—Nos hemos metido en una situación muy desagradable —musitó Macro cuando Cato terminó de relatarle la patrulla por las aldeas del lugar.
Parmenio se había llevado rehenes de cada una de ellas, incluida Heshaba, y ahora había cuarenta hombres consumiéndose en un cobertizo, con comida y agua, pero obligados a permanecer en su interior. En los días siguientes al incidente en Beth Mashon Parmenio no había mencionado la suerte de Canto y rechazó de manera cortante todo intento de Cato por sacar el tema. La muerte de su compañero había avinagrado al resto de los soldados, cuyo sombrío estado de ánimo se reflejaba en el trato que daban a los demás aldeanos que se encontraban, lo que tuvo como consecuencia que, lejos de someter a los lugareños, las medidas de Escrofa habían hecho que éstos odiaran aún más a los romanos. Cato no tenía ninguna duda de que las filas de la banda de forajidos de Bannus se verían incrementadas en los próximos días con los jóvenes de los pueblos visitados por Parmenio.
Cato se había desnudado, llevaba puestos tan sólo el taparrabos y estaba atareado lavándose el polvo y la suciedad de la piel. Macro, que no lo había visto nunca tan triste, se echó en la cama y miró al techo.
—No me parece que podamos hacer nada aquí, Cato. Escrofa ha involucrado a la mayoría de oficiales en este chanchullo de protección; el resto intentan no parar mientes para no desanimarse. Los soldados están cabreados porque no se les da una parte del botín y ahora parece que Escrofa está empujando a los lugareños a que se subleven abiertamente. Si eso ocurre, la Segunda iliria se va a ver muy jodida, al menos mientras Escrofa esté al mando, lo cual no será durante mucho tiempo, espero. Cualquier día de éstos tendríamos que recibir noticias del procurador confirmando mi nombramiento.
—Suponiendo que el mensaje llegara a Cesarea —comentó Cato en voz baja.
—¿A qué te refieres?
—Si el oficial a quien se le encomendó el mensaje era uno de los que se dejaba sobornar, imagino que no tendría ninguna prisa por ver reemplazado a Escrofa. Le resultaría muy fácil perder el mensaje.
—No sería capaz.
—Ya veremos. ¿Y si el mensaje se perdió en una emboscada? ¿Y si le llegó al procurador pero las órdenes se perdieron en el viaje de vuelta?
Macro se acodó para incorporarse y miró a Cato.
—Eres todo un optimista, ¿verdad?
—Sólo pongo de manifiesto las posibilidades —Cato se encogió de hombros y se frotó con un paño de lana—. Además, no has mencionado ni la mitad de nuestros problemas.
—Hazlo tú, por favor, explícamelo. Me vendría bien distraerme un poco.
—De acuerdo. —Cato se sentó en el lecho frente a Macro, se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas—. Tal como has dicho, la cohorte no está en buenas condiciones. La gente del lugar quiere nuestra sangre. Si es verdad que Longino intenta provocar una revuelta, casi ha conseguido su objetivo. Y si eso ocurre nos enfrentaremos a un Bannus con unas fuerzas más numerosas, armadas hasta los dientes, con pocas posibilidades de recibir refuerzos o de que ni siquiera nos manden una columna de apoyo para ayudarnos a llegar a un lugar seguro. Mi principal preocupación es Bannus. De momento es el jefe de unos forajidos, pero si logra reunir un ejército lo bastante numeroso como para atacarnos, entonces lo más probable es que trate de presentarse a los judíos como el mashiah. Sería el último de una larga lista de aspirantes al título, claro, pero si cuenta con un ejército de miles de hombres, equipados con armas y armaduras partas, a su gente le va resultar muy creíble. Si el levantamiento se extiende más allá de esta zona, toda Judea podría sumarse a la revuelta.
—¡Oh, claro! —Macro se echó a reír—. Vamos, Cato, eso no va a pasar.
—¿Por qué?
—No tienen ninguna posibilidad. ¿Un puñado de granjeros y pastores de ovejas contra unos soldados profesionales? Son tropas auxiliares, hay que admitirlo, pero aun así son lo bastante buenas como para intimidar a un grupo de campesinos y meterlos en cintura. Aunque estuvieran pensando en revelarse, sabrían que las legiones sirias están muy cerca. Por numerosos que fueran los rebeldes, no podrían competir con las legiones. Por lo que respecta a los lugareños, en cuanto se insolenten, las legiones van a saltar sobre ellos y les harán morder el polvo.
—Sí —admitió Cato—. Sin duda es lo que piensan…
—¿Pero?
—No estoy seguro. —Cato frunció el ceño—. Desde que llegamos a la provincia tengo la sensación de que este lugar es como una caja de yesca. Una sola chispa podría hacerla estallar e incendiar toda Judea. Si las sospechas de Narciso sobre Longino resultan ser bien fundadas, no recibiremos ninguna ayuda de Siria.
—Sí. Pero eso Bannus y sus chicos no lo saben.
—¿Ah no? —Cato levantó la mirada—. Me extraña.
Macro soltó un resoplido.
—¿Ahora qué estás insinuando? ¿Que Longino ha hecho un trato con algún forajido bárbaro de trasero peludo que se oculta en las montañas? ¿No te parece un tanto rocambolesco?
—La verdad es que no. —Cato le sostuvo la mirada con expresión cansina—. Si Bannus sabe que Longino se negará a atacarle, puede emprender su levantamiento a sabiendas de que sólo se le opondrán las tropas auxiliares. Es un buen aliciente para entrar en acción. Y Longino tiene su revuelta y justifica su petición de refuerzos. Ambos consiguen lo que quieren. ¿Una coincidencia? No lo creo.
Macro se quedó callado un momento.
—Un general romano negociando con un vulgar bandido… es una idea muy desagradable.
—No. No es más que simple política.
—Pero ¿cómo se habría puesto Longino en contacto con Bannus?
—Debe de tener algún tipo de intermediario. Un trabajo peligroso, sin duda, pero a un precio adecuado estoy seguro de que Longino podría haber encontrado a alguien que abordara a Bannus y le pusiera al corriente de la oferta del gobernador de no intervenir. Lo único que quedaría por hacer sería provocar a las gentes del lugar para que se rebelaran, y Escrofa y Postumo han estado haciendo todo lo posible por avivar la llama del descontento.
—¿Avivar la llama del descontento? —Macro sonrió—. No habrás estado escribiendo poesía a escondidas, ¿eh?
—Sólo es una forma de hablar. Ten más formalidad, Macro. —Cato volvió a concentrarse antes de proseguir—. La cuestión es que no estoy seguro de que Longino sea del todo consciente de lo que está desencadenando. Parece ser que Bannus también ha estado en contacto con los partos. Hasta ahora me figuro que le han prometido armas para sus hombres. Aunque nunca lo reconocerán, claro está. Por lo que a ellos respecta, todo lo que puedan hacer para minar el poderío de Roma en el este forma parte del gran juego. No obstante, si se enteran de un acuerdo entre Bannus y Longino, inmediatamente verán la oportunidad de saldar cuentas con Roma de una vez por todas. En cuanto Longino abandone Siria con las legiones de Oriente detrás, Partia tendrá carta blanca en la región. Si actúan con rapidez suficiente podrían invadir Siria, Armenia, Judea, Nabatea y tal vez incluso Egipto. —Cato abrió desmesuradamente los ojos cuando se dio cuenta de las implicaciones de lo que había dicho—. ¡Egipto! Si lo tomaran tendrían el monopolio del grano que alimenta a Roma. Podrían imponerle la paz a Roma prácticamente con las condiciones que quisieran.
—¡Alto ahí! —Macro levantó la mano—. Estas exagerando. Recuerda, Cato, que solamente estás resumiendo las posibilidades —sonrió—. Todavía queda mucho para que la situación represente una amenaza seria para Roma.
Cato no pudo evitar sonreír al ver el modo en que se había dejado dominar por sus pensamientos. Sin embargo, había mucho en juego y no demasiado tiempo para intentar hacer algo al respecto. Hasta que no se confirmara que Macro estaba al mando de la Segunda iliria los dos oficiales poco podían hacer excepto observar los acontecimientos a medida que éstos se fueran desarrollando.
—Está bien, me concentraré en el aquí y ahora.
—De momento sería lo mejor.
Cato asintió, alargó la mano para coger una túnica de lino de recambio y se la pasó por la cabeza.
—¿Y tú qué me cuentas? ¿Qué tal fue tu patrulla con Postumo?
—Aparte de una pequeña bronca con unos asaltantes del desierto, me iniciaron en el pequeño arreglo que Escrofa y la mayoría de sus oficiales tienen con las caravanas provenientes de Nabatea. Se trata de un chanchullo de protección, simple y llanamente. Chantajean a los propietarios de las caravanas para que les paguen o de lo contrario dejan que los asaltantes del desierto los cosan a puñaladas y se larguen con su mercancía. Parece ser que por aquí casi todo el mundo hace negocios con el enemigo. Postumo tuvo la gentileza de invitarme a participar en el asunto. No hace falta decir que rehusé educadamente, por tentador que resultara.
—Por supuesto.
—La cuestión es que se me ha ocurrido una idea para poner fin a esa componenda que tienen. No obstante, primero tengo que tomar el mando aquí y debería ponerme en contacto con unas personas en Petra.
Cato lo miró con curiosidad.
—Apenas llevas aquí unos días y ya estás en relación con los lugareños. Estoy impresionado.
—Ya puedes estarlo —Macro parecía satisfecho consigo mismo—. Es la mejor idea que he tenido en siglos y me muero por ver las caras de esos asaltantes cuando lo intenten con la próxima caravana que pase por nuestro territorio.
Macro siguió sonriendo y al final Cato cedió.
—Está bien, estoy intrigado. ¿Te importaría explicarme tu brillante plan?
Se oyó un fuerte golpe en la puerta, Cato meneó la cabeza con frustración y exclamó:
—¡Adelante!
La' puerta se abrió y entró uno de los administrativos de Escrofa, que irguió la espalda y saludó.
—El prefecto les manda saludos y requiere su presencia en el cuartel general inmediatamente.
Cato y Macro intercambiaron una mirada antes de que este último respondiera:
—Está bien. Ya vamos. En cuanto el centurión Cato termine de vestirse.
—¿Señor? —El administrativo frunció el ceño—. Sólo me dieron instrucciones de llamarlo a usted.
—Bueno, pues ya lo has hecho. A partir de ahora ya me encargo yo. Ahora vete.
—Sí, señor.
El administrativo saludó y dio media vuelta para marcharse.
Cato se volvió hacia Macro.
—¿Qué pasa?
—Me imagino que Escrofa quiere resolver un enfrentamiento que tuve con el centurión Postumo mientras estábamos de patrulla.
Cato no ocultó su exasperación.
—¡Vaya, estupendo! ¿Otra pelea?
—Algo así. Postumo tenía muchas ganas de desquitarse en cuanto volviéramos al fuerte. Por lo visto intenta hacerlo a través de los conductos oficiales. Sea como sea, quiero que estés presente como testigo.
* * *
El prefecto Escrofa no estaba solo cuando hicieron entrar a Macro y Cato a su oficina en el edificio del cuartel general. Postumo estaba de pie a un lado, detrás de su oficial al mando. Ambos se volvieron a mirar a los recién llegados.
—¡Ya era hora! —espetó Escrofa con aspereza—. ¿Y qué hace aquí el centurión Cato? Yo no mandé llamarlo.
—Está aquí porque yo se lo he pedido —respondió Macro—. Y hemos venido en cuanto recibimos el mensaje.
Escrofa se lo quedó mirando un momento.
—Mientras yo sea prefecto de la Segunda iliria, soy el oficial superior de este fuerte. Por lo tanto, me debes un respeto, centurión Macro.
—Está bien, «señor» —Macro inclinó la cabeza—. Mientras sea prefecto, claro está.
Escrofa apretó los labios un momento para contener el arrebato de furia que la respuesta de Macro le había provocado. Luego respiró hondo y continuó hablando:
—Muy bien. Creo que nos entendemos perfectamente. Sin embargo, yo que tú no estaría demasiado pagado de mí mismo por el hecho de sustituirme. Al menos de momento.
El centurión Postumo carraspeó.
—Señor, estoy seguro de que el centurión Macro es perfectamente consciente del protocolo correcto en esta situación. ¿Podríamos pasar a asuntos más importantes?
—¿Cómo dices? —Escrofa se volvió a mirar a su subordinado con irritación—. Ah, sí, de acuerdo. —Se volvió nuevamente hacia Macro y recobró la compostura antes de continuar hablando en un tono más formal—. El centurión Postumo ha presentado una queja oficial sobre tu conducta en relación con un acontecimiento ocurrido mientras estabais de patrulla.
Macro no pudo evitar una breve sonrisa ante el aire pomposo y la rebuscada elección de palabras del prefecto.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia, centurión?
—Nada, señor.
—Pues bien, al parecer golpeaste al centurión Postumo delante de sus hombres y luego asumiste el control de sus auxiliares y les ordenaste atacar a unos árabes que obstruían el avance de una caravana.
—Obstruían el avance… —Macro no tuvo más remedio que reírse—. Es una buena manera de utilizar las palabras, centurión Postumo. Si lo que quieres decir es que asumí el mando de tus hombres para rescatar a la caravana de los asaltantes del desierto porque tú te negaste a hacerlo, entonces sí, estoy de acuerdo con tu acusación.
Postumo alzó el mentón y repuso:
—Sean cuales sean las palabras, la cuestión es que yo era el legítimo comandante de esos soldados y que, por lo tanto, usurpaste mi autoridad de manera ilegal.
—Porque no estabas cumpliendo con tu legítimo deber —Macro agitó un dedo hacia él—. Tú te hubieras cruzado de brazos y habrías dejado que esos asaltantes destruyeran la caravana por completo.
—Eso es irrelevante respecto a la acusación que he presentado contra ti.
—¿Irrelevante? —se mofó Macro—. Es el motivo por el que me vi obligado a asumir el mando.
—¿Y qué me dices de lo de golpear a un compañero oficial? —interrumpió Escrofa, que se inclinó hacia delante en la mesa—. ¿Qué dices a eso? ¿Lo niegas?
—No. Y volvería a hacerlo —replicó Macro en tono brusco—. Y con un buen motivo. Y ahora, si de verdad quiere intentar llevar todo esto más lejos, con mucho gusto me someteré a un tribunal militar como es debido en Roma. Estoy en mi derecho de insistir en ello, como bien sabe. Así pues, prefecto, ¿desea seguir adelante con esta tontería?
Escrofa lo fulminó con la mirada y al cabo de un momento se reclinó en su asiento y se obligó a sonreír.
—No creo que sea realmente necesario, centurión Macro. Simplemente quería que fueras consciente de las acusaciones disciplinarias que podrían presentarse contra ti. Con razón o sin ella, has cometido una grave infracción del código militar y está en mi poder llevarte ante un tribunal militar. Si quisiera, podría realizar un juicio sumario aquí, en este fuerte.
—Podría —admitió Macro— pero de igual modo yo podría insistir en mi derecho de solicitar una audiencia con el emperador en Roma. Y creo que ambos sabemos qué podría resultar de ello, dada la manera como lleváis las cosas aquí.
Habían llegado a un punto muerto y todos los presentes en aquel despacho lo sabían. Durante unos instantes nadie dijo nada, hasta que Escrofa siguió hablando en el mismo tono conciliador.
—No hay ninguna necesidad de hacerlo, centurión. Limitémonos a reconocer que has actuado de un modo inaceptable y que me darás tu palabra de no cometer más infracciones semejantes del código militar. Al fin y al cabo, no querríamos que asumieras el mando de esta cohorte con un desacuerdo tan desagradable flotando en el ambiente, ¿no? —Sonrió—, bueno, entiendo que quiza veas las cosas de un modo distinto al nuestro. El centurión Cato y tú acabáis de llegar a la provincia y todavía no os habéis habituado a la manera en que se hacen las cosas aquí. Creo que el centurión Postumo reconocería que fue un poquitín brusco al iniciarte en el pequeño acuerdo que tenemos respecto a las caravanas que pasan por el territorio vigilado por la Segunda iliria.
—Con eso se queda corto, señor.
Escrofa se rio un poco y a continuación se pasó la lengua por los labios.
—Puedo asegurarte que la situación no tiene nada de excepcional. Todas las unidades destinadas en esta frontera lo hacen.
—No es lo que yo tengo entendido, señor —intervino Cato—. Nos dijeron que este, digamos, arreglo que tenéis existe únicamente desde que el centurión Postumo llegó al fuerte.
—Debió de caer en desuso —explicó Pòstumo—. Yo me limité a resucitarlo para beneficio de los oficiales de la cohorte.
—Naturalmente —Macro sonrió—. Muy altruista por tu parte, centurión Postumo.
—Si podemos servir nuestros propios intereses así como los del emperador, no veo que la situación tenga nada de malo.
—Dudo que los grupos de caravanas de Nabatea lo vean así.
Postumo se encogió de hombros.
—Ellos están de acuerdo.
—No tienen alternativa —señaló Macro—. O pagan o los dejáis a merced de los asaltantes del desierto. No sé por qué, pero dudo que eso ayude a fortalecer las buenas relaciones entre el reino de Nabatea y Roma. Si fuera una persona desconfiada podría pensar que estáis minando nuestra relación con Nabatea de forma deliberada, al igual que debilitáis la estabilidad del territorio en torno a este fuerte.
Una fugaz expresión de alarma cruzó por el rostro del prefecto que, antes de responder, le dirigió una mirada rápida a su subordinado para tranquilizarse.
—¿Qué estás insinuando, centurión Macro?
—Sólo digo que alguien de fuera podría pensar que intentáis minar la seguridad de esta región de forma intencionada.
Cato, de pie junto a Macro, se estremeció. Su amigo corría el peligro de poner al descubierto la verdadera naturaleza de su misión en la zona. Se revolvió arrastrando los pies y le dio un suave golpecito en el talón a Macro con la punta de la bota. Macro le lanzó una mirada fulminante y se volvió nuevamente hacia el prefecto Escrofa, que soltó una risa forzada.
—¿Y qué motivo podría tener para hacerlo?
—Ya lo veremos. Muy pronto —respondió Macro en voz baja—. En cuanto asuma el mando me aseguraré de que vuestros juegos salgan a la luz, y entonces tal vez sea yo quien administre un poco de justicia sumaria.
—Ah, eso me recuerda una cosa —Escrofa volvió a reclinarse en su asiento, cruzó las manos y entrelazó los dedos—. Quizá tenía que haberlo mencionado antes. Un mensaje de Cesarea llegó al fuerte poco antes de esta reunión. Lo trajo ese guía vuestro, Simeón. Por lo visto el procurador decidió que tu solicitud de confirmación del nombramiento está fuera de su jurisdicción. Así pues le ha remitido el asunto al gobernador de Siria. Me temo que eso significa que todavía pasará un tiempo antes de que recibamos noticias. Mientras tanto, estoy obligado a permanecer al mando de la cohorte. —Fingió una expresión de disculpa—. Te aseguro que lamento el retraso tanto como tú, pero confío en que Casio Longino atenderá el asunto de forma inmediata.
—Estoy seguro de que lo hará —murmuró Macro—, ¿dónde está Simeón? Quiero hablar con él.
—Lo mantengo en nómina…, nos viene bien tener un buen guía. Sin embargo, no es necesario que lo veas. Al menos de momento. Mientras tanto voy a reteneros a los dos en vuestras dependencias.
—¿Retenernos en nuestras dependencias? ¿Quiere decir que nos está arrestando?
—Aún no, pero lo haré si me causáis más problemas. El centurión Postumo organizará una guardia que se apostará a la puerta de vuestros aposentos.
Macro se volvió a mirar a Cato y sonrió forzadamente.
—Vine aquí para convertirme en prefecto de la cohorte. Ahora parece que, en lugar de eso, soy prisionero de la cohorte.
—Podéis retiraros —concluyó Escrofa de manera cortante—. Postumo, encárgate de que los escolten a sus dependencias y de que se queden allí.
—Será un placer, señor —repuso Postumo, sonriendo con suficiencia.