El poblado de Heshaba era la primera aldea en la ruta de patrulla del centurión Parmenio y la columna de caballería e infantería romana descendió por la cuesta desde el camino principal a última hora de la mañana. Los restos ennegrecidos de la casa de Miriam eran perfectamente visibles y, una vez más, Cato sintió que lo consumía el sentimiento de culpa por la cruel recompensa que había tenido aquella mujer por salvarle la vida. Cuando la columna se aproximó al pueblo, Parmenio la condujo dando una amplia vuelta por su periferia. No detuvo la columna sino que siguió marchando por el wadi, alejándose de Heshaba.
—Creía que teníamos que hacer una parada aquí —le dijo Cato al veterano en voz baja mientras cabalgaban uno al lado del otro al frente del escuadrón de caballería.
—De momento ya han tenido bastante —respondió Parmenio—. Vamos a volver por el mismo camino, podemos hacerles saber cómo están las cosas entonces.
Cato lo miró con expresión astuta.
—¿Sigues decidido a ganarte su amistad?
Parmenio le devolvió la mirada.
—Quizá sólo intento no perder la buena voluntad que pueda quedar entre nosotros. Si hoy los atacamos con dureza puede que para esa gente sea la gota que colma el vaso. Se pasarán al bando de Bannus. Y si la gente de Heshaba se vuelve en nuestra contra, ¿qué esperanza tendremos entonces con el resto de la provincia? Que quede entre nosotros, Cato, pero en ocasiones dudo que el prefecto pudiera hacer más para suscitar la animadversión de la gente de esta zona. Es casi como si quisiera provocarlos para que se rebelaran abiertamente.
—¿Y por qué querría hacer eso? —repuso Cato sin alterarse.
Parmenio lo pensó un momento y luego movió la cabeza en señal de negación.
—No lo sé. No lo sé, la verdad. No tiene ningún sentido. Ese hombre debe de estar loco. Completamente loco.
—¿A ti te parece que esté loco?
—No. Supongo que no —Parmenio parecía confundido y volvió a mirar a Cato—. ¿Tú qué crees? Tiene que haber algo más. Cualquier idiota se daría cuenta de adonde van a llevar estas órdenes. Van a provocar una rebelión, o al menos van a empujar a muchos más hombres a las garras de Bannus. No lo entiendo.
Cato se encogió de hombros y volvió la mirada hacia la aldea. Frenó su caballo y lo sacó del camino para no obstruir el paso de la columna que iba detrás mientras le daba vueltas en la cabeza a la injusticia gratuita que había sufrido Miriam. Tomó una decisión y espoleó a su montura para volver de nuevo junto a Parmenio.
—¿Dónde vamos a acampar esta noche?
—Siguiendo el wadi hay un manantial y unos cuantos árboles. A unos seis kilómetros y medio de aquí. ¿Por qué?
—Me reuniré con vosotros allí al anochecer —repuso Cato que, acto seguido, volvió a espolear a su caballo junto a la columna para regresar al pueblo.
—¿A donde vas? —le gritó Parmenio.
—¡Tengo que hablar con alguien! —respondió Cato a voz en cuello, y luego masculló—: Tengo que disculparme.
Mientras su caballo volvía a subir la cuesta en dirección al grupo de casas que formaban la pequeña comunidad de Heshaba, Cato redactó mentalmente las palabras que quería decirle a Miriam. Tenía que dejar totalmente claro que el prefecto no era representativo de otros romanos. Que sus acciones no debían considerarse típicas de la política romana. Quizá todavía fuera posible enmendar en cierta medida el daño que Escrofa había causado.
Entró en el pueblo y se dio cuenta de inmediato de las expresiones hostiles en los rostros de las pocas personas que cruzaron la mirada con él a través de puertas y ventanas mientras su caballo avanzaba por la calle hacia el espacio abierto en el corazón de la comunidad. En la atmósfera todavía se percibía el penetrante olor de la estructura calcinada de la casa de Miriam. El forajido colgaba de la cruz y Cato esperó que el hombre estuviera muerto y que ya no sufriera más. A una corta distancia de las ruinas humeantes Cato vio al nieto de Miriam, Yusef, sentado en cuclillas en un pequeño baúl que estaba en el suelo junto al escaso montón de pertenencias que la mujer había podido rescatar de la casa antes de que los auxiliares la incendiaran. Yusef levantó la vista al oír el sonido de los cascos y clavó una aterrorizada mirada en Cato con unos ojos como platos. Cato desmontó y condujo el caballo hacia uno de los montantes ennegrecidos que habían sostenido el refugio de Miriam. Ató en él al animal y lentamente se acercó al chico.
—¿Sabes dónde está tu abuela, Yusef? —le preguntó en griego.
El muchacho no respondió durante unos instantes y luego le dijo que no meneando la cabeza rápidamente.
—No está aquí. Se ha ido. ¡De manera que ya no puedes hacerle más daño, romano! —casi escupió la última palabra y Cato se detuvo a una corta distancia, pues no quería alarmar más al chico.
—No quiero hacerle ningún daño. Tienes mi palabra, Yusef. Pero debo hablar con ella. Dime dónde está, por favor.
Yusef se lo quedó mirando unos instantes y a continuación se puso en pie poco a poco. Señaló al suelo.
—Espera aquí. No te muevas. No intentes seguirme.
Cato asintió. Yusef le dirigió una última mirada recelosa al romano, se dio la vuelta y echó a correr, desapareciendo al doblar la esquina del edificio más próximo. Cato echó un vistazo a su alrededor y vio que no había nadie más a la vista. En el pueblo reinaba la misma calma y el mismo silencio que en la extensa necrópolis que se extendía a ambos lados de la vía Apia al otro lado de las puertas de Roma. No era la más acertada de las comparaciones, pensó Cato con ironía, y se fijó en el montón de pertenencias que había en la calle. Aparte de los atados de ropa y de los cacharros de cocina había varias cestas con rollos y el pequeño cofre en el que se había sentado Yusef. Hubo algo de aquel cofre que le llamo la atención a Cato, y entonces recordó que ya lo había visto en el escondite bajo la casa de Miriam. ¿Qué podía tener tanto valor en él que tenía que estar escondido? Le picó la curiosidad y echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie lo observaba. Tras un momento de vacilación se acercó y se agachó para examinarlo con más detenimiento. Era un cofre muy sencillo, sin ornamentos y con un simple cierre.
Lo interrumpió el sonido de unos pasos y se puso de pie rápidamente al tiempo que Miriam y Yusef doblaron la esquina y lo vieron agachado junto a sus pertenencias. Miriam dirigió inmediatamente la mirada hacia el cofre y se acercó al centurión a grandes zancadas.
—Te agradeceré que dejes en paz mis cosas…, o lo que queda de ellas. Este cofre me lo hizo mi hijo. Junto con su contenido, es lo único que me queda para recordarlo.
—Lo siento. Yo… —Cato se la quedó mirando con expresión de impotencia y agachó la cabeza avergonzado—. Lo siento.
—Mi nieto dice que quieres hablarme.
—Sí. Si me lo permites.
—No estoy segura de que quiera hablar contigo. No después de… —Miriam tragó saliva e hizo un gesto hacia los restos quemados de su casa.
—Lo entiendo —respondió Cato con delicadeza—. El prefecto hizo mal. Intenté detenerlo.
Miriam asintió.
—Lo sé, pero no sirvió de nada.
—¿Qué te ocurrirá ahora? ¿A donde irás?
Miriam parpadeó para contener las lágrimas que brillaban en las comisuras de sus ojos oscuros e hizo un gesto vago con la cabeza hacia la calle de la que había salido.
—Uno de los míos nos ha proporcionado una habitación a mí y al chico. Los aldeanos nos construirán una casa nueva.
—Eso está bien —Cato ladeó ligeramente la cabeza—. Has dicho uno de los tuyos. ¿Eres su jefa?
Miriam frunció los labios.
—En cierto modo. Como seguidores de mi hijo, me tienen en cierta consideración. Es casi como si también fuera su madre —sonrió débilmente—. Supongo que es por nostalgia.
Cato le devolvió la sonrisa.
—Sea cual sea el motivo, está claro que ejerces cierto poder sobre ellos, al igual que sobre Simeón y Bannus, por lo visto.
A Miriam se le heló la sonrisa en los labios y miró a Cato con recelo.
—¿Qué quieres de mí, centurión?
—Hablar. Comprender qué está pasando. Necesito saber más sobre tu gente, y sobre Bannus, si queremos poner fin a sus aspiraciones de provocar un levantamiento y salvar vidas. Muchas vidas, tanto romanas como judías.
—¿Quieres comprender a mi gente? —repuso Miriam con amargura—. Pues debes de ser uno de los pocos romanos que ha intentado comprendernos.
—Ya lo sé. No puedo disculparme por lo que se ha hecho en nombre de Roma. Sólo soy un oficial subalterno. No puedo cambiar la política imperial. Sin embargo, puedo intentar influir de alguna manera. Eso es todo.
—Muy honesto por tu parte, centurión.
—Podríamos empezar a mejorar nuestras relaciones si me llamaras Cato.
Ella lo miró fijamente un momento y sonrió.
—Está bien, Cato. Hablaremos. —Se inclinó a recoger el cofre y se lo colocó bien bajo el brazo antes de levantarse y hacerle un gesto con la cabeza—. Ven conmigo. Tú también, Yusef.
Condujo a Cato a través de las calles tranquilas y se alejaron un poco del pueblo, hacia un pequeño embalse que recogía el agua de la lluvia que bajaba por las pendientes del wadi en invierno y primavera. En aquellos momentos se hallaba prácticamente seco y unas cuantas cabras mordisqueaban las matas de hierba que crecían en la tierra agrietada al borde del agua. Miriam y Cato se sentaron a la sombra de unas cuantas palmeras en tanto que Yusef se alejó tranquilamente en busca de algunos guijarros para su honda, con la que empezó a practicar disparando contra una roca alejada.
—Tiene buen ojo para eso —comentó Cato—. Cuando crezca será un buen auxiliar.
—Yusef no será un soldado —replicó Miriam con firmeza—. Es uno de los nuestros.
Cato la miró.
—¿Uno de qué, exactamente? Me han dicho que tú, y estas personas, sois esenios. Sin embargo, no parece que adoptéis del todo su forma de vida.
—¡Esenios! —Miriam se rio—. No, no somos como ellos. Los placeres de la vida están para disfrutarlos, no para negarlos. Algunos de los míos lo fueron, pero no querían pasarse el resto de sus días muertos a las alegrías del mundo.
—Perdóname, pero Heshaba no es precisamente mi idea del paraíso.
—Tal vez no lo sea —admitió Miriam—, pero es nuestro hogar, y somos libres de hacer nuestra voluntad. Ese fue siempre mi sueño. Después de que ejecutaran a mi hijo me aparté de Judea. Me harté de sus mezquinas facciones que enfrentaban a una secta con otra. Los sumos sacerdotes de Jerusalén eran los peores. No dejaban de buscarle tres pies al gato a las interpretaciones de las Escrituras mientras sus familias se enriquecían cada vez más. Fue por eso que mi hijo, Yehoshua, se involucró en la lucha política. No solamente contra Roma, sino contra aquellos que explotaban a los pobres. Era todo un orador y al final acudían a escucharle grandes multitudes. Entonces fue cuando los sacerdotes decidieron que había que hacer callar a Yehoshua. Antes de que convenciera a la gente de que se volviera contra ellos. De modo que hicieron que lo arrestaran y se encargaron de que lo ejecutaran.
—Creí que habías dicho que lo crucificaron.
—Así es.
—Pero el procurador es el único que pudo autorizarlo.
—El procurador que había entonces era un hombre débil. Los sacerdotes lo amenazaron con causar problemas contra la autoridad de Roma a menos que mi hijo fuera ejecutado. Hicieron un trato y mataron a mi hijo. Dieron caza a sus seguidores más allegados y el movimiento se desintegró. Algunos de los cabecillas querían vengar a Yehoshua. Huyeron a las montañas y desde entonces han estado asaltando las fincas de los ricos y las patrullas romanas en nombre de Yehoshua. Bannus se convirtió en su jefe. El era seguidor de mi hijo y afirmó que estaba llevando a cabo su voluntad.
—Por eso lo conoces.
Miriam asintió con la cabeza.
—Ya entonces era un joven exaltado. Muy idealista. Yehoshua solía bromear diciendo que Bannus era el vivo espíritu del movimiento. Con frecuencia pensé que eran como hermanos. Bannus lo admiró siempre, por lo que se tomó muy mal su muerte. Se volvió muy resentido contra aquellos de nosotros que todavía creíamos en la resistencia pacífica y la reforma. Al final mató a un recaudador de impuestos y escapó. Había muchos como él en las montañas y poco a poco los fue poniendo de su lado. Supongo que debe de haber adquirido algunas de las habilidades oratorias de mi hijo. Durante un tiempo venía a visitarme de vez en cuando, tratando de convencerme de que adoptara su punto de vista. Sabía que si la madre de la figura del movimiento estaba de su parte podría conseguir más apoyo. Yo me negué y ya no me tiene tanto afecto como antes me demostraba. De todos modos, ahora se ha hecho con un número bastante importante de seguidores propios, como ya habréis descubierto vosotros los romanos.
—Cierto —asintió Cato—. No obstante, mientras permanezcan ocultos en las montañas podremos contener el problema. La cuestión es que oí el comentario que hizo sobre obtener ayuda de fuera.
—¿Qué comentario? ¿Cuándo fue eso?
—El día en que Simeón y yo nos escondimos debajo de tu casa. Oí que hablabas con Bannus fuera. Dijo que estaba esperando ayuda de unos amigos.
—Ahora lo recuerdo. Parecía bastante entusiasmado con la idea. Me pregunté de quién estaría hablando.
Cato se quedó mirando un momento al suelo, entre sus botas, antes de responder.
—La gente que tendría más que ganar armando a Bannus son los partos. Ése es mi temor.
—¿Partos? —Miriam se lo quedó mirando—. ¿Por qué iba Bannus a acudir a ellos en busca de ayuda? Para nosotros suponen un peligro mucho mayor de lo que nunca supondrá Roma.
—Creo que tienes razón —repuso Cato—. Pero por lo visto Bannus debe odiarnos más que otra cosa en este mundo. Supongo que suscribe la escuela de pensamiento de «el enemigo de mi enemigo es mi amigo».
No sería el primer hombre en la historia que se lo traga. Y si eso es cierto, existe un gran peligro de que pueda promover una rebelión lo bastante importante como para atraer todo el poder de Roma a esta región.
Al mismo tiempo que decía estas palabras, Cato se sintió culpable por su duplicidad. Lo que dijo era cierto sólo si Casio Longino resultaba no ser un traidor. De lo contrario no habría ningún ejército para contraatacar a Bannus, sólo las dispersas guarniciones de fuerzas auxiliares, como la cohorte de Bushir. Si no había legiones en Siria, y Bannus atacaba con rapidez, la presencia romana en Judea podía erradicarse con mucha facilidad. No podía confiarle a Miriam dicha información. Ella tenía que creer que Bannus no podía tener éxito, y que sólo les traería sangre y fuego a sus compañeros judíos. Era el único modo de asegurarse de que la mujer hiciera todo lo posible para disuadir a Bannus y a aquellos que pudieran apoyarle. Cato decidió cambiar de tema.
—Así pues, si Bannus es un belicista, ¿con qué os identificáis exactamente tú y tu gente?
—Bannus no es un belicista —replicó Miriam en voz baja—. Es un alma atormentada cuyo dolor se ha visto convertido en un arma. Ha perdido a la persona a la que estaba más unido en la vida y no sabe cómo perdonar. En eso nos diferenciamos, Cato. Al menos, ésa es nuestra diferencia más importante. Mi gente es casi lo único que queda del verdadero movimiento. Cuando nos dimos cuenta del nido de víboras en que se había convertido Jerusalén, decidimos buscar un lugar para vivir solos y apartados de otras personas. Por eso vinimos aquí. No quería que me recordaran a aquellos que le quitaron la vida a mi hijo… —Le tembló el labio un instante, luego tragó saliva y continuó hablando—: Estamos fuera de su ley y recibimos con los brazos abiertos a todos los que quieran unirse a nosotros.
—¿A todos? —preguntó Cato con una sonrisa—. ¿Incluso a los gentiles?
—Todavía no —admitió Miriam—. Pero entre nosotros hay quien desea ampliar nuestro movimiento, divulgar nuestras creencias entre otros pueblos. Es la única manera de garantizar que el legado de mi hijo no acabe siguiéndolo a la tumba. —Hizo una pausa y deslizó la mano por el cofre con suavidad—. Pero por ahora esta aldea es prácticamente todo lo que tenemos. Como tú has dicho, no es ningún paraíso terrenal, pero al menos nos vemos libres de las ideas que enfrentan a unas personas contra otras. En cierto modo eso es un paraíso, Cato. O al menos lo era, hasta que apareciste tú con Simeón.
Cato apartó la mirada y la dirigió hacia el pueblo, en el que se distinguían apenas los pilares ennegrecidos de las esquinas de la casa de Miriam.
—Háblame de Simeón. ¿Cómo es que también lo conoces?
—¿Simeón? —Miriam sonrió—. Era otro de los amigos de mi hijo. Un amigo muy íntimo. Supongo que es por este motivo por el que Bannus y Simeón no se pueden ver. Eran buenos amigos antes de que empezaran a competir por el afecto de Yehoshua. Al final creo que quedó claro que él prefería a Simeón. Tenía un mote para Simeón. ¿Cuál era? Ah, sí, Kipha. —Sonrió con cariño—. Significa «roca» en nuestro idioma.
—¿Bannus sabía que Simeón era el favorito de tu hijo?
—Me temo que sí. Estoy segura de que ése es parte del motivo de su resentimiento.
—¿Qué le ocurrió a Simeón tras la muerte de tu hijo?
—Durante un tiempo intentó mantener el movimiento en Jerusalén, pero los sacerdotes contrataron a hombres para que le dieran caza. Mataron a su esposa e hijos y Simeón huyó de la ciudad y desapareció. Durante mucho tiempo. Luego volvió a aparecer aquí hace unos años. Desde entonces ha pasado el tiempo viajando por la región. Mantiene el contacto con los seguidores de mi hijo siempre que puede, aunque no lo veo mucho por aquí. No tanto como me gustaría. Es un buen hombre. Tiene buen corazón y algún día se establecerá y se comprometerá con algo. —Miriam sonrió—, al menos espero que lo haga.
—Puedo confiar en él, entonces —Cato lo dijo como una pregunta, y se sintió aliviado cuando Miriam asintió.
—Puedes confiar en él.
—Bien. Es lo que necesitaba saber. Eso y el lugar en el que se encuentran Bannus y sus hombres.
Miriam lo miró con dureza.
—No sé dónde está su guarida, centurión. Y aunque lo supiera no te lo diría. El hecho de que te salvara no significa que esté de tu lado. No delataría a Bannus, como tampoco te delataría a ti. Si surge la oportunidad, haré todo lo posible para convencer a Bannus y a sus seguidores de que abandonen la lucha y regresen con sus familias. Mientras tanto no tomaré parte en vuestro conflicto. Ni tampoco lo hará mi gente. Os pediría que nos dejarais en paz.
—Me gustaría —respondió Cato en voz baja—. Ya habéis soportado bastantes penurias. La cuestión es que no estoy seguro de que os podáis mantener al margen. En algún momento tendréis que elegir un bando, aunque sólo sea para salvaros. Y el momento llegará más pronto de lo que piensas. Yo en tu lugar reflexionaría al respecto.
—¿Y crees que no lo he hecho ya? —repuso Miriam en tono cansino—. Pienso en ello cada día y siempre me pregunto qué hubiese hecho Yehoshua.
—¿Y?
—No estoy segura. El diría que no deberíamos tomar parte en esta lucha. Que tendríamos que defender la paz. Sin embargo, ¿y si nadie escucha? A veces creo que Simeón está en lo cierto.
—¿Qué es lo que dice él?
—Que en ocasiones la gente no puede limitarse a defender la paz, sino que tiene que luchar por ella.
—¿Luchar por la paz? —Cato sonrió—. No sé si acabo de entender cómo funciona eso.
—Yo tampoco —se rio Miriam—. Los hombres no sois precisamente los pensadores más coherentes cuando empezáis a filosofar. De todos modos, Simeón me dijo que cuando llegara el momento tendría sentido.
Cato se encogió de hombros. Todo aquello sonaba como las habituales tonterías místicas que surgían cuando se entremezclaban la política y la religión. Una cosa sí era segura. Bannus no parecía ser la clase de hombre con el que se podía razonar. Su enfrentamiento con Roma era inevitable. Lo único que ahora importaba era asegurarse de sofocar su rebelión y de que no sobreviviera para generar más problemas en el futuro.
Cato se puso de pie.
—Tengo que marcharme. Tengo que alcanzar a la patrulla antes de que anochezca. Sólo quería disculparme por lo ocurrido. Dentro de poco el centurión Macro asumirá el mando de la Segunda iliria. El se encargará de que a partir de ahora tu gente sea tratada con justicia. Tienes mi palabra.
—Gracias, Cato, pero, ¿qué pasará hasta entonces?
—El prefecto Escrofa sigue al mando.
—¿De modo que la violencia contra los aldeanos de la zona continuará?
Cato se encogió de hombros en un gesto de impotencia.
—Mientras siga al mando puede hacer lo que quiera. Lo único que puedo hacer yo es intentar suavizar el golpe.
—¿Por qué tu centurión no puede sustituir a Escrofa ahora mismo?
—No puede —Cato se llevó la mano al bulto que hacía la delgada funda del rollo bajo su túnica—. No sin la debida autorización. Estamos esperando que llegue.
—Pues lo mejor será que reces para que no tarde en llegar, centurión Cato. Antes de que Bannus y sus amigos partos inicien una revuelta general. Si eso ocurre, que Dios nos ayude a todos.