—¿Qué demonios estabas haciendo antes? —espetó Cato—. ¿Por qué no me apoyaste?
Estaban sentados en la habitación asignada a Macro. Cato tenía designada otra cercana. Escrofa les había explicado que hasta que la cuestión del nombramiento de Macro no se hubiese resuelto no había posibilidad de proporcionarles un alojamiento adecuado a su supuesta categoría. Así pues, había ordenado al intendente de la cohorte y a su ayudante que cedieran temporalmente sus despachos y los administrativos trabajaron durante toda la mañana para vaciar las habitaciones e introducir en ellas el mínimo mobiliario estrictamente necesario que necesitaran los centuriones recién llegados. La columna había regresado al fuerte después de anochecer, bajo la luz plateada de una luna creciente, y la preparación apresurada de sus aposentos no terminó hasta la cuarta hora de la noche. A Simeón le habían asignado una litera en los barracones de caballería y se había ido a dormir inmediatamente, dejando a los dos oficiales sentados en una atmósfera de muda tensión hasta que por fin sus habitaciones estuvieron listas.
—¿Que qué estaba haciendo? —Macro parecía asombrado—. Me estaba comportando como un oficial, maldita sea, eso era lo que estaba haciendo. No andaba jodiendo como un maldito niño enfurruñado.
—¿Cómo dices?
—Cato, cuando un oficial superior da una orden, la obedeces sin dudar.
—Eso ya lo sé, Macro. Pero él no es el oficial superior. Lo eres tú.
—Hasta que pueda demostrarlo, no. Hasta entonces el que está al mando es Escrofa, y lo que él dice es lo que vale.
—¿Da igual lo desatinada que sea la orden?
—Así es.
Cato meneó la cabeza.
—Esto es ridículo, Macro. Esa mujer no hizo nada malo. Nada que mereciera que le quemaran la casa.
—Estoy de acuerdo contigo —repuso Macro con una calma forzada—. Es una maldita vergüenza. Una injusticia. Llámalo como quieras.
Cato estaba exasperado.
—¿Y por qué no dijiste nada entonces?
—Ya sabes cuál es la situación. Cuando se da una orden no hay discusión posible, sea lo que sea lo que yo pueda pensar.
—Pero eso es una locura.
—No…, es disciplina. Es lo que hace funcionar al ejército. No hay espacio para el debate. No hay lugar para sopesar los pros y los contras. La orden se da y tú la obedeces —Macro hizo una pausa y continuó hablando en tono severo—. Lo que no haces bajo ninguna circunstancia es cuestionar la orden de un oficial superior, y menos delante de los soldados. ¿Me he expresado con claridad?
Cato, sorprendido por la hostilidad de Macro, asintió con la cabeza.
Macro siguió hablando:
—Si se empieza a ir por ese camino, amigo mío, la disciplina se viene abajo. Si los hombres empiezan a pensar en las órdenes en vez de cumplirlas, el ejército se desmorona y nos convertimos en presa fácil para nuestros enemigos, que no son pocos. ¿Quién va a proteger al imperio entonces, eh? Venga, compara eso con el hecho de se queme la casa de una mujer. La próxima vez piénsalo antes de cuestionar las órdenes de un superior.
Cato permaneció en silencio mientras consideraba el argumento de Macro, después levantó la mirada y se encogió de hombros.
—Supongo que quizá tengas razón.
—¡Pues claro que tengo razón, joder! —Macro suspiró exasperado—. Mira, Cato, ahora el ejército es tu vida. En ocasiones es una vida dura, de acuerdo, pero a mí me encanta. Y no dejaré que nadie me la fastidie, por muy bienintencionado que sea, aunque sea mi mejor amigo. Procura entenderlo.
Cato frunció los labios.
—De acuerdo. De todos modos, estuvo mal castigar a esa mujer.
Macro soltó un gruñido y le dio un cachete en el hombro a su amigo.
—Es suficiente. Tenemos mayores problemas en los que pensar. No estamos aquí para mejorar nuestra salud, Cato.
—¡Me imagino que no!
Macro sonrió durante un momento y luego adoptó una expresión meditabunda.
—¿Sabes? Puede que haya algo más de lo que parece a simple vista.
—¿A qué te refieres?
—A lo de quemar esa casa y crucificar a ese forajido —Macro enarcó las cejas—. Lo que pasa es que, ahora que lo pienso, poco más podía hacer para provocar deliberadamente a la gente de esa aldea y al mismo tiempo perder la oportunidad de obtener buena información del prisionero.
—Entiendo —Cato asintió—. Visto así sí que parece confirmar las sospechas de Narciso sobre lo que ocurre aquí.
—Y si tiene razón sobre Escrofa, y sobre ese ayudante suyo, Postumo, entonces vamos a tener que andarnos con mucho cuidado y guardarnos las espaldas constantemente. No tengo ganas de seguir el mismo camino que el predecesor de Escrofa.
* * *
A la mañana siguiente, con las primeras luces del día, los supervivientes de la escolta de caballería emprendieron el viaje de vuelta a Jerusalén. Escrofa había asignado a uno de sus oficiales subalternos el mando temporal del escuadrón y le ordenó a Simeón que los llevara sanos y salvos a Jerusalén por una ruta distinta de la que habían tomado para llegar al fuerte. El veterano llevaba un mensaje de Macro para entregárselo al procurador de Cesarea solicitando una confirmación urgente de su nombramiento como comandante de la Segunda iliria. Teniendo en cuenta la distancia, no recibirían una respuesta al menos hasta dentro de varios días. Hasta entonces, a los dos centuriones se los consideraría supernumerarios: exentos de servicio y libres para ir y venir a su antojo por el fuerte. Macro y Cato, conscientes del verdadero propósito de su presencia allí, se sumaron a los demás en la reunión matutina con el prefecto, después de desayunar en el comedor de oficiales.
Los centuriones y oficiales subalternos de la cohorte llenaban los bancos del salón del edificio del cuartel general y, mientras charlaban despreocupadamente esperando a que Escrofa y su ayudante hicieran acto de presencia, Cato los estudió disimuladamente. Los oficiales parecían estar un tanto trastornados y tensos y hablaban en tonos quedos. De vez en cuando uno de ellos miraba en dirección a los recién llegados, pero ninguno se acercó a presentarse. Era como si desconfiaran, decidió Cato. Pero ¿desconfiar de qué? No podían saber que Macro y Cato estaban trabajando para Narciso. El nombramiento de Escrofa había sido temporal, de modo que ya podían esperarse que un comandante permanente lo reemplazara. No tendría que haber nada raro en la llegada de Macro y Cato; sin embargo, Cato tenía la sensación de que allí pasaba algo. Sus conjeturas se vieron interrumpidas cuando el centurión Postumo irrumpió por la puerta y gritó:
—¡Oficial al mando presente!
Los oficiales allí reunidos se pusieron de pie haciendo chirriar los bancos y se cuadraron mientras Escrofa entraba en el salón, se dirigía a la mesa del fondo y tomaba asiento.
—Podéis sentaros, caballeros.
Los oficiales se relajaron y volvieron a sentarse en los bancos. Cuando volvió a hacerse el silencio, Escrofa carraspeó y empezó la reunión.
—En primer lugar, permitidme que os presente formalmente a los centuriones Macro y Cato. —Hizo un gesto hacia ellos, los recién llegados se levantaron un momento para saludar y Escrofa prosiguió—. Bueno, soy consciente de que han circulado unos cuantos rumores sobre el motivo de su presencia en Bushir. Para que conste, los centuriones Macro y Cato afirman haber sido enviados desde Roma para sustituirme a mí y al centurión Postumo. Por desgracia, ayer, con las prisas para escapar de sus perseguidores, el centurión Macro se vio obligado a abandonar su equipaje, que contenía las órdenes de palacio.
Hubo una ligera cascada de risas y expresiones divertidas entre los oficiales y Macro se sonrojó de vergüenza y enojo. Escrofa sonreía y siguió hablando.
—Así pues, hasta que no se confirme su nombramiento, los recibimos como invitados de honor en el fuerte Bushir. Vosotros quizá queráis aprovechar la oportunidad de daros a conocer al comandante que será designado en los próximos días, si es que queréis prosperar bajo sus órdenes igual que habéis hecho bajo las mías, caballeros. El centurión Macro tendrá que aprender cómo hacemos las cosas aquí si quiere disfrutar de vuestra confianza en los meses venideros.
El prefecto echó un vistazo a las notas de la tablilla encerada que tenía delante y prosiguió:
—Nos ha llegado la noticia de que dos caravanas que se dirigen a la Decápolis van a pasar por nuestra zona dentro de unos días. La primera pertenece a Silas de Antioquía. Mandaremos a nuestro comité de bienvenida habitual y no deberíamos tener ningún problema para que accedan a que escoltemos su caravana hasta Gerasa. La segunda pertenece a uno de los grupos de mercaderes árabes que acaban de iniciar su actividad en Aelana. Puesto que son nuevos en el negocio, el centurión Postumo irá a saludarlos al frente de una gran fuerza y les explicará el procedimiento. Después los acompañarán hasta Filadelfia antes de regresar al fuerte… Pasemos a tareas más pesadas. Una banda ha estado asaltando la frontera de la Decápolis desde algún lugar del desierto. El decurión Próximo se llevará una patrulla a Azraj y le ofrecerá una recompensa a su jefe por localizar y eliminar a dichos asaltantes —Escrofa hizo una pausa y recorrió la habitación con la mirada hasta que vio a Próximo—. Asegúrate de hacer un buen trato. No tiene sentido recortar demasiado nuestros márgenes de beneficio.
El decurión sonrió y asintió con la cabeza.
—Muy bien. Esta es la última de nuestras excursiones comerciales. ¿Alguna pregunta?
Uno de los centuriones de más edad alzó el brazo. Escrofa contempló a aquel hombre con expresión cansina y respondió:
—¿Sí, Parmenio?
—¿Qué hay del asunto de ayer, señor? ¿Vamos a ir tras Bannus y su banda? Ya es hora de que ajustemos cuentas con ellos.
Escrofa miró a su ayudante y Postumo se inclinó hacia él. Los dos consultaron en voz baja unos instantes y después Escrofa se volvió de nuevo hacia el hombre que le había hecho la pregunta.
—Tienes razón, por supuesto. No podemos tolerar este tipo de ataques contra las fuerzas romanas. Hay que enseñarles una lección a los judíos. Para tal fin voy a mandarte con un escuadrón de caballería y una centuria de infantería a recorrer las poblaciones locales. Si encuentras cualquier prueba de que sus habitantes han estado ofreciendo ayuda de alguna clase a los forajidos, tendrás que quemar unas cuantas casas. Si no hay pruebas quiero que azotes a unos cuantos lugareños para que sepan lo que les espera si alguna vez tienen la tentación de asistir a hombres como Bannus. Asegúrate de que captan el mensaje.
—Sí, señor —repuso Parmenio—. Pero ¿no sería más prudente intentar localizar a los propios bandidos antes que realizar otra expedición punitiva?
—No tiene sentido exponer a nuestros soldados al peligro de un enfrentamiento armado con esos forajidos —contestó Escrofa, nervioso.
Su ayudante dio un paso adelante e intervino.
—Los forajidos sólo pueden sobrevivir recurriendo al apoyo de los aldeanos. Si podemos convencer a los lugareños de que dejen de ayudar a Bannus, entonces sus hombres se morirán de hambre, se desbandarán y el problema estará resuelto —Postumo sonrió—. ¿Satisfecho?
Por un momento el centurión Parmenio le dirigió una mirada fulminante al otro centurión, luego ladeó la cabeza y miró más allá de Postumo, hacia el prefecto.
—Disculpe, señor, pero llevamos meses atacando con dureza a las gentes del lugar y no estamos más cerca de acabar con Bannus. De hecho, creo que nuestras acciones sólo han servido para hacerlo más fuerte. Cada vez que castigamos a los lugareños empujamos a algunos de ellos a unirse a Bannus. Cada vez que él tiende una emboscada a alguna de nuestras patrullas y mata a unos cuantos de nuestros hombres, los aldeanos lo celebran. —Parmenio hizo una pausa y meneó la cabeza— lo lamento, señor, pero no creo que nuestra política esté teniendo el efecto deseado. Deberíamos tratar de ganarnos a esa gente, no castigarlos por las acciones que llevan a cabo unos forajidos.
El centurión Postumo señaló a Parmenio.
—Gracias, centurión Parmenio. Soy consciente de tu larga experiencia en esta provincia, pero por ahora esto es todo. Ya tienes tus órdenes. Lo único que tienes que hacer es ejecutarlas. Confía en mí; cuando los lugareños entiendan que Roma no tolerará ni el más mínimo rastro de rebeldía, entonces habrá orden en esta zona. Además, según mis fuentes, el número de los hombres de Bannus se ha exagerado. Van mal armados y equipados con poco más que los harapos que llevan puestos. No son más que un puñado de condenados ladrones.
—Señor, no estoy seguro de hasta qué punto podemos confiar en esas fuentes que dice tener. De momento no han resultado demasiado útiles y, en cualquier caso, las personas que cobran a cambio de información suelen decir lo que creen que quieren oír los que les pagan.
—Confío en ellas —replicó Escrofa con firmeza— Bannus supone una amenaza mínima.
Parmenio se encogió de hombros e hizo un gesto con la cabeza hacia Macro.
—Pues parece que a la escolta del centurión le dieron una buena paliza.
Postumo sonrió.
—Digamos que la escolta del centurión debió de percibir de forma exagerada cualquier peligro que pudiera haber corrido.
Parmenio se volvió hacia Macro.
—¿Qué cree usted, señor? Os tendieron una emboscada. ¿Hasta qué punto piensa que Bannus supone un peligro?
Macro frunció los labios un instante antes de responder:
—Fue una trampa bien preparada. Nos sorprendió en un camino estrecho y llevaba con él a unos trescientos hombres, quizá cuatrocientos. Sí, iban mal armados y sólo una pequeña parte de ellos iban a caballo, pero si ésa es la cantidad de hombres a los que puede recurrir para una simple emboscada, me imagino que su fuerza entera es algo que hay que tener en cuenta. O lo será, si llega a entrenarlos y equiparlos adecuadamente. Lo cierto es que si conseguimos atravesar sus filas fue sólo porque no se esperaban que cargáramos contra ellos.
Mientras su amigo hablaba, Cato sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. ¿Qué era lo que había dicho Bannus frente a la casa de Miriam? Algo sobre unos amigos que estaban a punto de ayudarle. Y que pronto tendría a un ejército que lo apoyaría. ¿Era mera bravuconería? ¿Los alardes vanos de un hombre desesperado y condenado a pasar el resto de sus días siendo un fugitivo y un forajido? Sin embargo, el prefecto Escrofa parecía conformarse con dejar que el bandido siguiera andando suelto mientras él atacaba a los que consideraba sus partidarios; y con la manera que tenía Escrofa de enfocar el problema, si todavía no eran partidarios de Bannus, no tardarían en serlo.
El centurión Postumo volvió a responder en nombre de su comandante. Asintió con la cabeza, como si estuviera de acuerdo con Macro y luego sonrió levemente.
—Claro que en su prisa por escapar es posible que pudiera haber sobreestimado el peligro.
Macro le lanzó una dura mirada al ayudante.
—¿Me estás llamando mentiroso?
—Por supuesto que no, señor. Tan sólo digo que en el acaloramiento de esto…, digamos, la batalla, debió de resultar difícil saber exactamente a cuántos hombres os enfrentabais.
—Entiendo. —La expresión de Macro se ensombreció—, Si no me crees pregúntale al centurión Cato aquí presente a cuántos hombres cree él que nos enfrentábamos.
—¿De qué serviría eso, señor? El se hallaba en el mismo aprieto que usted. ¿Por qué iba a verse menos obnubilado su criterio? Además, sufrió una herida en la cabeza. Fácilmente podría haberse confundido sobre el tamaño de la fuerza con la que se toparon. Se lo aseguro, poseemos información absolutamente veraz de que Bannus supone una amenaza mínima.
Cato se inclinó hacia delante.
—En tal caso, ¿por qué molestarse con todos esos asaltos punitivos contra los habitantes del lugar?
—Porque tenemos que disuadirlos de que presten más apoyo a Bannus. Si somos tolerantes con ellos sólo conseguiremos parecer débiles. Bannus podrá afirmar que, si cuenta con hombres suficientes, puede librar al pueblo de Judea del dominio romano.
—Y tratando con dureza a los judíos lo único que conseguiréis es arrojarlos en sus brazos, tal como ha señalado el centurión Parmenio. Quizá tendríamos que intentar ganarnos a esas gentes.
—No servirá de nada —interrumpió Escrofa—. Está claro que nos odian a muerte. Mientras se aferren a su fe nunca podremos ganárnoslos. En este caso sólo podemos mantenerlos a raya mediante el miedo.
Macro se echó hacia atrás en el asiento y se cruzó de brazos.
—Que nos odien con tal de que nos teman, ¿eh?
El prefecto se encogió de hombros.
—La máxima parece funcionar muy bien.
Cato sintió que se le caía el alma a los pies. La política de Escrofa tenía poca visión de futuro y era peligrosa, particularmente en la situación presente, en la que Bannus ofrecía a las víctimas de aquélla una oportunidad de defenderse. Cualquier aldea a la que los romanos dieran un castigo ejemplar se convertiría en una zona de reclutamiento para Bannus y engrosaría las filas de éste con hombres que albergaban un odio ciego hacia Roma y hacia todos aquellos que consideraban servidores de los intereses romanos.
—En cualquier caso —concluyó el prefecto—, ya he tomado mi decisión. Las órdenes siguen en pie y van a llevarse a cabo. La reunión ha terminado. El centurión Postumo se encargará de que se preparen las órdenes escritas para los oficiales pertinentes. Buenos días, caballeros.
Los bancos rasparon contra las losas del suelo cuando los oficiales se pusieron de pie y en posición de firmes. Escrofa recogió sus tablillas y abandonó la habitación. En cuanto hubo salido, Postumo gritó «¡Descansen!», y los oficiales volvieron a relajarse.
Cato le dio un suave codazo a su amigo.
—Creo que tendríamos que hablar con el centurión Parmenio.
Macro movió la cabeza en señal de afirmación y se volvió a mirar a los demás oficiales que poco a poco se iban dispersando para iniciar las obligaciones diarias.
—Sí, pero no delante de los demás. Quizá tendríamos que pedirle que nos enseñara el fuerte. No hay nada malo en eso. Es natural que los recién llegados quieran echar un vistazo al lugar.