Al día siguiente de abandonar Bushir, las fuerzas del centurión Parmenio marcharon a través del paisaje montañoso de los alrededores de Herodión vigilando de cerca los bancales de olivos que ascendían por las pendientes de ambos lados. Aquélla era la clase de terreno que favorecía a las fuerzas ligeras que Bannus tenía a su disposición y Cato podía imaginarse perfectamente el daño que una pequeña fuerza armada con hondas y jabalinas podría infligirle a la columna romana. Por suerte no había ni rastro de los bandidos y a mediodía llegaron al gran pueblo de Beth Mashon, rodeado de palmerales polvorientos. Unos cuantos niños que cuidaban de sus cabras los vieron acercarse y mientras apartaban del camino a los animales que balaban, uno de ellos se adelantó corriendo para advertir a los habitantes del lugar.
Cato miró a Parmenio.
—¿Crees que deberíamos desplegar a los hombres?
—¿Para qué?
—Por si acaso están preparando una sorpresa.
—¿Contra quién crees que nos enfrentamos, Cato? —preguntó Parmenio en tono cansino—. ¿Contra tropas partas de primera o algo parecido?
—¿Quién sabe?
Parmenio se rio amargamente.
—Ahí no hay nada más que los campesinos de costumbre. Créeme. Y ahora mismo estarán muertos de miedo esperando que no les causemos más dificultades. No hay muchas posibilidades de que así sea, por supuesto. Las únicas veces que los forasteros visitan lugares como éste es cuando acuden a recaudar los impuestos o a causar algún otro problema.
Cato miró al veterano con atención.
—A mí me da la impresión de que estás de su parte.
—¿De su parte? —Parmenio enarcó las cejas—. Ellos no tienen ninguna parte. Son demasiado pobres para tener parte. No tienen nada. Mira a tu alrededor, Cato. Esto es lo más parecido que hay a la desolación. Estas personas malviven del polvo. ¿Para qué? Para poder pagar sus impuestos, sus diezmos, sus deudas. Y al final, cuando los publicanos, los sacerdotes de los templos y los banqueros han sacado tajada y ya no queda nada, tienen que vender a sus hijos. Están desesperados, y la gente desesperada no tiene nada que perder aparte de la esperanza. Cuando se les termina, ¿a por quién van? —Se dio una palmada en el pecho—. A por nosotros. Entonces tenemos que andar por ahí matando a los pobres desgraciados hasta que vuelven a estar lo bastante intimidados como para dejar que los mismos parásitos de siempre vuelvan a exprimir a los supervivientes y a sacarles hasta el último siclo que pueden conseguir.
Respiró hondo e hizo ademán de continuar hablando, pero meneó la cabeza con frustración y cerró la boca de golpe.
—¿Ya te has desahogado? —le preguntó Cato en voz baja.
Parmenio le dirigió una mirada y luego sonrió.
—Lo siento. Lo que pasa es que llevo demasiado tiempo sirviendo aquí. Y siempre ha sido igual. —Señaló hacia el pueblo—. Es asombroso que lo soporten. En cualquier otro lado la gente estaría en abierta rebelión a estas alturas.
—Lo están —repuso Cato—. Pensaba que era por eso por lo que estábamos aquí. Para ocuparnos de Bannus.
Parmenio frunció los labios.
—¿Bannus? Él sólo es el más reciente de toda una serie de forajidos. En cuanto consiguen suficientes seguidores afirman que son el mashiah, que ha venido para librar de nuestras garras al pueblo de Judea. —Se rio—. Todavía no he visto a ninguno que no fuera el mashiah. Y siguen viniendo, estoy harto de todo eso, te lo aseguro. Odio este lugar. Odio a esta gente y a su pobreza y odio lo que ésta les hace. Cuento los días que faltan para que me den de baja. Entonces podré dejar este agujero para siempre.
—¿Adonde irás?
—Tan lejos de aquí como me sea posible. A algún lugar con buena tierra, y agua, donde uno pueda cultivar algo sin romperse la espalda. He oído que ahora mismo Britania es el mejor lugar para aceptar tierras como recompensa por los servicios prestados.
Cato se echó a reír.
—No estoy tan seguro.
—¿Has estado allí?
—Sí. Dos años en la Segunda Legión, con Macro.
—¿Cómo es aquello?
Cato lo pensó durante unos instantes.
—En muchos sentidos es todo lo contrario a Judea. Un buen lugar para esa granja que quieres, Parmenio, pero la gente es igual de antipática. Supongo que no cederán fácilmente a nuestras costumbres. Es curioso: estoy aquí, en el otro extremo del imperio, y parece que estamos cometiendo los mismos errores de siempre.
—¿A qué te refieres?
—A estos judíos. Tienen una religión que no cederá, no transigirá. Uno tras otro, los procuradores romanos están condenados a recurrir a la fuerza para asegurarse de que los judíos aceptan el gobierno romano según nuestros términos. En Britania ocurre lo mismo con los druidas. Mientras ellos se aferren a sus viejas costumbres y nosotros insistamos en las nuevas, habrá pocas posibilidades de lograr una paz a largo plazo en ninguna de las provincias. Me temo que, lo mires como lo mires, no es una perspectiva muy halagüeña.
—Puede que tengas razón. —Parmenio se encogió de hombros con aire cansino—. Parece que la gente que dirige el imperio nunca va a aprender. Sea como sea —levantó la mirada hacia las viviendas más próximas—, aquí estamos. Será mejor que empecemos de una vez.
La columna entró por el extremo del pueblo y Cato sintió el habitual escalofrío de tensión en la espalda mientras miraba a ambos lados de la calle estrecha que serpenteaba entre los grupos de casas blanqueadas por el sol. Seguía el mismo patrón que todas las demás aldeas que había visto desde que había llegado a Judea. El poblado constaba de varios conjuntos de viviendas agrupadas en torno a un patio en el que la gente compartía una cisterna, una tahona, una prensa de aceitunas y demás instalaciones que los hacían autosuficientes. La mayoría de las viviendas era de una sola planta, pero algunas de ellas contaban con escaleras interiores que llevaban a los tejados, donde se levantaban protecciones contra el sol. Allí donde el enlucido se había agrietado y se habían desprendido algunos trozos, Cato vio los sillares de basalto de debajo, impermeabilizados con una argamasa de barro y guijarros. A juzgar por las dimensiones del pueblo, Cato calculó que allí vivirían unas mil personas, pero cuando se lo mencionó a Parmenio el veterano se mofó.
—Más que eso. Mucho más. Las familias más desfavorecidas viven bastante amontonadas. La tierra escasea. Cuando un padre la lega, ésta se divide en partes iguales entre sus hijos, de manera que cada generación tiene menos terreno para trabajar y no puede permitirse el lujo de construir sus propios hogares.
La columna salió de la tortuosa calle a una amplia plaza adoquinada frente a un gran edificio de tejado abovedado. Parmenio llamó a uno de sus hombres y le dio las riendas.
—Eso es la sinagoga —dijo Parmenio entre dientes mientras desmontaba—. Allí encontraré al sacerdote. Él será el jefe o al menos lo conocerá. ¡Optio! —bramó con la cabeza vuelta hacia sus soldados, y un oficial subalterno se acercó a paso ligero y saludó.
—Sí, señor.
—Puedes comunicar a los hombres que descansen, pero aposta destacamentos en todas las calles que dan a la plaza. Bastará con una sección en cada una. ¿Entendido?
El optio asintió con la cabeza y se alejó para cumplir con sus órdenes. Cato se deslizó por el costado de su caballo y le entregó las riendas al mozo de cuadra de Parmenio.
—¿Te importa si voy contigo?
Parmenio se lo quedó mirando.
—Si de verdad quieres hacerlo. —Respiró hondo y se acercó tranquilamente a la puerta de la sinagoga con Cato a su lado. La puerta se abrió hacia el interior mientras se acercaban y un hombre alto vestido con una túnica larga de color negro salió de ella con cautela. Llevaba puesto un casquete rojo y unos largos mechones oscuros le colgaban por encima de los hombros.
—¿Quién eres? —le preguntó Parmenio.
—Soy el sacerdote, señor. —El hombre se puso tenso e intentó no demostrar miedo frente a aquel soldado—. ¿Qué quieres de nosotros, romano?
—Agua para mis hombres y mis caballos. Luego necesito hablar con los ancianos del pueblo. Mándalos llamar inmediatamente.
La expresión del sacerdote se ensombreció y toleró el tono perentorio del centurión.
—El agua está allí, en nuestra cisterna pública. —Señaló hacia el otro lado de la plaza donde había un abrevadero bajo de piedra que se alzaba desde el suelo a la altura de las rodillas—. Tus hombres y bestias pueden servirse ellos mismos. Por lo que respecta a los ancianos del pueblo, no va a ser fácil, romano. Algunos de ellos todavía están en el festival de Jerusalén. Otros han ido a ocuparse de sus tierras.
Parmenio levantó la mano para interrumpir al sacerdote.
—Tú reúne a todos los que puedas. Nosotros esperaremos en la plaza. Pero date prisa.
—Haré lo que pueda. —El hombre entrecerró los ojos con recelo—. Pero, dime, ¿qué es lo que quieres de ellos?
—Ya lo verás —respondió Parmenio de manera cortante—. Ahora ve a buscarlos.
El sacerdote se lo quedó mirando un momento y luego movió la cabeza en señal de asentimiento, cerró la puerta de la sinagoga al salir y se dirigió a uno de los callejones que daban a la plaza. En cuanto se perdió de vista, Parmenio se relajó. Se sentó en el borde de un aguadero de piedra y tomó un sorbo de su cantimplora. Al cabo de un momento Cato hizo lo mismo y permanecieron allí sentados observando a los soldados que se dejaban caer en cualquier sombra que pudieran encontrar y hablaban en voz queda. Los más curiosos estaban echando un vistazo por la plaza, pero cuando uno de ellos fue a abrir la puerta de la sinagoga, Parmenio le dijo bruscamente:
—¡Ahí no, Canto! Mantente alejado de ese edificio.
El soldado saludó y retrocedió enseguida.
—¿Qué tiene de especial su lugar de culto? —preguntó Cato.
—A nuestros ojos nada. No es más que una sala de reuniones cuadrada. Unos cuantos rollos viejos en una caja y ya está. Pero no es así para ellos —Parmenio meneó la cabeza—. No tienes ni idea de lo susceptibles que pueden llegar a ser. He visto empezar más de un disturbio cuando uno de nuestros muchachos se ha pasado de la raya. —De repente miró a Cato con severidad—. No es mi intención ofenderte, Cato, pero no llevas aquí el tiempo suficiente como para estar al tanto de las cosas. De modo que ten cuidado con lo que dices y haces con los lugareños.
—Lo haré.
Poco después regresó el sacerdote con un pequeño grupo de aldeanos, la mayoría de ellos ancianos, casi todos ataviados con camisas largas y casquetes. Miraron nerviosamente a los soldados que llenaban la plaza frente a la sinagoga mientras seguían a su sacerdote hacia los dos oficiales romanos. Parmenio los miró con frialdad y le dijo a Cato entre dientes:
—Hablaré yo, Cato. Tú observa, escucha y aprende.
Los ancianos del pueblo y Parmenio intercambiaron una leve inclinación de cabeza, tras lo cual Parmenio se dirigió al sacerdote.
—Tengo que hablar con ellos en un lugar más fresco. ¿Adonde podemos ir?
—A nuestra sinagoga no.
—Eso ya lo he dado por sentado —replicó Parmenio de manera cortante—. ¿Y entonces?
El sacerdote hizo un gesto con la mano hacia uno de los callejones.
—Nuestra era servirá. Ven conmigo.
—De acuerdo —Parmenio se volvió hacia Cato y le dijo en voz baja—: Sígueme con dos secciones.
El joven oficial asintió y, cuando Parmenio se alejó, rodeado por la gente del lugar, Cato sintió una punzada de preocupación por él. Aunque había dado a entender que los aldeanos eran bastante sumisos, seguía pareciendo arriesgado irse solo con ellos. Hizo caso omiso de aquella sensación. Parmenio conocía lo bastante bien a esa gente como para saber hasta qué punto podía confiar en ellos. Cato llamó a los soldados más cercanos, los hizo formar y todos marcharon rápidamente para alcanzar a Parmenio y a los ancianos del pueblo que se perdían de vista en uno de los callejones. Cato encontró la era a una corta distancia siguiendo el callejón, donde un largo espacio cubierto bordeaba la vía. Dentro estaban los aldeanos sentados en el suelo frente al centurión Parmenio, que volvió la mirada cuando Cato y los soldados llegaron al lugar.
—Hazlos formar allí, en aquel lado.
En cuanto los soldados estuvieron situados, Parmenio empezó a dirigirse a las gentes del lugar en griego. Sin preámbulos de ningún tipo les comunicó que el prefecto Escrofa amenazaba con castigar a todo aquel que ofreciera cualquier clase de ayuda o refugio a Bannus y a sus forajidos. Los aldeanos escucharon con expresiones hurañas en tanto que algunos de ellos les susurraban la traducción al arameo a los que sabían poco o nada de griego. Ellos escucharon con calma, pues con frecuencia habían oído amenazas semejantes por parte de oficiales romanos, y por parte de Herodes Agripa antes que ellos. Como siempre, estaban atrapados entre las rapaces fuerzas de la autoridad por un lado y, por el otro, su lealtad instintiva hacia los fugitivos, que solían ser de origen campesino igual que ellos.
Parmenio concluyó recordándoles que Roma esperaba de ellos no solamente que les negaran la ayuda a los forajidos, sino que además contribuyeran activamente con los soldados para localizar y destruir a Bannus y a sus hombres. El hecho de no cumplir con dichas expectativas se consideraría una prueba de ayuda a los delincuentes y el castigo sería rápido y severo. Parmenio hizo una pausa y tomó aire antes de proseguir con el aspecto más polémico de sus órdenes.
—Para asegurar vuestra cooperación en estos asuntos, el prefecto Escrofa me ha ordenado llevarme a cinco rehenes de vuestro pueblo. —Se apresuró a señalar a unos hombres que estaban sentados cerca de Cato y los soldados—. Ellos mismos. Nos los llevaremos. Rodéalos con tus soldados.
En cuanto Parmenio hubo pronunciado aquellas palabras, un coro de voces enojadas inundó la era y varios de los lugareños se pusieron de pie de un salto, se acercaron a él y empezaron a gritarle en la cara. Cato deslizó la mano a la empuñadura de su espada, pero el oficial veterano se mantuvo firme y de repente extendió los brazos, con lo que los aldeanos que estaban más cerca se encogieron y apartaron.
—¡Ya está bien! —exclamó él a voz en cuello—. ¡Quiero silencio!
Los aldeanos se calmaron a regañadientes y el sacerdote habló por ellos. Señaló a los cinco rehenes.
—No puedes llevarte a estos hombres.
—Puedo y lo haré. Tengo órdenes que cumplir. Se les tratará bien y regresarán sanos y salvos en cuanto Bannus sea destruido.
—¡Pero eso puede llevar muchos días, incluso meses!
—Tal vez. Pero si cooperáis podemos acabar con Bannus más bien antes que después.
—¡Pero nosotros no sabemos nada de Bannus! —protestó el sacerdote, que se esforzaba por contener su ira—. No puedes retener a nuestra gente de este modo. Nos quejaremos al procurador.
—Podéis hacer lo que queráis, pero estos hombres van a venir conmigo.
—¿Quién se hará cargo de sus negocios y se ocupará de sus cultivos mientras ellos no estén?
—Ése es vuestro problema, sacerdote, no el mío —Parmenio se volvió hacia Cato—. Que se levanten. Volvemos con la columna.
Retuvieron a los cinco hombres entre dos filas de soldados y se dirigieron de nuevo a la plaza. El sacerdote y los demás ancianos de la ciudad siguieron bulliciosamente a las tropas romanas, gritando y gesticulando con enojo. Parmenio no les hizo caso y Cato intentó seguir su ejemplo, manteniendo la vista al frente mientras los demás soldados caminaban pesadamente por detrás. Cuando salieron a la plaza el resto de los soldados ya estaba mirando hacia ellos para conocer la causa de todos esos gritos. Parmenio ordenó a sus hombres que llevaran a los prisioneros allí donde el mozo de cuadra tenía su caballo y el de Cato. El sacerdote corrió a su lado sin dejar de protestar, diciendo que las familias de aquellos hombres quedarían arruinadas en su ausencia. Sus palabras no tuvieron ningún efecto y Parmenio no le hizo caso mientras ordenaba a gritos a sus oficiales que prepararan la columna para la marcha.
De repente el sacerdote dejó de vocear, dirigió la mirada más allá de Parmenio, hacia la sinagoga, y soltó un agudo grito de indignación al tiempo que echaba a correr por la plaza. Cato, sobresaltado, se volvió a mirar y vio que la puerta de la sinagoga estaba abierta y que los soldados estaban entrando en su interior sombrío.
—Mierda —Parmenio se golpeó el muslo con el puño—. ¡Esos idiotas!
Corrió tras el sacerdote y Cato lo siguió. Dentro había un espacio cuadrado con asientos inclinados de piedra y una gran columna en cada esquina para sostener la bóveda. En el extremo más alejado había un armario de madera en torno al cual se habían agrupado varios soldados. Las puertas del armario estaban abiertas y los hombres estaban revolviendo entre los rollos amontonados dentro, los sacaban y los dejaban rodar por las losas del suelo mientras buscaban cualquier cosa de valor.
—¡Largo de aquí! —gritó Parmenio.
Pero era demasiado tarde. El sacerdote cruzó como una exhalación y le arrebató un rollo de las manos al hombre que estaba más cerca del armario. Luego gritó de furia y le propinó una bofetada al soldado que, según pudo ver Cato, era el mismo que se había acercado antes a la sinagoga. Antes de que Parmenio o Cato pudieran reaccionar, Canto le pegó un puñetazo en la cara al sacerdote que lo tumbó, luego recogió el rollo y dejó que se extendiera por el suelo. Miró al sacerdote, escupió y partió el rollo por la mitad.
—¡Ya basta! —Parmenio corrió hacia el grupo y apartó al soldado de un empujón—. ¡Eres un maldito idiota! ¡No sabes lo que has hecho!
El soldado se quedó mirando a su superior y luego señaló al sacerdote.
—¡Usted lo ha visto, señor! Este cabrón me ha abofeteado.
—Eso no es nada comparado con lo que voy a hacerte yo. Salid de aquí y formad. ¡Todos!
Los soldados obedecieron apresuradamente. El sacerdote, que estaba en el suelo, se incorporó frotándose el mentón y cuando su mirada se posó sobre el rollo roto se quedó paralizado. Profirió un chillido terrible, se acercó hasta el rollo a cuatro patas y lo recogió con expresión horrorizada. A continuación se dirigió a la puerta a todo correr y gritó para avisar al resto del pueblo.
—Tenemos problemas —dijo Parmenio en voz baja—. Tenemos que marcharnos de aquí lo antes posible. ¡Vamos!
Los dos oficiales se apresuraron hasta la puerta. Fuera, los auxiliares se habían detenido a mirar al sacerdote que gritaba histéricamente. Parmenio los fulminó con la mirada.
—¿A qué demonios estáis esperando? ¡Di la orden de que formarais!
Los soldados se sobresaltaron y, con aire de culpabilidad, volvieron a caminar hacia sus estandartes y recogieron las mochilas y el equipo a toda prisa mientras el sacerdote continuaba gritando. Los ancianos de la ciudad miraron dentro de la sinagoga y luego se dieron la vuelta y se unieron a los lamentos. Cato se volvió hacia Parmenio.
—¿Quieres que los haga callar?
—No. Ya hemos causado bastante daño. Salgamos de aquí.
Ya estaban entrando en la plaza más aldeanos que se dirigían a toda prisa a la sinagoga con expresiones de angustia que rápidamente se transformó en furia, y que empezaron a abroncar a los soldados romanos.
—¡Que los soldados se pongan en marcha! —rugió Parmenio.
Sin embargo, ya era demasiado tarde. Los accesos a la plaza empezaron a llenarse de habitantes del pueblo: hombres, mujeres y niños que acudían en tropel desde los callejones. Los soldados cerraron filas y levantaron los escudos mientras miraban a la creciente multitud con preocupación. Algunos de ellos fueron los primeros en dejar la mochila en el suelo y desenvainar la espada. Hubo más que siguieron su ejemplo y se prepararon para entrar en acción en cuanto se diera la orden o si la multitud empezaba a acercarse demasiado. Cato percibió un movimiento borroso y al volverse vio una piedra que describía un arco sobre el frente de la multitud en dirección a la línea romana. Uno de los auxiliares agachó la cabeza y alzó el escudo en el último momento y la piedra salió desviada con un traqueteo, sin causar ningún daño.
El centurión Parmenio retrocedió hacia sus hombres y desenvainó la espada. A Cato le sobrevino una sensación de náusea que le congeló las tripas. La situación se estaba descontrolando rápidamente. A menos que se restableciera cierto orden enseguida, en cuestión de momentos la plaza quedaría inundada de sangre. Vio al sacerdote allí cerca y se dirigió hacia él a grandes zancadas.
—¡Diles que se vayan! —Señaló frenéticamente a la multitud—. Tienes que sacarlos de la plaza o los soldados atacarán.
El sacerdote lo miró con actitud desafiante y por un instante Cato temió que él también estuviera atrapado en la salvaje furia del momento. Entonces el hombre volvió la mirada hacia su gente y pareció darse cuenta del peligro. Avanzó hasta situarse junto a Cato, levantó los brazos y los agitó violentamente mientras les gritaba a los aldeanos. Los soldados de rostro adusto siguieron mirando mientras la multitud se iba calmando poco a poco, aunque un silencio tenso se cernió sobre ambos bandos. Cato le habló al sacerdote en voz baja.
—Diles que abandonen la plaza. Diles que se vayan a casa o los soldados atacarán.
El sacerdote asintió y se dirigió a la gente a voz en cuello. Hubo un enojado revuelo, varias voces le respondieron a gritos y la multitud rugió dando muestras de apoyo. El sacerdote los acalló de nuevo y entonces uno de los hombres se adelantó, agarró el rollo roto y agitó los trozos delante de las narices del sacerdote. A continuación se volvió para lanzarle una mirada fulminante a Cato y escupió en el suelo, delante de las botas del centurión. Cato se obligó a permanecer quieto y no mostró ninguna reacción. Miró a aquel hombre un momento y volvió la mirada al sacerdote.
—¿Qué quiere?
—Lo que quieren todos. A la persona que hizo esto —respondió el sacerdote—. Al hombre que profanó las Escrituras.
—Imposible —Cato no tenía ninguna duda sobre lo que le haría la multitud.
—¿Qué está pasando? —gruñó Parmenio, que se acercó y se detuvo al lado de Cato.
—Quieren al soldado que ha roto su libro sagrado.
Parmenio forzó una sonrisa.
—¿Eso es todo?
—No —interrumpió el sacerdote—. Algunos de ellos están reclamando que soltéis a los rehenes. —Miró hacia la multitud antes de volverse a dirigir a los dos oficiales—. No se conformarán con menos.
—Nos quedaremos con los rehenes —dijo Parmenio con firmeza—. Y con nuestro hombre. Cuando volvamos al fuerte será castigado por sus acciones. Tienes mi palabra.
El sacerdote meneó la cabeza e hizo un gesto hacia la multitud.
—No creo que ellos acepten la palabra de un romano.
—No me importa. No vamos a entregar a nadie. Y ahora, será mejor que los convenzas para que se aparten antes de que lo hagan mis hombres.
El sacerdote le dirigió una mirada perspicaz al oficial romano antes de responder:
—No os dejarán iros a menos que entreguéis a vuestro soldado.
—Eso ya lo veremos —replicó Parmenio con un gruñido.
Cato tosió e hizo un gesto hacia la multitud con aire indiferente.
—Mira allí arriba.
Parmenio alzó la mirada a los tejados de los edificios que rodeaban la plaza, donde había más aldeanos que contemplaban a los romanos. Se fijó en que varios de ellos llevaban hondas, el arma de caza de los campesinos judíos.
—Parece que vamos a tener que salir a la fuerza —comentó Cato en voz baja.
—No si me entregáis al soldado —el sacerdote habló con premura al tiempo que hacía un discreto movimiento con la mano hacia su gente—. Es lo que quieren. Luego os podréis marchar. Con los rehenes.
—¿Y dejar que hagan pedazos a nuestro hombre? —Cato meneó la cabeza.
—Se trata de su vida, romano, o de las vidas de centenares de los míos y de tus hombres.
Cato no veía la manera de salir de aquel punto muerto. Así pues, habría una lucha. Tragó saliva, nervioso, y sintió que el corazón se le aceleraba.
—Mierda —masculló Parmenio con los dientes apretados—. Tenemos que entregar a nuestro hombre.
Cato se volvió hacia él con asombro.
—¡No lo dirás en serio! No puede ser.
—Estamos atrapados en el centro del pueblo, Cato. Ya lo he visto antes cuando estuve en Jerusalén. Hubo disturbios. Les perseguimos hacia la ciudad vieja y ellos nos atacaron por todos lados y desde arriba. Perdimos a montones de soldados.
—No puedes hacerlo —dijo Cato, desesperado.
—Tengo que hacerlo. Tal como dice el sacerdote, es una vida frente a muchas más.
—¡No! Lo único que hizo fue romper un rollo. Nada más.
—Para él y para el resto de esta gente no. —Parmenio agitó el pulgar señalando la multitud—. Si no entregamos al soldado tendremos que luchar para salir de aquí y durante todo el camino hasta el fuerte. En cuanto se corra la voz puedes estar seguro de que hasta la última aldea de la zona se rebelará. Bannus tendrá un ejército en pocos días. Se trata de eso o de entregar al soldado.
El sacerdote asintió con la cabeza y Cato abrió la boca para protestar. No obstante, el veterano tenía razón y no se podía hacer nada para salvar a Canto sin causar un baño de sangre. Movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Está bien.
Parmenio se volvió hacia sus soldados.
—¡Canto! ¡Un paso al frente!
Hubo una breve pausa y un soldado atravesó la línea de escudos ovalados arrastrando los pies. Dio un paso vacilante hacia los dos centuriones y el sacerdote, que lo miró con amarga hostilidad, y se puso en posición de firmes.
—¡Señor!
—Vas a ser eximido de tus obligaciones. Desármate.
—¿Señor? —Canto parecía confuso.
—Deja el escudo y dame tu espada. Ahora —añadió Parmenio con aspereza.
Tras un instante de duda, Canto se inclinó y colocó su escudo en el suelo. Luego desenvainó la espada y se la entregó a su superior con la empuñadura por delante. Parmenio se metió la hoja bajo el brazo y dio unos golpecitos en el suelo con su vara de vid.
—¡Ahora ponte firmes! No te muevas hasta que te lo ordene.
Canto se irguió y clavó la vista al frente, sin estar seguro todavía de lo que estaba ocurriendo, y Cato sintió que lo embargaba un sentimiento de lástima por el destino de aquel soldado. Parmenio le dio un suave codazo.
—Pon en marcha a la columna. Sal del pueblo todo lo rápido que puedas. Yo os seguiré.
Cato dijo que sí con la cabeza, ansioso por alejarse todo lo posible de aquel lugar. Caminó hacia su caballo, se encaramó torpemente a su lomo y dio la orden para que la columna saliera de la plaza. Al principio la multitud se mantuvo firme, bloqueando el camino por el que habían venido los romanos. Los jinetes que iban en la cabeza de la columna condujeron a sus monturas hacia la multitud con paso firme, entonces el sacerdote le gritó algo al gentío que, con expresiones sombrías, se apartaron y dejaron pasar a la cabeza de la columna. Cato aguardó hasta que hubo pasado el último de los soldados a caballo, entonces condujo su montura hasta su posición por delante del estandarte que llevaban al frente de la infantería.
—¿Qué pasa con Canto? —exclamó una voz.
Cato se dio la vuelta rápidamente y gritó:
—¡Silencio! Optios, anotad el nombre del próximo que pronuncie una sola palabra. ¡Será azotado en cuanto lleguemos al fuerte!
Los soldados siguieron avanzando penosamente, dirigiendo miradas cautelosas a los aldeanos concentrados a ambos lados de ellos. Sin embargo, la multitud se limitó a devolverles la mirada con expresión ceñuda y de odio y no realizaron movimientos amenazadores cuando pasaron los romanos. En cuanto hubo salido de la plaza, Cato intentó no mirar a las figuras que se alzaban por encima de él a ambos lados de la calle estrecha. Parmenio estaba en lo cierto. Si hubiera habido una confrontación los romanos hubieran quedado atrapados como ratas en una trampa, les hubieran llovido los proyectiles y hubiesen sido incapaces de contraatacar. Cato se estremeció al pensarlo, luego irguió la espalda y clavó la vista al frente, negándose a parecer intimidado.
Cuando la columna hubo salido del pueblo, Cato llevó a su montura a un lado del camino y se dirigió al centurión que estaba al mando de la infantería.
—Llévalos por ese camino de ahí. Yo esperaré a Parmenio.
—Sí, señor.
Mientras los hombres se alejaban Cato permaneció sentado en la silla y volvió la vista de nuevo hacia el pueblo. La multitud ya no estaba en silencio; un enojado coro de gritos se oía desde el centro de la aglomeración y Cato deseó con todas sus fuerzas que el veterano se apresurara y saliera de ese lugar. En el preciso momento en que Cato había agarrado las riendas y se disponía a ir a buscarlo se oyó un apagado golpeteo de cascos y Parmenio salió trotando del callejón. Una cota de malla colgaba por encima de la perilla de su silla de montar y un escudo de las correas que llevaba atadas al cinturón. Su rostro tenía una expresión adusta y apenas le dijo nada a Cato cuando pasó por su lado y continuó hacia la columna, que se hallaba a una corta distancia. Cato hizo dar la vuelta a su caballo y lo siguió. Al llegar a la cima de la pequeña colina que Cato le había indicado al centurión, los dos oficiales se detuvieron y se dieron la vuelta para mirar al centro del pueblo.
En un primer momento lo único que vio Cato fue una densa concentración de cabezas morenas y casquetes, todas expectantes de cara a la sinagoga.
—¿Qué le hicieron a Canto? —preguntó en voz baja.
—No me quedé para averiguarlo. El sacerdote y algunos de sus hombres lo cogieron mientras yo me alejaba —Parmenio bajó la mirada—. Me rogó que no lo dejara.
Cato no supo qué decir.
Un nuevo rugido se alzó desde el pueblo. En el tejado de la sinagoga había aparecido un pequeño grupo de hombres, todos vestidos con las camisas sueltas de los habitantes del lugar menos uno. Retorciéndose en medio de ellos había un hombre que llevaba la túnica roja de soldado romano.
—¡Ése es Canto! —exclamó alguien, y los soldados más próximos echaron un vistazo por encima del hombre.
—¡Silencio! —bramó Parmenio—. ¡La boca cerrada, la vista al frente y seguid marchando!
Se oyó un débil grito en la distancia y de nuevo el clamor de la multitud. Cato miró hacia atrás y vio que Canto tenía los brazos fuertemente sujetos a la espalda. Alguien lo había despojado de su túnica tirando de ella por encima de su cabeza y se había quedado desnudo sobre la multitud. Otro hombre se agachó para recoger algo y al ponerse de pie la luz del sol se reflejó intensamente en una hoja curva. Cato se dio cuenta de que se trataba de una segadera. Mientas Parmenio y él observaban, el hombre hizo descender la hoja hacia el costado del romano y con un rápido y amplio movimiento tiró de ella cruzando su vientre. La sangre y los intestinos salieron bruscamente del cuerpo de Canto y se derramaron por la fachada de la sinagoga, dejando una brillante mancha roja en la blanca pared enlucida. La multitud soltó un agudo grito de deleite que resonó cuesta arriba y Cato sintió que la bilis le subía a la garganta.
—Vamos —dijo Parmenio con voz ronca—. Ya hemos visto suficiente. Marchémonos. Tenemos que llegar al próximo pueblo antes de que caiga la noche.
—¿Al próximo pueblo? —Cato meneó la cabeza—. ¿Después de esto? Seguramente sería mejor que regresáramos al fuerte e informáramos a Escrofa.
—¿Por qué? ¿Por lo de Canto? Ese idiota no tendría que haber sido tan tonto. Todavía tenemos órdenes que llevar a cabo, Cato. —Parmenio dio un brusco tirón a las riendas para hacer girar a su caballo y alejarse de la escena que tenía lugar más abajo—. Quizá la próxima vez nuestros soldados habrán aprendido la lección.