Postumo hizo que trasladaran a los dos centuriones a una sola habitación para que fuera más fácil vigilarlos. Macro soportó bastante bien los primeros días de reclusión en tanto que Cato se sentaba frente a la ventana y miraba al exterior por encima del fuerte, hacia las almenas, inquieto por su inactividad. En torno a ellos, los soldados llevaban a cabo sus obligaciones de un modo rutinario y pausado. Las guardias cambiaban a intervalos regulares. Los hombres se levantaban al amanecer, realizaban una hora de instrucción y luego desayunaban. Después había más entrenamiento hasta que el sol llegaba al punto en que caía sobre el fuerte y el desierto circundante con una abrasadora luz deslumbradora. Después los soldados se retiraban a la sombra y sólo quedaban los centinelas, que patrullaban los muros bajo un calor sofocante que evitaban hasta las lagartijas, aferradas al tosco enlucido en sus zonas umbrías, esperando a que pasaran las horas agobiantes del mediodía.
Sus guardias les traían comida dos veces al día y respondían de buena gana a cualquier otra petición de comida y bebida puesto que, técnicamente, los dos centuriones no se hallaban bajo arresto. Todavía. La ventana de la habitación que compartían daba a un callejón estrecho situado entre el cuartel general y el edificio de un solo piso del hospital. Cato había considerado dejarse caer al callejón para escapar de su confinamiento, pero luego reflexionó que no tenía sentido. ¿Qué conseguiría con ello? No podían abandonar el fuerte y cualquier intento por escapar de su habitación sólo serviría para darle a Escrofa la excusa para meterlos en una celda. De modo que Cato se sentaba frente a la ventana y reflexionaba más ampliamente sobre la situación con un creciente sentimiento de frustración y ansiedad.
Iban transcurriendo los días y de vez en cuando una patrulla abandonaba el fuerte y se alejaba marchando, dejando tras de sí una débil nube de polvo que era visible durante un rato por encima de las torres achaparradas de la puerta principal.
Entonces, pasados varios días, mientras los soldados de la cohorte se refugiaban del sol del mediodía, Cato estaba sentado en la ventana con la barbilla apoyada en las manos mirando las estribaciones distantes que señalaban la entrada al wadi que conducía hasta Heshaba.
—Centurión… —lo llamó una voz queda.
Cato se sobresaltó y se volvió a mirar a Macro.
—¿Has oído eso?
Pero su amigo estaba profundamente dormido en su cama.
—Aquí abajo, centurión.
Cato se asomó a la ventana con cautela y vio a Simeón pegado a la pared justo por debajo de él. El guía agitó la mano y lo saludó con una sonrisa.
—¡Simeón! ¿Qué estás haciendo aquí?
—¡Chsss! No levantes tanto la voz. Necesito hablar contigo. Toma, coge esto. —El guía apuntó y le lanzó un trozo de cuerda a Cato, que lo agarró con torpeza y miró al interior de la habitación en busca de algo donde atar bien el extremo. Volvió a mirar a Simeón.
—Espera —Cato cruzó la estancia hacia Macro y le sacudió el hombro a su amigo. Macro se despertó y se incorporó con un sobresalto, parpadeando.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—Silencio —le dijo Cato en voz baja, y le metió el extremo de la cuerda en la mano—. Toma esto.
Macro miró la cuerda y puso mala cara.
—¿Para qué es?
—Tú aguántala bien y ayúdame. —Cato regresó a la ventana e hizo un gesto con la cabeza hacia el callejón, a continuación agarró la cuerda y afirmó el pie en el alféizar de la ventana. Macro notó que la cuerda se tensaba y la agarró entre sus fuertes manos mientras alguien subía por la pared de fuera, resoplando por el esfuerzo. Al cabo de un momento unos dedos se movieron a tientas en el alféizar y Simeón subió afanosamente, entró por la ventana y se deslizó hasta el suelo.
—¿Qué demonios haces tú aquí? —preguntó Macro, sorprendido.
Simeón dirigió la mirada más allá de Macro, hacia la puerta, con expresión alarmada, y se llevó un dedo a los labios.
—Habla más bajo, centurión.
—Lo siento —susurró Macro. Agarró al guía por el brazo—, ¡me alegro de verte! Supone un cambio agradable respecto a esos feos idiotas que nos traen la comida. ¿Qué ocurre?
—Intenté hablar con vosotros cuando traje el mensaje del procurador de vuelta al fuerte, pero al día siguiente el prefecto me mandó a visitar las aldeas del lugar para intentar obtener información sobre Bannus. He regresado esta misma mañana.
—¿Y bien? —Cato enarcó las cejas—. ¿Qué tal está el ambiente entre los habitantes del lugar?
—No muy bien. Viajé a pie, afirmando que regresaba del festival en Jerusalén, pero aun así recelaban de mí. Los que sí hablaron fueron renuentes a contarme demasiado, pero parece ser que los efectivos de Bannus aumentan día a día. Dicen que ha prometido demostrarles que se puede vencer a los romanos. Incluso corre el rumor de que es un profeta. O tal vez el mashiah. Y de que tiene aliados poderosos que lo ayudarán a expulsar a los romanos de nuestras tierras y arrojarlos al mar.
Cato asintió moviendo la cabeza con aire sombrío. Era lo que se había temido y el tiempo se agotaba. En cualquier momento la zona de los alrededores de Bushir podía alzarse en franca rebelión. Miró al guía con detenimiento.
—¿Por qué regresaste al fuerte?
—Me envió el centurión Floriano. Me dijo que os vigilara, que me asegurara de que estabais a salvo.
—¿A salvo? —Macro se rio e hizo un gesto señalando la habitación—. No podemos estar más seguros aquí encerrados. No tenemos ninguna posibilidad de vernos en problemas. A menos que de verdad estalle una revuelta.
Entonces nos van a echar a todos, claro está. Perdónanos un momento, Simeón. —Se volvió hacia Cato y continuó hablando en latín—. Ha llegado el momento de poner en juego ese rollo.
Cato se llevó la mano instintivamente a la correa de cuero que llevaba al cuello mientras Simeón los observaba con curiosidad.
—No estoy seguro. En cuanto lo utilicemos saldrá a la luz nuestro verdadero papel aquí. Longino estará al tanto de la situación y se apresurará a borrar su rastro.
—Si es que está tramando algo —le recordó Macro— mira, Cato. Si está conspirando contra el emperador, ¿qué es lo peor que puede ocurrir? Que juegue limpio y abandone cualquier complot que estuviera urdiendo contra Claudio. Pasará el resto de sus días mirando por encima del hombro y fingiendo ser un ciudadano modelo. Cuanto más esperemos para utilizar ese documento, menos posibilidades tenemos de mantener tapados todos los problemas que se están cociendo por aquí. Necesitamos asumir el mando de la Segunda iliria ahora mismo. Tenemos que encontrar a Bannus y aplastarlo antes de que cuente con fuerzas suficientes para destruirnos y extender su rebelión. ¿Y qué si perdemos la oportunidad de demostrar que Longino es un traidor si, en efecto, lo es? ¿Qué significa eso comparado con la perspectiva de dejar que en Judea estalle una sublevación si no hacemos nada?
Cato se quedó mirando a su amigo unos instantes mientras sopesaba el argumento de Macro. Tenía sentido, aun cuando no pudieran llevar a cabo el plan original de Narciso para sacar a la luz una conspiración en pleno imperio oriental. Movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Está bien. ¿Cómo debemos proceder? No podemos enseñarle el rollo a Escrofa y decirle que se retire.
—¿Por qué no?
—Supón que decida hacer caso omiso. Echar tierra sobre el asunto haciendo que nos arrojen a una celda y destruyendo el documento.
—Entonces tendremos que cerciorarnos de que haya testigos en ese momento.
—¿Cómo? Si estamos aquí, o en su despacho, nos tendrá a solas.
—Cierto —Macro frunció el ceño y a continuación chasqueó los dedos—. Muy bien, pues les diremos a los demás oficiales que se reúnan con nosotros para la reunión.
—¿Cómo? —Cato señaló hacia la puerta—. Nos están vigilando.
Macro hizo un gesto con la cabeza hacia Simeón.
—Puede hacerlo él. Puede llevarles un mensaje a los demás. A los que Escrofa no ha comprado. Empezando por Parmenio.
—Podría funcionar —reconoció Cato—. Pero, ¿cómo sabría Parmenio cuándo actuar?
—Simeón puede montar guardia. Les decimos a los guardas que queremos hablar con Escrofa. En cuanto nos escolten hasta él, o en cuanto Escrofa salga de su despacho y se dirija hacia aquí, Simeón va a buscar a Parmenio y a los demás para que se reúnan con nosotros. Cuando aparezcan los testigos sacamos la autorización imperial y le pegamos una patada en el trasero a Escrofa.
—Muy bien —Cato se acarició el mentón—. Pero, ¿qué pasará una vez tengas el control de la cohorte?
—Tendremos que ocuparnos de Bannus.
—En tal caso vamos a necesitar más hombres.
—Tal vez. Podemos pedirle refuerzos a Longino.
—¿Por qué iba a proporcionarnos ayuda?
Macro sonrió.
—Confía en mí. Estará más que dispuesto a hacerlo. Si Longino sabe que Narciso lo vigila de cerca, tendrá que demostrar su lealtad al emperador de todas las maneras posibles.
—Es verdad. Sin embargo, lo que necesitamos son tropas ligeras, caballería, ese tipo de cosas, no infantería pesada. Longino debería poder prescindir de algunas fuerzas auxiliares. En cualquier caso, creo que tal vez podríamos pedir ayuda en otra parte. —Cato se giró hacia Simeón, que había permanecido sentado, observando con impaciencia cómo los dos centuriones hablaban en su lengua. Cato volvió a cambiar al griego—: Simeón, nos dijiste que tenías familia en Nabatea, ¿no? ¿En Petra?
—Correcto.
—¿Y que organizan escoltas de mercenarios para las caravanas que van a Arabia?
Simeón dijo que sí con la cabeza.
—¿Hay alguna posibilidad de que pudiéramos convencerlos para que nos ayudaran contra Bannus? Al fin y al cabo sus hombres han estado asaltando algunas de las caravanas entre aquí y la Decápolis.
Simeón tomó aire entre dientes.
—Es difícil de decir. Gracias al prefecto Escrofa la Segunda iliria se ha ganado mucho resentimiento en Petra. Yo diría que allí hay muchos mercaderes que se alegrarían de ver aniquilada a la guarnición de Bushir.
—Entonces tendremos que ganarnos su amistad.
—Es más fácil decirlo que hacerlo —repuso Simeón con una sonrisa—. No bastará con palabras, centurión. Harán falta hechos para convencerlos.
—¡Ah! —Macro se frotó las manos—. Pues tendrán hechos. Tuve una idea sobre esas caravanas y sobre la manera en que podemos convencer a los asaltantes del desierto para que a partir de ahora las eviten.
Cato y Simeón se volvieron hacia él con expectación.
—No tan rápido —Macro sonrió abiertamente—. Antes tenemos que ocuparnos del prefecto Escrofa. Ya es hora de que tengamos unas palabras con él. Le diré a uno de los guardas que le transmita nuestro mensaje, pero antes necesito que hagas algo por nosotros, Simeón. Escucha.
Macro bajó la voz y empezó a resumir su plan.
* * *
Postumo llamó a la puerta y desde dentro el prefecto exclamó:
—¡Adelante!
Se alzó el pestillo y la puerta se abrió para dar paso a Postumo y, tras él, a los centuriones Macro y Cato. Se acercaron los tres a la mesa del prefecto, Postumo se detuvo a cierta distancia y los demás siguieron su ejemplo. Postumo le dio unas palmaditas significativas a su espada y cruzó la mirada con su superior.
—Macro y Cato, tal como solicitasteis, señor.
—Gracias Postumo.
—Fuera hay cuatro hombres, señor.
—Confío en que no van a ser necesarios, pero bueno, no hace falta despacharlos ahora que están aquí. Muy bien, caballeros —Escrofa se irguió en su asiento—. ¿Qué significa esto? ¿Cuál es esa información tan importante que tengo que oír?
Macro miró a Cato y éste hizo una ligerísima señal con la cabeza hacia la ventana que daba al patio. No obstante, el fuerte seguía tranquilo bajo el sol. Macro carraspeó para aclararse la garganta.
—Tenemos que hablar de la situación.
—¿De qué situación?
—Pues de la situación relacionada con el mando de esta cohorte. —Macro habló con parsimonia, como si sopesara cada palabra que pronunciaba mientras intentaba ganar tiempo—. Es decir, del protocolo correcto para el…, esto…, el traspaso de autoridad del actual mando a la toma de posesión por…, este…, por mí. Por así decirlo… Señor.
—Ve al grano, centurión —le espetó Escrofa, irritado, que apuntó a Macro con el dedo—. Será mejor que no me hagas perder el tiempo. De modo que suéltalo ya. Dime qué es tan condenadamente importante que tenga que interrumpir mi descanso de la tarde u os mando de vuelta a vuestros aposentos de inmediato.
—Está bien —Macro asintió con la cabeza—. Te lo diré. Has perdido el derecho al mando de esta cohorte. El confinamiento al que nos sometes a mi compañero y a mí es ilegal. El chanchullo de protección que tenéis montado en la ruta de las caravanas que pasan por tu territorio es una corrupción de tus obligaciones, responsabilidad y rango, por lo cual os acusaré a ti y al centurión Postumo a su debido tiempo, en cuanto haya asumido el mando de la Segunda iliria —Macro hizo una pausa para respirar y miró por la ventana hacia el patio. Sintió cierta desazón al ver que éste seguía vacío. Tomó aire y siguió hablando—. Además, a los cargos que presentaré contra ti, añadiré que mediante la provocación deliberada pusiste en peligro la seguridad de la provincia romana de Judea y…
—¡Silencio! —lo interrumpió Escrofa—. ¡Esto no tiene sentido!
—Todavía no he terminado de hablar.
—¡Oh sí, sí que has terminado! ¡Centurión Postumo!
—¿Señor?
—Llévate a estos dos de vuelta a sus dependencias. Y no dejes que me hagan perder más el tiempo.
—Sí, señor.
Cato había estado escuchando la conversación cada vez más preocupado. Notó que se le aceleraba el pulso al darse cuenta de que había llegado el momento de actuar. Se veía obligado a ello, pero no había alternativa.
—¡Aguarda un momento!
Cogió la tira de cuero que llevaba en torno al cuello y sacó la funda del rollo por debajo de la túnica.
—¿Qué es eso? —preguntó Escrofa.
Cato le quitó la tapa al estuche y sacó el rollo de pergamino que había en su interior. Se acercó a la mesa, desenrolló el documento y lo extendió sobre la superficie plana de manera que el prefecto pudiera leerlo. Escrofa dirigió la mirada directamente al sello imperial y la volvió hacia Cato con expresión sorprendida. Cato le dio unos golpecitos al documento.
—Léalo, señor.
Mientras el prefecto echaba un vistazo a la autorización que Narciso había redactado para Macro y Cato, el centurión Postumo se fue acercando poco a poco y se dio la vuelta para leer por encima del hombro de su superior.
Cato esperó a que Escrofa hubiera terminado de examinar el documento para romper el silencio.
—Como puede ver, estamos autorizados para actuar en nombre del emperador en todas las zonas de jurisdicción romana en las provincias de Judea y Siria. Ahora nos acogemos a nuestros poderes bajo los términos de esta autorización. —Cato tomó aire y siguió hablando—: Por la presente queda despojado de su mando de la Segunda cohorte iliria.
Escrofa levantó la vista del documento con expresión indignada.
—¡No puedes hablarme así!
Macro sonrió burlonamente, se inclinó hacia la mesa y dio unos golpecitos en el pergamino.
—Léelo otra vez, majo. Podemos hacer lo que nos plazca. Cualquier cosa. Y ahora, ciudadano, te agradecería que te levantaras de mi silla. Tengo trabajo que hacer. Mucho trabajo, gracias a ti.
Escrofa no lo escuchaba. Sus ojos volvieron a recorrer rápidamente el pergamino, como si de alguna manera pudiera cambiar su significado. El centurión Postumo se enderezó y se echó a reír.
—Está claro que este documento es una falsificación. Algo que habéis tramado los dos mientras os consumíais en vuestros aposentos.
—¿Una falsificación? —Macro meneó la cabeza y sonrió—. Mira el sello, Postumo. Deberías reconocerlo sin problemas.
—Sigo diciendo que es falso. Si pensáis que esto va a cambiar las cosas aquí es que sois más tontos de lo que creía.
Se oyeron voces provenientes del patio. Cato se acercó a toda prisa a la ventana y echó un vistazo abajo. El centurión Parmenio y unos cuantos oficiales más cruzaban el arco de entrada detrás de Simeón, que levantó la mirada y lo saludó con la mano. Había más hombres que salían del callejón entre los barracones de enfrente y se dirigían a las dependencias del prefecto. Cato sintió que el nudo que tenía en el estómago a causa de la tensión empezaba a aliviársele. Se dio la vuelta, se acercó a la mesa y cogió el documento. Antes de que Escrofa o Postumo pudieran reaccionar, regresó a la ventana, sacó el brazo por ella y sostuvo el documento para que lo vieran todos los que estaban abajo.
—¡Caballeros! Por orden del emperador Claudio y el Senado de Roma, el prefecto Escrofa ha sido destituido del mando de la Segunda cohorte iliria. A partir de este momento queda reemplazado por el centurión Macro. Ahora, os quedaría muy agradecido si os reunierais con nosotros en las dependencias del prefecto Macro inmediatamente.
Tras una breve vacilación, y para gran alivio de Cato, los oficiales se dirigieron arrastrando los pies a la entrada principal del edificio, situada justo debajo de la ventana. Cuando se dio la vuelta nuevamente hacia la habitación, Escrofa lo estaba mirando estupefacto. Postumo captó al instante las implicaciones de lo que estaba sucediendo y una expresión de miedo cruzó por sus rasgos apuestos, lo cual hizo reír a Macro, que no pudo contener la alegre emoción de haberles devuelto la jugada a Escrofa y su subordinado. Se inclinó hacia Postumo y le dio unas palmaditas en el pecho.
—¿Y ahora quién es más tonto, eh?