—No podemos quedarnos aquí mirando sin hacer nada —dijo Macro con enojo.
—¿Por qué no? —repuso el centurión Postumo—. Les ofrecimos nuestra protección y la rechazaron. Quizá la próxima vez se lo pensarán dos veces antes de declinar mi oferta.
—¿La próxima vez? —Macro abrió desmesuradamente los ojos con expresión de sorpresa—. No va a haber próxima vez. Los van a matar ahí delante.
Señaló hacia el camino, donde los asaltantes del desierto se habían abalanzado sobre la pequeña fuerza de escoltas armados de la caravana, a quienes superaban en número e iban a hacer pedazos irremediablemente. Tras ellos, los camelleros se alejaban de sus animales, abandonándolos a los atacantes junto con la carga. Los mercaderes a cargo de la caravana habían hecho dar la vuelta a sus camellos y en aquellos momentos los conducían de nuevo hacia el camino, en dirección a la patrulla de caballería romana con toda la rapidez de la que eran capaces. Postumo los observó con expresión divertida.
—Me muero por ver la cara que pondrán cuando les diga que el precio se ha doblado.
Macro se volvió hacia él.
—¿Qué has dicho?
—En este punto doblamos el precio para escoltarlos durante el resto del camino. Oh, no te preocupes, accederán a pagar sin discutir.
—Y entonces, ¿qué?
—Entonces atacaremos. Los asaltantes huirán con lo que tengan, todo terminará y tendremos otro contrato en el bote. Tras unos cuantos meses, señor, se hará con una pequeña fortuna.
—¿Y si los asaltantes deciden defenderse?
—No lo harán. Tenemos un acuerdo tácito con ellos.
—¿Cómo dices?
—Piénselo, señor. Es importante que la amenaza sea real. Así pues, ahora ya saben que si nos ven cabalgar detrás de una caravana les dejaremos realizar un ataque rápido. Por nuestra parte, cuando acudimos al rescate, ellos saben que no vamos a adentrarnos en el desierto para perseguirlos. Ninguno de los dos bandos pierde a un solo hombre y los dos salen ganando. Los únicos que pierden son los mercaderes de las caravanas, y la próxima vez que vengan por aquí nos pagarán sin discutir.
Macro meneó la cabeza con incredulidad. Dirigió la mirada hacia la caravana donde los asaltantes se habían ocupado ya de la escolta y estaban atareados desvalijando los camellos que iban en cabeza.
—¿Cuánto tiempo lleva sucediendo esto?
—Desde que llegué aquí, señor.
—¿El predecesor de Escrofa estaba en el ajo?
—No —reconoció Póstumo con cautela—. Él no lo aprobaba, hizo la vista gorda con los que nos habíamos unido al plan. Creo que al final lo hubiéramos convencido, si no lo hubiesen matado en aquella emboscada.
—Apuesto a que sí —Macro ya había tenido suficiente. Desenvainó la espada y agarró las riendas con más fuerza.
—¿Qué está haciendo, señor? —le preguntó Postumo, alarmado.
—Cumplo con mi obligación —gruñó Macro, que inspiró profundamente y dio sus órdenes a voz en cuello—. ¡Desplegaos en línea!
—¡No! —gritó Pòstumo— ¡No! ¡Quedaos donde estáis!
Macro se dio rápidamente la vuelta hacia él.
—¡Cierra el pico! No quiero oírte decir ni una sola palabra más. —Se volvió hacia los auxiliares—: ¡Desplegaos en línea!
—¡Soy yo el que está al mando aquí! —exclamó Postumo.
Macro soltó las riendas y le pegó un puñetazo en la cara a Postumo. Al centurión se le fue la cabeza hacia atrás, se cayó del caballo y golpeó contra el suelo con un estrépito discordante. Macro hizo que no con la cabeza.
—Ya no lo estás, majo. —Se dirigió a los auxiliares y gritó—: ¿Y bien? ¿A qué coño estáis esperando? ¡Desplegaos en línea!
Tras él, obedientes a su orden, los decuriones hicieron formar en línea a los dos escuadrones. En cuanto estuvieron dispuestos, Macro alzó la espada para llamar su atención y la bajó rápidamente señalando la caravana.
—¡A la carga!
Los caballos salieron al trote, aceleraron rápidamente el paso y galoparon directos a los propietarios de la caravana que venían en dirección contraria y que apenas tuvieron tiempo de mostrar su sorpresa y sobresalto antes de hacer virar a sus bestias y apartarse del camino de la caballería romana que atacaba. En un instante desaparecieron del campo de visión de Macro y éste se concentró en la situación que tenía por delante mientras los auxiliares proferían sus gritos de guerra y blandían sus lanzas a medida que se acercaban a los atacantes. Uno de los asaltantes ya se estaba separando de la caravana y se apresuraba a agrupar frente a él a unos cuantos camellos cargados para dirigirse de nuevo hacia el desierto. Cuando los auxiliares se acercaban a la cola de la caravana, los demás bandidos se percataron del peligro, montaron en sus camellos y les hicieron dar la vuelta. Tendrían una desagradable sorpresa, pensó Macro, cuando vieran que la caballería no abandonaba la persecución y salía directamente tras ellos. Volvió la cabeza para gritarles a los soldados que tenía detrás:
—¡Seguid adelante! ¡Id a por ellos! ¡No os paréis!
Quería que estuvieran absolutamente seguros de la orden, dado que Postumo debía de haberlos acostumbrado a retirarse en cuanto hacían huir a los asaltantes de caravanas anteriores. Los auxiliares rodearon el extremo de la caravana con un retumbo y avanzaron en diagonal por el terreno llano hacia los atacantes que huían. La avaricia había podido más que los bandidos, que no abandonaron su botín ni los camellos que se habían llevado. Macro sonrió. Quizá todavía pensaban que la caballería romana, siguiendo su tónica habitual, simplemente fingía perseguirlos. No tardarían en descubrir cuán equivocados estaban.
Macro, al frente de los auxiliares, se hallaba a tiro de los arcos de los asaltantes más cercanos cuando éstos empezaron a comprender el peligro que corrían. Uno de los que iban en camello, que conducía una fila de bestias cargadas, soltó de pronto la reata y fustigó al animal que montaba, el cual se puso a trotar hacia las dunas distantes. Sus compañeros hicieron lo mismo enseguida, soltaron a los animales que habían capturado y salieron a toda velocidad, desesperados por escapar de los jinetes que iban tras ellos. Macro hizo caso omiso de la carga abandonada y agitó su espada hacia las figuras vestidas de negro que se dirigían al desierto abierto.
—¡Seguidles! ¡No les dejéis escapar!
El más próximo de los asaltantes ya se hallaba a una corta distancia por delante, por lo que Macro se llevó el escudo contra su costado izquierdo y sostuvo su espada de caballería en el derecho, preparado para arremeter. El bandido, que llevaba la cabeza envuelta en un turbante y un velo negros, echó un vistazo hacia atrás y puso los ojos como platos al ver que el oficial romano se le venía encima. Alargó la mano de inmediato y agarró una de las jabalinas cortas de la funda que llevaba colgada en el armazón de su silla de montar. Mientras su camello corría hacia el desierto, el asaltante se dio la vuelta en la silla, apuntó y le lanzó la jabalina a Macro, que lo seguía a corta distancia. El venablo voló hacia él directa y certeramente. Tiró de las riendas hacia la izquierda, ladeó el cuerpo todo lo que pudo y agachó la cabeza. La jabalina pasó por encima de su hombro derecho, el asaltante profirió una enojada maldición y cogió otra. El caballo de Macro se tambaleó por un instante mientras se esforzaba por combatir la inercia que se oponía al repentino cambio de dirección y Macro se agarró con todas sus fuerzas, apretó las piernas contra el costado del animal y trató de trasladar su peso a la derecha. Entonces, con un poderoso impulso de sus patas delanteras, el caballo recuperó el control y galopó una vez más tras el bandido.
La segunda jabalina salió despedida cuando Macro se acercaba y rebotó en su escudo con un fuerte traqueteo. No había tiempo para lanzar otra jabalina y el asaltante desenvainó una espada curva y arremetió con ella contra la cabeza de Macro. Macro paró el golpe con un sonido metálico, dirigió la punta de su arma contra el costado de aquel hombre y alcanzó su objetivo, la espada atravesó sus oscuras vestiduras y penetró en su pecho. El forajido soltó un grito ahogado cuando el golpe lo dejó sin aire en los pulmones; cuando la espada abandonó su cuerpo, él siguió galopando unos cuantos pasos más antes de que las riendas se le escaparan de entre los dedos y entonces cayó de la silla, golpeó el suelo pedregoso, rodó unas cuantas veces y se quedó inmóvil. Su camello siguió avanzando pesadamente, sin jinete, adentrándose en el desierto.
Macro frenó su montura y echó un vistazo a su alrededor. El resto de asaltantes se alejaban desperdigados por delante de él. Se dio la vuelta cuando los primeros auxiliares pasaron junto a él por ambos lados, en tropel. Ninguno de aquellos hombres llevaba a su montura a toda velocidad y Macro notó que se le revolvían las tripas de ira y desprecio. Los bandidos iban a escapar. Cierto que vieron poco recompensado su ataque a la caravana pero, gracias a Postumo y al chanchullo que dirigía, sobrevivirían para asestar otro golpe.
—¡No finjáis! —les bramó Macro—. Id tras ellos. ¡Con afán, o me comeré vuestras pelotas para desayunar!
Los hombres más próximos simularon agacharse y espolear sus monturas, pero ya no había muchas posibilidades de alcanzar a los asaltantes, por lo que Macro envainó la espada y se mantuvo sentado derecho mientras contemplaba la escena. Por delante de los auxiliares, los forajidos se estaban perdiendo de vista rápidamente por encima de las dunas más cercanas. En otras partes los camelleros estaban volviendo a la caravana y restablecían el orden entre los animales nerviosos, que daban vueltas cerca de donde los habían dejado. Algunos de los mercaderes estaban recogiendo el botín que había caído en la arena y volvían a meterlo en los cestos que colgaban del lomo de los camellos de carga.
El sonido de los cascos de un caballo llamó la atención de Macro, que vio que el centurión Postumo se acercaba a él por el desierto. Postumo se detuvo en el último momento, su caballo levantó una nube de polvo y piedras sueltas y la montura de Macro retrocedió con un relincho nervioso.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —le gritó Postumo al tiempo que extendía el brazo para señalar al asaltante muerto.
Macro echó un vistazo al cadáver y se encogió de hombros.
—Estoy haciendo tu trabajo, Postumo. Al menos, estoy haciendo el trabajo que deberías estar haciendo tú.
Postumo apretó los dientes y agitó el dedo señalando a Macro.
—¡La has cagado, Macro! ¡Ha llevado meses montar esto, todo iba como una seda… y mira ahora! —Pòstumo volvió a mirar el cadáver y meneó la cabeza—. No sé qué va a ocurrir. Habrá represalias. —Se volvió nuevamente hacia Macro con una sonrisa amarga—. Vas a pagar por esto.
—No lo creo. No cuando en Roma se enteren del pequeño trato que tenías con esa gente. —Hizo un gesto hacia el último de los asaltantes, ya a lo lejos, medio oculto por el polvo levantado con su huida.
—¿Qué te hace pensar que vivirás para desenmascararnos?
Macro se rio.
—¿Me estás amenazando? —Dejó caer la mano sobre la empuñadura de su espada al tiempo que observaba detenidamente a Postumo—. Vamos, adelante, si es que tienes pelotas. Desenvaina tu espada.
Postumo se lo quedó mirando, meneó la cabeza y adoptó un aire despectivo.
—No tengo que luchar contigo, Macro. Tengo amigos poderosos que podrían aplastarte como a un mosquito.
—¿En serio? Pues que lo intenten.
—De todos modos, ¿no se te olvida algo?
—¿El qué?
—Me golpeaste. Delante de todos los soldados. En cuanto volvamos a Bushir voy a presentar cargos contra ti. No te equivoques, pagarás por esto.
—Eso lo dices tú. Ya veremos. Pero de momento voy a relevarte del mando durante el resto de la patrulla.
—¿Con qué autoridad? —Postumo sonrió—. ¿No te olvidas de algo? Hasta que no se confirme tu nombramiento no tienes…
—Todo eso ya lo sé —lo interrumpió Macro—. Pero en esta situación no importa. En primer lugar no has cumplido con tu deber. Podría hacer que te acusaran de cobardía cuando regresemos a Bushir. En segundo lugar, soy el oficial de mayor rango aquí presente. A menos que tengas autorización escrita que se anteponga a mi jerarquía, no hay nada que puedas hacer al respecto. Supongo que no tienes semejante documento, ¿verdad, centurión Postumo? ¿No? ¡Qué mala suerte! —Macro sonrió—. Ya me imagino lo frustrado que debes de sentirte.
Postumo lo miró de hito en hito, abrió la boca para protestar y volvió a cerrarla. Macro lo había pillado. La misma observancia rigurosa de las normas que le había costado el nombramiento a Macro ahora privaba a Postumo del mando de los dos escuadrones de caballería. Macro necesitó de todo su autocontrol para no echarse a reír ahora que para el petulante joven oficial se habían vuelto las tornas. Dejó que Postumo sufriera unos momentos antes de continuar hablando.
—Permaneceré al mando hasta que volvamos a Bushir. Hasta entonces tú vas a asumir las obligaciones de un ordenanza. ¿Está claro?
—No puedes hacer esto —dijo Postumo en voz baja.
Los decuriones de los dos escuadrones de caballería habían suspendido la persecución y los soldados se dirigían hacia Macro y Postumo para volver a formar.
—Ya lo he hecho. Puedes solucionarlo con el prefecto cuando regresemos a Bushir.
—Ten la seguridad de que lo haré.
Cuando los decuriones se acercaron al trote, Macro se volvió hacia ellos y les anunció el cambio de mando. Ellos se volvieron a mirar a Postumo con expresión inquisitiva, pero antes de que éste pudiera decir nada, Macro les espetó:
—¡No le hagáis caso! ¡Aquí soy el oficial de grado superior! A partir de ahora vais a obedecer mis órdenes. El centurión Postumo va a enfrentarse a una acusación de incumplimiento grave del deber cuando regresemos a Bushir. Si no queréis sumaros a él sugiero que aceptéis el cambio de mando ahora mismo. ¿Alguno de vosotros pone en duda mi autoridad? ¿Y bien?
Los decuriones movieron la cabeza en señal de negación.
—¡Eso está mejor! Ahora reunid a vuestros hombres y ayudad a los mercaderes a restablecer un poco el orden en la caravana. En cuanto hayáis terminado los escoltaremos hasta la Decápolis. Si hay otro ataque espero no ver reaccionar a vuestros soldados como un puñado de vírgenes en las Lupercales. Será mejor que los vea actuar con rapidez y dureza o me aseguraré personalmente de que os degraden a los dos. —Macro los sometió a una mirada fulminante y a continuación concluyó diciendo—: ¿Me he explicado con claridad?
—¡Sí, señor! —corearon los decuriones.
—Bien, pues llevad a cabo las órdenes —Macro les devolvió el saludo y ellos hicieron dar la vuelta a sus monturas y volvieron al trote con sus unidades. Macro se volvió hacia Postumo e hizo un gesto tras ellos—. ¿A qué esperas? También te quiero allí ayudando a recoger todo este desastre.
—¿Yo?
—Sí, tú. Ya partir de ahora me llamarás «señor». Muévete antes de que añada la insubordinación a las acusaciones que voy a presentar contra ti.
Postumo clavó los talones, hizo girar a su montura y salió al galope hacia la caravana, dejando atrás a Macro.
Macro lo observó mientras se alejaba y dejó escapar un suspiro de alivio. La corrupción había ablandado a los oficiales. Si hubieran tenido agallas para hacerle frente, Macro temía que hubiera corrido la misma suerte que el predecesor de Escrofa. Pero lo cierto era que Macro se había hecho con el control y ellos se habían encogido como perros callejeros delante de él. En cierto modo eso lo entristecía. Si se doblegaban con tanta facilidad ante la ira de un oficial superior poco iban a hacer contra Bannus y sus hombres cuando llegara la hora de luchar con los forajidos en el campo de batalla. En cuanto se confirmara su nombramiento como prefecto de la Segunda iliria iba a tomar medidas enérgicas contra los oficiales con más dureza aún que contra los soldados. Había que endurecerlos, y deprisa, si tenían que estar a la altura de los rebeldes judíos y cualquier otro aliado parto.
Durante los cuatro días siguientes la caravana avanzó tranquilamente por el camino hacia Gerasa. Con un escuadrón de caballería auxiliar en cada flanco no hubo más ataques, y cuando los muros de la ciudad fortificada aparecieron a la vista, los mercaderes se acercaron a Macro para despedirse.
—Os dejaremos aquí —anunció Macro—. Ahora ya estáis a salvo.
—Te damos las gracias, centurión. —El mercader inclinó la cabeza y luego levantó la mirada, incómodo—. Los demás mercaderes y yo queremos ofrecerte un regalo en agradecimiento por haber salvado nuestras posesiones y tal vez nuestras vidas.
—No —repuso Macro con firmeza. No iba a ir por ese camino. No iba a terminar como Postumo y la mayoría de los oficiales de la Segunda iliria—. Sólo cumplíamos con nuestro deber. No es necesario ningún regalo. No habrá que pagar más sobornos a los soldados romanos que protejan a los viajeros por esta ruta. Eso ha terminado. Os doy mi palabra.
El mercader pareció herido.
—No lo entiendes, centurión. Es nuestra costumbre ofrecer un regalo. Si no lo aceptas nos avergüenzas.
Macro los miró y se rascó la barba incipiente.
—Os avergüenzo, ¿eh?
El mercader asintió con un enérgico movimiento de la cabeza.
Macro se sintió irritado por la situación. El no era de los que toleraba fácilmente las costumbres de otras culturas y no sabía cómo salir de aquel apuro. Entonces le vino a la mente una idea a la que le había estado dando vueltas durante los últimos días y que le proporcionó una solución buena y útil.
—No aceptaré un regalo —repitió—, pero sí que os pediré un favor en un futuro próximo. ¿Dónde puedo encontraros cuando llegue el momento, caballeros?
—Cuando hayamos finalizado nuestros asuntos aquí volveremos a Petra, centurión. Tenemos que organizar la próxima caravana. Pasaremos allí un mes, tal vez dos.
—En tal caso os mandaré recado a Petra.
Macro observó a los mercaderes mientras éstos regresaban a la larga hilera de camellos que ascendían balanceándose por la cuesta en dirección a la puerta de Gerasa. Sonrió. Si su plan era factible, los mercaderes iban a resultar vitales para su éxito.