El salón principal del edificio del cuartel general estaba abarrotado de oficiales, todos los que pudieron abandonar momentáneamente sus obligaciones. Casi todos los centuriones, decuriones, optios y portaestandartes de la Segunda iliria se hallaban presentes. Los oficiales superiores ocupaban las sillas y bancos del centro de la sala en tanto que los demás se apiñaban en los laterales de la habitación. Los hombres hablaban en tonos apagados y, desde la entrada, Cato se fijó en sus expresiones preocupadas. Había pasado apenas una hora desde que Macro y él le habían presentado la autorización imperial a Escrofa y lo había relevado del mando. Desde entonces habían circulado por el fuerte toda clase de rumores mientras se convocaba a los oficiales al cuartel general. Cato sonrió. No tardarían en averiguar qué había pasado exactamente. La cuestión era: ¿lo aceptarían? A Escrofa y Postumo los habían llevado a una celda en el sótano del edificio y los habían dejado a cargo de una sección fiable de soldados elegidos por el centurión Parmenio. No se les iba a permitir exponer ningún argumento en contra del nuevo comandante y no iban a tener acceso a ninguno de los oficiales ni soldados de la cohorte. Macro había sido muy tajante al respecto cuando le había dado las órdenes a Parmenio.

—¿Cómo está el ambiente? —preguntó Macro en voz baja por detrás de él. Cato se dio la vuelta y vio a su amigo a unos cuantos pasos de distancia pasillo abajo, fuera de la vista de cualquiera de los hombres que se hallaban en la sala. Macro tenía en la mano la autorización imperial, enrollada, y se daba golpecitos en el muslo con ella.

Cato levantó la mano para taparse la boca y le respondió entre dientes:

—Es de curiosidad más que de descontento. Dudo que haya ninguna oposición efectiva a la toma de poder.

—Bien —Macro se encogió de hombros y respiró hondo—. Será mejor que nos quitemos esto de encima. Puedes anunciarme.

Cato entró en la habitación y se puso en posición de firmes mientras gritaba:

—¡Oficial al mando presente!

Las voces se acallaron de inmediato y se oyó el chirrido de las botas de suela claveteada sobre las losas cuando los oficiales se pusieron de pie y firmes, con las espaldas rectas como astas de jabalina. Cuando reinó el silencio y no hubo más movimiento Macro entró en la sala a grandes zancadas y marchó hacia la tarima elevada situada al fondo, desde la cual el comandante de la cohorte se dirigía habitualmente a sus soldados. Se fijó en las expresiones de sorpresa de algunos de los rostros que miraban hacia él y contuvo el impulso de sonreír y revelar así el nerviosismo que lo había invadido.

La sequedad de boca y la náusea en el estómago eran sensaciones nuevas para él y Macro se asombró al darse cuenta de que tenía miedo. Aquello era peor que enfrentarse a una horda de bárbaros armados hasta los dientes y pidiendo a gritos su sangre. Se había acostumbrado a comandar una centuria de legionarios, o una fuerza improvisada de tropas nativas, pero aquellos soldados y oficiales eran profesionales curtidos como él y Cato y sabrían con qué criterio juzgarlo.

Tragó saliva, carraspeó y empezó:

—¡Descansen!

El sonido de su voz resonó por toda la estancia, como si lo hubiera gritado en una plaza de armas. No obstante, los soldados relajaron su postura al instante y los oficiales superiores volvieron a ocupar sus asientos. Entonces todos ellos lo miraron expectantes.

—Bueno, sé que ha habido algunas disparatadas conjeturas, de modo que aclararé la situación desde el principio. Cayo Escrofa ha sido destituido del mando de la cohorte. Lario Postumo ya no es centurión y ayudante. Dicho puesto lo ha ocupado el centurión Cato, en tanto que ahora el prefecto soy yo. Esta medida se ha tomado según el poder que me ha conferido el emperador Claudio. —Macro alzó el documento, lo desenrolló y lo sujetó en alto para que todos los soldados congregados en la sala pudieran ver claramente el sello imperial estampado en la parte inferior del pergamino—. Esta autorización es ilimitada. Cualquier escéptico puede acercarse a echar un vistazo si quiere en cuanto termine la reunión.

Macro dejó el rollo en la mesa y se quedó mirando a sus oficiales durante un momento antes de continuar.

—Como vuestro nuevo comandante, me gustaría empezar diciendo que esta cohorte, si es que merece llamarse así, es una de las peores unidades que he visto en mi vida.

A Cato se le crispó el rostro. Macro acababa de asumir el mando de la Segunda iliria y ya estaba ofendiendo a los mismos hombres que tenía que ganarse.

—Sí, en efecto —Macro les dirigió una mirada fulminante—. He dicho una de las peores, y el motivo para que así sea poco tiene que ver con los soldados que hay ahí fuera. Ellos son tan buenos como cabría esperar de una cohorte apostada aquí en el culo del imperio. Pero, ¿vosotros? —Macro meneó la cabeza—. Se supone que tenéis que dar ejemplo. ¡Y menudo ejemplo habéis estado dando! La mitad de vosotros habéis estado ocupados adulando a Escrofa para así poder sacar tajada del chanchullo que se traía entre manos. El resto no sois mejores. Como el centurión Parmenio, aquí presente. El sabía lo que estaba ocurriendo. ¿Y qué hizo al respecto? Nada. Se limitó a quedarse de brazos cruzados y fingir que lo ignoraba.

Cato dirigió una mirada rápida hacia el viejo oficial y vio que Parmenio bajaba la cabeza y clavaba la vista en el suelo entre sus botas.

—Pues bien, caballeros —continuó Macro, que cruzó los brazos y les lanzó una mirada como la de un maestro decepcionado—, las cosas van a cambiar aquí en Bushir. Os diré por qué. No tiene nada que ver con las corruptelas en las que tan alegremente tomabais parte, aunque pronto nos ocuparemos de ello, como ya veréis. No, el motivo por el que deben cambiar las cosas es que estamos a punto de ser testigos de nuestro propio levantamiento autóctono. Todo gracias al trato encantador dispensado por el prefecto anterior a los habitantes de las aldeas, y de vuestra buena disposición para secundarlo. Mientras nosotros estamos aquí sentados, Bannus está atareado reclutando a una banda formidable de seguidores. Lo que quizá no sepáis es que, con toda probabilidad, ha hecho un trato con nuestros amigos partos, que han prometido armar a sus hombres.

Aquella información causó una cascada de murmullos preocupados que recorrió las filas de oficiales.

—¡Silencio! —gritó Macro—. No os he dado permiso para hablar.

Los hombres se callaron de inmediato y Macro movió la cabeza en señal de satisfacción. Estaba empezando a disfrutar de aquella sensación de autoridad.

—Así está mejor. Bueno, creo que ahora os podréis dar cuenta de la magnitud de la amenaza a la que nos enfrentamos. Está en manos de la Segunda iliria encontrar y destruir a Bannus y a sus forajidos antes de que se hagan lo bastante fuertes como para venir y destruirnos a nosotros. Al mismo tiempo, no toleraré más malos tratos contra las gentes del lugar. Ya hemos hecho suficiente para arrojarlos en brazos de Bannus. Probablemente sea demasiado tarde para volver a ponerlos de nuestro lado, de manera que no vamos a intentarlo. Lo que no haremos es provocarlos más. A partir de ahora todo aquel soldado, u oficial, que se meta con los lugareños compartirá la suerte del soldado Canto. Todos sabéis lo que le ocurrió. Ahora también sabéis lo que le ocurrirá a cualquier otro que siga su ejemplo. Aseguraos de que vuestros soldados sean conscientes de ello. No aceptaré ninguna excusa. No podemos permitirnos el lujo de actuar como oficiales reclutadores para Bannus.

Hubo algunos murmullos breves de desaprobación y algunos de los oficiales intercambiaron miradas contrariadas hasta que se dieron cuenta de que el nuevo prefecto los estaba mirando y volvieron a guardar silencio.

—Soy consciente de que lo más probable es que nada de lo que he dicho hasta ahora os haya parecido bien, caballeros. Es duro para todos nosotros. La cuestión es, ¿qué vamos a hacer al respecto? Por mi parte voy a dejar que empecéis haciendo borrón y cuenta nueva. No volverá a mencionarse vuestra corrupción o negligencia en el cumplimiento del deber. Así pues, todos tenéis la oportunidad de demostrar vuestra valía. No lograsteis el cargo que ostentáis hoy aceptando sobornos, de modo que todos vosotros debéis de haber sido buenos soldados en otra época. Dicha época ha vuelto de nuevo. En los próximos días todos vais a servir duramente como soldados. Vuestros hombres necesitarán lo mejor de vosotros y yo no dudaré en degradar a cualquier vago. Todos vosotros serviréis de modelo. Todos predicaréis con el ejemplo. —Hizo una pausa para asegurarse de que lo habían entendido—. Bueno, pues esto es todo. Ya sabéis lo que quiero de vosotros. Hay mucho trabajo que hacer y recibiréis vuestras órdenes lo antes posible. Una última cosa. Me he dado cuenta de que el estandarte de la Segunda iliria no tiene ninguna condecoración. Eso va a cambiar. Nunca he dejado una unidad sin añadir al menos un medallón a su estandarte. Lo mismo se aplica a esta cohorte. Así pues, hagamos todos juntos algo de lo que podamos estar orgullosos, ¿de acuerdo? ¡Podéis retiraros!

Los oficiales se levantaron rápidamente y se pusieron en posición de firmes, saludaron y empezaron a dirigirse arrastrando los pies hacia las puertas que daban al pasillo. Macro los observó con detenimiento mientras se dispersaban, satisfecho con su actuación y con la sensación de que había vuelto a endurecer un poco a sus nuevos subordinados. Cuando el último de ellos abandonó la sala, Cato se acercó a su amigo.

—¿Cómo crees que ha ido? —le preguntó Macro.

—Directo, pero conciso.

Macro puso mala cara.

—Estoy intentando ponerlos en forma, Cato, no ganar el primer premio de una condenada competición de retórica.

—Ah, en tal caso fue bastante bien —respondió Cato con una sonrisa—. No, en serio. Creo que fue precisamente lo que les hacía falta oír. Me gusta el detalle sobre el estandarte. ¿Es verdad?

—No. Es una solemne tontería. Pero es de ese tipo de cosas que les sientan bien a los buscadores de gloria. Y eso es precisamente lo que necesitaremos si Bannus decide atacar a la cohorte.

—Supongo que sí —reconoció Cato—. ¿Y cuáles son sus primeras órdenes, señor?

Macro quedó un poco desconcertado por la última palabra de Cato, pero se dio cuenta de inmediato que era adecuado que su amigo fuera respetuoso con su nuevo rango de prefecto. Le recordó la época en la que habían servido en la Segunda legión en Germania y Britania, cuando Cato había sido su optio y luego un centurión subalterno en la misma cohorte. Habían ocurrido muchas cosas desde entonces, y Macro se había acostumbrado a tratar al oficial más joven como a un igual en muchos aspectos, pero ahora la situación había cambiado y el profesional que llevaba dentro lo aceptó como una necesidad.

—¿Simeón ya se ha marchado hacia Petra?

—Justo antes de la reunión.

—¿Te cercioraste de que entendiera exactamente lo que quería que hiciera?

—Sí, señor.

—Bien —Macro asintió con la cabeza—. Bueno, pues es hora de que hagamos los preparativos para ocuparnos de Bannus y de esos asaltantes del desierto.

* * *

El nuevo prefecto de la Segunda iliria hizo notar su presencia de inmediato. Los barracones se inspeccionaban al amanecer y al anochecer y se castigaban todas las infracciones de las normas. La instrucción de los soldados duraba el doble que antes y cuando todas las centurias habían completado las maniobras reglamentarias se las hacía marchar a paso ligero alrededor del fuerte hasta el mediodía, momento en que al fin se permitía que los soldados, jadeantes y sedientos bajo el implacable resplandor del sol, rompieran filas. Los oficiales recuperaron rápidamente su talante profesional y trabajaban con la misma dureza que sus hombres. Ya no se realizaban patrullas por las aldeas de los alrededores. En lugar de eso, los exploradores a caballo observaban a los lugareños desde una distancia discreta y concentraban sus esfuerzos en buscar señales de Bannus y de sus hombres. La geografía de la región era tal que una fuerza numerosa podría esconderse en las cuevas de los numerosos wadis que surcaban el paisaje. La única debilidad de los bandidos era su dependencia de la comida y agua que necesitaban obtener de las poblaciones. Siempre que los exploradores veían llegar a un pueblo a un grupo de hombres de aspecto sospechoso intentaban seguirlos cuando se marchaban, pero ellos siempre se las arreglaban para desaparecer en las grietas de las montañas que se alzaban en la costa este del mar Muerto.

El prefecto Macro concentró sus esfuerzos en seleccionar a un destacamento para una tarea especial. Necesitaba a los mejores soldados a caballo de la cohorte y precisaba que su pericia para montar estuviera a la altura de su habilidad con el arco. Al igual que ocurría en muchas de las cohortes de la región, ya eran muy pocos los soldados capaces de utilizar el poderoso arco compuesto que tan popular era entre los guerreros del este.

Macro hizo practicar a dichos soldados en un campo de tiro al blanco que se levantó apresuradamente en el exterior del fuerte hasta que fueron bien competentes desde varias distancias.

Al mismo tiempo, al carpintero de la cohorte se le había encargado diseñar un armazón para las sillas de montar equipado para llevar cargas ligeras de las que uno pudiera desprenderse en un instante. Otros trabajaban duro para crear imitaciones de fardos de tela que se cargarían en las angarillas. Todo estuvo listo al final del décimo día desde que Macro había asumido el control de la cohorte. Aquella misma tarde llegó un mensaje desde Petra. Simeón había hecho lo que le habían pedido y se había puesto en contacto con los mercaderes de la caravana que Macro había salvado. Habían quedado en reunirse con Macro y sus hombres en el mismo lugar que la otra vez —el apeadero nabateo— al atardecer tres días más tarde.

* * *

La noche antes de que Macro y su pequeño ejército abandonaran el fuerte Bushir, tuvo una última cena con Cato en el comedor de la casa del prefecto. Escrofa, que sin duda andaba bien de dinero gracias a la extorsión de los grupos caravaneros, había decorado magníficamente su alojamiento y las paredes del comedor estaban llenas de escenas de caza en frondosos paisajes verdes tan absolutamente distintos de los áridos páramos que se extendían en torno al fuerte que hacían que los dos hombres añoraran el paisaje más amable y templado de Italia o incluso de Britania.

—Puedes decir lo que quieras sobre Escrofa —comentó Macro mientras masticaba un pedazo de cordero asado—, pero al menos sabía cómo vivir.

—Ya lo veo.

Cato seguía alojado en la misma habitación del cuartel general en la que Macro y él habían estado retenidos. Dado el humor de algunos de los oficiales, se había considerado necesario que Cato permaneciera en el corazón administrativo de la cohorte y vigilara sus actividades. Al mismo tiempo se aseguraba de que los dos prisioneros de la celda no hablaran con nadie. A Escrofa y Postumo se les llevaba la comida y se les vaciaba, limpiaba y devolvía el bacín, y ése era el único contacto con otras personas que Cato les permitía.

—¿Cómo lo lleva Escrofa? —preguntó Macro.

—Bastante bien. Ha dejado de hacerse el inocente ultrajado y ha dejado de exigir que lo liberemos. Lo que me preocupa es que los demás oficiales no dejan de preguntar qué les va a ocurrir a esos dos.

—Tú limítate a decirles que serán tratados con justicia y se les permitirá que se expliquen como es debido en cuanto hayamos solucionado las cosas con Bannus. Si eso no basta entonces diles que mantengan la boca cerrada y no metan las narices en asuntos que no les conciernen a menos que quieran compartir la misma celda.

—¿Crees que van a permitirles explicarse?

—Si de Narciso depende, no. Serán interrogados para que revelen lo que sepan sobre Longino y luego los eliminarán. Ya sabes cómo es Narciso, Cato.

—Lo sé. Sin embargo, no existe ninguna prueba concreta de que Longino esté tramando nada de momento. Todos los indicios que tenemos son muy fútiles, en cuyo caso Escrofa y Postumo no son culpables de conspirar contra el emperador.

—Quizá no —coincidió Macro al tiempo que tomaba otro bocado de cordero—, pero sin duda son culpables de joder la situación aquí en la frontera. Incluso aunque terminemos con este asunto de Bannus van a hacer falta años para enmendar nuestras relaciones con los lugareños. Si es que logramos hacerlo algún día.

Cato asintió moviendo la cabeza con aire pensativo y luego respondió:

—Quizás el emperador considere abandonar Judea.

Macro estuvo a punto de atragantarse.

—¡Abandonar la provincia! ¿Por qué demonios iba a hacerlo?

—Aquí no he visto nada que me haga pensar que los judíos vayan a aceptar nunca su lugar en el imperio. Sencillamente son demasiado distintos.

—¡Tonterías! —barbotó Macro, y un trozo de cartílago salió despedido por encima del lecho y casi le dio a Cato en la oreja—. Judea es como cualquier otra provincia. Un poco salvaje e indomable al principio, pero con el tiempo haremos que vean las cosas a nuestra manera. Aceptarán la forma de vida romana tanto si les gusta como si no.

—¿Eso crees? ¿Cuándo fue anexionada Judea? En la época de Pompeyo. De eso hace más de cien años. Y los judíos siguen tan obstinados como siempre. Se aferran a sus prácticas religiosas como si fuera lo único que importara.

—La situación podría mejorar si pudiéramos convencerlos de que rindieran culto a nuestros dioses, o al menos hacer que adoraran a nuestros dioses al mismo tiempo que al suyo —concluyó Macro con impaciencia.

—No lo conseguiremos. De modo que quizá deberíamos abandonar la idea de incluir Judea en el imperio, o tendríamos que aplastarlos, destruir su religión y a todo aquel que se aferre a ella.

—Eso podría servir —asintió Macro.

Cato se lo quedó mirando.

—Estaba siendo irónico.

—¿Irónico? ¿En serio? —Macro meneó la cabeza y arrancó otra tira de carne—. Bueno, pues yo no, maldita sea. Si queremos que el imperio sea seguro tenemos que asegurarnos de controlar esta región y no Partia. Esta gente tendrá que aceptar el dominio romano, y tendrá que gustarles, porque si no…

Cato no respondió. Le resultaban evidentes las limitaciones del enfoque de Macro. Al igual que en la mayoría de provincias, los romanos habían intentado establecer una clase dirigente que recaudara impuestos y administrara la ley en Judea, pero en aquella ocasión la gente común y corriente no se había dejado engañar por aquellos que afirmaban ser sus superiores por naturaleza. Era por ese motivo que Judea se había conver tido en una herida abierta en la carne del imperio. No se podía dejar que los judíos llevaran sus propios asuntos a la manera romana porque su religión no se lo permitía. Así pues, Roma tendría que intervenir para hacer cumplir las normas romanas. Por desgracia, tendría que hacerlo en tal grado que el coste del mantenimiento de Judea superaría con creces los ingresos provenientes de los impuestos que se podían generar, a menos que a la gente se le sacara hasta la última moneda, lo cual sólo conduciría a una revuelta antes o después. Se necesitarían más tropas para restablecer y luego mantener el orden. Se requerirían más impuestos para pagar el incremento de las guarniciones necesarias para mantener a raya a los judíos, y de este modo el círculo vicioso de rebelión y represión continuaría interminablemente. No era de extrañar que el centurión Parmenio estuviera tan harto y cansado tras sus años de servicio en la provincia.

En un fugaz momento de lucidez, Cato comprendió que era por eso por lo que Parmenio había estado dispuesto a entregar a Canto a la multitud. El soldado había ultrajado a los aldeanos y Parmenio se había visto enfrentado a una cruda decisión. Si hubiera intentado defender a su soldado y hacer caso omiso de su ofensa, o protegerlo, sólo hubiese logrado provocar un disturbio y acrecentar las desavenencias que de manera implacable estaban destrozando Judea. La muerte de Canto había servido para avisar tanto a romanos como a judíos de que no había nadie que estuviera por encima de la ley. Si semejante principio se convertía en una política general, entonces sería posible que Roma y Judea llegaran a algún acuerdo.

Macro lo estaba observando con detenimiento.

—Ahora no te me pongas blando, muchacho. Sean cuales sean tus consideraciones en cuanto a los aciertos y errores de la situación, tenemos una misión que llevar a cabo. Debe de ser uno de los trabajos más difíciles que hemos tenido entre manos. No puedo permitirme el lujo de tenerte pensando adonde lleva todo esto. Concéntrate en lo que tenemos que hacer. Ya te preocuparás de las otras cosas más adelante, cuando no suponga un riesgo. —Se rio—. Y si todavía estás vivo para hacerlo.

Cato le devolvió la sonrisa.

—Lo intentaré.

—Bien. Me siento mucho mejor sabiendo que cuidarás de todo en el fuerte mientras yo esté fuera.

—¿Es realmente necesario hacer esto?

—Necesitamos todos los amigos que podamos hacer en esta región. Si mi plan funciona debería contribuir en gran medida al restablecimiento de las relaciones con los nabateos. Ese cabrón de Escrofa tiene que rendir cuentas de muchas cosas.

—Sí —repuso Cato en voz baja—. ¿Estás seguro de que quieres que me quede aquí?

—Completamente. La mayoría de oficiales son buenas personas, pero ya he visto con qué facilidad se los puede apartar del buen camino. Todavía no me fío de unos cuantos y hay que vigilarlos. Lo que menos necesitamos ahora mismo es una especie de contragolpe para devolverle el mando a Escrofa. Sería un maldito desastre. Así pues, tienes que quedarte aquí, Cato. De todos modos, había pensado que te alegrarías de tener tu propia cohorte a tus órdenes.

—Es una gran responsabilidad y, dada la lealtad dudosa de algunos de los hombres, preferiría salir al campo.

—Seguro que sí —la expresión de Macro se fue volviendo más seria—, pero esta vez no, Cato. Te quedarás aquí al cargo de todo. Ya sabes en quién puedes confiar. Puede que Parmenio ya no sea joven, pero es un veterano duro y sincero como el que más. Si me ocurre algo tendrás que encargarte de Bannus. No te lances a dar vueltas por el desierto como un idiota buscando venganza, ¿entendido?

—De acuerdo, señor. Sé lo que hay que hacer. Usted asegúrese de que no corre ningún riesgo innecesario.

—¿Yo? —Macro se llevó la mano al pecho con expresión dolida—. ¿Correr riesgos? No sabría ni por donde empezar.

* * *

Despuntaba el día en el desierto cuando las puertas del fuerte se abrieron con un chirrido y Macro salió por la torre de entrada a la cabeza de dos escuadrones de soldados a caballo. A pesar del calor del día, las noches eran frías, por lo que Cato iba envuelto en una capa gruesa mientras que, de pie en la torre por encima de la puerta, contemplaba a su amigo, el cual cabalgaba por el camino pedregoso que se alejaba del fuerte Bushir en dirección sureste hacia la gran ruta comercial por la que las caravanas transportaban valiosas mercancías al imperio desde unas tierras que ningún romano había visto nunca. Los primeros rayos del sol tintaban la arena de un rojo encendido y el polvo que levantaban los cascos de los caballos se alzaba formando arremolinadas nubes de color naranja. Las sombras alargadas bailaban en la planicie como ondulaciones en unas aguas oscuras y Cato no pudo evitar sentir cierta aprensión mientras miraba cómo la pequeña columna se marchaba para ir a luchar con los asaltantes del desierto. Cuando ya no pudo distinguir a Macro de los demás, Cato se dio la vuelta y bajó la mirada hacia los barracones alargados que se extendían desde los muros. Estaba al mando del fuerte y, para su sorpresa, se encontró con que, por debajo de toda la preocupación sobre si tenía aptitudes para su nuevo papel, en el fondo estaba encantado de ser el comandante interino de la Segunda cohorte iliria.