El fuerte Bushir, al igual que casi todos los fuertes romanos, estaba construido siguiendo aproximadamente el diseño habitual. La vivienda del comandante, el cuartel general, el hospital y los almacenes ocupaban una posición central y flanqueaban las dos vías principales que atravesaban el fuerte, perpendiculares la una a la otra. A ambos lados se extendían los tejados bajos y alargados de los barracones, donde los soldados de la cohorte se acomodaban de ocho en ocho en los edificios designados a cada centuria o escuadrón de caballería. Los establos ocupaban una esquina del fuerte y el olor de los animales impregnaba la cálida atmósfera que lo cubría todo como una manta sofocante. El centurión Parmenio los acompañó en un recorrido minucioso y Cato se fijó en algunas muestras de dejadez que no se tolerarían en la mayoría de cohortes auxiliares, por no hablar de las enormes fortalezas de las legiones con las que él estaba más familiarizado. Había puertas y postigos rotos, comida derramada en la calle y varias piezas de equipo muy mal conservado, particularmente la madera seca de las ballestas montadas en cada una de las torres. Eran absolutamente inútiles: seguro que si alguna vez las armas se preparaban para disparar, los brazos se partirían en cuanto se les aplicase la más mínima tensión. También se percibía una ostensible desgana entre los soldados de la cohorte y Cato se preguntó si podría tratarse de algo más que la reacción natural a pasarse años en aquel destino desolado.
Los tres centuriones subieron por la escalera de mano de la torre de vigilancia construida sobre las puertas principales y Macro decidió que era el momento de hablar sin rodeos.
—¿Has servido siempre con los auxiliares, centurión Parmenio?
—De ningún modo. Soy un soldado como es debido. Pasé siete años con la Tercera legión gala cerca de Damasco, el último año como optio. Luego acepté un traslado a la Segunda iliria con el ascenso a centurión. He estado aquí desde entonces. Tendrían que desmovilizarnos el año que viene o el otro:
—Entiendo.
—¿Por qué lo pregunta?
—Habiendo alguien con tu historial me preguntaba cómo este lugar ha llegado a semejante estado.
Parmenio no respondió hasta que no estuvieron los tres en la pequeña plataforma de la torre de guardia, a la sombra del techado de palma. En torno a ellos, el desierto se extendía hasta el horizonte, brillante bajo el resplandor del sol. Pero Parmenio tenía la mirada fija en Macro.
—A la cohorte no le pasa nada, centurión Macro. Al menos a los soldados —dijo con cautela.
—¿Y los oficiales?
Parmenio le sostuvo la mirada a Macro y luego miró a Cato.
—¿Por qué me lo pregunta? ¿Qué busca?
—Nada —respondió Macro tranquilamente—. Lo que pasa es que pronto voy a asumir el mando de la cohorte y quiero hacer unos cuantos cambios…, unas cuantas mejoras. Tengo curiosidad por saber cómo la cohorte ha llegado al estado en el que se encuentra. Según mi experiencia, una unidad sólo es buena en la medida en que lo son sus oficiales.
Parmenio pareció satisfecho con la explicación e inclinó ligeramente la cabeza.
—La mayoría son bastante competentes. O lo eran, hasta que apareció el centurión Postumo. Eso fue con el anterior comandante al mando.
—¿Y en qué influyó Postumo? —preguntó Cato.
—Al principio en nada. El ayudante anterior había muerto tras una larga enfermedad. A Postumo lo enviaron de Damasco para sustituirlo. Al igual que a Escrofa después de él. Cumplía con sus obligaciones concienzudamente. Luego empezó a ofrecerse voluntario para asumir el mando de las patrullas que se mandaban al desierto. Como podéis imaginar, eso le hizo muy popular entre aquellos de nosotros que no teníamos muchas ganas de pasarnos días cabalgando bajo el sol y en medio del polvo. Bueno, así era la situación hasta que el anterior comandante recibió una visita del representante de uno de los grupos de mercaderes de las caravanas. Parece ser que acusó a Postumo de efectuar una especie de protección abusiva de sus caravanas. El prefecto quería pruebas sólidas y se fue con Postumo en la siguiente patrulla. Y no regresó.
Cato enarcó las cejas.
—Un cínico diría que eso podría considerarse muy conveniente para el centurión Postumo.
—Ya lo creo —Parmenio sonrió—. Sea como sea, apareció Escrofa y desde entonces no se ha hecho nada respecto a dichas acusaciones.
Hubo una pausa tras la cual Cato preguntó:
—¿Estás diciendo que el prefecto ha sacado tajada del asunto? ¿Y los demás oficiales?
Parmenio meneó la cabeza.
—No quiero hablar de ello.
—¿Hablar de qué? —insistió Cato.
Macro los interrumpió en tono impaciente.
—Aquí está pasando algo. Da la impresión de que los oficiales están divididos y a los soldados no parecen importarles sus obligaciones. Cualquier idiota se daría cuenta.
—Si cualquier idiota se daría cuenta, entonces no es necesario que le informe sobre mis compañeros oficiales.
—Nadie te está pidiendo que seas un informante —repuso Cato con delicadeza—. No obstante, un veterano como tú debe de saber lo que está ocurriendo. ¿Por qué no te quejaste al prefecto o a alguien superior en la cadena de mando?
—Lo hice. Tuve unas palabras con Escrofa. Le dije que los principios estaban decayendo entre los soldados. Pareció un tanto desconcertado con mi queja. En cualquier caso, desde entonces no me han asignado el mando de ninguna de las patrullas del desierto. Me ha mantenido bien alejado de las rutas de las caravanas. Y ahora quiere que caiga con dureza sobre las aldeas locales —Parmenio resopló con sorna—. ¿De qué va a servir darles duro a un puñado de granjeros que malviven en estos páramos? Deberíamos ir a por Bannus.
—Sí —repuso Macro con aire pensativo—, deberíamos.
Parmenio se volvió a mirarlo.
—¿Es eso lo que planea hacer, señor? ¿Cuándo llegue la notificación de su nombramiento?
—Parece el procedimiento más lógico.
Parmenio movió la cabeza, asintiendo con satisfacción.
—Estará bien que los oficiales vuelvan a la vida militar como es debido. A los soldados también les hará bien.
—Cierto. Sin embargo, ahora mismo no puedo hacer nada al respecto. —Macro se rascó el mentón y se dio la vuelta para contemplar el desierto—. Creo que es hora de que eche un vistazo al territorio que se supone que la Segunda iliria está cubriendo.
Cato lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Qué estás pensando?
—Creo que voy a unirme a una de esas patrullas que envía Escrofa —respondió Macro con una sonrisa—. Puede que tú quieras quedarte aquí con Parmenio, ver cómo está la situación en las poblaciones de la zona.
Cato se encogió de hombros.
—Está bien. No podemos hacer nada más hasta que no tengamos noticias del procurador.
* * *
El prefecto Escrofa se quedó mirando a Macro y Cato de hito en hito.
—¿Por qué ibais a querer hacer eso? ¿Acabáis de llegar y ya queréis abandonar el fuerte?
Cato respondió por los dos.
—Tal como usted mismo ha señalado, señor, nosotros estamos de más, tal y como están las cosas. Así pues, más valdría que adquiriéramos un poco de experiencia de la zona. Ver cómo se comportan los hombres. Ese tipo de cosas.
Escrofa intercambió una mirada con su ayudante antes de responder.
—No estoy seguro de eso. Quiero decir que nosotros tenemos nuestra propia manera de hacer las cosas. Quizá sea mejor si pasáis algún tiempo observando cómo dirigimos la cohorte antes de arrojaros a la acción.
Macro le devolvió la sonrisa.
—No tiene sentido perder el tiempo. En la Segunda Augusta, allí en el Rin, teníamos una expresión. Lo mejor que puede hacer un soldado es sacar el trasero al pastadero.
Escrofa frunció el ceño.
—No lo entiendo.
—Experiencia sobre el terreno —explicó Macro— no hay nada mejor. Aunque admito que aquí el dicho no parece apropiado, con lo escasa que es la hierva.
—¿Sacar el pectoral al arenal? —sugirió Cato.
Macro lo miró con irritación.
—Servicial como siempre, centurión Cato.
—Sí, señor. Lo siento, señor.
—Bueno, es por eso que creo que debería acompañar al centurión Postumo en su patrulla en tanto que Cato va con Parmenio. Nos limitaremos a cabalgar con ellos sin inmiscuirnos.
—¡Hummm! —Escrofa juntó las manos y apoyó la barbilla en las puntas de los dedos—. Sigo sin estar seguro de que sea una buena idea.
—¿Por qué no? —interrumpió Postumo—. Será un honor que el centurión Macro me acompañe. Y estoy seguro de que en cuanto vea cómo actuamos estará encantado de continuar con nuestros métodos. Eso asegurará una transición poco conflictiva, si llega la confirmación de su nombramiento.
—Cuando llegue —lo corrigió Macro con un brillo gélido en la mirada.
—Sí, señor. Por supuesto. Cuando llegue. Mientras tanto, creo que no tardará en darse cuenta de las buenas relaciones que tenemos con la gente que pasa por nuestro territorio.
—Estoy seguro.
—Asimismo, el centurión Cato llegará a comprender que la única autoridad que los judíos respetarán es la que viene respaldada con la dura aplicación de la fuerza. —Postumo inclinó la cabeza hacia Macro— una sugerencia excelente, si me permite decirlo, señor.
Macro asintió.
—Pues le pediremos unas cuantas cosas al intendente y nos prepararemos para las patrullas.
* * *
—Allí adonde se dirige verá que esto es mucho más apropiado que un casco —explicó el centurión Parmenio mientras cogía una tela doblada de una de las estanterías de los almacenes de intendencia—. Mire, permítame que se lo enseñe.
Desplegó la tela con una sacudida y luego juntó una esquina con otra en diagonal, de manera que el ligero tejido formara un triángulo. Lo levantó por encima de la cabeza con el lado más largo delante y luego se sujetó la tela en la coronilla con dos vueltas de galón trenzado.
—Ya está. ¿Lo ve?
—Lo que veo es que pareces un nativo —comentó Macro con un gruñido—. ¿Es realmente necesario?
Parmenio se encogió de hombros.
—Sólo si no quiere que el sol le fría los sesos. Si hace falta también puede cruzar los extremos delante y echárselos sobre los hombros para evitar el polvo en la cara. Es la prenda más útil de todas. Y en este lugar sí es necesaria.
Parmenio se quitó el keffvyeh y se lo entregó a Macro, que lo miró sin mucho entusiasmo. Cato tomó el suyo de más buen grado y se lo probó.
—¿Así?
—No está mal —admitió Parmenio—. Ahora necesitan una coraza de lino. Hay unas cuantas que guardamos para los oficiales. Esta armadura de escamas que llevan puede que esté bien para Germania o Britania, pero aquí los mataría si tuvieran que llevarla demasiado tiempo.
Buscó en los estantes hasta que encontró lo que quería y regresó con un juego de aquella cota ligera. Estaba hecha de capas de lino, pegadas para que fuera rígida, un peto y dos espaldares duros que se unían atándolos a los costados.
—Tome Cato. Pruébesela.
En cuanto Parmenio hubo atado las ligaduras Macro no pudo evitar echarse a reír.
—¿Qué es lo que le hace tanta gracia?
—Esas piezas que sobresalen de la espalda parecen alas.
Parmenio pasó los espaldares por encima de los hombros de Cato y se los sujetó en la parte delantera del peto.
—Ya está. Verá que carece de la flexibilidad de la armadura de escamas o de malla, pero es mucho más ligera y casi igual de resistente.
Cato se dobló a ambos lados y giró un poco la cintura.
—Ya veo a qué te refieres. —Dio unos golpes en el peto y quedó complacido al ver que parecía bastante resistente. Perfecto para la mayoría de golpes de espada, aunque con una determinada estocada de lanza o una flecha la cosa sería distinta. Miró a Parmenio y asintió con la cabeza—. Servirá.
Parmenio se volvió hacia Macro.
—Ahora usted, señor.
En tanto que Parmenio iba a buscar otra armadura, Macro le masculló a Cato:
—Ya es bastante feo todo este asunto de intriga y misterio como para que encima tengamos que ir haciendo el tonto con todo este disfraz de mierda.
* * *
Las patrullas abandonaron el fuerte a la mañana siguiente, justo después de amanecer. La atmósfera era fresca y Cato la disfrutó, perfectamente consciente de lo caluroso que llegaría a ser el día. Al centurión Parmenio se le habían asignado un escuadrón de caballería y una centuria de infantería, puesto que marcharía de pueblo en pueblo y no necesitaría moverse rápidamente. La infantería iba equipada con la armadura y el tocado ligeros, pero conservaban los pesados escudos ovalados y las fuertes lanzas, así como las horcas de marcha de las que colgaban la ropa de cama, las raciones y el equipo de campaña. La columna marchó pesadamente a través de la puerta con los jinetes al frente en un desfile de guarniciones que repiqueteaban. Macro los vio irse por el camino desde la torre de guardia y los estuvo observando un rato, luego fue a reunirse con los dos escuadrones montados que el centurión Postumo estaba a punto de llevar en dirección contraria, hacia el desierto.