La patrulla se había detenido a descansar en un apeadero nabateo y en tanto que los soldados atendían a los caballos en el patío sombreado, Macro y Postumo subieron a la pequeña torre de señales y contemplaron la ruta comercial que llevaba al corazón del territorio de Nabatea. A su izquierda se extendía una vasta llanura cubierta con pequeñas rocas negras que parecían temblar bajo el calor del sol de mediodía. A pesar de sus anteriores reservas en cuanto al tocado, Macro se había dado cuenta de lo práctico que resultaba en aquel clima polvoriento y abrasador. Nunca había experimentado unas temperaturas como aquéllas. Durante el día hacía un calor parecido al que salía de un horno abierto de golpe y por las noches un frío que le recordaba al invierno de Britania. La noche anterior la patrulla había acampado al raso, al abrigo de un barranco, y se habían arrebujado en sus capas, temblando. En aquellos momentos Macro se limpió el sudor de la frente mientras permanecía junto al centurión Postumo contemplando la ruta comercial.
—¿Qué estás mirando? Casi no distingo nada con todo ese resplandor. Parece que sea agua —Macro suspiró—. Ahora mismo mataría por darme un baño.
Postumo sonrió.
—Yo también. Por estar en cualquier otro sitio lejos de aquí.
Macro expresó su acuerdo con un gruñido y luego miró al joven oficial. Postumo era unos años mayor que Cato, tendría alrededor de veinticinco años, delgado, de tez morena y con ese aspecto que Macro supuso que lo haría popular entre las damas.
—Bueno, cuéntame, ¿cuál es tu historia?
Postumo se volvió hacia él y levantó una ceja.
—¿Mi historia?
—¿De dónde eres, Postumo?
—De Brindisi. Mi padre posee unos cuantos barcos. Lleva y trae cargamentos del Pireo.
—¿Es rico?
—Le ha ido lo bastante bien como para haber podido comprar su ascenso a la clase ecuestre. De modo que sí, supongo que es rico.
—Entonces, ¿por qué estás aquí?
—No podía soportar el mar. Creí que me gustaba la aventura, de manera que me enrolé como legionario.
—¿En qué legión?
—Elegí la Décima —esbozó una sonrisa de desprecio hacia sí mismo—. Quería venir al este y combatir contra las hordas partas.
—¿Y lo hiciste?
Postumo se rio.
—¡Ni de casualidad! Durante los últimos años el palacio imperial no ha dejado de hacer tratos con Partia, uno tras otro, y como Palmira se halla bien situada en medio de los dos imperios, así es como seguirán las cosas.
Macro se encogió de hombros y no hizo ningún comentario. Según la información que les habían transmitido a Cato y a él, Partia tenía los ojos puestos en las provincias orientales de Roma. Si había algo de cierto en los rumores sobre Casio Longino, había muchas probabilidades de que los partos atacaran la frontera este en cuanto las legiones allí acuarteladas se retiraran para apoyar a Longino en su intento por hacerse con el trono imperial.
Postumo siguió hablando.
—Así pues, con Partia fuera de escena tuve que encontrar otra cosa que hacer. Solicité entrenamiento como explorador.
Macro le dirigió una mirada severa. En campaña los exploradores tenían su papel tradicional. Sin embargo, destinados en las plazas fuertes sus habilidades se dirigían más hacia las oscuras artes del espionaje y la tortura. A Macro nunca le habían gustado los exploradores de las legiones en las que había servido. Por lo que a él concernía, se suponía que servir como soldado era un asunto sencillo y le disgustaban la clase de servicios que tenían que llevar a cabo los exploradores.
—Me lo pasé bastante bien —continuó diciendo Póstumo— antes de que Casio Longino se fijara en mí. Me tomó bajo su tutela, me ofreció un ascenso en los auxiliares y me mandó a Bushir. De esto hace más de un año. No sabe lo mucho que he echado de menos Antioquía.
—Me lo imagino —respondió Macro con sentimiento—. He oído muchas cosas de ella. ¿Es todo cierto?
Postumo movió la cabeza en señal de afirmación.
—Hasta la última palabra. No hay ni un solo vicio que no puedas comprar. Ese lugar es un paraíso epicúreo.
Macro se relamió.
—Cuando termine mi servicio aquí, Antioquía va a ser mi primera parada de camino a Roma.
El otro lo miró con detenimiento.
—Entonces, ¿cuánto tiempo espera quedarse aquí?
Macro se maldijo por el desliz. Sonrió forzadamente.
—El menor tiempo posible. Conociendo al ejército, probablemente eso signifique que acabaré muriéndome de viejo en Bushir. Mucho después de que la junta militar haya olvidado que me mandaron aquí, para empezar. Si tengo mucha suerte se acordarán de mí y hasta puede que apoquinen una pequeña pensión.
—Pequeña, usted lo ha dicho —comentó Postumo con sinceridad, y miró a lo lejos mientras seguía hablando—. Es por eso que uno tiene que hacer acopio de un pequeño fondo de contingencia, si las circunstancias lo permiten.
Macro lo miró.
—¿A qué te refieres?
Los labios de Postumo esbozaron una breve sonrisa.
—Ya lo verá. Todo a su debido tiempo. No… Espere. —De repente extendió el brazo y señaló hacia el horizonte— ¡Allí! Mire.
Macro siguió la dirección de su dedo y entrecerró los ojos a causa de la reluciente calima.
—¿Qué? No veo nada.
—Vuelva a mirar. Más detenidamente.
Al principio Macro no pudo ver nada, pero cuando aguzó la vista un pequeño punto negro apareció parpadeante ante sus ojos, y después otro a un lado. Al cabo de unos instantes aparecieron más y el primero de ellos se convirtió en la silueta distante de un hombre que llevaba una montura de aspecto extraño. Macro tardó un rato en darse cuenta de que debía de tratarse de un camello.
—¿Quiénes son?
—Mercaderes —respondió Postumo—. Vienen de Aelana. Es una colonia árabe que está en la costa. Desembarcan mercancías provenientes del lejano oriente y las cargan en caravanas rumbo a Palestina, Siria, Cilicia y Capadocia. Es un trayecto largo y difícil desde Aleana y hay partes de la ruta que pasan por territorio muy salvaje. Ahí es donde entran en juego los nabateos y, más recientemente, nosotros.
Macro frunció el ceño.
—No lo entiendo.
—¿Cómo cree que se hicieron tan ricos los nabateos?
Macro se encogió de hombros.
—Es un negocio de protección. Su reino se encuentra a horcajadas entre algunas de las rutas comerciales más provechosas del mundo conocido. De manera que se quedan bien situados en Petra y exigen un peaje a cualquier caravana que pase por sus territorios. Al mismo tiempo ofrecen sus servicios para proteger a las caravanas de las tribus que se hallan en lo más profundo del desierto y que de vez en cuando asaltan las rutas comerciales.
—Entiendo —repuso Macro—. ¿Y cuál es nuestro papel en todo esto?
—Nuestra obligación es patrullar la ruta comercial que pasa al este del fuerte. Es allí donde empieza el territorio romano y donde termina Nabatea. Por eso estamos aquí, para proteger a caravanas como ésa. Es un acuerdo en beneficio mutuo.
—Ya veo —dijo Macro mirándolo fijamente—. ¿Quieres decir que los protegéis a cambio de un precio?
—Por supuesto. —Postumo se rio—. Todo forma parte del servicio que la Segunda iliria proporciona a sus clientes habituales.
—Ya veo —repitió Macro. Se quedó mirando a la caravana mientras las ideas se le agolpaban en la cabeza. Era tal como había sospechado. La cuestión era qué debía hacer al respecto, si es que debía hacer algo—. ¿Cómo funciona?
Postumo había estado mirándolo con detenimiento y pareció aliviado de que Macro no pareciera ser un purista de los que se tomaban la ley al pie de la letra.
—Es muy sencillo. Tenemos un acuerdo habitual con la mayoría de los grupos caravaneros. Al igual que hacen los nabateos. Las caravanas obtienen una escolta desde Aelana a Petra y desde allí a Machaeros, donde hay otro apeadero como éste. Allí se encuentra el límite de la autoridad nabatea. Antes los escoltaban hasta Damasco, pero ahora nos ocupamos nosotros de la última etapa del trabajo. Intentaron mejorar nuestro precio, pero dejamos claro que ahora éste es nuestro territorio y los nabateos se mantienen alejados de nosotros. Nos embolsamos el dinero y nos encargamos de llevarlos sanos y salvos hasta la Decápolis.
—Esto no se ciñe a las reglas precisamente, ¿verdad?
—No, pero tampoco es exactamente ilegal —respondió Postumo—. Nosotros cumplimos con nuestro deber patrullando la frontera y los grupos de caravanas tienen su escolta. Todo el mundo queda satisfecho. La cuestión es asegurarnos de que no corra demasiado la voz, o no tardaremos en tener a Casio Longino queriendo sacar tajada a gritos, y al procurador de Cesarea. De modo que no diga nada.
—Ya me lo figuro.
—Claro que el único asunto verdaderamente delicado es cuando tenemos que tratar con nuevos clientes. Los grupos que son nuevos en la zona. Como ése de ahí.
—¿Ah sí? ¿Qué pasa entonces?
—Ya lo verá —Postumo se volvió hacia él—. Cuando lleguen hasta aquí déjeme hablar a mí, señor. Lo más probable es que sepan un poco de griego, pero prefieren negociar en su idioma y yo lo conozco lo suficiente como para defenderme.
—Muy bien, de acuerdo —asintió Macro—. Haré lo mismo que tú.
La caravana surgió por entre la calima y poco a poco se fue acercando al apeadero. Macro la observó desde la torre y vio que allí debía de haber al menos un centenar de camellos cargados con enormes cestos llenos de fardos de tela, tarros bien metidos en paja y otros artículos que no identificó. Hacia el frente de la caravana iban dos grandes carros de bueyes cargados con sólidos maderos. Los camellos se acercaban a un paso regular y balanceante, aguijoneados por los camelleros que caminaban a su lado y que de vez en cuando les daban a las bestias con los extremos de las varas finas que llevaban. A ambos lados de la caravana cabalgaba un grupo de guardas: guerreros envueltos en vestiduras oscuras, con espadas y arcos que colgaban de los armazones de madera de las sillas de sus camellos. Macro decidió que tenían un aspecto temible, pero sólo eran doce, insuficientes para rechazar un ataque enérgico.
Abajo, en el patio del apeadero, Postumo estaba ordenando a sus hombres que montaran y Macro, tras dirigir una última mirada a la caravana que se aproximaba, descendió de la torre para unirse a ellos. En cuanto estuvo en la silla, Postumo dio la señal para avanzar y, con un golpeteo de cascos, los caballos salieron del apeadero a la cruda luz del exterior. Se abrieron en abanico rápidamente y formaron una línea de dos en fondo de un lado a otro del camino, ambos escuadrones con los estandartes en lugar destacado, a una corta distancia por delante del cuerpo principal.
—Es para asegurarnos de que sepan que somos romanos —le explicó Postumo a Macro—. No tiene sentido asustarlos.
Aun así, la caravana se detuvo. Los escoltas formaron un pequeño grupo con los mercaderes a cargo de la caravana y se acercaron con cautela a los romanos. Se detuvieron en cuanto estuvieron a una distancia suficiente para poder hablar y uno de los mercaderes agitó una mano a modo de saludo.
—Recuerde, señor —dijo Postumo entre dientes—, déjeme hablar a mí.
—¡Faltaría más!
Postumo chasqueó la lengua e hizo avanzar a su caballo. Macro lo siguió de cerca. Frenaron sus monturas a unos cuantos pasos de los otros hombres.
Postumo les sonrió y se dirigió a ellos en griego.
—Os doy la bienvenida a la provincia romana de Judea. ¿Alguno de vosotros habla griego?
—Yo, un poco. —Uno de los hombres retiró el velo que le cubría la boca para que Postumo supiera quién estaba hablando en nombre de la caravana—. ¿Qué puedo hacer por ti, romano?
—Es más bien una cuestión de lo que yo puedo hacer por vosotros. —Postumo inclinó la cabeza—. A partir de este punto la ruta está plagada de asaltantes del desierto. Os hará falta una escolta más fuerte que la que os pueden ofrecer vuestros doce compañeros, por muy formidables que éstos sean. Si lo deseáis, mis hombres y yo podemos asegurarnos de que atraveséis esta zona hasta Gerasa sin ningún percance.
—Es muy amable por tu parte, romano. Supongo que requerirás un precio por este servicio, ¿no?
Postumo se encogió de hombros.
—Sólo se exige una módica suma.
—¿Cuánto?
—Mil dracmas.
El jefe de la caravana guardó un silencio sepulcral hasta que uno de sus compañeros mercaderes lo rompió y habló con severidad en su idioma. A continuación se inició una conversación y Macro captó el tono enojado de sus voces. Al final el jefe acalló a sus amigos y volvió a dirigirse al centurión.
—Es demasiado.
—Es lo que nos pagan todas las caravanas que pasan por aquí, si es que requieren nuestra protección.
—¿Y si no pagamos?
—Podéis pasar libremente, pero seguís vuestro camino por vuestra cuenta y riesgo. No es aconsejable. Sois nuevos en esta ruta, ¿verdad?
—Quizá.
—Entonces puede que no seáis plenamente conscientes de los peligros.
—Podemos arreglárnoslas solos.
—Como queráis. —Postumo se dio la vuelta en la silla y les dirigió un grito a sus hombres para ordenarles que se apartaran del camino. Se volvió de nuevo hacia el jefe de la caravana, le dirigió una educada reverencia, hizo dar la vuelta a su caballo y se alejó al trote para reunirse con sus soldados. Macro lo alcanzó y fue acercando su montura para ponerse a su lado.
—No parece que haya ido muy bien.
—Oh, todavía no se ha terminado. A veces nos encontramos con esta reacción por parte de los mercaderes que son nuevos en esta ruta. Pero no tardará en cambiar de opinión.
—Pareces muy seguro de ti mismo.
—Tengo motivos de sobra para estarlo.
Postumo no entró en detalles y Macro permaneció sentado en la silla de mal talante mientras la larga procesión de camellos cargados y sus guías pasaban bamboleándose. Los guardas se situaron entre la caravana y la caballería romana y miraron con recelo a Postumo y a sus soldados hasta que la cola de la caravana hubo pasado. Entonces hicieron virar a sus camellos y los condujeron al trote hacia los flancos de la caravana. En cuanto se hubieron marchado, Macro se dirigió a Postumo.
—¿Y ahora qué?
—Esperaremos un poco y luego los seguiremos.
Macro ya había tenido suficiente.
—Mira, será mejor que me digas lo que está pasando. Ya basta de tus juegos, Postumo. Cuéntamelo.
—Tal vez no ocurra nada, señor. Quizá terminen su viaje sin ningún percance, pero yo no apostaría por ello. La ruta entre aquí y Gerasa es frecuentada por numerosas bandas de asaltantes.
En cuanto la cola de la caravana estuvo aproximadamente a una milla de distancia, Postumo dio la orden para que sus hombres avanzaran lentamente por el camino tras ella, procurando mantenerse a distancia mientras la seguían. Las horas fueron transcurriendo lentamente y Macro empezó a sentir los efectos de no haber dormido la noche anterior. Le pesaban los párpados, tenía los ojos irritados y tenía que parpadear con frecuencia para intentar refrescarlos. Las figuras lejanas de la caravana se alzaban hipnóticas frente a él y sólo hacían que aumentar su sensación de cansancio. Ya era media tarde cuando Postumo detuvo la columna con tanta brusquedad que Macro estuvo a punto de resbalar de la silla. Sacudió la cabeza para intentar desprenderse de la pesadez que la embargaba.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—Lo que yo me esperaba, señor —dijo Postumo con una sonrisa—. Asaltantes que vienen del desierto. Allí.
Señaló hacia la derecha y Macro vio que de detrás de una duna baja aparecía una hilera de camellos que se encaminaba rápidamente hacia la parte más rezagada de la caravana. Macro llevó la mano a la espada de inmediato y se le despejó la cabeza ante la perspectiva de entrar en acción.
—En marcha.
—No.
—¿Cómo que no? —gruñó Macro—. Esos hombres están atacando la caravana.
—Precisamente —asintió Postumo—. ¿Y acaso esos mercaderes no están lamentando no haber aceptado nuestra oferta de protegerlos? Ahora aprenderán lo caro que puede resultar viajar sin una escolta como es debido.
—¡Los masacrarán! —exclamó Macro con enojo—. Tenemos que hacer algo.
—No —respondió Postumo con firmeza. Cuando los atacantes cargaron contra la caravana, la columna romana permaneció inmóvil—. De momento no vamos a hacer nada.